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Confrontación

I

No le cuento nada a Kimmer. Aún no. En vez de eso, el jueves por la tarde me voy a ver al reverendo Young. Me escucha pacientemente y con aire preocupado, con las manos entrelazadas sobre su generosa barriga y meneando tristemente la cabeza. Luego, me habla de Daniel en la cueva de los leones y me dice que Dios proveerá. No tiene que preguntarme cómo fue que mis asaltantes se quedaron sin dedos. Chrebet me preguntó con su mecánico tono si yo tenía idea de cómo podía haber ocurrido; pero no esperaba que le respondiera, y no lo hice. Chrebet sabía, igual que Nunzio, igual que el reverendo Young e igual que yo, que la poderosa mano de Jack Ziegler ha llegado hasta Elm Harbor. La voz del teléfono a las dos y cincuenta y un minutos de la madrugada, una voz de la que no he hablado con nadie, ha cumplido su promesa.

Antes de irme del despacho del reverendo, este me recuerda que no debo alegrarme del mal ajeno. Le aseguro que lo ocurrido a mis atacantes no me produce ninguna alegría, pero Morris Young me aclara que no se refería a ellos. Mientras trato de interpretarlo, me aconseja que haga lo posible por mejorar mis relaciones con la gente de la que me siento distante. No sin cierta incomodidad, le digo que lo intentaré. Esa misma tarde, me encuentro con Dahlia Hadley en la guardería y le digo lo mucho que lamento el escándalo que ha afectado a Marc, pero ella adopta una actitud glacial y se niega a dirigirme la palabra. A pesar de todo, mi necesidad de enmienda se convierte en un impulso incontrolado, quizá porque creo que de ese modo podré exorcizar mis demonios. Así de loco se vuelve uno cuando percibe el abrasador aliento de Jack Ziegler.

El viernes por la mañana busco a Stuart Land y me disculpo por haberlo acusado de intentar sabotear la candidatura de Marc; pero él me asegura que, puesto que no era culpable, no se había sentido afectado. Además, es lo bastante caballero para comunicarme que Marc aún no se ha retirado oficialmente. Cuando le pregunto por qué no, Stuart me mira fríamente y contesta: «Seguramente porque piensa que hay más posibilidades que nunca de que tú te cargues las de tu esposa». Estupefacto, salgo de su vasto despacho, absolutamente decidido a portarme bien. Tras el almuerzo, me decido por fin a ponerme en contacto con el estimable Cameron Knowland, cuyo hijo no ha vuelto a abrir la boca tras nuestro pequeño rifirrafe; pero, cuando llamo a la pequeña sociedad de inversiones que Cameron dirige en Los Ángeles, se niega a ponerse al teléfono. Mejor dicho, su secretaria particular, una vez he conseguido abrirme paso hasta ella, me dice que el señor Knowland no ha oído hablar de mí.

Tras comentárselo a Rob Saltpeter durante nuestro partido de baloncesto el lunes por la mañana, me dice que Cameron Knowland está jugando al gato y al ratón conmigo; sin embargo, eso ya me lo había imaginado por mi cuenta. Jugamos uno contra uno, y Rob me da una soberana paliza dos veces seguidas, pero solo porque es más alto y más rápido que yo, o quizá porque sus reflejos y coordinación son mejores que los míos.

Estamos a viernes, y sigo con mis cambios de humor. Me porto bien, pero mi autocontrol es quebradizo. Cualquier pequeño golpe basta para partirlo en dos. Intento rezar, pero no puedo concentrarme. Me siento en mi despacho, incapaz de trabajar, furioso con mi padre, preguntándome qué habría ocurrido si me hubiera negado a hablar con Jack Ziegler en el cementerio. Probablemente habría encontrado igualmente la nota de mi padre, estaría preguntándome igualmente quién es el novio de Angela y los muertos seguirían estando muertos. Por lo tanto resulta inútil especular.

«Los muertos seguirían estando muertos».

Mi humor mejora. Me viene a la memoria una idea que se me ocurrió durante la cena en casa de Shirley Branch. La descarté entonces; pero en estos momentos estoy desesperado, y puede que nos ofrezca, a mi familia y a mí, un modo de salir de este embrollo. Los muertos. El cementerio. Puede que sí, solo es una posibilidad. Ignoro si funcionará, pero no haré ningún mal preparándolo por si llega el caso de que decida intentarlo. Para empezar, llamo a Karl, a su tienda de libros antiguos, para hacerle una pregunta sobre el Doble Excelsior. Se muestra paciente aunque no amistoso y me da las gracias por haberle devuelto el libro. Como consecuencia de su respuesta, decido proseguir con mis planes. Pero voy a necesitar ayuda. Por la tarde, tras mi clase de derecho administrativo, me escabullo hasta el primer piso en busca de Dana Worth, pero la nota que hay en su puerta me dice que se halla en la sala de lectura de la facultad. Siempre deja notas porque siempre quiere que la puedan encontrar. Hablar con la gente parece su pasatiempo favorito. Y así es como cometo un gran error: en mi impaciencia por encontrar a Dana, me meto en la biblioteca que normalmente evito. Y todo se va al garete.

II

La mayoría de los profesores se queda en sus despachos y llama al encargado de la biblioteca para que le mande los libros que necesita o incluso hace llamar a sus secretarias. Pero a mí, de vez en cuando, me gusta ir personalmente para empaparme del ambiente del lugar. Al menos, me gustaba antes de que me llegaran los primeros indicios de que Kimmer tenía una aventura con Jerry Nathanson. A las cinco menos diez, saco mi llave de la facultad para abrir la puerta lateral de la biblioteca de derecho, en el segundo piso, lejos del barullo de los alumnos. La llave me da acceso a la parte trasera de la sala de periódicos, dos docenas de hileras de estanterías paralelas, de acero gris, llenas de sobadas revistas de derecho cuidadosamente ordenadas. Dudando si seguir adelante, busco una oportunidad para retirarme. Si voy a continuar necesitaré ayuda urgentemente, y creo que Dana es la única que puede estar lo bastante chiflada para prestármela. Rob Saltpeter es demasiado recto, y Lern Carlyle demasiado diplomático. He considerado la posibilidad de pedir la colaboración de algún alumno, pero la he descartado. O Dana o nadie. Mientras camino con paso inseguro por la sala de periódicos oigo que se acercan algunos estudiantes y disimulo mis intenciones, ya que, aunque nunca dudaría en entrar solo en el despacho de Dana, no me gusta la idea de que puedan verme yendo tras ella por la biblioteca. Sin embargo, mi urgencia es lo bastante poderosa para necesitar una respuesta inmediata. De lo contrario me volveré loco. Cojo al azar un tomo de la Columbia Law Review y lo hojeo como si buscara algún antiguo tesoro. Luego, camino llevándolo como camuflaje bajo el brazo, me detengo ante la máquina que hace fotocopias borrosas, hago acopio de valor y entro en la sala de lectura principal evitando deliberadamente mirar la pared donde aún cuelga el retrato de mi padre vestido con la toga. Si se examina la pintura con detenimiento es posible descubrir el tosco trabajo de restauración que oculta los insultos con los que alguien ensució el lienzo durante las vistas. «Tío Tom» era el más suave de todos y aparecía al lado de otros comentarios sobre los ancestros del juez, obra de algún comentarista político demasiado modesto para firmar su trabajo.

Nunca lo examino con detenimiento.

Mientras cruzo la vasta sala, algunos alumnos audaces me saludan con un «hola», pero en su mayoría son demasiado inteligentes: leen en los rostros de sus profesores y saben cuándo pueden interrumpir o cuándo es mejor que se contengan. Dejo atrás un grupo de estudiantes negros y una manada de blancos. Saludo con la mano a Shirley Branch, que está de pie al lado de una fila de ordenadores, gesticulando frenéticamente para subrayar alguna argumentación a Matt Groffe, su colega no numerario y su compinche ideológico. Descubro a Avery Knowland inclinado sobre un archivador; pero, por suerte, mi camino no me lleva en su dirección. Me pregunto si su padre estará realmente tan furioso. Quizá Cameron Knowland y el trofeo de su mujer decidan retirarnos los tres millones de dólares y así podamos quedarnos con esta vieja y espléndida biblioteca que disfrutamos actualmente. La decana quiere que tengamos un edificio a la altura del siglo XXI, pero opino que las bibliotecas deberían permanecer fuertemente enraizadas en el XIX, cuando la estabilidad de la palabra impresa, no el efímero cable óptico, era el medio de transmitir la información a larga distancia. Adoro esta sala. Algunas de las mesas a las que se sientan los estudiantes tienen más de cien años. El techo alcanza una altura de tres pisos, pero los candelabros de latón han quedado reducidos a meros elementos decorativos: espantosas hileras de fluorescentes proporcionan la luz junto con el sol, que penetra por las ventanas del triforio situado muy por encima de las estanterías barrocamente talladas de los libros de derecho. Para aquellos con la paciencia suficiente para seguirlas, cada vitral de cristal emplomado añade una escena a la historia que comienza justo encima de la entrada principal, sigue por las cuatro paredes principales y termina en el mismo sitio donde empezó: un crimen violento, un testigo señalando a un oficial de policía, la detención del sospechoso, el juicio, el jurado deliberando, la sentencia, el castigo, un nuevo abogado, la apelación, la libertad y, al final, vuelta a la misma vida criminal, al círculo interminable y pesimista que me llevaba de cabeza en mis días de estudiante.

Sonrío a la bibliotecaria mientras rodeo su amplia mesa. No me devuelve la sonrisa: está hablando por teléfono y, si los rumores son ciertos, haciendo alguna apuesta. Al otro lado se halla la sala de lectura de la facultad, tal como pomposamente se conoce a mi lugar de destino. Me dispongo a entrar con mi llave cuando, justo en ese instante, la doble puerta de cristal mate se abre y Lemaster Carlyle y Dana Worth salen paseando y riendo juntos. A juzgar por la risa de Lern, a causa de alguna ocurrencia de Dana.

—Hola, Tal —dice Lern tranquilamente con su pulcro aspecto de siempre, luciendo una chaqueta deportiva gris y una corbata roja de Harvard.

—Lern.

—Misha, cielo —murmura Querida Dana, y debo hacer un esfuerzo para no llamarla así en público. Ella también tiene buen aspecto con su traje oscuro.

—Dana, ¿tienes un minuto?

—Eso depende de lo que pienses votar en el caso de Bonnie Ziffren. —Dana sonríe al mencionar una de las infinitas candidatas recomendadas por el comité de admisiones con el que, por una razón u otra, siempre está en desacuerdo—. Ya sé que Marc opina que se trata de la próxima Catherine McKinnon; pero en mi opinión no es más que un diamante en bruto y, además, falso.

—No deberías hablar en público de los potenciales nombramientos de la facultad —le recuerda benévolo Lem, que sigue evitando mi mirada—. La regla universal establece que los asuntos relativos al personal son confidenciales.

—Entonces, pasa a mi salón —me dice Dana señalando la SLF.

—No, gracias —contesta Lemaster que, de hecho, acaba de recordar que debe marcharse corriendo porque tiene una cena con cierto potentado del American Law Institute que está de visita.

Uno siempre puede contar con la política de la facultad para ver desaparecer a Lemaster Carlyle. A pesar de que nunca la ha vivido, Lem adora y añora la época dorada de la facultad, cuando los profesores se llevaban bien unos con otros; y eso a pesar de que quienes la vivieron, como Theo Mountain y Amy Hefferman, la recuerdan de otro modo. Carlyle se despide apresuradamente y sin mirarme a los ojos.

¿Qué le pasa? ¿Es el amante de Kimmer? ¿Fue él quien hizo que me entregaran el peón? Me froto las sienes, furioso, no contra él sino contra el juez.

Dana Worth se percata de mi estado de ánimo y apoya amablemente la mano en mi brazo. Espera a que Lem no pueda oírnos y entonces me pregunta en voz baja qué es lo que deseo.

—Mejor que lo hablemos en privado —le digo preguntándome todavía qué puede ir mal con Lemaster y si tiene que ver con… En fin, con lo que sea.

—Pasa al salón —bromea de nuevo.

Titubeo. No quiero que me vean escabulléndome en la SLF con una mujer, especialmente si es blanca, por mucho que no le interesen los hombres. Pero mis vacilaciones lo estropean todo porque, justo en ese momento, Dana sonríe mirando por encima de mi hombro y da la bienvenida a un recién llegado cuyas palabras resuenan a mi espalda como una ráfaga de ametralladora.

—Tal, creo que tenemos que hablar.

Me doy la vuelta y me encuentro cara a cara con el irritado rostro de Gerald Nathanson.

III

—Hola, Jerry —digo en voz baja.

—Tenemos que hablar, Tal —repite.

Jerry Nathanson, probablemente el abogado más importante de la ciudad, fue compañero de Kimmer y mío en la facultad y allí se casó con la misma poco atractiva mujer que en la actualidad sigue siendo su esposa. Debe de medir un metro ochenta y acusa cierto sobrepeso, aunque su ligera papada no llega a estropear su juvenil atractivo estilo años cincuenta. Sus rasgos son simples, regulares y un poco blandos. Tiene el cabello oscuro y rizado, y su coronilla empieza a mostrar una incipiente calvicie. Con su traje gris claro y corbata azul oscuro resulta una figura impresionante. Mantiene los brazos cruzados sobre el pecho, como si esperara una disculpa.

—No creo que tengamos nada de qué hablar —le contesto, olvidando todo lo que Morris Young me ha enseñado. En estos momentos me siento como cualquiera de los chicos a los que intenta ayudar, haciéndome el machote solo por hacérmelo.

—Misha, ya nos veremos —se despide Dana, ya no tan sonriente—. Llámame.

—Dana, espera.

—Deja que se vaya —me ordena Jerry—. Tenemos que hablar a solas.

Lo miro de arriba abajo y paso el tomo de la Columbia Law Review a mi mano izquierda, puede que para tener libre la derecha. Luego, me obligo a tranquilizarme y hago un gesto negativo con la cabeza.

—No, Jerry. Ahora no puedo. Estoy ocupado. —Le muestro el volumen—. Puede que en otro momento.

Intento hacerme a un lado, pero me coge por el brazo.

—No se te ocurra marcharte.

Mi furia está a punto de desbordarse.

—Suéltame el brazo, por favor —siseo sin darme la vuelta. Soy consciente de que un grupo de estudiantes se dan codazos al tiempo que nos señalan, lo cual significa que no tardará en formarse una multitud.

—Solo quiero que hablemos —murmura Jerry, que también se ha dado cuenta de que llamamos la atención.

—No sé de cuántas maneras distintas debo decirte que no quiero hablar contigo.

—No montes una escena, Talcott.

—¿Tú me dices que no monte una escena? ¿A mí? —Lo miro fijamente preguntándome si debería soltarle un puñetazo. Seguramente debe de existir en alguna parte un manual de comportamiento de maridos cornudos para el caso de que se topen con el sujeto que constituye la atracción de sus esposas.

—Cálmate, Talcott.

—¡No me digas que me calme! —Estoy a punto de añadir algo más, pero me contengo porque su aire de guaperas de los años cincuenta no denota irritación sino desconcierto.

—Tengo que marcharme —le digo, pasando a su lado y encaminándome hacia la salida.

Oigo que me sigue y me pongo a caminar más deprisa. En ese momento, la mitad de los estudiantes de la facultad y algún que otro colega parecen estar mirándonos. Sin embargo, lo único que puedo hacer es salir lo antes posible de este lugar. Ya me preocuparé por el resto después.

Jerry me alcanza justo fuera de las dobles puertas que forman la entrada principal de la biblioteca.

—¿Qué pasa contigo, Talcott? Solo quería que habláramos.

Estoy harto de tanto autocontrol, y me encaro con él envuelto en un rojo velo de furia.

—¡Qué, Jerry! ¡Qué es exactamente lo que quieres!

—¿Aquí? ¿Quieres que hablemos aquí?

—Por qué no. Me has estado persiguiendo por toda la facultad.

Se yergue.

—Muy bien. Para empezar, quería felicitarte por adelantado por lo de tu mujer. Me dijo… —Mira a su alrededor; pero, estando fuera de la biblioteca, los pocos estudiantes que nos rodean fingen no escucharnos—. Me dijo lo del profesor Hadley.

¿En la cama? ¿En el sofá de tu despacho? A pesar de la promesa que le hice al reverendo Young, estando frente a Jerry Nathanson, soy incapaz de deshacerme de mi furia o de mi angustia.

—El profesor Hadley todavía no ha retirado su candidatura —le espeto.

—Vaya. No lo sabía.

De algún modo hemos reanudado la marcha y caminamos por el pasillo débilmente iluminado que conduce a mi despacho. Ningún estudiante se ha atrevido a seguirnos, pero algunas oficinas están abiertas y aún se nos puede oír.

—Pues así es —mascullo—. Según parece, el profesor Hadley cree que puede explicarlo todo, que solo se trata de un malentendido.

—Ya veo. —Jerry habla en voz baja y suena dubitativo. Al llegar a la puerta de mi despacho intenta una sonrisa—. En fin, estoy seguro de que tu mujer conseguirá el puesto.

Entonces, me sale de dentro:

—Mi esposa. Mi esposa. ¡Sí, mi esposa!

Jerry ladea la cabeza y me contempla con extrañeza.

—Sí. Tu esposa.

—Quiero que te alejes de ella.

—¿Que me aleje de ella? ¡Pero si trabajamos juntos!

—Sabes perfectamente a lo que me refiero, Jerry. No quieras tomarme el pelo.

—No sé de qué hablas, Talcott. Me parece… Me parece completamente ridículo. —El desconcierto de Jerry parece tan sincero que estoy convencido de que está fingiendo—. No sé cómo se te ha podido ocurrir que… Me refiero a que… ¿Kimberly y yo? ¿Qué te ha hecho pensar algo así?

—Puede que el hecho de que sea cierto.

—Pero si no lo es. Por favor, ni lo imagines siquiera. —Se pasa las manos por la cara—. Tu mujer, Kimberly, me dijo hace unos meses que… que tenía la impresión de que tú creías que había algo entre ella y yo. Pensé que estaba bromeando. Por favor, Talcott, créeme. —Sus ojos muestran sinceridad. Por segunda vez me pone la mano en el brazo sin que yo se lo haya pedido—. Soy un hombre felizmente casado. Mi relación con tu mujer es estrictamente profesional, nunca ha sido nada más que profesional y nunca será otra cosa que profesional. —Hace una pausa para dejar que sus palabras surtan efecto—. Tu mujer es la mejor abogada del bufete, la mejor abogada de la ciudad y la mejor abogada de esta parte del estado. Puede que… Puede que le exija demasiado y la mantenga demasiado tiempo lejos del hogar; pero, por favor, Talcott, créeme cuando te digo que es únicamente el trabajo lo que la mantiene fuera de casa.

—No sé por qué debería creerte —bufo. Sin embargo ya no piso terreno tan firme, y ambos lo sabemos. He disparado toda mi munición, y ha resultado que mi pólvora estaba mojada. Quizá debería apuntar mi artillería al juez o a Jack Ziegler.

Jerry Nathanson da un paso atrás. Su nerviosismo se ha esfumado. Es un buen abogado y sabe que tiene ventaja. Cuando vuelve a hablar, su tono es frío.

—Tu mujer también me contó que te estabas comportando de modo que ella calificó de «irracional». Yo le dije que no le diera importancia, pero tengo la impresión de que estaba en lo cierto, como de costumbre.

—Que te dijo ¿qué?

—Que tu actitud estaba empezando a asustarla.

Esto es demasiado. Doy un paso adelante. Solo me falta agarrarlo por las solapas de su traje hecho a medida.

—No quiero que hables de mí con mi mujer. —Hasta que lo he dicho, no me doy cuenta de lo absurdo que suena—. No quiero que discutas de nada con mi mujer.

—Pues mira, tengo noticias para ti, Talcott —dice señalándome con el dedo. Su irritación es genuina—. Necesitas ayuda médica con urgencia. Quizá un buen psiquiatra.

¡Qué imbécil es la gente! Le aparto el dedo de un manotazo y le contesto con algo igualmente constructivo.

—Si no te mantienes alejado de mi esposa, Jerry, el que va a necesitar ayuda médica de verdad vas a ser tú.

Se pone colorado.

—Eso es una amenaza, Talcott. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Es justo lo que Kimmer me contaba.

—Tienes una cara de cemento armado, Jerry.

—¿Ah, sí? —Me pone el dedo encima—. ¿Y qué piensas hacer al respecto?

—No quieras saberlo. Limítate a mantenerte alejado de mi mujer —gruño.

Él se echa a reír. Si no fuéramos un par de intelectuales en una ciudad de gente bien, seguramente la habríamos emprendido a golpes. Siendo lo que somos, nos contentamos con empujarnos. Seguramente yo empujo un poco más fuerte. A pesar de que me doy cuenta de que estamos atrayendo un público nuevo, no puedo contenerme. El mundo es completamente rojo a mi alrededor.

—Estás chiflado, Talcott. —Jerry recobra la compostura con esfuerzo, y da un paso atrás respirando pesadamente—. Ve a que te ayuden.

Cuando Jerry se marcha, todo el Oldie me está mirando.