44

Tiempo borrascoso

I

He visitado la pequeña e inmensamente rica comunidad de Aspen, Colorado, tres veces en mi vida. La primera durante unas vacaciones de esquí con mis viejos colegas, John y Janice Brown, antes de que Bentley naciera; una desafortunada expedición en la que me torcí gravemente el tobillo durante la primera hora de mi primera clase el primer día, en la que tuve que pasar los cuatro restantes en un diminuto apartamento, solo, con un televisor que funcionaba a medias y una chimenea demasiado mugrienta para ser encendida mientras fuera caían los copos de nieve más grandes del mundo, John y Janice, veteranos del deporte, se deslizaban por las pendientes, y Kimmer, que había esquiado en su época de Mount Holyoke pero nunca más después de conocer al aburrido de su segundo marido, reverdecía sus olvidados talentos. En aquella primera visita, el movido descenso en el turbohélice me convenció de que el trayecto de cuatro horas por carretera a través de las Rocosas, carreteras de curvas y collados sin protecciones, era una alternativa menos terrorífica. De hecho, juré que nunca más volvería a volar hasta Aspen, así que en mis dos siguientes visitas para asistir a los excelentes seminarios del Aspen Institute —una con Kimmer y otra sin ella—, alquilé un coche en el aeropuerto de Denver y conduje montaña arriba.

No obstante, dado que existen tormentas de nieve capaces de bloquear las carreteras, la única manera de estar seguro de que la ruta se halla despejada es mantenerse alejado de las montañas a menos que sea verano. Desde aquel primer viaje, John y Janice nos han invitado a menudo a que nos unamos con ellos en las pistas e incluso a que usemos su apartamento compartido cuando ellos no están.

Kimmer ha ido dos veces, una con los Brown y otra aparentemente sola. «Unos días separados nos sentarán estupendamente a los dos, cariño». En ambas ocasiones yo me quedé en casa, fiel a mi juramento de no volver a Aspen en invierno. Pero todos sabemos que el Señor tiene sus caminos para confundir a los pobres mortales que juran en vano. Así que aquí estoy, en pleno febrero, camino de Aspen, en plena tormenta, volando en contra de todos mis principios, mientras los vientos de las Rocosas zarandean el pequeño avión, los esquiadores beben tanto como pueden y los demás adquirimos un tono verdoso.

El avión aterriza sano y salvo y, para cuando nos detenemos, el cielo de mediodía parece despejarse. Mientras me apresuro por la pista hacia la terminal, se me ocurre que la gente que vive en este lugar durante todo el año no está tan loca como siempre he creído. Las montañas, cubiertas de nieve, resultan preciosas bajo un sol invernal que destaca hasta los más pequeños detalles. Los árboles de hoja perenne que trepan hasta las cumbres resultan si cabe aún más impresionantes en invierno que en verano, como tropas de invierno que vistieran uniformes alpinos verdes y blancos. La mayoría de mis compañeros de vuelo también lleva uniforme, en su caso a la última moda del esquí, y sus brillantes anoraks parecen igualmente serios.

Tengo tiempo de disfrutar con esa vista hasta que me dirijo a la sala de equipajes y encuentro allí al mismo fornido guardaespaldas que recuerdo del cementerio y que responde al nombre de «señor Henderson». La temperatura es de unos diez bajo cero, pero solo viste un ligero anorak. Se las arregla para obsequiarme con una sonrisa y articular unas pocas palabras, «bienvenido a Aspen, profesor», que pronuncia con una voz extrañamente familiar, una voz tan suave y deliciosamente aterciopelada que no me cuesta trabajo imaginar a las víctimas de su seducción dejándose arrastrar hacia el olvido. No obstante, no hay nada voluptuoso en el señor Henderson. Al contrario, parece francamente distante y en guardia, enérgico, con un aire de felina y compacta elegancia. Seguro que debe de ser un estupendo centinela.

—Gracias por venir a recogerme —contesto.

El señor Henderson asiente educadamente y no se ofrece a llevarme la bolsa.

Caminando ágilmente me conduce hasta un coche que, dado que nos hallamos en Aspen y en invierno, resulta ser un Range Rover plateado. Me recuerda que me abroche el cinturón y me comunica que el señor Ziegler ha estado esperando con ilusión que reanudemos nuestras relaciones; todo eso mientras pasa un detector de metales por mi ropa y, cuando ya creo que ha terminado, un extraño aparato rectangular con un indicador digital, puede que para comprobar si estoy emitiendo. Me muerdo la lengua. Al fin y al cabo, la entrevista ha sido idea mía.

—Tardaremos una media hora en llegar a la propiedad del señor Ziegler —me indica el señor Henderson al salir del aparcamiento. Tomo nota de que no ha dicho «casa» o «finca», sino «propiedad». Una buena y recia palabra de las Rocosas.

Hago un gesto de asentimiento, y abandonamos el aeropuerto por la carretera 82, que corre paralela al caudaloso río Fork y cruza la ciudad de Aspen.

Al principio, el paisaje está compuesto por vastos campos blancos y casas diseminadas, acompañadas por ocasionales estaciones de servicio y supermercados siempre situados sobre un fondo formado por las laderas de las espectaculares montañas de Norteamérica que constituyen las laderas del valle. Luego, los grupos de casas se hacen más numerosos y, en los distantes terrenos elevados, más grandes. Otros edificios señalan los límites de la ciudad e, incluso antes de entrar, se pueden ver hacia el norte los feos hogares que bordean Red Mountain, colgando sobre la ciudad como un recordatorio kitch del abismo que separa el buen gusto del dinero. Entonces, entramos en Aspen propiamente dicho, que es seguramente el núcleo inmobiliario más caro de todo el país. Veo pasar la ciudad, casi demasiado típica y pulcra con su decorado de nieve y sol. Como de costumbre, me quedo boquiabierto ante las pequeñas y perfectas casas victorianas de West End, pintadas con una variedad de colores terrosos, que se venden por una cantidad diez veces superior a la que costaría una similar en Elm Harbor. Los agentes inmobiliarios hablan de Aspen como «tratamiento de choque para ricos» e intercambian jocosas anécdotas acerca de cómo las parejas acomodadas estallan en lágrimas al comprobar el tamaño del nidito que pueden comprarse con cuatro o cinco millones de dólares. Se dice que uno de cada once residentes permanentes se gana la vida comprando y vendiendo casas. No es de extrañar. Una sola comisión de un seis por ciento basta para vivir todo un año. El precio medio de una casa en Aspen es de dos millones de dólares, lo que representa una quinta parte de lo que se pide por las propiedades de Red Mountain. En la montaña, los precios pueden alcanzar los veinte millones.

Jack Ziegler vive en Red Mountain.

El Range Rover corre por el centro de Aspen, donde parece que casi todos los peatones llevan esquís, y donde la policía viste vaqueros y conduce cuatro por cuatros o Saab, azules. El señor Henderson serpentea diestramente por entre la nieve. Los únicos coches norteamericanos que veo son Jeep Explorer y Navigator. Dejamos atrás unas cuantas estaciones de servicio, dos o tres manzanas de restaurantes, despachos y comercios. En el centro, cogemos un desvío a la derecha y hacia el norte. (Por alguna razón, los mapas de Aspen está dibujados al revés, con Red Mountain, que está al norte, en la parte de abajo; y Aspen Mountain, que da al sur, arriba). Dejamos atrás uno de los dos supermercados de la ciudad, cruzamos un corto puente, giramos otra vez a la izquierda y, de repente, nos metemos en una carretera de curvas que sube hacia Red Mountain.

—Supongo que en la reunión estaremos los dos solos —comento.

—Sí, por lo que sé. —Sus ojos gris acero no se apartan de la carretera, y me doy cuenta de que el señor Henderson no me ha dado las seguridades que esperaba, puede que porque no le he hecho la pregunta adecuada.

—¿No vendrá nadie más?

—Oh, yo diría que todo el mundo.

—¿Todo el mundo?

—El señor Ziegler es un hombre popular —responde misteriosamente.

Me doy cuenta de que no voy a conseguir sonsacarle más información, pero la que tengo basta para ponerme los nervios de punta.

El Range Rover gira bruscamente a la derecha en una curva llena de baches y, enseguida, a la izquierda. A nuestro alrededor se aprecian los desmanes de los nuevos ricos. Describir las mansiones que nos rodean como «grandes» no basta para dar buena cuenta del fenómeno de Red Mountain. Son monumentos al derroche de riqueza adornados con fuentes, pistas de tenis, cobertizos, garajes para cuatro coches, torreones, piscinas interiores y suficientes puertas antiterroristas para equipar un museo, tal como es posible que acabe ocurriendo. El «Museo del Derroche Norteamericano», puede que lo llamen nuestros nietos. Como diría mi alumna favorita, Crysta Smallwood, es otra prueba del empeño de la raza blanca por destruirse a sí misma, en este caso derrochando hasta la extinción.

El Range Rover hace otro brusco giro y, de repente, nos encontramos ante una recia puerta de acceso. El señor Henderson susurra algo en un intercomunicador al lado de la carretera, parpadea una luz verde, y la verja se abre. Una ancha carretera asfaltada y sin pintar se pierde en lo alto. Al principio, creo que estamos entrando en la propiedad de Jack Ziegler, que nunca he visto pero siempre he imaginado extensa y vallada. Sin embargo estoy equivocado: nos encontramos dentro de una urbanización privada, una subdivisión para gente cuya riqueza se cuenta en guarismos de nueve cifras. Los buzones están agrupados cerca de la entrada y, al cabo de un momento, aparecen los caminos de acceso. Las casas no son más pequeñas que en otras zonas de la montaña, pero en cierto modo son más discretas, menos chillonas, lo cual demuestra que sus propietarios están más preocupados por la discreción que por la ostentación. Doblamos un recodo y dejamos atrás un Grand Cherokee con el logotipo de una compañía de seguridad y dos tipos dentro con más aspecto de boinas verdes que de vulgares seguratas.

Nos hemos metido en un callejón sin salida. El segundo camino de acceso a la derecha es el de Jack Ziegler.

El tío Jack vive en eso que a veces se llama «una casa al revés» porque se entra por el último piso. Vista desde fuera, resulta poco llamativa, baja, con simples paredes de estuco y un garaje para solo tres vehículos. No obstante, el secreto radica en el interior. Nos franquea la entrada otro guardaespaldas, de nombre Harrison, que podría ser el hermano gemelo de Henderson, no en aspecto pero sí en talante, ya que sus actitudes son tan parecidas como sus nombres. El vestíbulo de la entrada, de suelos de mármol, da a la parte principal de la casa. La mansión está construida en la ladera de la montaña, así que bajar los peldaños que conducen al nivel inferior, que es adonde me llevan, es como descender por la mismísima ladera. Las ventanas que miran a la ciudad, más abajo, y a Aspen Mountain tienen una altura de dos pisos. La vista resulta alarmantemente hermosa.

Por lo general, no sufro de vértigo; pero, a medida que voy bajando, no puedo resistir la sensación de caminar por el vacío, hasta que uno de los guardaespaldas idénticos me agarra por el brazo porque me balanceo peligrosamente.

—Todo el mundo tiene esta reacción la primera vez —me dice el señor Henderson amablemente.

—Casi todo el mundo —le corrige su compañero, que no da la sensación de haber sufrido un vahído en la vida.

Harrison es delgado y la otra cara de la moneda de Henderson. Yo diría que Henderson es el que mete miedo, y Harrison el asesino silencioso. Comparten los mismos ojos carentes de expresión y la misma mirada glacial. Pero me estoy dejando llevar por la imaginación. Al fin y al cabo, el tío Jack está retirado.

De lo que sea.

—No deje que la ilusión le engañe —añade Henderson con su aterciopelada voz, como si estuviera dirigiéndose a un grupo de turistas—. Bajo nuestros pies hay piedra sólida, y el terreno exterior es casi todo él llano. —Señala un punto en el exterior, seguramente para indicar el césped, pero soy incapaz de mirar donde indica sin que la cabeza me dé vueltas.

—El señor Ziegler se reunirá con usted en un momento —masculla Harrison antes de meterse por uno de los pasillos que salen de la inmensa planta baja y conducen a las otras dependencias de la casa.

—Quizá debería tomar asiento —sugiere Henderson haciendo un gesto hacia los distintos acomodos repartidos por la amplia estancia: un sofá de cuero blanco, otro de un tweed marrón y un tercero de temas florales, todos ellos distintos pero formando un conjunto armonioso.

—No. Estoy bien —le aseguro, hablando por primera vez desde que he entrado en la casa y satisfecho de que mi voz suene firme.

—¿Puedo ofrecerle algo para beber?

—Estoy bien —repito.

—Con la altitud es importante mantenerse hidratado, especialmente los primeros días.

Lo observo, preguntándome si no será, tal como sospeché cuando lo vi en el cementerio, enfermero y no guardaespaldas.

—Nada, gracias.

—Muy bien —responde Henderson retirándose por un pasillo distinto del que se ha tragado a Harrison. De repente, me encuentro solo en la guarida de la fiera. Porque he descubierto que Jack Ziegler no es únicamente una fuente de información sobre las desgracias que afectaron a mi familia. En cierto sentido, también es su artífice. ¿A quién podía mi padre dirigirse si no cuando quiso contratar a un asesino? Solo existía una posibilidad, y esa es la razón de que esté aquí.

Doy un paseo por la estancia, admirando las obras de arte, deteniéndome aquí y allá, aguardando. Se nota en el aire el perfume de algo intenso, pimentón, quizá, y me pregunto si el tío Jack tendrá pensado invitarme a comer. Suspiro. No me apetece quedarme mucho rato. Preferiría hablar con el tío Jack y marcharme inmediatamente después; pero la deprimente magia de los husos horarios y el vulgar impedimento de la falta de aviones se han combinado para hacer imposibles mis deseos. Por suerte, el tío Jack no se ha ofrecido a acogerme por la noche. Además, el exiguo presupuesto de la familia Garland no alcanza para un hotel en Aspen en plena temporada. Así pues, lo he arreglado para usar el apartamento de John y Janice por esta noche. No estamos en la semana que les corresponde, pero se aseguraron de que estaría vacío y cambiaron de fechas con quien les correspondía.

Aparte de mi mujer, nadie en Elm Harbor sabe de este viaje, y espero que siga siendo así. Técnicamente no estoy infringiendo las condiciones impuestas por Lynda —estamos a viernes, así que no me estoy saltando ninguna clase—, pero no creo que estuviera precisamente encantada si llegara a enterarse de que he cogido un avión para ir a ver a… Al hombre que he ido a ver. Siendo el tipo amable que soy, sería mejor que no añadiera problemas a la tarea de Lynda. Por lo tanto no tengo intención de decírselo.

Vuelvo a mirar por la ventana, pero la vista me resulta tan perturbadora como antes, y vuelvo a dar vueltas por la habitación. Me detengo ante la chimenea, donde la pared está dominada por un enorme retrato de la difunta mujer del tío Jack, Camilla, la que se supone que fue asesinada. El lienzo tiene por lo menos dos metro y medio de alto. En él, Camilla aparece con un vaporoso vestido blanco y el negro cabello recogido en un moño sobre la cabeza. Tiene el rostro rodeado de una luminosidad sobrenatural, seguramente un esfuerzo del artista por sugerir una naturaleza angelical. Me recuerda esas idealizadas pinturas del Renacimiento donde los artistas se esforzaban para que las esposas de sus mecenas refulgieran. Estoy dispuesto a apostar que el retrato fue pintado tras su violenta muerte porque tiene el aspecto de haber sido copiado de una fotografía ampliada. Eso hace que el resultado final parezca no tanto etéreo como falsificado.

—No es uno de sus mejores trabajos, ¿verdad? —suspira Jack Ziegler a mis espaldas.

II

No me sobresalto fácilmente y tampoco en este momento. Ni siquiera me doy la vuelta. En cambio, me acerco para ver el nombre del artista, pero resulta un borrón ilegible.

—No está mal —digo generosamente al tiempo que giro para encararme con el padrino de Abby y recuerdo la frase que acabó con las posibilidades de mi padre de acceder a un puesto en el Tribunal Supremo: «No juzgo a mis amigos basándome en rumores». Eso dijo cuando le preguntaron sobre Camilla, y acto seguido se cruzó de brazos para demostrar lo poco que le importaba el público.

Los brazos de Jack Ziegler también están cruzados.

—En cualquier caso, no es un gran artista —prosigue Jack Ziegler, despreciándolo con mano temblorosa—. Tanta fama y tanto renombre y, no obstante, pinta a mi mujer por dinero.

Hago un gesto de asentimiento. En este momento, en que me hallo frente al tío Jack, no sé cómo continuar. Está de pie, ante mí, con pijama, bata y zapatillas. Su rostro parece más gris y demacrado que nunca, tanto que me pregunto cuántos meses le quedan. Sin embargo, sus ojos siguen brillando con una chispa de risueña demencia, alerta.

Jack enlaza su escuálido brazo con el mío y me conduce despacio por la habitación dando por sentado que, presa de mi desesperación o mi miedo, seguramente me dejaré fascinar por toda la riqueza que tan ilícitamente ha acumulado. Me muestra el iluminado aparador que contiene su pequeña pero impresionante colección de incunables, algunos de ellos sin duda en las listas de objetos buscados por la Interpol. Me enseña una bandeja llena de soberbios objetos mayas que sin duda el gobierno de Belice ignora que hayan salido del país. Luego, hace que me dé la vuelta por donde he entrado. El muro bajo la balaustrada está cubierto por un enorme tapiz, una tela multicolor cuyo dibujo de líneas verticales atrae la mirada y la confunde a la vez. Hay algo oculto en ellas, y la tozuda insistencia del cerebro por descifrarlo obliga a mantener la mirada. La pieza es enorme y enormemente bella. El tío Jack me confiesa con mal disimulado orgullo que se trata de un Gunta Stölz auténtico. Yo asiento admirativamente aunque no tengo la menor idea de quién era o es o a qué sexo pertenece Gunta Stölz.

—¿Y bien, Talcott? —pregunta con voz asmática, una vez finalizada la visita guiada a su pequeño museo.

Nos hallamos de nuevo ante los ventanales, y ninguno quiere ser el primero en dar el primer paso. Mientras nos estudiamos mutuamente, unos altavoces empotrados empiezan a emitir las notas de Finlandia, de Sibelius, que siempre he considerado una de las obras más deprimentes del repertorio clásico a pesar de su enérgica grandilocuencia. Sin embargo, resulta perfectamente adecuada para el momento.

Como no digo nada, el tío Jack carraspea y prosigue.

—Bien. Aquí estás. Has conseguido llegar. Me alegro de verte, pero tenemos poco tiempo. ¿Qué puedo hacer por ti? Por teléfono me dijiste que se trataba de un asunto urgente.

Al principio solo soy capaz de articular un simple «sí». Ver a Jack Ziegler tan de cerca, con sus guardaespaldas gemelos aguardando entre las sombras, con los ojos brillándole no de demencia pero tampoco de cordura, esperando con impaciencia a que yo me explique, resulta completamente distinto a estar sentado en el avión imaginando cómo será la conversación.

—Dijiste que tenías problemas.

—Sí. Se podría decir.

—Tú lo dijiste.

Titubeo de nuevo. Lo que siento no es tanto miedo como una resistencia a lanzarme, ya que, una vez empiece a hablar en serio con el tío Jack, no estoy seguro de poder quitármelo de encima.

—Puede que lo sepas y puede que no, pero he estado indagando en el pasado de mi padre. Y lo que he encontrado me inquieta. Además, ha habido otros incidentes, cosas que han ocurrido durante estos meses pasados, que también resultan preocupantes.

Jack Ziegler me mira en silencio. Se diría que está dispuesto a esperar toda la tarde y toda la noche. No se siente amenazado; de hecho, no parece sentir nada de nada, lo cual es parte de su poder. Me pregunto por enésima vez si realmente asesinó a su esposa y si sintió algo al hacerlo.

—Me han estado siguiendo —balbuceo sintiéndome como un idiota. Finalmente, al ver que el tío Jack se resiste a entrar en la conversación, le cuento toda la historia, empezando en el momento en el que nos dejó en el cementerio, pasando por los falsos agentes del FBI, el peón blanco, el asesinato de Freeman Bishop, la muerte de Colin Scott ahogado, hasta el libro reaparecido. Evito mencionar a Maxine porque mantener ese único secreto ante la implacable mirada de Jack Ziegler puede que sea la única victoria que consiga anotarme.

Cuando se ha convencido de que he terminado el relato, el tío Jack se encoge de hombros.

—No sé por qué me explicas todo eso —me contesta sombríamente—. El día del entierro de tu padre te aseguré que no estabas en peligro y que te protegería tal como prometí a tu padre. A ti y a tu familia. Yo cumplo mis promesas. Nadie te hará daño ni hará daño a tu familia. Es imposible. Completamente imposible. He tomado medidas. —Cambia de postura debido al dolor—. ¿Piezas de ajedrez? ¿Un libro que falta? Nada de eso es motivo para estar preocupado. Esperaba algo mejor de ti, Talcott.

—Pero, esos hombres a los que les cortaron los dedos…

—Te protegeré a ti —enfatiza con un gesto de la mano, y me doy cuenta al instante que no debo seguir por ese camino ni un segundo más. Durante un segundo comprendo lo que es el verdadero miedo—. A ti y a tu familia. Tanto tiempo como viva.

—Lo entiendo.

—Si esos hombres de verdad te abordaron, diría que su desgracia es la muestra de que estás realmente a salvo. —Jack Ziegler deja que el significado de sus palabras cale. Luego, sus ojos se clavan en los míos—. Tenía la esperanza de que hubieras venido con noticias sobre las disposiciones.

Hago una pausa. Percibo que aquí tengo una oportunidad si consigo poner en marcha mi torpe cerebro.

—Noticias exactamente, no. Pero creo que puedo estar en la pista.

Otra vez vuelvo a vacilar. Si completo mis pensamientos me habré comprometido. Es algo que decidí mucho antes de aterrizar en Aspen, pero entre la decisión y su consumación, Dios ha dispuesto mi voluntad, y mi voluntad es sensible al terror.

A pesar de todo, el padrino de Abby sigue esperando.

—Verás, si pudieras aclararme ciertos puntos todo sería mucho más fácil. —Estoy molesto conmigo mismo porque me siento incapaz de hablar en presencia del tío Jack. No obstante, tengo una buena razón: Jack Ziegler es un asesino reincidente, un eficaz traficante de todo tipo de sustancias prohibidas y un intermediario con el mundo del hampa con contactos tan complejos y ocultos con el crimen organizado que nadie ha conseguido desvelarlos.

Sin embargo, todo el mundo sabe que existen.

—Solo ciertos puntos —repite sin prometer nada.

Me doy cuenta de que el sudor le perla la frente y, cuando se lo seca, sus manos delatan cierto temblor y sus ojos pierden el foco. ¿Un ataque de nervios? ¿Su enfermedad?

—Solo ciertos puntos —vuelve a decir.

Asiento y trago saliva. Miro por los ventanales. Esta vez ya no experimento un vahído, pero sigo sin comprender cómo se sostiene la casa. Vuelvo a mirar a Jack Ziegler y, por la paciencia que demuestra y su aquiescencia en recibirme, me doy cuenta de que me necesita tanto como yo a él. Así pues, cuando vuelvo a hablar, mi voz suena más serena.

—Primero, me preguntaba si viste a mi padre hará cosa de un año y medio. El pasado octubre haría un año y medio. Si lo viste más o menos por aquel entonces.

Sus ojos se oscurecen, y me doy cuenta de que está intentando recordar.

—No —dice al cabo de un momento—. No, creo que no. Por aquel entonces creo que estaba en México para mi tratamiento. —Suena dubitativo, pero no engañoso. Aun así resulta difícil estar seguro—. ¿Por qué?

—Solo me lo preguntaba. —Comprendo que suena idiota e intento arreglarlo—. Oí rumores.

—¿Y para eso has venido, Talcott? ¿Persiguiendo rumores?

—No. —Es hora de lanzar los dados—. No, tío Jack, he venido para preguntarte sobre Colin Scott.

—¿Y quién es ese tal Scott, si puede saberse?

Dudo. Sé por Ethan Brinkley que Colin Scott tenía varios nombres, y no hay razón para que Jack Ziegler los conozca todos. Por otra parte si, tal como sospecho, ha estado espiando mi vida durante estos últimos meses, difícilmente habrá dejado de oír ese nombre una o dos veces.

—Colin Scott —repito—. Se lo conocía con el nombre de «Villard», «Jonathan Villard». Era detective privado. Mi padre lo contrató para que encontrara al hombre que mató a Abby, tu ahijada.

Es el turno de Ziegler de vacilar. Está intentando averiguar cuánto sé, cuánto es simple especulación y qué estoy ocultando. No le gusta ser vulnerable frente a mí y su disposición a mostrarme ese lado calculador me sugiere que quiere mi ayuda.

—¿Y? —pregunta.

—Creo que tú lo conocías de la CIA.

—¿Y?

—Y que tú fuiste quien puso a mi padre en contacto con él.

—¿Y?

Ni siquiera me dice «frío» o «caliente». En su voz se percibe un jadeo húmedo y viscoso. Se apoya una mano en el pecho y estalla en un ataque de tos que lo dobla por la mitad. Instintivamente lo cojo del brazo que parece haberse reducido a simple hueso bajo la bata. Harrison aparece al instante, retira mi mano y conduce al tío Jack hasta el sofá, entregándole un vaso de agua. Jack Ziegler bebe, y la tos remite.

—Por favor, profesor, siéntese —me ordena Harrison con gravedad. Su voz es suave, y lo miro dos veces para asegurarme de que realmente es el tipo duro que aparenta. Sus anchos hombros me dicen que sí lo es.

Me siento como me han ordenado en una frágil silla ante el hombre más temible que conozco. Harrison saca una pastilla que el tío Jack rechaza débilmente, pero la mano de Harrison es como una roca.

Al final, el tío Jack se rinde, toma la píldora y se la traga con un sorbo de agua.

Harrison se retira.

¿Es posible que sea enfermero o acaso estoy imaginando demasiado? Observo al infame Jack Ziegler derrumbado en el soberbio sofá, con restos de saliva en la barbilla y la mano temblorosa. ¿Por qué me asusta tanto? Está enfermo, se está muriendo y tiene miedo. Miro a mi alrededor. La estancia no es un museo sino un mausoleo. Me asalta una inesperada oleada de compasión hacia el hombre que tengo ante mí, y permanecemos sentados en silencio durante unos minutos sin decir nada. A Finlandia le ha seguido algo de Wagner, aunque no llego a identificar el fragmento. Jack Ziegler descansa en el sofá con los ojos cerrados.

—Por favor, Talcott, discúlpame —susurra sin moverse—. Aún no estoy recuperado.

No me dice de qué.

—Lo comprendo. —Hago una pausa, pero me han educado demasiado bien para que pueda evitar añadir—: Si va a ser mejor para ti, puedo volver en otra ocasión.

—Tonterías. —Vuelve a toser, no tanto ni con tanta flema como antes, pero con igual dolor. Abre los ojos—. Estás aquí. Has recorrido una larga distancia y tienes preguntas que hacer. Puedes preguntar.

«Aunque puede que no te conteste», me está indicando.

—Colin Scott —repito.

Jack Ziegler parpadea con ojos llorosos, viejos y vagamente confusos. Intento recordar todos los crímenes que se supone que ha cometido, todas sus conexiones con la mafia, con los traficantes de armas, de drogas y con la gente que se gana la vida con la desgracia del prójimo. Sin embargo, empiezo a tener dificultades para recordar por qué este viejo achacoso se me antojaba tan temible hace solo un momento. Me acuerdo de los hombres cuyas manos fueron mutiladas tras asaltarme, pero no despierta en mí tanto espanto como antes.

—¿Qué pasa con él? —pregunta finalmente el tío Jack, parpadeando intensamente.

—Creo que mi padre no le pagó. No he encontrado rastro de ningún pago en la contabilidad de mi padre. —Antes de poner el pie en esta casa ya había decidido dejar a Mariah fuera del asunto. No quiero que el padrino de Abby tenga que matar a más de un pariente de su ahijada.

—¿Qué fue lo que tu padre no pagó?

—No le pagó el trabajo que hizo. Buscar la pista de un coche deportivo. Mi padre no le pagó ese trabajo.

Trago saliva, y mi inquietud se aviva al ver que el rostro de Ziegler se recompone. Sin embargo, la ocasión de ser prudente se esfumó en el instante en que cogí el teléfono y llamé para concertar este encuentro.

—¿Y?

Esa única pregunta posee un poder del que hasta el momento carecía. Una fiera dormida parece despertarse lentamente: Jack Ziegler ya no parece tan achacoso.

—Me cuesta imaginar que hiciera el trabajo gratis —respondo prudentemente.

—¿Y?

El miedo está regresando, y me acaricia la espalda con dedos de hielo. Es como si, de algún modo, el tío Jack hubiera bajado la temperatura de nuestra conversación.

—Creo… Creo que fuiste tú; que tú pagaste a ese detective.

—¿Que yo le pagué?

Los ojos, negros como el carbón, me miran intensamente, y de mi estómago se apodera la misma náusea que de pequeño me asaltó cuando mi padre, en Martha’s Vineyard, me dio una tea y me ordenó que quemara el avispero que Mariah había descubierto en una de las rendijas del porche. Sabía que si no acababa con todos los insectos, me iban a picar, y mucho.

—Eso es lo que creo.

—Que pagué a Scott el trabajo que tu padre le encargó. —Lo dice lenta y claramente, como si me estuviera dando la oportunidad de retractarme de mi testimonio.

—Sí.

Puede que esté sacudiendo el avispero, pero al menos mi tono denota calma.

—¿Y por qué iba a hacer yo algo así?

—No lo sé. Quizá porque tú y mi padre erais viejos amigos, porque eras el padrino de su hija o… —me obligo a pronunciar las palabras sabiendo que nunca me dirá qué versión es cierta— también puede que lo ayudaras para que de ese modo estuviera en deuda contigo.

Jack Ziegler emite el mismo sonido gutural que recuerdo del cementerio, y con sus largos dedos se acaricia el pellejo muerto de la barbilla.

—Es posible que no hubiera rastro en su contabilidad porque no le pagó, y también es posible que no le pagara porque Scott nunca trabajó para él.

—Lo dudo. Estoy convencido de que hay razones para que mi padre no pudiera extenderle un cheque. Creo que Scott… Bueno, digamos que Scott era un tipo con unos antecedentes con los que un juez federal no podía permitirse el lujo de que lo asociaran.

—¿Y?

—Pues que mi padre tenía que evitar cualquier apariencia de incorrección. Puede que incluso en esa época ya estuviera pensando en el Tribunal Supremo. —Dado que eso no despierta nada en la dura mirada, prosigo—: Además, no estoy seguro de que mi padre hubiera podido permitirse el gasto. No con el sueldo de un juez federal; al menos, no en aquella época.

Jack Ziegler parece de lo más relajado.

—¿Y qué más crees, Talcott? Todo esto es de lo más interesante.

Titubeo, pero ya es demasiado tarde para dar marcha atrás.

—Creo que Colin Scott redactó un informe sobre el accidente. Creo que había averiguado quién mató a Abby, y creo que le entregó el informe a mi padre. Sin embargo dudo que el juez lo pasara a la policía, ¿no? Creo que cuando se enteró de lo que ponía le pidió al señor Scott que hiciera algo por él y que, cuando este se negó, mi padre te enseñó el informe y te pidió ayuda.

Callo. Las siguientes palabras simplemente no me salen. No es que esté demasiado asustado para hablar, sino que ya no estoy tan seguro como antes de querer conocer la respuesta. Sin embargo, Jack Ziegler me impide evitar el resto.

—¿Dices que tu padre acudió a mí en busca de ayuda? Ya veo. ¿Y qué crees que sucedió a continuación?

Bien, para discutir esto es para lo que he volado hasta estas montañas. Para llegar a este momento es para lo que me han servido todas las conversaciones con Wallace Wainwright y Lanie Cross; todos los recuerdos que he arrancado a Sally, Addison e incluso a Mariah; todas las pruebas que he ido acumulando con y sin su ayuda, incluyendo el libro de recortes desaparecido. Si no prosigo, todos los meses de trabajo no habrán servido de nada, lo mismo que este viaje hasta Aspen.

Está claro que si prosigo existe la posibilidad nada trivial de que nunca más vuelva a ver a mi mujer y a mi hijo; pero, como otras tantas veces, me anima el valor de los locos.

—Creo que, de algún modo, tú convenciste a Colin Scott para que le resolviera el problema.

Bien, ya está dicho.

Jack Ziegler menea la cabeza despacio y con tristeza. Sus ojos no me miran, sino que contemplan el vertiginoso paisaje.

—¿Para que se lo resolviera? —Ríe disimuladamente y tose—. Tu historia parece una película barata. ¿Para que le resolviera qué?

—Ya sabes a lo que me refiero, tío Jack.

—Lo sé, Talcott, y francamente, me siento ofendido.

Su tono es grave, casi acariciante, terrorífico; y, de nuevo, algo siniestro enturbia el aire entre nosotros.

—No intento…

—Estás acusando a tu padre de un crimen, Talcott. Usas eufemismos, pero eso es lo que haces, ¿no? Crees que tu padre pagó a ese Scott para que cometiera un crimen. Eso ya es de por sí bastante malo, pero encima me acusas de ayudarlo.

«Una vez te acerques al avispero —me dijo el juez—, será mejor que lo quemes enseguida porque no podrás huir de las avispas si se escapan».

—Mira, tío Jack, sé cómo te ganas la vida.

—No. Creo que no lo sabes. —Hace una mueca y alza la mano. Luego, me apunta con un dedo descarnado—. Oh, sí. Ya sé, ya sé. Todo el mundo, todos creen que lo saben. Leen los diarios y esos libros idiotas. Y están esos estúpidos informes de los comités. Pero nadie lo sabe en realidad. Nadie.

Se pone trabajosamente en pie, y esta vez tengo el sentido común de no ayudarlo.

—Ven conmigo, Talcott. Hay algo que quiero enseñarte.

Lo sigo mientras arrastra las zapatillas por la gran estancia. Pasamos ante los ventanales con la soberbia vista de Aspen y entramos en la cocina, donde una mujer de rasgos eslavos está preparando la comida y donde descubro la fuente del aroma que había detectado, ya que ella está especiando una cazuela. Mi anfitrión le dice algo en un idioma que no comprendo, y la cocinera sonríe levemente y desaparece. La pared del fondo de la cocina comparte las mismas vistas a través de unas grandes ventanas. En un extremo, la habitación da a un invernadero. Sigo a Jack Ziegler hasta el interior, donde una increíble variedad de plantas perfuman el ambiente. Me pregunto cómo todos esos aromas afectarán el sabor de la comida.

—Mira —dice el tío Jack señalando al otro lado del muro de cristal—. ¿Ves a lo que me refiero? Todo el mundo.

Es mi turno de parecer confundido.

—Esto… ¿Todo el mundo, qué?

—Todo el mundo cree saberlo. ¡Mira!

Miro. Y también adopto una expresión de lo más seria con la esperanza de que el tío Jack interprete mi confusión como concentración, ya que no tengo la más ligera idea de qué está hablando. Sigo la dirección de su tembloroso dedo y veo el ondulante césped y la fresca nieve brillando bajo el sol de la montaña, veo altos setos y la carretera que serpentea hacia lo alto y hacia otras mansiones aún más ostentosas propiedad de productores cinematográficos y de software más ricos incluso que el padrino de mi hermana pequeña. Una furgoneta pasa cerca. Kimmer las odia porque le parecen demasiado maternales y se niega a que compremos una. Un camión de la compañía eléctrica está aparcado a un centenar de metros montaña arriba, y el personal uniformado, un hombre y una mujer, ejecutan alguna operación subidos a un poste de la luz. Un poco más cerca, una mujer recia con botas negras y un mono amarillo de spandex, evidentemente ajena al frío, pasea lo que me parece un doberman. Una destartalada furgoneta roja, con el logotipo de una empresa de jardinería, pasa renqueando y arrastrando tres ventiladores de nieve.

Jack Ziegler permanece a mi lado, como una estatua, con el dedo apretado contra el cristal. No sé adónde apunta, pero sé que las plantas empiezan a provocarme náuseas.

—Muy bien —digo prudentemente—. Estoy mirando.

—¿Qué? ¿Los ves? —La senilidad parece haberse apoderado de él, y de nuevo me pregunto si será fingida—. ¿Los ves? Están observándonos.

—¿Ver? ¿A quién?

Me agarra por el hombro, y sus dedos, ardientes de fiebre, se me clavan como garras.

—¡Allí! ¡El camión!

—¿El camión? ¿Te refieres al que está aparcado al lado del poste?

—Sí. Sí. ¿Lo ves?

—Sí. Veo el camión.

—Bien, entonces lo entenderás. No tienes idea de lo que llegan a incordiar.

—¿Quién? ¿La compañía eléctrica?

El tío Jack me contempla y, por un instante, las nubes parecen disiparse.

—No es la compañía eléctrica —me dice en tono razonable—. Es el FBI.

Vuelvo a mirar.

—Es un camión de la compañía…

—Solo es una tapadera. Están aquí para fastidiarme. —Ríe inesperadamente, y sus ojos se ensombrecen y giran como locos. La risueña demencia ha vuelto—. La compañía de la luz sube ahí dos veces al mes. ¿Sabes por qué? Para que sus camiones puedan escuchar mi teléfono de manera que mis alarmas no funcionen y puedan poner sus parásitos.

—¿«Parásitos»?

—Sí, aquí mismo, en mi cocina, hay parásitos. —Para mi sorpresa saca un matamoscas de alguna parte y le atiza a un punto de la pared—. ¡Toma! —grazna con tal alegría que por un momento creo que lo he entendido mal y que realmente se refería a insectos—. ¡Y toma! —grita dándose la vuelta, golpeando primero la nevera y después una de las encimeras de granito verde—. ¡Eso les resonará en sus auriculares! —truena.

Arroja el matamoscas a un lado, me pasa un brazo por los hombros y me conduce de regreso a la gran sala, como la llama.

—Quieren saber cómo me gano la vida. ¡Por Dios Santo! ¡Creen que soy un criminal! —Se detiene ante su inmaculado escritorio y escribe algo en un papel—. Igual que tú —murmura—, igual que tú. —Luego, vuelve a toser sin molestarse en cubrirse la boca.

Avergonzado, pongo en práctica mis habituales excusas:

—Tío Jack, yo no quería…

—Pero les llevo ventaja —ríe, hablando como si yo no estuviera—. Así que, cuando se va la luz, ¿sabes qué hago?

—No.

—Te diré lo que hago —me dice con expresión maliciosa mientras me coge del brazo—. Voy con una linterna y me cargo todos sus parásitos.

—Ya entiendo —respondo mientras me pregunto si no estaré con un chiflado.

—No. No creo que lo entiendas —murmura. Acto seguida levanta la cabeza y grita—: ¡Harrison!

El guardaespaldas aparece de inmediato.

—¿Sí, señor?

Ya está. Me van a tirar precipicio abajo. Kimmer, te perdono. Ocúpate de nuestro hijo.

—¿Está la casa llena de parásitos? ¿Sí o no? —pregunta el padrino de Abby.

—A veces, señor.

—¿Y los matamos?

—Siempre que podemos, señor.

—Gracias, Harrison. Eso es todo.

El tío Jack le entrega la nota escrita, y el enfermero, mayordomo y guardaespaldas se retira. Yo recupero el aliento. Así es como se comunican en una casa en la que cada palabra puede ser espiada: se escriben notas. Ya entiendo a qué se refería Harrison cuando hablaba de la popularidad del tío Jack y de que «todo el mundo» asistiría a nuestra reunión.

—Parásitos por todas partes —masculla Jack Ziegler meneando la cabeza tristemente.

III

Jack Ziegler empieza a derrumbarse. Le tiemblan los labios. Las emociones parecen haberlo agotado y su rostro se ve hundido y sin energía.

—Deja que me apoye en ti, Talcott —murmura sujetándose en mis hombros. Caminamos por la parte principal de la casa mientras él arrastra los pies y yo lo siento ligero como una pluma.

—Escucha, Talcott. ¿Me escuchas?

—Te escucho, tío Jack.

—No soy ningún héroe, Talcott. Lo sé. He hecho cosas en esta vida que lamento, y tengo algunos socios que también las lamentan. ¿Me entiendes?

—No del todo.

—He tenido que escoger, Talcott. He tenido que hacer elecciones difíciles. Y toda elección tiene consecuencias. Yo diría que esa es la regla de toda moralidad: elegir implica consecuencias. Es algo que siempre he aceptado. He tomado buenas decisiones que me han beneficiado, y he tomado malas decisiones que me han perjudicado. Todos lo hemos hecho.

Deja que sus palabras hagan efecto, y me doy cuenta de que bajo sus modales está furioso. Las avispas zumban en alguna parte.

—Entiendo que tú… —empiezo a decir, pero me interrumpe rápidamente.

—«Consecuencias», Talcott. Es una palabra en desuso. Hoy en día vivimos en un mundo donde nadie cree que las decisiones hayan de tener consecuencias. Pero ¿quieres saber cuál es el gran secreto que nuestra cultura no quiere ver? Pues que no hay forma de escapar a las consecuencias de nuestros actos. El tiempo solo corre en una dirección.

—Supongo que tienes razón —contesto, aunque no estoy tan seguro.

La húmeda y fatigada mirada de Jack Ziegler pasa por mi rostro, se fija en la pared (¿estará pensando otra vez en los parásitos?) y descansa en el paisaje de Aspen que se divisa más allá de los ventanales. Reanuda su discurso.

—Ninguno de nosotros que somos padres hemos sido todo lo que nos hubiera gustado ser para nuestros hijos. Es algo que ya aprenderás.

Recuerdo que el tío Jack tiene un hijo, Jack Junior, un comerciante de divisas que se ha ido a vivir al otro extremo del mundo, quizá a Hong Kong, para escapar de su padre.

Me pregunto si será lo bastante lejos.

Jack Ziegler sigue filosofando como si el único propósito de mi viaje consistiera en comprender su idea de una vida vivida plenamente.

—Un padre y un hijo. He ahí un vínculo sagrado. A lo largo de la historia, la jefatura de una familia se ha transmitido de ese modo: de padres a hijos y así sucesivamente. ¡Cabeza de familia, Talcott! Esa sí que es una misión, una responsabilidad que un hombre no puede eludir por mucho que lo desee. Ya sé que hoy día, en el campus, se rechaza ese tipo de ideas. Dicen que son sexistas. Tú conoces las palabras mejor que yo, «patriarcado», «dominación masculina». ¡Bah! Nuestra generación no dispuso de los lujos de la vuestra. No tuvimos tiempo para entretenernos con ese tipo de discusiones. Teníamos que vivir, Talcott. Teníamos que actuar. Que otros se preocuparan de si Dios habló a Moisés desde una zarza ardiendo o desde un sicomoro, una tienda Walt-Mart o un televisor. ¿Quién tenía tiempo para eso? La vuestra es la generación de los parlanchines. Que os vaya bien. La nuestra fue la generación de los hombres de acción, Talcott, la última que esta nación ha conocido. Tú no lo entiendes, lo sé. Nunca has vivido una época en la que no había tiempo para discutir, para debatir, para litigar, para «analizar tus opciones políticas», ¿no se dice así hoy en día? No íbamos a la radio a quejarnos de nuestras desgracias. No hacíamos que nuestra autoestima dependiera de lo mal que nos hubieran tratado los demás. No nos quejábamos. No teníamos tiempo. En realidad, mi generación tenía una tarea por hacer, Talcott, decisiones que tomar. ¿Lo entiendes? —No le importa si lo entiendo o no. Ni tampoco si estoy de acuerdo. Está decidido a exponer sus argumentos y, en este instante, suena igual que el juez—. Y esa fue la generación a la que pertenecía tu padre, Talcott. Tu padre y yo. Éramos iguales, ambos éramos cabezas de familia, hombres. Tú dirías que a la vieja usanza. Sabíamos cuáles eran nuestras responsabilidades: sostener la familia, cuidarla, desde luego, guiarla; pero, por encima de todo, protegerla.

El sol se pone en Aspen, y la nieve adquiere un magnífico tono anaranjado. Allí abajo, los esquiadores no tardarán en empezar sus actividades nocturnas. Me pregunto cuándo duermen.

—Sé que estás enfadado, Talcott. Sé que estás decepcionado con tu padre. —Me mira con ojos húmedos, pero enseguida los aparta—. Crees que lo has pillado en algo terrible. Pues bien, dime, ¿qué habrías hecho tú en su lugar? Tu hija está muerta, la policía no hace nada, y crees saber quién la mató. ¿Qué habrías hecho?

Calla y aguarda. Es una pregunta que me he repetido infinidad de veces desde que Mariah vino a verme y me metió por este camino. Si alguien hiciera daño a Bentley y la justicia no me ofreciera respuesta, ¿iría y contrataría un asesino o haría yo mismo el trabajo? Puede que sí y puede que no. Creo que se trata de una pregunta a la que nadie puede responder a menos que se encuentre en la situación. Solo ponemos a prueba los principios de los que tanto nos enorgullecemos cuando hay algo en juego.

—Sé lo que hizo —digo finalmente.

Jack Ziegler menea la huesuda cabeza.

—Crees que lo sabes. Pero, en realidad, ¿qué sabes? Dímelo, Talcott, dime qué sabes exactamente.

Lo directo de su pregunta me coge desprevenido. Sus ojos me fulminan, y yo aparto la vista. Me pregunto por qué ha dejado de preocuparse por los micrófonos, los parásitos como los llama; pero, al repasar nuestra conversación, me doy cuenta de que las únicas acusaciones son mías y se refieren al juez, que ya está muerto; también de que el tío Jack ha llevado la conversación de modo que soy yo quien está ensuciando la memoria de mi padre en beneficio de los del FBI que nos escuchan.

De acuerdo.

—Contrató a un asesino —respondo finalmente en un intento de ser tan directo como él.

—¿Un asesino? ¡Bah! El asesino fue quien se cargó a tu hermana; y, sin embargo, ha seguido en libertad.

—Hablamos del hombre al que mi padre creía responsable. Pero nunca fue condenado.

—¿Condenado? ¿Qué me dices? Pero si no fue ni arrestado. Nunca se formularon cargos, y nunca se investigó como es debido. —Su mirada es glacial e imperturbable.

—Entonces, ¿cómo es posible que mi padre pudiera estar tan seguro de que no se equivocaba de hombre?

—Talcott, estás en un error si piensas en este asunto como en una proposición cierta o falsa. —Tose ruidosamente—. Ser hombre significa actuar. Y, a veces, hay que hacerlo con la información disponible en ese momento. Puede que sea exacta y puede que no, pero sigue siendo necesario actuar.

—No sé si te sigo.

—Y yo no puedo ser más claro.

Solo que no ha sido nada claro. Estoy a punto de decírselo, pero ha reanudado su discurso con su tono de conferenciante.

—Algunas de tus preguntas no tienen respuesta, Talcott, y otras tienen respuestas que nunca hallarás. Así es el mundo, y nuestra incapacidad para descubrir todo lo que quisiéramos descubrir es lo que nos hace mortales.

La afición de Jack Ziegler al sermoneo me resulta molesta, seguramente por razones éticas. ¿Qué derecho tiene un asesino a dar lecciones sobre el significado de la vida? ¿Acaso sabe cosas que se le escapan al resto de los mortales? ¿No será que toda esta verborrea es otra manera de distraer, de forma que quienes nos escuchan no puedan pillarlo confesando un crimen?

—Sin embargo —prosigue—, hay otras preguntas que sí tienen respuesta y que tienes derecho a saber. Creo que tu padre deseaba que fueras tú, por encima de tus hermanos, quien tuviera esas respuestas. Siempre le infundiste respeto, Talcott. Te respetaba y te envidiaba. Pero siempre, siempre, quiso tu aprobación. La quería mucho más que la de Addison o la de Mariah. —No estoy seguro de si creo lo que me dice, pero de lo que sí estoy seguro es de que no quiero seguir escuchando—. Por eso tu padre lo arregló para que recibieras algunas de las respuestas aunque tuvieras que encontrarlas por ti mismo.

—Y eso, ¿qué quiere decir?

—Las disposiciones, Talcott. Has de descubrir las disposiciones. —Frunce el entrecejo—. No sé dónde ocultó tu padre las respuestas, pero las enterró de modo que solo tú pudieras saber dónde buscarlas. Esa es la razón de que tanta gente haya ido tras de ti. Pero no olvides nunca que ninguno de ellos puede hacerte daño. —Hace un gesto de asentimiento—. Y tampoco que no debes abandonar la búsqueda. No debes.

—Pero ¿por qué es tan importante esa búsqueda? —Es la pregunta que intenté hacerle a Maxine, cuyo nombre verdadero es improbable que sea «Maxine».

—Digamos que… por tu tranquilidad de espíritu.

Le doy vueltas a eso. Sin duda no es la única razón. El tío Jack quiere que yo encuentre lo que sea que deba encontrar. Por su insistencia —y la de Maxine— se diría que su capacidad para protegerme está relacionada con la promesa de que la búsqueda tendrá éxito. Me pongo ceñudo. Quiero escapar de este horrible lugar, así que hago mi último disparo.

—Y si descubro las disposiciones, entonces, ¿qué?

—Pues que entonces todo el mundo estará satisfecho. —Calla, pero me doy cuenta de que solo está haciendo una pausa. Intuyo lo que va a decir a continuación y casi acierto—. Quizá, cuando encuentres lo que tu padre dejó, lo mejor sería que no lo examinaras tú solo. Eso sería un error. Creo que lo mejor sería… Sí, lo mejor sería que lo compartieras conmigo antes. Naturalmente.

—Naturalmente —murmuro en tono demasiado bajo para que me oiga.

Primero Mallory Corcoran; luego, Maxine, la del incierto nombre; y Jack Ziegler: «Cuando lo encuentre, entrégamelo». Sin embargo, el tío Jack, a diferencia de los otros, acompaña su demanda con cierta apariencia de legitimidad. Como si sugiriera que simplemente estaré devolviendo algo a su propietario.

—Me parece un trato justo. —Me refiero a que nos proteja a mi familia y a mí.

—Sí, claro.

Por su tono diría que estoy a punto de ser despedido, y tengo la frenética sensación de haberme olvidado de algo importante. Antes de haber tenido tiempo de controlar mi voz, me oigo plantear un asunto que he enterrado en lo más profundo de mí bajo un montón de otros misterios y que me prometí que nunca mencionaría.

—Tío Jack, mi padre le dijo a… a alguien, que habló contigo una semana antes de su muerte.

—¿Y?

—Pues que me gustaría saber si lo hizo.

Contengo el aliento, esperando que las avispas ataquen, pero la respuesta fluye con tanta facilidad que seguramente la ha estado planeando durante meses.

—Sí. Vi a Oliver. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿Lo llamaste tú o te llamó él?

—Suenas igual que un fiscal, Talcott. —Sonríe pacíficamente, y me doy cuenta de que está molesto—. Pero ya que lo quieres saber te diré que tu padre me llamó unas semanas antes. Le dije que iba a ir a Virginia a mediados de septiembre y que entonces podríamos vernos. Tuvimos una cena de lo más agradable, puramente social.

—Entiendo. —No me cabe duda de que esta contestación se corresponde a la perfección con lo que figura en las cintas que el FBI tiene de las llamadas telefónicas de mi padre. Pero no existe ninguna grabación de la cena, seguro que el tío Jack se ocupó de eso. Percibo una creciente incomodidad en el padrino de mi hermana. Me he acercado a algo que desea mantener lejos de mi alcance. Algo ocurrió durante esa cena, algo que hizo que mi padre reanudara sus clases de tiro. Sé que Jack Ziegler nunca me lo dirá—. Entiendo —repito perplejo.

—Nuestro tiempo se ha acabado, Talcott. —Tose más flemas.

—Si pudiera preguntarte solo una cosa más…

Alza una mano conminatoria y llama a Henderson. Me pregunto a qué guardaespaldas llamará para según qué tareas.

—Espera un momento, tío Jack, espera un momento.

La cabeza de Jack Ziegler gira hacia mí y casi puedo oír los crujidos. Tiene las cejas alzadas y los ojos cansados. No está acostumbrado a que le digan que espere.

—¿Sí, Talcott? —contesta mientras Henderson aparece.

Observo al guardaespaldas. Inclino la cabeza y bajo la voz.

—¿Sabes, ese hombre que competía con mi esposa para el cargo de juez…? ¿Recuerdas que un escándalo acabó con sus posibilidades?

—Te dije que tenía un esqueleto en el armario —contesta con esa risueña chifladura.

—Sí. Pero lo que no comprendo es cómo lo sabías. —Eso no era lo que iba a preguntar; pero, a medida que Henderson se acerca, tengo la sensación de que la estancia se comprime, y el paisaje se vuelve borroso de nuevo. Entonces, me doy cuenta de que no debo insistir—. Me refiero al esqueleto.

—No tiene importancia —murmura Jack Ziegler al cabo de un momento—. Debes concentrarte en el futuro, Talcott, no en el pasado.

—No. Espera. ¿Cómo lo supiste? Únicamente lo sabían dos personas, y ninguna de las dos… —Iba a decir «ninguna de las dos se lo diría a alguien como tú», pero no lo hago.

Jack Ziegler sabe perfectamente lo que estoy pensando. Puedo leerlo en sus fatigadas facciones mientras me apoya su marchita mano en el hombro.

—Nunca hay nada que solo conozcan dos personas, Talcott.

—¿Me estás diciendo que alguien más estaba al corriente, que alguien te lo dijo?

Ha perdido todo interés.

—El señor Garland se marcha, Henderson. Llévelo al apartamento donde pasará la noche. Es uno de los más antiguos, al lado de la biblioteca, los de las puertas azules. No recuerdo el número, pero el señor Garland se lo mostrará.

—No te he dicho dónde me alojaba. —Mi comentario surge despacio porque un súbito espasmo de miedo me ha dejado paralizado.

—Es cierto. No me lo has dicho —reconoce el padrino de Abby. No sonríe, su débil voz y su mirada no se inmutan, pero sé que ha escogido este preciso instante para proporcionarme un atisbo de su poder. Puede que su intención sea que confíe en él, que crea que me protegerá para que así le entregue lo que descubra. Por el contrario, si lo que buscaba era asustarme, lo ha conseguido plenamente.

Henderson está de pie en la escalera con mi abrigo doblado en el brazo. Doy las gracias al tío Jack por atenderme. Me tiende la mano, y se la estrecho, pero no me la suelta.

—Talcott, escúchame. Escúchame con atención. Estoy enfermo; sin embargo, hay mucha gente que se interesa por mi salud. Tomo medidas, pero ellos siguen enviando sus camiones y llenándolo todo de parásitos. No creo que debas ponerte en contacto conmigo otra vez. No, a menos que hayas descubierto las disposiciones de tu padre.

—¿Por qué no? Espera. ¿Por qué no?

Jack Ziegler casi sonríe. Casi. No es que se contenga, es que le faltan las fuerzas. Se despide con la mano, sin decir nada, y se dobla bajo un nuevo ataque de tos. El señor Harrison aparece inmediatamente, lo coge del brazo y se lo lleva.

Camino de Aspen creo ver unas luces en el retrovisor, pero no quieren decir nada: todo el mundo tiene coche por aquí. Me pregunto si Jack Ziegler estaba en lo cierto respecto al camión de la luz y cuánto tiempo tardará el agente Nunzio en enterarse de mi visita, incluso si me habrá estado escuchando todo el rato. Vuelvo a mirar por el retrovisor tras girar en un cruce, pero las luces han desaparecido.

Henderson me pregunta si mi visita ha resultado agradable, y, de repente, sé dónde he oído su aterciopelada voz. Debería abofetearme por no haber descubierto la verdad antes. El señor Henderson habló conmigo por teléfono a las dos y cincuenta y un minutos de la madrugada para asegurarme con tranquila certeza que ni mi familia ni yo volveríamos a ser molestados. Dado que su trabajo consiste principalmente en ocuparse del tío Jack, seguramente me llamó desde Aspen. Poco importa: Elm Harbor está a poca distancia en avión, y las herramientas necesarias para cortar los dedos de dos hombres se pueden comprar en cualquier ferretería.