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Una decisión en post

I

Dana.

—¿Sí, cariño? —Sonríe con aire juvenil por encima de la mesa, en Post, como si pretendiera fingir que soy su amor, cosa que nunca, jamás podría ocurrir por cientos de razones, incluso dejando a un lado las más obvias.

—Dana, escucha, necesito un favor.

—Como de costumbre.

—En serio. Me refiero a que es importante y… no sé a quién más pedírselo.

—Hummm… —Dana se muestra circunspecta. No me cabe duda de que está convencida de que voy a pedirle dinero.

Estamos a miércoles. Han pasado cuatro días desde mi regreso de Aspen y doce desde mi pelea con Jerry Nathanson en el pasillo, suceso que ha socavado todavía más mi incierta posición dentro del Oldie. Estoy comiendo con Dana porque es la primera oportunidad que hemos tenido para coincidir y también porque me estoy quedando sin alternativas. Había planeado acudir a ella como último recurso; pero, en estos momentos, la necesito urgentemente. Si Dana accede y todo va bien, podré quitarme a todo el mundo de encima y volver a mi vida familiar de siempre en cuestión de una semana, dos a lo sumo. Mi plan podría llevarme fuera del plazo señalado por la decana Lynda, pero creo que podré evitarlo, aunque por los pelos. Si Dana se niega o las cosas se tuercen, pues… que así sea.

Mientras mastico mi hamburguesa con queso intento pensar en el modo de plantearlo. Por su parte, en Darien, Mariah está agotando su tiempo ya que su bebé nacerá en menos de un mes. No ha hecho más visitas a Shepard Street, pero está contenta con su distracción.

A medida que se acerca el gran día, hablamos por teléfono casi todas las noches, e incluso Kimmer se suma de vez en cuando a la diversión.

Envidio la alegría de mi hermana.

Tres mesas más allá, Norm Wyatt, el arquitecto y marido de Lynda almuerza con algún próspero pero furtivo cliente. Yo también me pongo un poco furtivo al inclinarme para acercarme a Querida Dana. Interpretando correctamente mi actitud, ella me imita. Como siempre, me pregunto qué dirán los propagadores de rumores. Para empezar, no sé cómo se me ha ocurrido invitarla a Post para pedirle un favor. Puede que lo decidiera porque ella suele mostrarse más benévola tras una comida. También puede que me preocupe la posibilidad de que me hayan intervenido el teléfono.

—Dana, escucha, en cuanto a lo que te voy a pedir… Si quieres decir que no…

—Si quiero decir «no», Misha, diré «no». Soy muy buena en eso. —Pausa—. Aunque, ahora que lo pienso, soy muy buena con todos menos contigo. Siempre pareces estar pidiéndome favores, y yo siempre parezco decir que sí, y eso que no eres especialmente encantador. No sé qué pasa contigo. —Sonríe nerviosamente y contempla los anchos hombros de Norm. Se da cuenta de que hay algo que no marcha y esa situación le gusta tan poco como a mí.

—Vaya, cuánta amabilidad.

—En serio, Misha. Cuando lo pienso me resulta de lo más raro. No sé por qué, pero nunca soy capaz de decirte que no. ¿Sabes qué?, es una buena cosa que no me gusten los hombres porque, de lo contrario, ya habríamos tenido una aventura.

—Eso suponiendo que yo no estuviera casado. —Sonrío—. Y que me gustaran las mujeres blancas.

Touché. —Me devuelve la sonrisa—. Así pues, ¿cuál es ese gran favor? Si lo que quieres es que le rompa las piernas a Jerry Nathanson, lo siento porque me he retirado de ese tipo de trabajos.

—No es eso. Lo que ocurre es que, cuando lo escuches, puede que te parezca algo chocante. Inquietante, incluso. No es que exista algún riesgo. Es solo que no va a ser fácil de hacer. Pero el caso es que se trata de algo que debe hacerse y que no puedo llevarlo a cabo por mi cuenta. Si lo consigo, puede que… puede que consiga poner fin a lo que… ha estado pasando.

—Caramba. Gracias, cariño. Desde luego eso lo ha aclarado todo.

—Y el caso es que no puedo decirte ahora por qué necesito que lo hagas. Ahora no. Es posible que pueda decírtelo después, pero ahora no.

La sonrisa se le desvanece.

—Estoy empezando a preguntarme si no debería estar asustada.

—No. Claro que no. No hay nada de lo que asustarse.

—¿No era eso lo que Anthony Perkins le decía a Janet Leigh en Psicosis?

—No creo que ese diálogo apareciera en la película.

—De acuerdo, Misha, de acuerdo. —Ríe y alza las manos—. Vamos. Dime lo que quieres.

—Escucha, Dana, no te lo pediría, pero es que…

—Pero es que no tienes a nadie más y yo soy tu mejor amiga en este mundo y bla bla bla. Tú pide. Ya te lo he dicho. Soy muy buena diciendo que no.

Me doy cuenta de que nunca he abusado de ningún amigo como lo voy a hacer en este momento, y contengo el aliento. Pero como no me quedan opciones, le cuento a Dana Worth lo que necesito de ella. Tardo cinco minutos.

Y lo cierto es que se sorprende. Lo reconoce, pero también puedo verlo en sus negros y muy abiertos ojos y en la respiración que se le escapa silbando entre los dientes. Se recuesta en la silla y lo medita. Norm y su cliente se marchan. Norm se despide con la mano desde una prudente distancia, y nosotros le devolvemos el gesto. Un grupo de estudiantes pasa a nuestro lado hablando de Lemaster Carlyle y de a cuál de ellos elegirá como ayudante antes de ocupar una plaza en el Tribunal Supremo.

Dana se vuelve hacia mí de nuevo. Me dice que estoy loco, totalmente loco. Que me voy a quedar sin trabajo y sin esposa. Me dice que acabaré en la cárcel. Me dice que si me ayuda ella también podría acabar entre rejas.

Luego, me dice que lo hará.

II

Fuera, en la acera, Dana empieza a explicarme el sermón que su pastor les predicó el domingo, algo sobre una parábola de un ejecutivo perverso; pero solo la escucho a medias.

—Entiendes lo quiero decir, ¿no, Misha? No importa si las cosas no acaban saliendo como tú quieres, sino cómo te las arreglas con lo que Dios pone en tu…

La agarro del brazo, y ella se zafa de mi presa porque odia que la toquen.

—Misha, ¿qué demonios pasa contigo?

—¡Mira, Dana! —Le doy físicamente la vuelta, y ella se me quita de encima, puede que preguntándose si la decana no tendrá razón en cuanto a mi salud mental. Señalo con el dedo—. ¿Ves ese coche?

—¿Qué coche?

—¡Allí! ¡Justo allí! —Está justo delante de nosotros, en tamaño natural, justo al otro lado de la calle, a una manzana de la facultad—. ¡El Porsche azul!

Mi vieja (o puede que nueva) amiga sonríe.

—Sí, Misha, claro que lo veo. Y ahora escúchame. Esto es importante. Por favor, no lo llames un Porsche. Ese coche no es un «Porsche».

—¿Ah, no?

—No, cariño. Ocurre que es un Porsche Carrera Cabriolet azul metalizado, el modelo de este año, y parece ser un encargo especial con todas las opciones que tiene un precio de venta de unos cien mil dólares. Y en metálico, por favor. Nada de profesores universitarios que necesitan financiación. —Dana espera unos segundos: por lo general, ese tipo de comentario suyo haría que me partiera de risa, pero no en este día—. Misha. Creo de verdad que algo no funciona contigo, ¿lo sabías?

—Dana… Dana. Ese coche estuvo aparcado en la puerta de mi casa hace unas semanas, y también antes, en diciembre. Y creo que el hombre que lo conducía era el que nos espiaba, a mi familia. —Recuerdo la carrera hacia el bosque con John Brown—. Dana, creo que se trata del mismo hombre que se hizo pasar por agente del FBI en mi casa. El hombre negro. Foreman. Ya sabes, justo después del funeral.

Dana se echa a reír con todas sus ganas mientras se dobla y tiene que apoyar las manos en las rodillas. Al final, se recobra y se incorpora ayudándose en una farola.

—¡Oh, Misha, Misha!

No veo la gracia. Aunque también cabe en lo posible que yo haya perdido la chaveta del todo y que esta escena solo sea producto de mi imaginación porque nada tiene sentido.

—Pero, ¿qué te ocurre?

—¡Misha, eres tan gracioso!

—¿Qué es lo gracioso?

—¿Un espía? ¿Un agente secreto? ¿Me estás diciendo en serio que no sabes a quién pertenece ese coche?

El enfado empieza a sustituir a la perplejidad. Los Garland somos capaces de soportarlo todo menos el ridículo o que exista algo que no sepamos.

—No, Dana. No lo sé.

—Te daré una pista —me dice sonriendo maliciosamente—. Es más famoso que tu padre.

—Estupendo. Eso reduce el abanico a unos cuantos millones de personas.

—Vamos. No seas así. Escucha. Vive en Tyler’s Landing, en una gran casa al lado del agua que seguramente le costó cuatro millones de pavos que imagino que pagó al contado, igual que con el coche. Es estudiante en la facultad de derecho, y tienes razón en que es negro. Pero eso es lo único en lo que aciertas.

Me doy la vuelta y contemplo el vehículo.

—¿Me estás diciendo… Me estás diciendo que este coche pertenece a Lionel Eldridge? ¿El jugador de baloncesto?

—El antiguo jugador de baloncesto. En estos momentos es un estudiante como cualquier otro. —Su tono es cantarín, juguetón—. Solo quiere ser un abogado más, igual que su héroe, Johnnie Cochran. Se lo oí decir el otro día en Oprah y también en Cuarenta y ocho horas, y el programa de Jay Leno y en…

Me quedo boquiabierto mientras Dana sigue riendo. Lionel Eldridge. Sweet Nellie, como lo llamaban durante las siete temporadas que estuvo en el equipo de los All Stars de la NBA. Dos metros y un poco más. Eso cuadraría con la altura del hombre negro que John Brown vio en el bosque de detrás de casa. Un estudiante honrado, pero no un gran estudiante; al menos, no en esta universidad, aunque lo hizo mejor en Duke, en su época de pregraduado. Sweet Nellie, cuya sonrisa todavía le proporciona millones todos los años en concepto de esponsorización. Sweet Nellie, que todavía me debe un trabajo de la primavera pasada. La primavera pasada, cuando lo ayudé para que consiguiera un trabajo en el bufete de Kimmer. La primavera pasada, cuando sorprendí a las damas del comedor de beneficencia al conseguir que un día me acompañara a servir.

He dado con mi enemigo.

III

Cuando llego a mi despacho unos minutos más tarde me encuentro con otra cosa: un sobre con mi nombre y cargo debidamente mecanografiado descansa apoyado contra la puerta. Es idéntico al paquete que recibí en el comedor de beneficencia, hace un millón de años o puede que solo en octubre. Al abrirlo encuentro exactamente lo que esperaba encontrar: el peón negro que faltaba del juego de ajedrez de mi padre. Lo dejo encima del archivador, alineado justo al lado del blanco.

Un peón blanco y uno negro. Las únicas piezas del tablero que se mueven durante el desarrollo de un Doble Excelsior. El peón blanco llegó primero para avisarme de que las blancas mueven primero. Y si en un mate con ayuda las blancas mueven primero, las negras ganan. «Ya empieza», escribió mi padre en la nota que me dejó. Sin embargo, querido padre, si no te importa, preferiría terminar con esto.

Con la ayuda de Dana, estoy a punto de conseguir que suceda. Si todo funciona de acuerdo con el plan, podré librarme de la carga que mi padre me ha legado.

Al menos, eso es lo que tontamente imagino.

Hay otro desastre aguardando.