Llamada a las armas
I
A través de la ventana de la sala de estar del apartamento de John y Janice Brown observo al Range Rover salir diestramente del aparcamiento. Recorro el piso encendiendo las luces y recordando la última vez que estuve aquí, hace un montón de años, cuando mi matrimonio aún era razonablemente feliz.
Me pregunto si quedará alguna esperanza de que vuelva a serlo; si, por ejemplo, el hombre que telefoneó esa lluviosa mañana llamando «pequeña» a mi esposa va a arruinar nuestras vidas o si simplemente desaparecerá, como han hecho en el pasado todos los hombres de Kimmer.
Y me pregunto si esta vez el que acabará desapareciendo no seré yo.
El apartamento tiene dos niveles. Abajo está el pequeño salón con la cocina adyacente; arriba hay dos dormitorios con sus respectivos baños. Busco en la nevera, pero no hay más que agua embotellada. No creo que a quien la haya dejado le moleste, así que me sirvo un poco. No he tomado nada sólido, y tampoco hay comida, así que consulto las Páginas Amarillas y llamo para encargar una pizza y enterarme de que en esta emocionante noche de Aspen el tiempo de entrega es de noventa minutos o más.
Les digo que noventa minutos me parecen bien.
Regreso a la ventana preguntándome, como hice cuando volvía, si el aliento que me pareció notar en la nuca fue producto de mi imaginación o una sombra, alguien siguiéndome. En Red Mountain, con solo unas pocas carreteras, no es fácil saberlo. Un coche puede seguir a otro arriba o abajo, y no hay forma de averiguar si el siniestro conductor abriga perversas intenciones o si simplemente está siguiendo el mismo trayecto.
Me consuelo recordando que Henderson no parecía preocupado.
Aparto la delgada cortina y contemplo la calle. Unos pocos juerguistas medio bebidos dan tumbos por ahí y, de vez en cuando, pasa algún coche; pero no tengo forma de saber si me vigilan ni, si es cierto lo anterior, quién me observa. La parte más desbocada de mi imaginación espera con ilusión que Maxine cruce audazmente la puerta; pero la más racional me advierte que seguramente se trataría de un agente del FBI, incluso uno falso como Foreman que, como me avisó Maxine, sigue con vida.
Como no hay forma de saberlo, decido no preocuparme.
En consecuencia, vuelvo a la cocina y telefoneo a Kimmer para decirle que estoy bien.
Y solo consigo que se conecte el contestador.
Me digo que podría haber cien razones que explicaran su ausencia. Aquí son las seis y poco, así que allí son las ocho y poco. Mi mujer podría estar perfectamente de compras, y Bentley con ella. Comprando, sí. O haciendo cualquier otra cosa. Nunca ha formado parte de sus costumbres el compartir los detalles de su agenda conmigo.
Conecto mi portátil, entro en Internet y me pongo a jugar al ajedrez durante media hora más o menos. Luego, compruebo mi correo electrónico y, como de costumbre, no encuentro nada relevante. El contestador de mi oficina me informa de que también los de VISA quieren saber cuándo haré mi próximo pago. Me pregunto durante cuánto tiempo podremos seguir haciendo malabarismos con el presupuesto para seguir en una casa que no podemos permitirnos.
Las siete, las nueve en el Este. Desenchufo el portátil. Llamo a casa otra vez y otra vez consigo que me responda el contestador. Me extraña, porque es la hora de acostar a Bentley. Puede que esté en la bañera, me digo, y que Kimmer no oiga el teléfono o no quiera dejarlo solo. Pero ella siempre se lleva el inalámbrico al baño.
Lo que sea que haya ido a hacer, la entretiene.
Cuando media hora después sigue sin contestar ya no puedo contener los ominosos pensamientos que han empezado a ocupar mi mente.
Por ejemplo, el hecho de que Colin Scott está muerto, pero Foreman sigue vivo.
El tío Jack no ha dejado de insistir en que mi familia no corre peligro, y yo lo creo; pero se suponía que yo tampoco y bien que fui asaltado por unos desconocidos en pleno campus. Es cierto que alguien cuya voz sonaba igual que la de Henderson me llamó más tarde para disculparse, pero eso fue más tarde.
Las ocho, las diez en el este. Lo intento en el móvil de Kimmer. Lo intento en su oficina. Y vuelvo a intentarlo en casa. Dado que no obtengo ninguna respuesta, hago algo que no acostumbro a hacer: llamar a Dana Worth a su casa, que se halla en Hobby Road, a dos calles de la mía. Supongo que no suelo hacerlo porque Alison me incomoda, o quizá porque yo la incomodo a ella. Sea como fuere, no parece que nos entendamos. En consecuencia, es ella la que contesta.
Cuando me disculpo por llamar tan tarde, Alison me suelta la vieja gracia de que ha tenido que levantarse igual porque el teléfono estaba sonando. Su tono me dice que habla medio en serio y que le molesta que haya llamado. Puede que lo haya hecho en un mal momento, situación sobre la que no quiero especular.
Le pregunto por Dana, y ella me pregunta que por qué.
—Porque tengo que hablar con ella.
—¿Sobre qué?
—Es un asunto privado.
Se hace un breve y furibundo silencio al otro lado del teléfono.
—No está aquí en estos momentos.
—¿La esperas pronto?
—No tengo ni idea —gruñe Alison, y por su actitud descubro que han estado discutiendo otra vez, como hacen a menudo.
Difícilmente puedo pedirle a Alison, que no tiene ningún motivo para que yo le caiga bien, que haga lo que habría hecho Dana: ir a casa y comprobar que Kimmer y Bentley se encuentran a salvo y bien. Así que le pido disculpas y cuelgo.
Vuelvo a llamar a casa, y vuelve a salir el contestador.
Me asomo otra vez a la ventana. El apartamento está poco amueblado: una pequeña mesa de comedor con el sobre de cristal y seis sillas de imitación de piel, un feo sofá verde y un canapé a juego y dos grandes sacos en los que uno podría dormir en caso de apuro. Supongo que el sofá también se convierte en cama. Aparto la cortina de nuevo. Es de noche en Aspen. Es de noche en Hobby Road. Más preocupado que nunca, telefoneo a Don y Nina Felsenfeld, los vecinos.
No hay respuesta. No hay contestador. Entonces me acuerdo de que se han ido a visitar a una hija a Carolina del Norte, durante unos días.
Empiezo a temblar.
¿A quién más del vecindario podría llamar? Peter Van Dike, que vive enfrente, apenas sabe que existo. Tish Kirschbaum, mi vecino más cercano en la facultad, tiene su casa a la vuelta de la esquina, pero no somos amigos. Theo Mountain, que vive una calle más arriba, seguro que está dormido. A unas pocas calles están Ethan Brinkley, Arnie Rosen y otros colegas; pero en Hobby Road no hay nadie más aparte de Querida Dana, mi compañera de marginación, a quien puedo imaginar ayudándome a asustar al hombre del saco. Suponiendo que haya un hombre del saco.
No pasa nada, me digo sin cesar. Todo va bien. Kimmer duerme. Sin embargo, el contestador está al lado de la cama. Entonces es que se ha quedado dormida abajo, puede que en la salita, viendo la televisión mientras bebe una copa de vino. Solo que Kimmer nunca ha bebido tanto como para dormirse. Era el juez quien lo hacía. O se ha quedado en el despacho, ultimando algún asunto, y Bentley duerme en el suelo mientras ella trabaja. Pero eso no tiene sentido. Además, ya lo he intentado en el despacho. Quizá se ha quedado atrapada en algún atasco de tráfico. Quizá se ha matado en un accidente de tráfico. Quizá debería llamar al hospital de la universidad. Quizá está fuera, en el jardín, donde la tortura Foreman, que sigue vivo.
¡Ya basta!
Hago lo que tendría que haber hecho en primer lugar: llamar a la policía de Elm Harbor. Cuando cuelgo, tras haber hablado cinco minutos con un escéptico sargento, suena el timbre y doy un respingo. Pero es solo la pizza que he encargado.
II
Mastico aburridamente la pizza, que se enfría deprisa, y bebo sorbos de la Coca-Cola light, que se calienta deprisa, preguntándome cuándo debo volver a llamar. El sargento me ha prometido que enviaría un coche patrulla tan pronto como hubiera uno libre. Nada de lo que he dicho ha servido para que se diera prisa. Puede que reciba cientos de llamadas como la mía.
Me quedo esperando, en mi apartamento de Aspen, con la cara apoyada en las manos. Esperando una palabra. ¿Existe un protocolo, un intervalo preestablecido para las llamadas de la policía? No recuerdo haberme sentido tan impotente, ni siquiera cuando estuve a punto de ser arrestado la noche en que aquellos dos hombres me dieron una paliza. Por lo menos entonces sabía que tarde o temprano todo se arreglaría. Pero en este momento, a tres mil kilómetros de casa, me veo totalmente maniatado para hacer lo que Jack Ziegler me decía que era mi deber: proteger a mi familia.
¿Jack Ziegler?
¿Acaso…?
No tengo nada que perder. Descuelgo, marco el número de la casa de Red Mountain, y el teléfono apenas tiene tiempo de sonar cuando escucho la voluptuosa voz de Henderson.
—¿Sí, profesor? —susurra sin darme tiempo a hablar.
Me quedo perplejo por el tiempo que tardo en comprender que el tío Jack debe de tener un identificador de llamadas.
—Yo… Necesito ayuda —declaro sin más preámbulos.
—¿En qué sentido, profesor? —Su voz es paciente, tranquila y no demuestra ninguna urgencia.
—¿Se puede poner el señor Ziegler?
—Me temo que está durmiendo y no se lo puede molestar. ¿Puedo serle yo de alguna ayuda?
—Es que… no puedo dar con mi esposa —balbuceo.
—¿Sí? —Es el mismo tono monótono que pone de manifiesto su disposición a matar o a morir sin objeciones.
—Está en Elm Harbor, pero se hace muy tarde y no consigo que nadie se ponga al teléfono. Si algo…
—Deje que le vuelva a llamar —me dice, y al instante se corta la comunicación.
Me veo obligado de nuevo a esperar y empiezo a imaginar un nuevo escenario. Kimmer no está muerta y no está por ahí ni tampoco en su despacho. Está en casa de otro hombre, en brazos de otro hombre a pesar de sus recientes declaraciones de amor. Está durmiendo en alguna parte de Elm Harbor, no con mi antiguo adversario, sino con un hombre negro que la llama «pequeña». Lo que nuestro hijo pueda estar haciendo entretanto es algo que mi enfebrecida imaginación no llega a aclarar.
El teléfono suena por fin.
—Profesor Garland, lamento decirle que en estos momentos carecemos de cobertura.
—¿Podría traducírmelo de forma que lo entienda?
—En estos momentos no dispongo de los medios para comprobar la situación de su esposa. Lo lamento. Si está preocupado le sugiero que se ponga en contacto con la policía.
—Es lo que he hecho —murmuro antes de colgar, aturdido al comprobar que Jack Ziegler, con todo su pretendido poder, es incapaz de llegar hasta el corazón de Elm Harbor con una sola llamada, hablar con cualquier espía que tenga apostado en las inmediaciones de Hobby Road y ordenarle que averigüe si mi esposa está viva, muerta o durmiendo en la cama de otro.
Me quedo sentado muy tieso mientras me dejo llevar por el pánico: si en estos momentos Jack Ziegler no tiene «cobertura», ¿quién hará que se cumpla su mandato de mantener a salvo a mi mujer y mi hijo?
Agarro el teléfono y vuelvo a llamar a la policía de Elm Harbor. El mismo sargento de antes me dice que ha dado curso a mi petición y que me llamará cuando sepa algo.
—¡No era ninguna petición! —rujo a través de la línea, en plena ebullición—. ¿Es que no me ha oído? ¡Mi mujer está en peligro!
—No, señor. Dijo que era posible que lo estuviera.
—Muy bien. Digamos pues que creo que está en peligro. Por favor, envíe alguien ahora, ¿de acuerdo?
—¿Podría decirme en qué clase de peligro? —Parece algo más interesado que antes.
Intento pensar en algo que capte su atención.
—Podría haber… Podría haber un intruso en la casa.
—¿Lo sabe a ciencia cierta o lo dice solo para que demos prioridad a su llamada?
—Sargento…
—Escuche, señor Garland. Tenemos solo seis coches patrulla de servicio esta noche. Y son para una ciudad de noventa mil habitantes. Eso quiere decir que toca a un coche para cada quince mil personas. —Me sublevo ante la injusticia que ciertas vidas han de soportar por culpa de las desigualdades de renta. Me juego lo que sea a que en estos momentos hay más de seis coches patrulla, todos ellos privados, solo en Red Mountain—. Escuche: atenderemos su llamada tan pronto como podamos.
Cuelga.
En el Este son más de las once. Vuelvo a llamar a casa y, como era de esperar, nadie responde. Estoy temblando de pies a cabeza.
Una última idea.
Saco la tarjeta de Fred Nunzio de la cartera y marco el número de su busca añadiendo los dos dígitos necesarios para indicarle que se trata de un asunto urgente.
Me llama tres minutos más tarde y suena preocupado o, como mínimo, dispuesto a hacerme caso.
—Gracias, agente Nunzio.
—Fred, sigo diciéndole que me llame Fred.
—Gracias, Fred. Me dirá algo, ¿verdad?
—Naturalmente.
La espera no es superior a diez minutos, diez minutos que paso dando vueltas por el apartamento deseando tener un saco de arena al que atizar.
—Muy bien, profesor, en estos momentos hay gente camino de su casa. Voy a dejar libre esta línea para que puedan llamarlo. Estoy seguro de que todo está en orden. No obstante, llámeme.
—Lo haré.
De nuevo me dispongo a esperar. Diez minutos. Quince. En casa debe de ser casi medianoche. Mis recursos se han agotado. Ya no me quedan ideas. ¿Es realmente la situación tan mala como parece? Seguramente tiene que haber una explicación: el teléfono de Hobby Road no funciona bien. Tendría que haber llamado a la operadora. Solo que, si el teléfono está estropeado, ¿cómo he conseguido que saltara el contestador automático?
Medianoche en Elm Harbor.
Nadie me llama.
Me entran ganas de arrojar algo por la ventana. Quiero coger un arma en alguna parte y correr a salvar a mi familia. Quiero sacar al juez de su tumba y zarandearlo hasta que me explique por qué nos está haciendo pasar por este calvario.
Quiero a mi familia sana y salva.
Al final hago lo último que me queda por hacer: me arrodillo ante el sofá y rezo para que Kimmer y Bentley estén bien. Y, si no, descansando en los brazos del señor.
El teléfono suena cuando me incorporo.
Me preparo para lo peor.
III
—¡¿Pero qué demonios pasa contigo?! —pregunta Kimmer hecha una furia—. Estábamos durmiendo tan tranquilamente y, de repente, todo ese escándalo con gente aporreando la puerta. ¡Me he llevado un susto de muerte! ¡Nadie va aporreando las puertas a medianoche! Entonces me he puesto la bata para ir a ver y me he encontrado como en Los hombres de Harrelson, ¡rodeada por toda la policía del mundo! Y van y me dicen ¡que tú has llamado al FBI y que por eso el FBI los envía!
—Estaba preocupado —contesto, hundiéndome en el sofá bajo los efectos de su enfado.
—¡Preocupado! ¡Y lo único que se te ha ocurrido ha sido despertar a medio vecindario!
—Te he llamado, pero nadie cogía el teléfono. Entonces, pensé…
—¡No he contestado porque no lo oía! ¡Estábamos dormidos! ¡Ya te lo he dicho!
Me froto las sienes. Sí que lo ha dicho, dos veces.
—¿Quién es «nosotros»?
—¿Quién demonios va a ser? ¡Pues Bentley y yo! Él te echaba de menos y se puso a llorar, así que me tumbé en su cama y nos quedamos dormidos. En su habitación no hay teléfono, Misha —añade por si me había olvidado.
—Pero ¿cómo podía saber yo que…?
—No tengo ni idea, Misha, ¡pero se te podría haber ocurrido algo mejor! ¡No estoy dispuesta a seguir aguantando toda esta mierda! Desapareces durante horas sin decirme dónde estás, te metes en peleas en tu despacho y casi consigues que te arresten. —De repente, inesperadamente, mi esposa estalla en sollozos—. ¡Es demasiado para mí, Misha! ¡Es demasiado, no lo soporto!
—Kimmer, lo siento, no pretendía…
—¿Lo sientes? ¡No quiero que lo sientas! ¡Lo que quiero es que dejes de comportarte como un lunático!
—Estaba preocupado…
—¡No, Misha, no! ¡No quiero saberlo! No quiero más cuentos ni más excusas ni más explicaciones. Dices que nos quieres, pero no haces más que pensar en ti, en ti y en ti. Bien, pues a ti te toca dejar de portarte como un loco; a ti te toca olvidarte de esas descabelladas historias y dejar de telefonear a la policía desde Colorado y de recibir llamadas a las dos de la madrugada. —Sí, Kimmer estuvo escuchando la noche que me asaltaron en la biblioteca—. A ti te toca no meterte en más problemas. Tiene que acabarse, Misha. No puedo aguantarlo más. No es justo. Has de volver a ser el que eras, porque, de lo contrario, te prometo que cualquier día de estos, cuando regreses de alguno de tus inexplicables viajes, ¡te encontrarás con que ya no estaremos!
Y me cuelga el teléfono.
Me vuelve a llamar cinco minutos más tarde para disculparse; pero me temo que esta vez el daño ya está hecho.
IV
A la mañana siguiente, mientras espero al taxi que ha de conducirme al aeropuerto, me siento como un tonto por mis miedos de la noche pasada. Bajo el limpio sol de Aspen, el terror se aleja de mi familia. Tras haber conseguido descansar me doy cuenta de que Kimmer tiene razón: me he estado comportando como un lunático y debo dejarlo. El problema es que, sean cuales sean las amenazas de mi esposa no puedo dejarlo todavía. Aún no somos libres: ese fue el mensaje que Jack Ziegler quiso transmitirme. Seguirá protegiéndonos porque se lo prometió a mi padre, pero solo mantendrá su promesa si yo prosigo la búsqueda. Seguramente, ese debió ser su acuerdo con… con quien sea que haga tratos con un tipo como Jack Ziegler. «Déjalo en paz y él encontrará las disposiciones. Te lo garantizo». Quid pro quo. Si concedo a mi furibunda esposa lo que me pide, si abandono mi búsqueda de las disposiciones, puede que el tío Jack no sea capaz de seguir protegiendo a mi familia.
Todo sigue estando hecho un lío.
Y todo es culpa del juez.
Un bocinazo me anuncia que el taxi ha llegado. Me asomo a la ventana y veo una furgoneta blanca con el motor al ralentí y al conductor leyendo el periódico. Voy al vestíbulo, desconecto la alarma, cojo mi bolsa de equipaje, el abrigo y miro a mi alrededor. ¿Lo dejo todo como estaba? Eso espero.
Hay una forma de alejarse de todo esto. Seguramente, Morris Young me diría que Dios me la mostrará a su debido tiempo. Puede que ya lo haya hecho. Una manera de conservar a mi esposa y de mantener a salvo a mi familia. Creo que puedo hacerlo, pero sé que no sin ayuda, y se me está agotando la gente dispuesta a… a arriesgarse en nombre de la amistad. En realidad, solo hay una. Así que lo mejor que puedo hacer es regresar a toda prisa a Elm Harbor y preguntárselo.
Con un encogimiento de hombros introduzco el código de la alarma que se conectará automáticamente noventa segundos después de que yo haya salido. Hago una pausa. Algo me llama desde el fondo de la memoria. La secreta convicción que ha estado creciendo dentro de mí asoma de nuevo a la superficie. Ceñudo por el desasosiego, abro la puerta. Y me quedo clavado.
En medio del felpudo hay un sobre marrón con mi nombre escrito con rotulador en letras tan grandes que podrían leerse a veinte metros de distancia. Le hago un gesto al conductor y me agacho para recogerlo con dedos temblorosos.
Es un poco más grande que el que contenía el peón y que me entregaron en el comedor de beneficencia. Dentro noto algo duro y plano. No parece el peón negro que faltaba y esperaba recibir. Cierro los ojos, balanceándome ligeramente en el fresco ambiente de la montaña y me imagino suspendido para siempre en el tiempo, obligado a abrir una y otra vez el mismo sobre.
Pero este no contiene ningún peón.
Tras desgarrarlo encuentro un disco de metal de no más de tres centímetros de ancho, color latón, pero con sucias manchas marrones en algunas zonas. Lo froto, y la mancha desaparece. Le doy la vuelta; pero, antes incluso de leer lo que hay grabado en la otra cara, sé lo que tengo entre mis dedos: la chapa del collar de un perro. No hace falta leer el nombre para saber que pertenece —o pertenecía— a Cinque, el perro de Shirley Branch.
La mancha es de sangre seca.
Una nota impresa con letra de ordenador sobre una hoja de papel blanco sirve de aclaración: NO DEJE DE BUSCAR. No hace falta que me lo traduzcan. La sangre explica su propia historia.
No pueden hacerme daño. Eso fue lo que me dijo el influyente Jack Ziegler, que no pueden hacerme daño ni a mi familia ni a mí. El tío Jack lo prometió y yo lo creo. No he dudado ni por un instante de su poder.
Pero nadie ha hablado de la posibilidad de que me den unos sustos de muerte.