Se hace una elección
—¿Dónde has estado? —me pregunta Kimmer en un tono que no acabo de identificar. Hace cinco minutos que he llegado a casa y, al no encontrar a nadie en la planta baja, he subido a darle un beso al dormido Bentley; entonces, me he encontrado con esta bronca.
—He tenido una reunión con la decana Lynda. Después… Ya te avisé de que seguramente llegaría tarde. Tenía ese informe atrasado, ¿recuerdas?
—Te he llamado a tu despacho, Misha. Tres veces.
—Puede que estuviera en la biblioteca. —No sé por qué me muestro tan esquivo.
—Nunca vas a la biblioteca. —Mi mujer está sentada en la cama, con unas cuantas almohadas en la espalda y la cama llena de papeles del trabajo mientras va cambiando los canales del televisor con el mando a distancia. Sus ojos aparecen rojos e hinchados, como si hubiera estado llorando, pero no me mira—. Y si vas —añade—, es para meterte en problemas.
—La verdad es que… he estado paseando.
—¿Paseando? ¿Durante dos horas?
—Tenía mucho en lo que pensar.
—Estoy segura. —Hay algo en su voz. ¿Qué ocurre?
—Kimmer, ¿estás bien?
—¡No! ¡No estoy bien! —estalla, volviéndose por fin hacia mí—. Mi marido, que lleva una temporada comportándose como un lunático, ha desaparecido durante dos horas. ¡Dos horas, Misha! ¿No se te ocurrió que podía estar preocupada?
Me acerco a la cama, me siento a su lado e intento tomarle las manos, pero ella las aparta.
—No. Supongo que no. Lo lamento.
—Lo sientes, lo sientes…
—Qué quieres que te diga, Kimmer. Dímelo y lo haré.
—No debería tener que decírtelo.
—Escucha, cariño, me disculparé con Jerry. Me pasé de la raya, lo sé.
—No hay nada entre Jerry y yo. ¡Nunca lo ha habido! ¿Por qué no puedes creerme cuando te lo digo?
Porque me has mentido otras veces. Porque un hombre llamó a esta casa preguntando por ti y llamándote «pequeña», hecho que aún debo contarte. Porque en una ocasión tú y yo engañamos a André y puede que alguien me esté engañando a mí. El reverendo Young tenía razón. ¡Cuánta razón!
—Te creo —susurro.
—Oh, Misha… —La voz se le quiebra y, de repente, le brotan las lágrimas. Me quedo asombrado. No había visto llorar a mi mujer desde la noche en que nació Bentley. Al principio no sé cómo reaccionar. La rodeo con los brazos, pero se zafa. La abrazo de nuevo, con fuerza, y finalmente apoya la cabeza en mi hombro.
—Kimmer, ¿qué ocurre? ¿Cuál es el problema?
—¿Estabas…? ¿Estabas con alguna otra, Misha? Podría comprenderlo, ¿sabes? ¡Soy tan mala!
¿Kimmer celosa?
—No, cariño. Claro que no. Ya te lo he dicho, fui a dar un paseo.
Lo cual es la verdad, pero no toda la verdad. Aún no estoy preparado para decirle adónde he ido. No quiero que piense que estoy chiflado.
—Misha, Misha —murmura, dándome suaves golpes en el pecho—, ¿qué nos ha pasado? Éramos tan felices, tan felices…
Meneo la cabeza sin encontrar una respuesta.
—Te quiero —susurro. Le acaricio la nuca, como sé que siempre le ha gustado, y el dolor parece remitir—. Sabes que no hay nadie más en mi vida aparte de Bentley y tú. Y, por favor, no te insultes de esa manera.
—¿Por qué no? Soy mala. Soy mala contigo. Deberías dejarme, y lo harías si tuvieras un mínimo de sentido. —Más lágrimas. Pienso en mi encuentro con Jerry Nathanson, cuya irritación era previa a la mía. Quizá él y Kimmer han puesto fin a su aventura (suponiendo que haya existido, que alguna vez haya existido) y ella se siente desgraciada por ello. Sin embargo, el dolor de mi esposa parece más profundo y, además, la pequeña parte de competitividad masculina que normalmente trato de ocultar se niega a aceptar que pueda estar llorando por Jerry cuando me tiene a mí.
—Vamos, cariño, ¿qué ocurre? Dímelo.
Kimmer niega con la cabeza. Le acaricio la nuca un poco más. Murmura algo, pero no puedo entenderlo. Lo repite, más alto, y, por un momento me siento tan hecho polvo como ella.
—Ruthie ha llamado. Me ha dicho… Me ha dicho que el presidente ha escogido a otro.
—Oh, Kimmer, cariño, ¡cuánto lo siento!
—No pasa nada. —Hace ruido con la nariz y se seca las lágrimas con la manga de su ropa de noche—. Supongo que no estaba destinada para ese cargo.
—Todavía nos tienes a Bentley y a mí —susurro—. No es culpa tuya si el presidente no ha escogido al mejor candidato.
—Tienes razón. —Kimmer intenta sonreír—. Sabía que no tenía que haberle votado.
Mis ojos se desorbitan.
—¿Votaste por él?
Sonríe débilmente.
—Te dije que lo haría a cara o cruz.
—Pensaba que bromeabas.
—Pues no. —Me besa de repente y acto seguido me susurra algo inaudible que tiene que repetir—. ¿No quieres saber a quién ha escogido?
—Claro que sí. —La verdad es que no me apetece especialmente, sobre todo si resulta que el tenaz Marc Hadley ha conseguido salvar su candidatura. Sin embargo, me enteraré tarde o temprano, así que será mejor que sea por mi esposa.
—Lemaster Carlyle.
—¿Cómo?
—Lemaster Carlyle. —Ríe ásperamente. Tose, y unas cuantas lágrimas más escapan a su autocontrol—. ¡Esa serpiente! ¡Esa serpiente! Ya sé que crees que es lo mejor de lo mejor; pero para mí ¡no es más que una alimaña!
A pesar del disgusto de mi esposa, no puedo evitar sonreír por el modo en que todos nos hemos engañado a nosotros mismos. Cuando Ruthie le dijo a Kimmer que dos o tres de mis colegas estaban en la lista final, nos quedamos en Marc Hadley. Cuando Ruthie le dijo a Marc que al presidente le interesaba la diversidad, Dahlia y Marc se quedaron en Kimmer. Y durante todo ese tiempo estuvo Lem Carlyle, encajando con la descripción de «colega» y de «diverso». El bueno de Lem, aguardando en la sombra a que algo se torciera, una acusación de plagio, un marido chiflado, cualquier cosa; acechando como… Sí, como una alimaña. Por lo menos, ya sé por qué se ha mostrado tan esquivo últimamente.
—No puedo creerlo —mascullo, finalmente.
—«Liberales para Bush» —me recuerda Kimmer.
—Sí. Claro.
—Quizá sea lo mejor —me sugiere mi esposa. Sin embargo, no se nos ocurre ninguna razón para que sea de ese modo. Así pues, hacemos algo que solía ser una de nuestras actividades favoritas: caminamos abrazados por el pasillo, nos vamos hasta el dormitorio de Bentley para verlo dormir, y rezamos una breve plegaria de agradecimiento. A continuación, regresamos al dormitorio, ponemos Casablanca en el vídeo, y Kimmer va recuperando el humor a medida que recita sus fragmentos favoritos del diálogo. Pero, cuando Ingrid Bergman llega al bar de Humphrey Bogart para suplicarle los billetes, sus ojos ya se han cerrado. Apago el aparato, y Kimmer los abre de golpe.
—¿Estás seguro de que no hay otra mujer? —pregunta—, porque te necesito. En estos momentos te necesito de verdad.
—Estoy seguro. —Maxine coquetea brevemente en un rincón de mi imaginación, pero la aparto—. Solo quiero a mi mujer —digo a ambas mujeres con total sinceridad—, y a mi hijo.
—Y a tu padre.
—¿Cómo?
Aunque los párpados de mi mujer vuelven a caer, sus generosos labios se curvan en una sonrisa.
—Quieres a ese viejo, Misha. Por eso sigues buscando con tanto ahínco.
¿Querer? ¿Querer al juez? Es un concepto al que, trágicamente, no he prestado atención. Maxine me dijo que yo no podía dejar de investigar las disposiciones, y Kimmer me está diciendo lo mismo.
—Puede ser —contesto finalmente—. Solo deseo saber qué ha ocurrido.
Mi mujer parece comprenderlo.
—Me parece bien, cariño. Me parece bien. —Sus ojos se han cerrado, y la voz empieza a sonarle pastosa—. Lo entiendo. Pero prométeme que volverás a nosotros.
—¿Volver, de dónde?
—De Aspen —susurra Kimmer, bostezando.
—¿Aspen?
—Vamos, Misha. Ya no voy a ser juez federal. Eso se ha acabado, así que ya puedes ir a ver al tío Jack. —Abre un ojo y me hace un guiño—. Ah, y saluda a los del FBI de mi parte, ¿vale?
—Sí. Vale.
—¡Cerdos! —masculla y cae dormida.
Me quedo sentado y despierto durante un rato, acariciándole la espalda, mientras por una parte me alegro de que siga queriéndome y por la otra me pregunto quién telefoneó a casa el otro día y la llamó «pequeña».
Dos semanas.