Fecha límite
—Estamos algo preocupados contigo —me dice Lynda Wyatt sin más preámbulos.
—Lo supongo.
Estoy decidido a mostrar arrepentimiento. La decana Lynda me llamó el martes por la tarde y me preguntó si podría ir a su despacho el miércoles a las tres. En realidad me lo ordenó, y por su tono supe que me hallaba en graves apuros.
—Eres de la familia, Talcott —prosigue mirándome con dureza—. Y cuando alguien de la familia tiene problemas, nosotros queremos ayudar.
El plural significa ella, Stuart Land y Arnie Rosen, tres de los miembros más influyentes de la facultad —y, por pura casualidad, la actual decana, el anterior decano y el más firme candidato al próximo decanato—. La seriedad de la ocasión queda señalada por la ausencia de Ben Montoya que debe de estar ocupado haciendo su habitual trabajo sucio. Lynda ha querido contar con sus pesos pesados para esta reunión.
Estamos sentados en su despacho, cuyos muebles han sido distribuidos pensando en la conversación. Yo me acomodo en una butaca de madera. Lynda y Stuart ocupan el confortable sofá situado en perpendicular respecto a mí, y la silla de ruedas de Arnie se encuentra a mi lado. Puedo ver que la butaca que hace pareja con la mía ha sido arrinconada. Normalmente, Lynda tiene café y rosquillas en la mesita auxiliar, pero esta tarde no.
Stuart toma el relevo. Tiene menos paciencia para los circunloquios, lo cual explica que haya sido tan mal decano y sea tan buena persona.
—Examinemos las pruebas, Talcott, las razones por las que estamos preocupados. Número uno, tenemos las cada vez más descabelladas teorías acerca de cierta conspiración que te has empeñado en desentrañar a pesar de que alguno de nosotros te advirtió que no lo hicieras. Número dos, tenemos ese extraño incidente con la policía, que no es exactamente lo que más conviene teniendo en cuenta la tensión racial de nuestra comunidad; no obstante, esos son viejos problemas, así que dejémoslos de lado de momento. Número tres —va contando con los dedos—: Has estado faltando a tus clases. Número cuatro…
—A ver, espera un momento —interrumpo desplegando mi habitual falta de tacto ante los matices de la conversación. Como abogado que fui debería saber que antes debo permitirles aclarar los cargos, tomarme tiempo para analizarlos y rebatirlos todos a la vez—. Ya sabes que tenía poderosos motivos para saltarme esas clases.
—Mi padre murió un lunes por la mañana, y yo di clase ese día por la tarde, el siguiente y el otro —replica Stuart fríamente—. Además, tus dificultades familiares explican solo las clases a las que faltaste el trimestre pasado, no las de este, del que ya ha transcurrido más de un mes.
Arnie Rosen me apoya la mano en el brazo antes de que se me ocurra responder precipitadamente.
—Tal, por favor, primero escucha. Nadie de los presentes va a por ti.
Decido morderme la lengua.
—Número cuatro —prosigue Stuart—, tenemos lo que supongo que deberíamos llamar «un pequeño altercado» con Gerald Nathanson, antiguo alumno de esta facultad y destacado miembro de la comunidad. ¿Tienes idea de cuánta gente os oyó? Y, número cinco…
—Un momento —interrumpo olvidando mi anterior decisión. Ya he pasado por esto con una triste y desencajada Kimmer, y no quiero repetirlo—. A ver, si vais a echarme la culpa por esa discusión, debéis saber que…
Stuart no se deja arredrar.
—Nada de lo que estamos hablando tiene que ver con culpas. Estamos hablando de lo que te está ocurriendo a ti, Talcott. Hace meses te dije que necesitábamos al viejo Talcott, vivaracho y optimista de siempre. Pero pasaste por alto mi consejo igual que el resto de mis advertencias. —Hace una pausa—. Y aún no hemos entrado a discutir tus intentos de sabotear la candidatura de Marc Hadley.
—No he tenido nada que ver en eso.
—Número cinco —reanuda Stuart, implacable—, corren rumores por la facultad de que has estado preparando cierto material a favor de un cliente que te paga.
—¡Eso es completamente ridículo! —exclamo, habiéndome olvidado por completo de mi conversación con Arnie Rosen, hace un millón de años.
—Cálmate, Talcott —me dice Lynda con tono acerado—. Stuart solo está expresando la situación desde el punto de vista de la facultad.
Se me ocurre entonces que si mis relaciones con Theo Mountain aún fueran lo buenas que llegaron a ser o si él no tuviera tantos años como tiene, estaría en esta habitación intentando protegerme, ya que siendo uno de los pilares de la facultad nunca habría permitido que maltrataran a su protegido.
—Gerald Nathanson estaba pensando en presentar algún tipo de queja oficial —dice Stuart—, pero lo convencí para que no lo hiciera.
—Me alegro de saberlo —respondo. La cabeza me da vueltas.
—No existe una normativa de la universidad —continúa Stuart con su romo discurso— porque se supone que los profesores de la facultad no van por ahí molestando a destacados ciudadanos.
—Yo no he molestado a nadie —protesto débilmente—. Fue él quien empezó.
—Te comportas como si aún fueras al parvulario. —Stuart mueve la cabeza como si yo no tuviera remedio.
—Lo que estamos diciendo —interviene Arnie Rosen claramente a regañadientes—, es que ha llegado el momento de que la institución se proteja a sí misma.
Tras sus pequeñas gafas de cristales redondos, sus ojos se ven llenos de comprensión. No es la clase de liberal capaz de criticar fácilmente a un negro.
—¿Me estáis…? ¿Me estáis despidiendo? —balbuceo mientras paseo la mirada de un rostro caucásico a otro.
—No —contesta Stuart glacialmente—. Te estamos advirtiendo.
—¿Y eso qué quiere decir exactamente?
Stuart está a punto de contestar, pero Lynda levanta la mano:
—Stuart. Arnie. Por favor, ¿querríais disculparnos un momento?
Arnie pone en marcha inmediatamente su silla de ruedas, y Stuart se incorpora con tal rapidez que estoy convencido de que todo el número estaba preparado por adelantado. Ningún decano, ni siquiera la temible Lynda, habría conseguido que Stuart Land o Arnie Rosen hubieran obedecido con tanta prontitud si no hubiesen querido.
Al cabo de un momento, estamos solos.
—Siempre me has caído bien —empieza diciendo Lynda, lo cual es probablemente mentira porque, según la tradición de los decanos, las palabras no siempre se corresponden con lo que los demás interpretan. Los decanos han de poseer un rasgo para sobrevivir. Han de poder decir a un estudiante o a un activista con la mayor compasión y sinceridad: «Oh, ¿acaso pensaste que lo que te dije suponía una promesa de actuar en un sentido concreto? Solo dije que lo estudiaría, pero como decano mis manos están atadas. En realidad, la decisión corresponde al rector de la universidad». Los buenos decanos no solo dicen estas cosas varias veces al día, sino que conocen el truco para conseguir que los estudiantes, y a veces la propia facultad, crean que está contando la verdad.
—Gracias, Lynda —contesto pacientemente mientras espero a que vaya al grano.
—No te estamos despidiendo, Tal. No podríamos hacerlo ni aunque quisiéramos. Eres profesor titular. Solo los administradores de la facultad pueden prescindir de ti, y por razones fundadas. No creo que las tengamos para revocar tu posición. No por el momento. Pero has de saber que hay gente en el campus y en este edificio que piensan de otro modo. Unos cuantos miembros de la facultad han sugerido que presentes tu dimisión. —Me quedo sentado, muy quieto, repitiéndome las palabras «no por el momento»—. No me gustaría que les dieras más razones para actuar. Si a partir de ahora te comportas… Vamos, no me mires de ese modo, sabes perfectamente a lo que me refiero. Si a partir de ahora te comportas, podremos protegerte. Pero si insistes en seguir peleándote por los pasillos, cancelando clases sin motivo mientras vas en busca de tu conspiración, y especialmente si te metes en otro lío con la policía… Si insistes en cualquiera de esas actitudes, no estoy segura de poder sujetar a los perros, ni siquiera de querer hacerlo. ¿Queda lo bastante claro para ti?
—Sí, pero…
—No quiero escuchar la palabra «pero», Tal. No quiero oírte decir que tienes que pensarlo. Todo lo que quiero es tu promesa, tu palabra más solemne de que se han acabado todas esas insensateces. Quiero que digas que volverás a ser el académico serio y el profesor trabajador que todos conocemos y apreciamos, o que apreciábamos hasta el pasado octubre. En los próximos cinco años no quiero que te pongan ni una multa de tráfico. Eso es lo que quiero.
—Y si no, ¿qué?
Lynda se aparta un mechón de pelo gris de la frente y se encoge de hombros.
—No te atreverías… —susurro.
—¿Que no me atrevería a hacer qué? ¿A librarme de un profesor que va haciendo acusaciones sin sentido, que pone en marcha una campaña de rumores contra un colega, que grita a la gente en los pasillos o que se mete con los alumnos en clase?
Apenas sé cómo responder, y empiezo por la acusación más tonta.
—Yo no me he metido con Avery Knowland.
—Eso depende de cómo se mire. Más exactamente, depende de cómo lo mires tú. Ahora mismo supongo que crees que no importaría demasiado si te dijera que debes marcharte. Crees que tienes una reputación y que siempre podrías entrar en cualquier otra facultad. Pero eso es algo que depende mucho de lo que yo pueda decirle al decano de la facultad que vaya a contratarte. Podría hundirte con una sola palabra, y lo sabes. Y Theo no podría protegerte. Si sigues comportándote como últimamente, dudo que lo intentara siquiera.
Medito de nuevo mi falta de amigos. De repente, mis aliados en la facultad parecen muy pocos. ¿Quién hablaría en mi defensa? ¿Lern Carlyle? No si eso pudiera perjudicar su intachable reputación. ¿Arnie Rosen?, no con el decanato al alcance de la mano. ¿Querida Dana Worth? Sin duda, pero nadie la escucha. ¿Rob Saltpeter? Puede, pero no está entre los que cortan el bacalao. Me imagino a los que tienen reputación e influencia afilando sus cuchillos en sus reuniones. Peter van Dyke, Tish Kirschbaum y naturalmente el estimable Marc Hadley, no hace mucho aún amigo, estarían encantados viéndome desaparecer.
—Lynda —digo por fin—, necesito tiempo.
—Eso se me antoja como otro «pero».
—No me refiero a tiempo para pensar en lo que me has dicho. Lo que has dicho está cargado de sentido. —No soy muy bueno mostrándome obsequioso, pero me esfuerzo—. Quiero recuperar al viejo Talcott Garland, el que le caía bien a todo el mundo según has dicho. Lo necesito de verdad, pero también necesito algo de tiempo para averiguar qué está pasando.
—Eso me parece una vuelta a la teoría de las conspiraciones. —Su voz suena dura y, cuando la voz de un decano suena dura, significa que las presiones son inmensas. Probablemente, Lynda Wyatt está siguiendo un guión escrito por otra persona, lo cual sugiere que parte de lo que ha dicho debe de ser cierto: que está bateando en mi lugar. Puede que la administración de la universidad la esté apretando para que se libre de mí, y que ella los haya convencido para que me den otra oportunidad. En respuesta, la administración le ha impuesto unas condiciones que no se atreve a cambiar. No obstante, si estoy en lo cierto y ha estado luchando por mí, entonces, quizá…
—No estoy buscando conspiraciones en ninguna parte, Lynda. No creo que nadie vaya a por mí. Sin embargo, es un hecho y no una fantasía que el hombre que ha estado haciendo preguntas sobre mi padre está muerto. Es un hecho y no una fantasía que alguien forzó la entrada de nuestra casa de Oak Bluffs. Es un hecho y no una fantasía que fui asaltado en pleno campus por unos tipos que me preguntaron cosas sobre mi padre. Y es un hecho… —Callo de repente. Lynda me observa atentamente. Iba a contarle lo del peón, lo cual la habría convencido sin asomo de duda de que no tengo arreglo.
Lynda suspira.
—Bien, Tal. Ahora te toca a ti escuchar. Es un hecho y no una fantasía que estuviste a punto de que te arrestaran. Por favor, no digas nada. Es un hecho y no una fantasía que alguien de la facultad ha saboteado la candidatura de Marc Hadley y que muchos piensan que has sido tú. Es un hecho y no una fantasía que empujaste y gritaste a Jerry Nathanson en el pasillo anteayer. Es un hecho y no una fantasía que mucha gente de este campus cree que estás perdiendo la chaveta. Es un hecho y no una fantasía que yo crea que…
—Dos semanas —digo de repente.
—¿Cómo dices?
—Dame dos semanas. Dos semanas para ponerlo todo en orden. Si yo…
—No puedo permitir que sigas faltando a tus clases.
—Cumpliré con mis clases. No me saltaré ni una. Te lo prometo, pero debes darme un poco más de tiempo.
—¿Tiempo, para qué?
Respiro hondo y me esfuerzo en mantener la calma. ¿Qué se supone que he de decir? ¿Que la persona que desde fuera está intentando perjudicarme, sea quien sea, es alguien que recibe ayuda de dentro, de alguien de la facultad, de alguien que sabe adónde voy casi antes que yo, alguien con poder para desacreditarme y así reducir la posibilidad de que puedan creerme en el caso de que descubra lo que ando buscando?
—Solo tiempo —contesto en voz baja—. Eso es todo. Cumpliré con mis clases, pero necesito resolver mis asuntos. —Lynda aguarda—. No perjudicaré a la facultad de derecho ni a la universidad. Esta facultad ha sido buena conmigo y, en estos momentos, es todo lo que tengo. —Titubeo. Me gustaría decir más, pero no quiero sacar el tema de mi agonizante matrimonio—. Te he pedido muy pocos favores desde que eres decana, Lynda. Sabes que es cierto. Hay gente que viene a verte todas las semanas quejándose de su sueldo, de sus tareas en los comités o de exceso de clases y trabajo. Yo nunca he hecho nada parecido, ¿no es así?
—No. No lo has hecho. Es cierto. —La sombra de una sonrisa asoma en sus labios.
—Así pues, solo te pido una cosa: que aguantes la presión dos semanas más. Pasado ese plazo, te prometo que o bien me portaré como un buen chico o presentaré la dimisión y os ahorraré un montón de dolores de cabeza.
Mi decana menea la cabeza con aire de tristeza.
—De verdad que no estoy intentando deshacerme de ti, Tal. Te respeto y me caes bien. Sé que no me crees, pero es la verdad. Lo que Stuart dijo de la parcialidad, por ejemplo, sobre ese trabajo para un cliente, yo no lo habría dicho porque me consta que no es tu estilo, y aun suponiendo que lo hubieras hecho no hay forma de demostrarlo. Es ridículo. Además, vivimos en un mundo de imperfecta objetividad. —Sonríe con desgana—. La investigación académica implica argumentación, y argumentar es tomar partido. Si fuéramos a tomarnos en serio tu acusación de parcialidad todos quedaríamos expuestos a una parecida. No obstante…
—No obstante debes pensar en el bien de la facultad —termino por ella.
—Tendrás que disculparte con Jerry Nathanson. Sí. De esa no te libras. Y Cameron Knowland, bendito sea, sigue esperando tu llamada.
Más dolor.
—Llamaré a Jerry. Pero ya he intentado hablar con Knowland, y no quiere ponerse al teléfono.
—Entonces, vuelve a intentarlo —dice imperiosamente. Los profesores no estamos sometidos a las órdenes del decano, no en una facultad tan eminente como la nuestra; pero esta no es una hora como las demás.
—Lo haré. Lo prometo.
Lynda hace aparecer una leve sonrisa. Se levanta, y yo la imito. Nos damos la mano. Ambos sabemos que la reunión ha concluido y que tenemos un trato. Probablemente se ciñe a las condiciones que la universidad le ha impuesto; pero, solo para asegurarse, me repite los términos mientras me acompaña hasta la puerta.
—Dos semanas, Talcott. Nada más.
—Dos semanas —repito.
De vuelta a mi despacho siento que tiemblo de alivio. Al fin y al cabo, podrían haber exigido mi dimisión allí mismo. No obstante, cuando me instalo frente a mi escritorio vuelvo a notar sobre mis hombros todo el peso de la situación. Sigo sin saber en qué consisten las disposiciones de mi padre. O lo que quería decirme con su críptica nota. O cuál de mis colegas está intentando acabar con mi carrera. Ni siquiera sé si en un futuro seguiré teniendo trabajo o… una esposa.
Lo único que sé seguro es que me quedan catorce días para averiguarlo.