Lugares para el reposo
I
La facultad de derecho se levanta en la esquina de Town Street y Eastern Avenue. Si se sigue por Town Street en sentido opuesto a la universidad y se deja atrás el viejo edificio de arenisca que comparten el departamento de música y el de bellas artes y el bajo y anónimo bloque que, contra todo pronóstico, alberga el catering, el aparcamiento y las oficinas de relaciones públicas, se llega al linde oriental del campus, señalado por un solar lleno de baches y mal vallado donde se amontonan los autobuses rojos y blancos de segunda mano que la universidad ha ido comprando a los institutos vecinos que buscaban sustituir los suyos. Allí se cruza Monitor Boulevard (cuyo nombre no corresponde al acorazado de la guerra civil, sino a un jovenzuelo local que tuvo una breve carrera como futbolista profesional en los años sesenta) y, de repente, se acaba el terreno de la universidad.
La diferencia salta a la vista inmediatamente.
Enfrente del aparcamiento, al otro lado de Monitor Boulevard, hay un viejo parque en desuso con los yermos y embarrados restos de un campo de softball en un extremo, y, en el otro, lo que podría pasar por un parque infantil si los padres no fueran tan exigentes con los trozos de cristal, los columpios astillados y los balancines a los que les falta algún que otro tornillo crucial. Habitualmente, unos cuantos enganchados al crack yacen inofensivamente en lo que queda de los bancos, asintiendo y sonriendo en sus secretos sueños. Esta mañana el parque se halla desierto. Pocos son los estudiantes o los profesores que se aventuran tan al este. La culpa la tiene el índice de criminalidad o, como le gusta señalar a Arnie Rosen, la noción del índice de criminalidad. Los supervivientes de un proyecto de casas de protección oficial se amontonan calle arriba en unas envejecidas construcciones grises con estores de color crema en todas las ventanas. En la mente de la mayoría de la gente, las casas de protección oficial son sinónimo de peligro.
Una ventosa tarde, hace cuatro o cinco años, llegué hasta aquí con mi padre, que estaba de paso en la ciudad para algún asunto de ex alumnos. El juez se limitó a menear la cabeza sin decir palabra mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Si lloraba por su perdida juventud (el parque, si es que existía por aquel entonces, debía de vibrar de vida), por la existencia de los miembros de la nación más oscura que vivían allí, por algún recuerdo de su Claire, de su Abby o por su truncada carrera, fue algo que no me atreví a preguntar. «¿Sabes, Talcott? —me dijo con su tono de predicador—. Nosotros, los seres humanos, somos capaces de grandes alegrías, pero nacemos envueltos en problemas…»
«… mientras vuelan las chispas hacia lo alto», terminé por él.
Sonrió levemente, puede que pensara en darme un abrazo, hundió las manos más profundamente en los bolsillos de su abrigo de pelo de camello y avivó el paso, ya que, aquel nevado día, el parque no era nuestro destino, sino un lugar de paso. También lo es en este momento, mientras repito el trayecto que hice con mi padre más allá del parque, más allá de la escuela elemental que parece una ruina de la guerra de los Balcanes pero que aún se usa. Los grafitos adornan sus paredes junto con marcas de quemaduras, como si algo hubiera explotado en el patio. Un agente de policía armado está de pie al lado de la puerta principal, revolviendo la tierra del suelo con la punta del zapato en busca de un cigarrillo. Solitarios rostros de color sepia me observan desde detrás de los barrotes. Los barrotes, ¿son para mantenerlos a ellos dentro o a mí fuera? Meneo la cabeza preguntándome cuántos de mis colegas seguirían oponiéndose con tanta insistencia a los programas de subvención si sus hijos tuvieran que asistir a colegios como ese. Desgraciadamente, la educación de la nación más oscura se ha convertido en un asunto secundario para el liberalismo imperante, que ha encontrado otros problemas más atractivos con los que obsesionarse.
Antes de proseguir mi paseo doy lentamente una vuelta en círculo para comprobar si me siguen. No veo nada sospechoso; pero, al contrario que Maxine, no me han entrenado para descubrir de qué debo sospechar. Hay alguien ahí fuera. Siempre lo hay y siempre lo habrá, me recuerdo mientras reanudo el camino. Eso fue lo que Jack Ziegler quiso decir: siempre habrá alguien ahí fuera hasta que saque a la luz lo que mi padre enterró.
Bonita metáfora. Pegadiza.
Una manzana más adelante llego a mi objetivo que no es otro que el cementerio de Old Town. Con los años, el nombre ha sido el origen de algunos rumores disparatados del campus, como la historia de que el cementerio estuvo en otra época rodeado por un centro histórico —Old Town— que la universidad arrasó en su eterna e implacable búsqueda de espacio. Lo cierto es que el cementerio se conocía al principio como el camposanto de Town Street y que, cuando se construyó otro nuevo al otro extremo del campus, pasó a ser el camposanto de Old Town Street; el nombre, como suele suceder con los nombres, se fue acortando con el paso de los años y fue ocultando la verdad. Los rumores rara vez son más interesantes que los hechos, pero están más a mano.
Cruzo la verja de entrada, rodeada de un alto muro, y saludo con la mano al sepulturero, un candoroso anciano llamado Samuel, cuya principal ocupación parece ser la de sentarse en el repintado banco de hierro, cerca del pequeño cobertizo de piedra que hay dentro del recinto, al lado de la entrada, y sonreír tontamente a todos los que pasan. El cobertizo solo cuenta con una habitación, una oficina donde se guardan los archivos, y un diminuto aseo. De vez en cuando, Samuel desaparece dentro, puede que para aliviarse, aunque lo cierto es que nunca se le ve comer ni beber. Seis noches a la semana, todas las semanas del año, Samuel cierra la pesada puerta de hierro y desaparece camino de donde sea que vive. (Por alguna extraña razón, el cementerio permanece abierto los miércoles hasta tarde). En mis días de estudiante, cuando Samuel tenía el mismo trabajo y el mismo aspecto venerable que en la actualidad, los chistosos solían decir que cerraba las puertas por dentro, se convertía en un ectoplasma y se acomodaba en la primera fosa disponible. Supe que no era cierto porque, siendo alumno de derecho, me quedé encerrado dentro por accidente junto con mi futura esposa, que había buscado mi compañía porque estaba intentando escoger entre dos hombres, ninguno de los cuales era yo. Había acudido a mí en busca de consejo, indiferente a la posibilidad de que sus confesiones me resultaran dolorosas de escuchar. Estábamos en mayo y faltaban unas pocas semanas para la graduación. El tiempo era apacible, y Kimmer tenía un aspecto especialmente radiante, el que siempre suele tener en primavera. Hablamos durante mucho rato, pero no nos cogimos de la mano ni nos besamos ni hicimos ninguna de las cosas que, durante los diez ardientes meses de nuestro año intermedio en la facultad, nos habían resultado tan naturales como respirar. Cuando por fin regresamos a la entrada, Kimmer había decidido dejar a ambos hombres y buscarse algo mejor, cosa que yo interpreté como una referencia a mi persona (aunque los hechos me demostraran posteriormente que no iba a ser así), y estaba de buen humor; al menos hasta que descubrimos que la verja estaba cerrada y que no se nos acercaba ningún espectro con la llave. Los muros de piedra del cementerio tienen casi tres metros de altura, y la puerta de entrada aún más. Mientras Kimmer alternaba entre gruñidos y risitas, yo me asomé por entre los barrotes para ver si conseguía llamar la atención de algún transeúnte; pero no había transeúntes. Aporreé la puerta del cobertizo; pero no había nadie. Al final, le dije a Kimmer que solo nos quedaba una opción. Me fulminó con la mirada y, con los brazos en jarras, me dijo que no tenía intención de pasar la noche conmigo en el cementerio. Empleé unos segundos en averiguar si quería decir conmigo pero no en el cementerio o en el cementerio pero no conmigo. Luego, meneando la cabeza, le dije que durante el primer año solíamos entrar y salir a escondidas del cementerio por el túnel de drenaje del otro extremo. «¿Has dicho túnel de drenaje? —jadeó—. ¿De un cementerio?» Le garanticé que era por completo seguro y le pedí que confiara en mí.
Kimmer vaciló, puede que preguntándose si había allí alguien más aparte de mí en quien pudiera confiar; luego, dijo que conforme.
Así pues, nos adentramos en el cementerio. Anochecía, pero podíamos ver bastante bien. La conduje por el camino principal que serpentea durante menos de medio kilómetro hasta el muro de atrás, donde el terreno sigue en declive hacia la interestatal y el río que hay más allá. Dejamos atrás magnos obeliscos, ángeles de mármol y siniestros mausoleos. Algún pequeño animal, seguramente una ardilla, cruzó el camino de gravilla ante nosotros, y la mano de Kimmer se arrastró finalmente hasta la mía. La temperatura bajaba y, dado que ambos íbamos vestidos con shorts, me pregunté si no habría sido más sensato quedarse en la puerta de entrada. Guié a Kimmer colina abajo, pasando entre lápidas, muchas de las cuales aparecían medio caídas puesto que aquella era la parte más antigua del cementerio. Y allí estaba el viejo túnel de drenaje, cubierto por la misma tela metálica que yo recordaba, simplemente colocada encima pero no sujeta. La aparté de una patada. Kimmer me soltó la mano y me preguntó si realmente tenía intención de salir del cementerio por aquel túnel. Le dije que sí. Me hizo notar que la abertura apenas tenía un metro de alto. Le contesté que tendríamos que arrastrarnos. Se cruzó de brazos y dio un paso atrás. «No. No, chaval. No pienso meterme y arrastrarme a través de eso. No tenemos ni idea de lo que puede salir de esas tumbas. Ni hablar». Con un gesto de resignación le comenté que no teníamos otro remedio, que no era tan malo, que el túnel siempre estaba seco y que no era más que una gran conducción metálica que desembocaba bajo la autopista. Le expliqué que no tenía más de seis metros, que no tardaríamos más de tres o cuatro minutos en recorrerla, y añadí que lo había hecho al menos cinco veces durante mi primer año de estudiante. Ella me lanzó su «mirada Kimmer» como diciendo «¿y yo me he estado acostando contigo durante un año?», pero al fin sonrió y accedió.
Nos metimos por el túnel. Le dije que fuera delante, pero se negó en redondo porque sospechó que yo únicamente quería mirarle el culo, lo cual no era cierto, pero no porque no me interesara sino por algo que yo había omitido y que Kimmer descubrió inmediatamente: el túnel, de no más de seis metros de largo, una vez lejos de su entrada, estaba negro como boca de lobo. Al principio se lo tomó a broma; pero luego se puso histérica. Entonces, justo a mitad de recorrido, me di cuenta de que Kimmer no estaba detrás de mí. Dar media vuelta resultaba imposible. La llamé y oí que me maldecía, así que retrocedí hasta que mi pie le rozó la mano. Le dije que estaba completamente a salvo, que casi habíamos llegado y que se veía luz al final. Yo sabía que nos faltaba muy poco para salir, noventa segundos quizá; pero, tal como aseguran todos los que se han montado en una montaña rusa a oscuras, noventa segundos pueden parecer una eternidad cuando se está asustado. Y mi preciosa Kimmer se encontraba aterrada. Permanecía allí, inmóvil, indiferente a mis intentos de tranquilizarla o de bromear. En aquella húmeda y cálida oscuridad yo también empecé a ponerme nervioso. No tenía espacio para darme la vuelta, pero hice todo lo que pude: me tumbé de espaldas de forma que pudiera mirarla, levanté las piernas a la altura del pecho y me acerqué cuanto pude. Todavía tumbado, tendí la mano y la cogí por la muñeca. Pronuncié su nombre, pero no contestó. Tiré, y Kimmer se resistió. Tiré con más fuerza, y de repente se derrumbó sobre mí, empujándome. Entonces, empezamos a deslizarnos por la superficie metálica. Los dos gritamos. Intenté asirme a algo, a lo que fuera, pero mis dedos estallaron de dolor. Entonces salí escupido por la boca del túnel, derribando la tela metálica, y me quedé despatarrado en la pedregosa pendiente, con el muro del cementerio ante mí, los soportes de hormigón de la autopista encima y los muelles y los almacenes del Elm Harbor industrial extendiéndose más abajo. Todo eso lo vi mientras yacía de espaldas, con los pies apuntando al túnel, la cabeza echada hacia atrás y el cabello lleno de barro.
Kimmer, increíblemente, pero de un modo característico en ella, aterrizó de pie. Las lágrimas le habían desaparecido, tenía la ropa sucia pero no desgarrada y, cuando se arrodilló a mi lado, su expresión denotaba más diversión que inquietud.
«¿Estás vivo?», me preguntó suavemente.
Le aseguré que me encontraba perfectamente, aunque lo cierto era que no tenía ni una zona libre de magulladuras, me había arañado los dedos y algo no funcionaba en mi pierna. Estaba claro que no tenía esperanzas de poder ponerme en pie. Kimmer me besó en la frente, se sacudió la ropa y bajó por la colina hasta un supermercado desde cuya cabina telefónica llamó a un amigo —de hecho, a uno de los que había decidido dejar— para que viniera a buscarnos. Su romeo me ayudó a descender la colina, y entre los dos me llevaron al dispensario de la universidad, donde me informaron de que había conseguido romperme dos dedos, torcerme un tobillo y hacerme un feo corte en la pierna. A mis ojos, me pareció que el sacrificio valía la pena por haber ayudado a Kimmer, que había salido indemne. A sus ojos, yo era un idiota que no había tenido el sentido común suficiente para esperar en la verja de entrada y que se había empeñado en hallar algún modo espectacularmente estúpido de hacer una tontería. «Tendríamos que haber forzado el cobertizo —comentó Kimmer mientras una enfermera me tomaba la presión—, seguro que allí había un teléfono». Después de prometerme que volvería al cabo de media hora con su coche para llevarme a mi apartamento, se fue en compañía de su amigo mientras a mí me cosían. De repente, tuve la impresión de que entre ellos se mostraban de lo más mimosos. El caso es que Kimmer tardó más de dos horas en regresar, y que yo las pasé sentado en la sala de espera sin atreverme a llamarla por miedo a lo que pudiera interrumpir y sin atreverme a irme por mis propios medios por miedo a que pudiera enfadarse si resultaba que el motivo de su retraso era inocente. Al final, Kimmer se presentó, radiante y satisfecha, tras haberse duchado y cambiado, y me trajo unas gafas de sol para ocultar el ojo que yo no recordaba haberme puesto morado. Luego, me obligó a estirarme en el asiento trasero explicándome que creía que yo debía mantener la pierna horizontal, y puso las muletas en el asiento delantero. Durante todo el trayecto hasta la zona oeste del campus, donde yo vivía en un desordenado apartamento, estuvo charlando alegremente de cualquier cosa menos de dónde había estado las dos últimas horas o de dónde habíamos estado ambos las horas previas a aquellas. Cuando me dejó en la puerta de casa, Kimmer me dio las gracias por haberla sacado del cementerio, me rozó la mejilla con los labios y desapareció en la noche.
Algunas metáforas no necesitan ser interpretadas.
Desde mi reunión con la decana Lynda, no he dejado de recordar que le expliqué a mi padre la historia de la escapada por el túnel con Kimmer. Es un hecho que conservo en la memoria. «Le conté a mi padre la historia», me repito, aunque no lo hice. Es lo que me digo una y otra vez, con la esperanza de no olvidarlo.
II
Le explico a Samuel lo que deseo procurando ser claro y a la vez exhaustivo. Él asiente vigorosamente e intenta varias veces poner punto final a la conversación; pero, dado que soy profesor de derecho, no es fácil hacerme callar. Al final, Samuel se rinde y se conforma con escuchar, lo cual me parece bien. Esta es mi cuarta visita al cementerio de Old Town en los últimos siete días. La primera tuvo lugar unas horas después del ultimátum de la decana Lynda: el paseo que no quise contarle a Kimmer. Dos días más tarde fui a Aspen y a la noche siguiente estaba de regreso en casa. Desde entonces he regresado en un par de ocasiones. Todas mis visitas han seguido la misma constante: un examen de los archivos y a continuación un prudente paseo por el terreno. A pesar de todo, le recuerdo nuevamente a Samuel la razón de mi presencia. Quiero que recuerde nuestra conversación. Quiero que recuerde lo que necesito. Quiero que sea la primera cosa que le acuda a la mente cuando piense en mí, porque en los días o semanas que vendrán necesitaré su ayuda para poder poner fin a esta caótica situación, y su ayuda me resultará inútil si olvida lo que estoy buscando.
En consecuencia, Samuel se entretiene en un rincón del cobertizo y me permite sacar de las estanterías los viejos y polvorientos registros. Por tercera vez desde mi charla con el tío Jack, me siento a la dura mesa de madera que seguramente lleva aquí desde que Lincoln fue asesinado. Estudio las listas de los muertos, pasando hojas de doscientos años atrás hasta llegar a las del mes pasado, añadiendo garabatos a las copiosas notas (y espero que perfectamente claras y fáciles de seguir) del pequeño cuaderno que mantengo oculto y deliberadamente a la vista en el primer cajón de mi escritorio. Paso ahí sentado unos cuarenta minutos de los cuales Samuel pasa la mayor parte mirándome con ojos desenfocados. Que me mire es exactamente lo que quiero que haga. Mirarme y acordarse de mí por si alguien pregunta. Cuando he terminado, le doy las gracias al sonriente Samuel, que me estrecha la mano entre las suyas como si yo hubiera ganado un primer premio. Tras desembarazarme de él, salgo al cementerio donde por cuarta vez me enfrento a la llovizna primaveral mientras recorro los caminos entre las lápidas y voy estudiando el mapa que he trazado en el cuaderno, añadiendo anotaciones cuando lo creo necesario para estar seguro de haber seguido el trayecto adecuado. Dejo atrás el panteón de los Hadley, una familia que lleva en Elm Harbor y está presente en la universidad desde hace más de un siglo. Marc es el cuarto profesor con ese mismo apellido. Dejo atrás una reducida parcela con viejas piedras que en otra época fue un pequeño cementerio dentro de un cementerio. Hace ciento cincuenta años, los padres abolicionistas de la ciudad votaron permitir que enterraran allí a los negros libres, aunque no al lado de cualquiera.
De vez en cuando, miro por encima del hombro, una costumbre de la que sospecho que no me libraré durante un tiempo. Nunca veo a nadie aparte del plañidero ocasional, solo, bajo la lluvia. Me pregunto si todos serán auténticos, si es posible que alguno me esté siguiendo y cómo podría saberlo.
Supongo que todos tenemos a alguien a quien llorar.
Me detengo varias veces haciendo señales en mi cuaderno a medida que voy leyendo las lápidas o anotando dónde se cruzan los caminos de gravilla. Copio el nombre de los difuntos y las fechas de sus muertes. Dibujo cuadrados dentro de cuadrados.
Con mis notas por fin completas, abandono el cementerio por la entrada principal. Ninguno de los plañideros se mueve. Le digo adiós con la mano al sonriente Samuel en su banco y me encamino hacia Town Street y el campus, manteniendo un ojo puesto en la invisible sombra que sé que está ahí.
Casi estoy listo.