El seductor
I
Una de las esperanzas del juez era morirse antes que Richard Nixon. De ese modo, razonaba mi padre, el presidente se vería obligado a asistir al funeral e incluso puede que a pronunciar unas palabras. Podría decirse que el presidente Nixon ayudó a crear la figura de mi padre cuando lo descubrió como desconocido juez de perfil moderadamente conservador, al invitarlo con frecuencia a la Casa Blanca y finalmente seleccionarlo para el Tribunal de Apelaciones de Estados Unidos donde, una década más tarde, Ronald Reagan lo redescubrió y estuvo a punto de lograr en el Tribunal Supremo lo que los periódicos de la época llamaron la «doble diversidad»: Reagan, que luchaba contra su imagen de feroz salvador de los blancos de la nación, se disponía a designar al juez y, de un solo golpe, doblar el número de jueces negros convirtiéndose de ese modo en el primer presidente que nombraba a dos jueces que no eran a la vez varones y blancos. El intento de Reagan de hacer historia fracasó, y mi padre, que como mucha gente de éxito nunca fue capaz de separar los principios de la ambición, se negó a perdonarle el pecado de que hubiera dejado de apoyar su candidatura.
Pero su actitud hacia Nixon fue distinta. El juez le devolvió el favor y, veinticinco años después de la que fue la primera dimisión presidencial de nuestra historia, seguía insistiendo en que lo que apartó a Nixon del Despacho Oval fue un complot de los liberales y no la venalidad del personaje. El juez veía en la caída de Nixon un notable paralelismo con la suya y disfrutaba señalando los puntos de coincidencia ante los expectantes auditorios de sus conferencias: dos inteligentes y serios conservadores, uno blanco y otro negro, que justo cuando se disponían a hacer historia habían visto cómo sus respectivas carreras eran destrozadas por las implacables fuerzas de la izquierda. O algo parecido. Esa memez de discurso se lo escuché en un par de ocasiones y en ambas me revolvió las tripas, aunque no por razones ideológicas o por su evidente falseamiento de la realidad, sino por la grotesca dosis de autocompasión impropia de un Garland.
Desgraciadamente, mi padre no vio cumplido su sueño: fue él quien asistió al funeral de Nixon y no al revés. El juez tomó el avión hasta California con la esperanza —basada no sé en qué— de que lo invitaran a pronunciar un discurso de alabanza en memoria de su mentor. Los que siguieron los funerales por televisión saben que no ocurrió así. El rostro de mi padre ni apareció: lo relegaron a las filas del fondo, entre un montón de ex vicesemisecretarios de extintos departamentos gubernamentales, algunos de ellos condenados por los tribunales. Molesto ante aquel nuevo desengaño, mi padre se apresuró a volver a casa, sin duda mientras se preguntaba qué personajes importantes asistirían a su funeral.
En efecto, ¿qué personajes?
Sopeso la morbosa pregunta de mi padre mientras aferró la mano de mi bella esposa y sigo el féretro por el pasillo principal de la iglesia de Trinity and St. Michael, una sobria y granítica monstruosidad, justo al lado del Chevy Chase Circle, donde en un mes de diciembre como este, hace nueve años y ante el asombro general de nuestras familias y amigos, nos casamos Kimmer y yo. La mayoría de ellos, debo añadir, aún está más asombrada de que sigamos estándolo, dado que nuestra tumultuosa relación ha estado marcada por numerosos falsos comienzos.
En efecto, ¿qué personajes?
Nosotros, los hijos, seguimos el ataúd. Addison, cuyo chirriante panegírico de hace unos minutos estuvo impregnado de la misma empalagosa religiosidad de sus programas radiofónicos, tiene a su lado, en claro desafío a la etiqueta, a su novia del momento. Mariah va por delante de mí, con Howard, su marido, adorándola a su lado, y un puñado de hijos siguiéndola de cerca mientras el resto se ha quedado en Shepard Street con la canguro o quizá merodean por la iglesia, trepando por donde no deberían. Entonces, recordando que Mariah y su prole son mi familia, desvío mis pensamientos del inesperado y cruel sendero que han tomado y recuerdo que, tal como ya he dicho, el juez siempre nos decía que evitáramos las ocurrencias inadecuadas.
En efecto, ¿qué personajes?, es lo que me pregunto mientras contengo la tos a causa de la asfixiante nube de incienso que todavía forma parte del ritual de las iglesias episcopalianas y que ya casi he olvidado. En efecto, ¿qué personajes? Sospecho que la respuesta habría sido otra decepción para mi padre, siempre tan pendiente del «quién es quién», ya que no ha aparecido nadie, nadie de los que habrían importado al juez. Ninguno de los destacados liberales que lo adoraban cuando era joven; ninguno de los destacados conservadores que lo adoraban cuando se hizo mayor. Solo familiares, algunos amigos de toda la vida, unos cuantos de sus socios de despacho y un puñado de nerviosos periodistas, demasiado jóvenes en su mayoría para saber por qué el nombre de mi padre resulta conocido, y unos pocos que recordándolo han acudido a comprobar con sus propios ojos que el monstruo se ha marchado finalmente para siempre. Mallory Corcoran está ahí, naturalmente, encabezando un pelotón de abogados de la firma; y también ha venido la discreta secretaria del juez, la señorita Rose, que lo ha acompañado desde sus días en el estrado. Como resulta obvio, la Gold Coast ha enviado una nutrida representación, en su mayoría hombres de piel amarilla de la generación de mi padre, con sus caros trajes, que no dejan de mirar ansiosamente sus Rolex, probablemente para asegurarse de que el funeral concluirá antes de que comiencen sus partidos de golf. Están presentes algunos de los magistrados que trabajaron con mi padre, incluyendo para mi sorpresa uno que llegó hasta el Tribunal Supremo y que se ha sentado en las filas del fondo, como si le preocupara que lo vieran. Alrededor de una docena de los auxiliares judiciales de mi padre está desperdigada por la iglesia, en su mayoría con aspecto más avergonzado que triste. No obstante, les estoy agradecido por su lealtad. Veo a mis amigos, Dana Worth y Eddie Dozier, que estuvieron casados en la época en que Dana creía que le interesaban los hombres, remilgadamente sentados a varias filas de distancia el uno del otro, tal como corresponde a unos enemistados divorciados. El rostro de Eddie muestra unos rasgos duros, casi desafiantes, pero la habitualmente áspera Dana parece llorosa. Los tres nos hemos distanciado desde que su matrimonio se derrumbó. Se habían conocido cuando los dos trabajaban como auxiliares judiciales a las órdenes de mi padre, a principios de los ochenta, y fueron el primer matrimonio —y el único, creo— que fue contratado para dar clase en la facultad de derecho. Para empezar, Dana, pequeña y blanca, y Eddie, corpulento y negro, formaban una extraña pareja. Inadecuadamente desafiantes en sus actitudes políticas, ninguno de los dos logró dominar el delicado arte académico de decirle a la cara de la gente algo distinto de lo que realmente pensaban.
Solo, en uno de los rincones, veo con sorpresa que está sentado uno de los auxiliares judiciales de mi padre que yo habría jurado que figuraría ente los ausentes: Greg Haramoto, el recto aunque tímido joven cuyo reticente testimonio hizo tanto como cualquier otro grupo de presión para hundir la candidatura de mi padre al Tribunal Supremo. Greg fue un testigo sorpresa, al menos una sorpresa para el juez, y no dejó de repetir durante las cuatro apasionantes horas que duró su declaración ante las cámaras de televisión que no tenía el más mínimo deseo de hallarse donde se hallaba. No obstante, crucificó a mi padre. Sentado en la sala de audiencias, visiblemente incómodo y parpadeando a menudo tras sus gruesas gafas, Greg les contó a los senadores que Jack Ziegler solía llamar con tanta frecuencia al despacho de mi padre a deshoras que llegó a reconocer su familiar voz. Declaró que Jack Ziegler y mi padre se reunían para almorzar. Declaró que Jack Ziegler incluso se pasó, al menos una vez, por el tribunal, tarde por la noche. Declaró que el juez le hizo jurar que guardaría silencio. Declaró un montón de cosas, y mi padre negó algunas con escasa convicción y otras las admitió a regañadientes. Los registros de seguridad del tribunal federal, que es donde los guardias dejan constancia de todos los que entran y salen, contribuyeron grandemente a refrescar la memoria del juez.
Tras las sesiones, Greg se convirtió en un nómada dentro de la profesión. Abandonó su puesto en el consejo general de la Comisión Federal de Comunicaciones y, a pesar de sus excelentes antecedentes en Berkeley, ningún bufete lo quiso porque ninguno estaba seguro de que el hombre que había delatado a su superior ante la televisión fuera capaz de guardar los secretos de sus clientes menos presentables; ninguna compañía quiso contratarlo porque la mayoría de sus altos ejecutivos estaba de parte de mi padre; y a ninguna facultad de derecho le interesó porque Greg estaba demasiado afectado para entregarse a la docencia. Intentó ejercer como abogado defensor para así enterrar su propio dolor bajo el dolor mucho mayor de aquellos a quien la vida en lo más bajo ha despojado de cualquier atisbo de moralidad; sin embargo, nunca fue capaz de poner el alma en ello, sus clientes se resintieron y su jefe le sugirió que buscase otra cosa. Greg Haramoto, que en alguna ocasión se había visto en la cumbre de la profesión, de repente se encontró con dificultades para encontrar empleo. Lo último que supe de él fue que trabajaba en el negocio de importación-exportación de su familia, en Los Angeles: un paso atrás que, según Mariah, le va como anillo al dedo. A pesar de todo, ahí está Greg, con la recta mirada llena de lágrimas, rezando junto al resto de nosotros, despidiéndose del hombre en cuyo hundimiento colaboró. En su testimonio no dejó de insistir en que su admiración por mi padre nunca había flaqueado; pero, claro, resulta tan fácil destruir aquello que amamos…
Mis ojos siguen vagando, y descubro a otro colega de la facultad de derecho, al pesado Lemaster Carlyle, nacido en Barbados, que lleva en la facultad solo dos años más que yo pero que ya goza de una reputación muy superior a la mía. Lern es una pequeña centella de hombre cuyos bien cortados trajes ocultan una buena musculatura física y cuyo florido lenguaje encubre una buena musculatura mental. Apenas se puede decir que seamos amigos, y él no conocía al juez de nada, así que, dado que es de los que creen que la raza es un místico entramado que teje poderosos vínculos, deduzco que su presencia obedece a un acto de solidaridad. Durante la batalla por la designación de mi padre, y a pesar de sus conocidas actitudes liberales, Lern se puso abiertamente de parte del juez: «Dos negros en el Tribunal Supremo son mejores que uno», fue su sospechoso eslogan. Aunque Lern no es un hombre simpático, yo lo admiraba por sus convicciones mucho antes de conocerlo.
Dana, Lemaster y yo somos los únicos representantes de la facultad de derecho que mi padre tanto quería (Eddie se marchó a la de Texas tras su divorcio). La decana Lynda ha sido lo bastante detallista para haber enviado una enorme corona fúnebre. Y, para mi sorpresa, hasta los estudiantes han mandado flores, dos ramos distintos y separados: uno, de los estudiantes negros; otro, de los blancos. Sin embargo, las flores no son personas. Incluso añadiendo a los compañeros de timba de mi padre, periodistas, gacetilleros, distintos miembros de la familia de Kimmer y varios de los «infinitos primos» (los años y la distancia han mermado sus filas, pero ahí están, murmurando en los bancos del fondo) no creo que haya más de doscientas personas en una iglesia capaz de dar cabida al triple. Y Jack Ziegler, fuera lo que fuera de lo que hablara cuando se refirió a las disposiciones, no está entre ellas.
II
En la familia no nos gusta hablar de Jack Ziegler. Ya no. Fue compañero de habitación de mi padre en la universidad y padrino de Abby; pero, durante los últimos diez años de su vida, el juez no podía ni oír mencionar el nombre de su viejo amigo. De hecho, la opinión de que mi padre perdió toda posibilidad de alcanzar el Tribunal Supremo porque prefirió hacer honor a su vieja amistad se ha convertido en un artículo de fe. O, más precisamente, porque almorzó con Jack Ziegler. En dos ocasiones. Ese fue el resumen de la declaración de Greg Haramoto: que mi padre y un viejo amigo se reunieron para comer y que, más tarde, al viejo amigo le dieron un paseo por el tribunal. Puede que charlaran por teléfono alguna vez. Vale, no hay nada de malo en ello. Sin duda así es como presentaban el caso los partidarios de la candidatura de mi padre al Tribunal Supremo, siempre encabezados por Mariah, allá por 1986, cuando los liberales demócratas del Senado estaban demasiado impresionados por los méritos y el color de su piel para oponer alguna objeción de verdad. Al menos hasta que la historia de aquellas comidas salió a la luz. Eso y los antecedentes de su compañero de mesa. La prensa se entregó inmediatamente a uno de sus raptos condenatorios. Jack Ziegler, un antiguo empleado de la CIA caído en desgracia, había conseguido de algún modo que lo relacionaran con la mitad de los escándalos políticos ocurridos desde mediados del siglo XX. Al menos, así lo parecía con frecuencia. Fue testigo de un caso secundario pero bastante embarazoso antes de que se creara el Comité Watergate de Sam Ervin; su nombre apareció citado de manera poco halagadora en un apéndice del informe de la Iglesia acerca de las maldades de la CIA; y un par de libros lo han relacionado con el escándalo Irán-Contra, aunque en aquella época hacía tiempo que había salido de la Agencia. Se dice que incluso la Comisión Warren le tomó declaración a puerta cerrada dado que, en su condición de agente sobre el terreno, había sido el autor de un informe redactado en Ciudad de México sobre las particulares actividades de un tal Lee Harvey Oswald. Sin embargo, Jack Ziegler permaneció la mayor parte del tiempo en la sombra, hasta que la catástrofe de la designación de mi padre como candidato al Tribunal Supremo lo hizo famoso. Aun así, aunque los carroñeros de la prensa que indagaron en sus relaciones con el juez solo fueron capaces de hallar una o dos siniestras acusaciones, y aparte del par de almuerzos, nunca pudieron demostrar nada contra mi padre. Esa fue la posición de mi hermana. Y la posición del Wall Street Journal. Y durante un tiempo, también la mía. (Addison, incapaz de hallar un modo de sacar dinero del contratiempo, guardó celosamente sus cartas). Sin embargo, el diario afluir de nuevos testimonios demostró ser demasiado. A los pocos días de la declaración de Greg Haramoto aparecieron los registros de seguridad, y hasta los más fervientes defensores de mi padre en el Senado se escondieron en busca de refugio. Unos cuantos amigos lo animaron para que se defendiera, pero el juez, jugador de equipo hasta el final, le pidió deportivamente a la Casa Blanca que retirase su candidatura. Para su disgusto, el presidente Reagan no se molestó en disuadirle. Y así, el asiento del tribunal por el que mi padre había pasado media vida maniobrando fue a parar a manos de un desconocido juez federal y antiguo profesor de derecho llamado Antonin Scaglia, quien recibió, ante el alivio general, una aprobación unánime. «Nino Scaglia está haciendo una magnífica labor», decía alegremente mi padre a los «virtuosos» que asistían a sus conferencias. Una observación que, como otras muchas de mi padre, a mí me provocaba un respingo, especialmente porque siempre que lo decía —y lo hacía a menudo— me veía obligado a soportar los dardos de mis colegas liberales encabezados por Theo Mountain quien, incapaz de herir a mi padre, la emprendía en cambio con el hijo.
Todo eso, sin embargo, ocurrió después. En su momento, la caída de mi padre pareció imposible dado lo alto que había llegado gracias a su brillante intelecto y lo adecuado de sus maniobras. «¡No ha hecho nada!», solía chillar Mariah durante las conversaciones nocturnas por teléfono que marcaron durante aquel momento de crisis una tregua en nuestra guerra particular.
«No se trata de lo que ha hecho —le contestaba yo con paciencia, intentando aclarar a su oído lego y partidista que el deber de un juez consiste en evitar el más mínimo indicio de incorrección. Aunque, dado el tipo de personajes que han conseguido aferrarse a sus cargos federales, ni yo acababa de creerlo—. Se trata de que lo ha ocultado».
«Eso es ridículo —replicaba ella, que en esos días aún era incapaz de dar a su voz ese áspero tono de rechazo tan característico del cada vez más vulgar discurso nacional—. Iban a por él de todos modos, y tú lo sabes». Como si el hecho de tener enemigos fuera una patente de corso. O como si el hecho de que Jack Ziegler estuviera a punto de ser juzgado por una asombrosa cantidad de delitos en el mismo momento en que la prensa sacaba a la luz lo que llamaron «los almuerzos secretos» fuera una trivialidad. O como si el hecho de que mi padre siguiera manteniendo el contacto con su antiguo camarada de cuarto cuando este se había convertido en prófugo de la justicia no tuviera nada que ver. Al fin y al cabo, el tío Jack fue finalmente absuelto de todos los cargos y, si se había convertido en fugitivo, lo había sido solo de la justicia de los liberales que lo odiaban por su, puede que en exceso, entusiasta prosecución de la guerra fría. Así lo expresó —y así lo citó— el editorial del Journal.
Y si los rumores del mundillo judicial hablaban de fraude con los jurados, o de testigos sobornados o amenazados, o de la oportuna desaparición de pruebas cruciales, allá ellos. Al fin y al cabo, no eran más que rumores.
III
Kimmer, agotada por su vuelo nocturno desde San Francisco, por haber recogido a nuestro hijo y por haberlo arrastrado hasta el funeral, dormita apoyada contra mi hombro en la limusina, mientras nos dirigimos hacia el cementerio en el noreste de Washington, unas pocas calles al norte de la Universidad Católica. Bentley se apretuja nerviosamente contra el costado de su madre, con el traje gris colgándole de los delgados huesos porque la austera Kimmer opina que hay que comprar la ropa de los niños dos o tres tallas más grandes de lo conveniente. Observo el perfil de mi esposa. Con su sencillo vestido negro y solo unos pendientes de oro y un simple collar de perlas tiene un aspecto soberbio. Mi mujer es alta y muy guapa, con un rostro alargado y serio, sugerentes ojos castaños, un mentón valiente, una ancha y prominente nariz que apetece besar y unos suaves labios que adoro. Incluso sus gafas de montura de acero parecen sexys: no deja de quitárselas y de mordisquear las patillas mientras habla por teléfono, cosa que encuentro fascinante. Me ha encantado su aspecto desde el día en que la conocí. Según ella, tiene los huesos grandes y unos hombros y caderas anchos que, con el paso del tiempo y de ciertos cambios han adquirido una redondez que le parece confortable. Su piel es un punto más clara que la mía y refleja su herencia jamaicana de clase alta. Lleva el oscuro cabello castaño muy corto, en un desafiante estilo afro, como si pretendiera contravenir las rígidas costumbres de su clan (donde lo llevan a menudo teñido o con permanente), y su lenta sonrisa y su vivo genio dejan entrever un apasionado interior. Hay en ella un toque de exuberancia, pero también de terquedad, y se comporta con una sensual dignidad que hace que uno se sienta atraído pero que, al mismo tiempo, marca los límites. Puede resultar desconcertante, y la domina un furioso deseo de justicia. Su intelecto es rápido y abarca muchos campos. De contar con la oportunidad, Kimmer podría ser una excelente juez. A nadie le apetece discutir con ella: ni a los letrados de las otras partes con los que se topa en su trabajo ni a las amistades que hace con sorprendente facilidad, y desde luego tampoco a mí.
Por ejemplo, últimamente no me he metido con mi esposa por sus frecuentes viajes a San Francisco, donde ostensiblemente se dedica a lo que los abogados llaman «diligencia debida», revisando los archivos financieros de una compañía de software que el principal cliente de su bufete —un grupo local adquirido por sus propios ejecutivos llamado EHP (antiguamente Elm Harbor Partners)— tiene intención de comprar. Kimmer me mataría si supiera que lo he mencionado, pero mi mujer va adonde EHP decide que vaya, y si EHP la quiere en California, pues a California va. Es la fuerza de su relación con EHP la que le procuró la asociación que ella finge desdeñar, ya que EHP preguntó por ella directamente en Newhall & Vann casi desde el día en que entró por la puerta. Y EHP es oficialmente el cliente de Gerald Nathanson, uno de los socios más influyentes del bufete, un hombre muy casado con quien mi muy casada esposa es posible, o no, que tenga una aventura.
En efecto, es posible que las furtivas llamadas telefónicas y las prolongadas ausencias del despacho sean meras coincidencias. Y también es posible que mi padre se levante del féretro y se ponga a hacer payasadas.
Pero, mientras ardo en mis renovados celos, Kimmer enlaza inesperadamente sus dedos con los míos allí donde últimamente han pasado muy poco tiempo. La observo, sorprendido, y capto un indicio de sonrisa en su rostro, aunque ella no mira en mi dirección. Bentley se ha dormido, y la mano libre de Kimmer le acaricia distraídamente el rizado y negro cabello. Bentley suspira. Estos dos tienen algo especial entre ellos, algún tipo de misteriosa conexión genética madre-hijo que me excluye y siempre me excluirá. En este extraño y fracturado mundo, los hombres con frecuencia aman a sus esposas tanto —o tan poco— como a sus hijos; pero, en el caso de las mujeres, la biología parece triunfar sobre la elección personal: puede que amen a sus esposos, pero los hijos ocupan el primer lugar. Si la situación fuera a la inversa, dudo que la raza humana hubiera sobrevivido. De hecho, sospecho que la razón por la que le he sido fiel a Kimmer, sea lo que sea lo que haya hecho, es porque sé que si alguna vez nos separáramos se llevaría a Bentley con ella. Aunque yo paso bastante más tiempo con nuestro hijo, Kimmer no podría soportar separarse de él. Le lanzo otra furtiva mirada a mi esposa. Luego, observo a Addison, que se recuesta desvergonzadamente sobre su novia blanca en el asiento de enfrente, mientras me pregunto, como he hecho tantas veces, si la mutua pasión de sus muy distintas naturalezas habrá despertado alguna vez mutuas chispas.
Addison es aproximadamente un par de centímetros más bajo que yo y más ancho de espaldas, pero se trata de músculos, no de grasa. Su rostro es a la vez más amistoso y elegante que el mío. Sus cejas resultan menos prominentes, y tiene los ojos menos hundidos. Su porte es más tranquilo y abierto. Addison cuenta con el talento, la gracia y la elegancia que yo no poseo. De niños, Addison era encantador y divertido, y yo una molestia. Siempre tuve la sensación de que en las fiestas, en las vacaciones o en la iglesia mis padres se emocionaban más presentando a mi hermano que a mí. En el colegio, yo llegaba cuatro años más tarde a las mismas clases y sacaba mejores notas, pero los profesores siempre seguían convencidos de que el más inteligente era él. Si yo llevaba a casa un «sobresaliente», mi padre se limitaba a asentir; pero si Addison aparecía con un «bien», se ganaba una palmada en la espalda como recompensa por el esfuerzo. De niño, me dediqué a leer una y otra vez la historia del hijo pródigo y no dejaba de enfurecerme. Era algo que discutía a todas horas con todos los profesores de la escuela dominical. Cuando estudiábamos la parábola de la oveja descarriada yo decía a mis profesores que en mi opinión la mayoría de la gente preferiría quedarse con las noventa y nueve ovejas antes que ir en busca de la extraviada. La respuesta solía ser una mirada furibunda. La adultez no cambió las cosas. Mi padre acabó aceptando con el paso del tiempo que me hubiera casado con una mujer difícil; pero, siempre que Addison presentaba a una nueva y más comprensiva que la anterior, el juez le pasaba un brazo por los hombros: «Qué, hijo, ¿dispuesto a sentar por fin la cabeza?». Cualquiera que fuera la respuesta de mi hermano, bastaba. Y mi padre siempre parecía menos impresionado por mi permanencia en una de las mejores facultades de derecho del país que por la extraña habilidad de Addison para sacar dinero hasta de las piedras.
En la actualidad, mi hermano mayor se ha convertido en un tipo de hombre que abunda en la nación de los más oscuros: elegante, ambicioso, bien educado, completamente dedicado al largamente baqueteado movimiento de defensa de los derechos civiles y viviendo de sus restos. La unidad racial hace mucho que ha desaparecido, lo mismo que la implicación —si es que alguna vez existió— de la nación con los principios básicos de ese movimiento. Docenas de organizaciones se proclaman herederas de Wilkins, King o Hamer junto con un ejército de académicos y un buen número de comentaristas de televisión y todos y cada uno de los grupos de las nuevas y ungidas víctimas de la opresión, ninguna de las cuales puede resistir la tentación de señalar las sorprendentes similitudes entre sus esfuerzos y la lucha por la libertad de los negros. En cuanto a Addison, ha jugado el circuito como el profesional del tenis que mi padre algún día llegó a soñar que podía ser: tras la Universidad de Pensilvania, un puesto en una compañía de Filadelfia de obras públicas seguido de un cargo como miembro de nivel medio en la plantilla de uno de los congresistas del Estado; unos años en la oficina nacional de la NAACP, la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color, un alto cargo en el Comité Nacional Demócrata; un despacho en la Fundación Ford; puestos clave como consejero en tres campañas de política nacional; un semestre como académico invitado en Amherst; la obligada temporada en la Unión Americana de Libertades Civiles; unos cuantos años en el Departamento de Educación, bajo la administración Clinton; de nuevo el cargo en la Fundación Ford; un semestre en Berkeley, un año en Italia; seis meses en Sudáfrica; un año en Atlanta (estas tres últimas estancias, financiadas por un Guggenheim mientras mi hermano sigue trabajando en el todavía inacabado gran libro sobre el movimiento negro. En los momentos de descuido, habla esperanzado del premio MacArthur que nunca llegará; así, obligado a ganarse la vida trabajando, Addison se ha convertido en el hombre del nuevo siglo y presenta un programa radiofónico nocturno, cinco noches a la semana, en Chicago, donde se dedica a intimidar alegremente a sus invitados mientras proclama a los cuatro vientos —al menos a los de su audiencia— sus liberales puntos de vista sobre asuntos que van desde la pena de muerte hasta los gays en el ejército e insiste, como mínimo dos veces todas las noches, en que George Bush nunca ha sido realmente elegido presidente al tiempo que salpica sus comentarios con cantidad de citas bíblicas —algunas acertadas— y supuestos fragmentos escogidos de Mahavira, Chuangtzu y otros sabios que sus seguidores apenas conocen. Supongo que se podría decir que su religiosidad tiene cierta inclinación New Age, ya que mezcla en ella todo lo que le es útil y descarta lo que no le gusta. Vive en una pequeña y antigua pero elegante casa de Lincoln Park, a veces solo y a veces con alguna de sus muchas novias, en su mayoría blancas, mientras aguarda alguna novedad que poder agregar a su currículo. Si se le presiona, admite haberse casado en una o dos ocasiones, pero invariablemente añade que ha empezado a albergar dudas acerca de la institución matrimonial y que por lo tanto se alegra de que no duraran.
¡Ah, dulce matrimonio! Mis padres siempre lo describieron como el pilar básico sobre el que se sustenta la civilización. Independientemente de cuáles sean nuestras limitaciones, tanto mi hermana como yo hemos procurado comportarnos como si lo creyéramos. Sin embargo, Addison, a pesar de la ostentación de su fervor religioso, hace todo lo contrario. Su primera esposa era profesora en los colegios públicos de Filadelfia, una mujer dulce y callada, de la nación más oscura, llamada Patsy. Patsy y mi hermano empezaron a pelearse tan pronto como se planteó la cuestión de ampliar la familia. Mi hermano, igual que muchos hombres nada dispuestos a dedicarse al matrimonio con el que ya están comprometidos, solo tenía una constante y firme respuesta: «Más adelante». Patsy lo abandonó pasados tres años. Y sobrevino el desastre. Durante un tiempo hubo alrededor de una mujer diferente por semana, incluyendo un espantoso día de Acción de Gracias, dos años después de la caída en desgracia de nuestro padre, en que Addison apareció en Shepard Street acompañado de una quinceañera espantosamente maquillada y vestida como una fulana. (Luego, descubrimos a través de las discretas preguntas de nuestra madre que tenía veintidós años y era una de las estrellas menores de un culebrón. Sally, que como de costumbre llegó tarde, la reconoció al instante y cayó presa de un paroxístico ataque de temor reverencial). Addison y Cali (porque ese era el improbable nombre del ligue) se quedaron a cenar justo lo necesario para resultar groseros y se marcharon a toda prisa con la excusa de que les esperaba un largo viaje hasta Nueva York; pero en realidad, según me confesó camino de la puerta, iban a visitar a otros amigos en Maryland, dos guionistas que se habían construido una fabulosa mansión sobre el agua, cerca de Queenstown. Así era Addison, al menos hasta hace poco. Le gustaba dejarse ver con actrices, modelos o cantantes, pequeños y estúpidos escaparates de sexualidad. Pero no siempre: durante una temporada se instaló en Brooklyn con una terrorista convicta y medio loca llamada Selina Sandoval que estaba a favor de cualquier protesta salvo si iba contra el aborto. Selina tenía un apartamento lleno de armas y veía a Addison como a un fascista reformable, que es más o menos como Addison me ve a mí. En cuanto a él, describía su interés por Selina como «búsqueda de material para una novela», asunto que, como tantos otros suyos, todavía está por empezar. Cuando finalmente Selina enloqueció por completo y dio con los huesos en la cárcel fue sustituida por una azafata de vuelo, una corredora de bolsa, una tenista bastante famosa, una camarera de su charcutería favorita, una de las estrellas del Dance Theater of Harlem y una detective de la policía que era la idea que mi hermano tenía de una broma. Al final, Addison se conformó con su segunda esposa, Virginia Shelby, una antropóloga graduada por la Universidad de Chicago, una mujer de amistosa sonrisa y temible inteligencia; alguien que mis padres por fin consideraron lo bastante buena y una unión que lo tranquilizaría. Todos adorábamos a Ginnie, todos salvo Addison, que rápidamente se cansó de que le diera la lata con… pues con el asunto de formar una familia, con qué otra cosa iba a ser. La dejó hace año y medio por una asistente de producción de veintidós añitos de su programa radiofónico. Aunque lo han disfrazado de separación provisional, nadie espera seriamente que Addison y Ginnie reanuden su relación. Por eso nadie se ha sorprendido cuando Addison se ha presentado en el funeral acompañado de una perfecta desconocida, una delgaducha blanca llamada Beth Olin que se le pega desvergonzadamente como una lapa y que por lo visto es una suerte de poetisa menor o puede que guionista. No disponemos de tiempo durante esta breve visita para entrar en detalles. Además, nunca la volveremos a ver.