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Visitantes inesperados

I

Mallory Corcoran me llama pasadas las diez con la noticia de que Conan Deveaux se ha declarado culpable de homicidio en segundo grado en el caso de la muerte de Freeman Bishop. Él y su abogado han echado un vistazo a las pruebas y han decidido que el listón estaba demasiado alto. Con ese acuerdo, Conan escapará de la inyección letal, pero pasará el resto de sus días en la cárcel.

—Solo tiene diecinueve años —gruñe el tío Mal—, por lo tanto es de esperar que será un montón de tiempo.

—Entonces, lo hizo él —murmuro, dubitativo.

Estoy en la cocina, hojeando Chess Life mientras preparo chocolate caliente para Bentley. ¿Cómo puedo haber malinterpretado la pista que me dio Maxine? «Un error», me dijo. ¿Acaso se refería a otra cosa?

—Sí, probablemente fue él.

—¿Probablemente, dices? ¡Pero si acaba de acceder a cincuenta años de cárcel!

El tío Mal adopta su pedante tono de abogado con experiencia:

—Cuando se trata de elegir entre cárcel de por vida o ejecución, uno opta por lo único que le queda. —Luego, es el viejo amigo de siempre—. En serio, Talcott, estoy convencido de que fue él. Por favor, no le des más vueltas. Por lo que sé, el caso era el sueño de cualquier fiscal: tenían testigos, tenían a los forenses para relacionarlo con la escena del crimen, tenían una o dos huellas y sus declaraciones posteriores jactándose de haberlo hecho. Ya sé que crees que pudo tratarse de un montaje, una de las conspiraciones de tu hermana o algo parecido; pero son demasiadas pruebas para que hayan sido amañadas por alguien.

Todavía perplejo, me despido y me llevo las dos tazas de cacao a la sala de estar, donde Bentley está sentado frente al ordenador jugando a un juego de matemáticas donde consigue dibujos de caramelos si es capaz de acertar los números que corresponden a las preguntas que bailan por la pantalla. Bien. Así podremos enseñarle las virtudes de la glotonería, la violencia y la avaricia mientras mejoramos sus aptitudes matemáticas para la prueba de acceso a la universidad que deberá pasar dentro de unos doce años.

Lo observo. Está tan concentrado que no se da cuenta de que tiene a su padre cerca. Me instalo en el sofá y deposito las tazas en la mesa. Todos disfrutamos de esta estancia. Los muebles son de cuero: un sofá, un canapé y una butaca reunidos en torno a una falsa alfombra oriental que en realidad compramos en Sears; una librería empotrada, cuyos estantes de madera maciza están pintados de blanco, rodea un viejo hogar de piedra; y otra estantería se acurruca bajo la ventana que da al jardín de atrás. Hay libros de política y libros de jazz, libros de viajes y libros de historia de los negros, libros que reflejan nuestros eclécticos gustos en materia de novela: Morrison, Updike, Doctorow, Smiley, Turow… Hay libros infantiles, una Biblia —la inofensiva Nueva Versión Revisada— y la liturgia de la iglesia anglicana. También hay una colección de C. S. Lewis, libros sobre mejoras en el hogar, números atrasados de Architectural Digest y algunos libros de ajedrez. Ninguno de derecho.

El teléfono vuelve a sonar.

Bentley me mira. Yo me levanto y le indico el chocolate.

—Nuto, papá. Bemmy bebe en nuto.

Quiere decir en un minuto.

El teléfono ya no suena, y me doy cuenta de que he descolgado pero que no me he llevado el auricular al oído porque estaba prestando más atención a mi hijo. Me lo acerco e inmediatamente oigo la estática de un móvil bajo de baterías y una voz de hombre.

—Kimmer. Kimmer. ¿Hola? ¿Estás ahí, pequeña?

—Kimmer no está en casa en estos momentos —respondo. Mi tono es todo lo glacial que puede llegar a ser—. ¿Quiere dejarle algún recado?

Se oye una larga pausa y, después, el clic de desconexión.

Cierro los ojos y me balanceo sobre la punta de los pies mientras mi hábil hijo sigue acertando a los números cada vez más deprisa. Los años pasan, igual que mi confianza y la mayor parte de mi esperanza. ¿Cuántas veces a lo largo de nuestro matrimonio he interceptado llamadas como esa?, un hombre misterioso preguntando por mi mujer y colgando cuando yo contesto. Seguramente menos de las que creo, pero más de las que quisiera recordar. Oh, Kimmer, ¿cómo puedes volver a hacerme esto?

«¿Estás ahí, pequeña?»

Lucho contra una oleada de desesperación. «Concéntrate», me digo. Para empezar, la cadencia de la voz me indica que se trataba de un hombre negro. En otras palabras, no es Gerald Nathanson. ¿Un nuevo romance? ¿Dos a la vez? ¿O se trata de un error mío, como sugería el reverendo Young? No hay forma de saberlo, no hasta que mi mujer y yo nos enfrentemos a la situación, tal como tarde o temprano haremos. Me voy al estudio en busca de alguna distracción. Hay otra cosa, y es que la voz me resultaba familiar. Aún no puedo ubicarla, pero sé que con el tiempo podré.

«¿Estás ahí, pequeña?»

Es curioso cómo la preocupación inmediata por un matrimonio que agoniza puede desplazar la que me produce la tortura, el asesinato y la misteriosa reaparición de una figura de ajedrez. Sin embargo, las prioridades siguen sus propias leyes. Me dejo caer ante mi ordenador. Quién sería tan arrogante, me pregunto, o tan estúpido para pronunciar la palabra «pequeña» cuando llama a una mujer casada que puede que no esté en casa. Meneo la cabeza mientras una combinación de furia, miedo y dolor insoportable me impide todo razonamiento. Quiero gritar, quiero armar una bronca, incluso romper algo; pero, siendo un Garland, lo más probable es que acabe escribiendo cualquier cosa. Me pongo a repasar mis archivos intentando decidir qué inacabado artículo podría exhumar para darle algún inútil retoque cuando mis ojos reparan en el coche aparcado en la calle.

El Porsche azul.

El conductor, una sombra tras el parabrisas, está, sin ninguna duda, mirando fijamente nuestro hogar.

II

Repaso el menú de opciones y escojo la que en mi actual estado de ánimo me gusta más: saco de debajo del escritorio el bate de béisbol que escondí la noche que me atacaron. Me asomo al salón y le digo a mi hijo que se quede donde está. Él hace un gesto afirmativo mientras sus dedos teclean furiosamente el ratón y consiguen enormes cantidades de caramelos al tiempo que resuelve problemas matemáticos. Puede que mi hijo no hable mucho, pero sin duda es capaz de sumar, restar, apuntar y manejar un ratón.

Me pongo una cazadora del armario y abro la puerta de golpe, blandiendo el bate y dándome golpecitos con él en la palma de la mano de modo que el conductor, sea quien sea, pueda verlo claramente. No puedo hacer lo que me gustaría, que es cruzar la calle y reventarle el Porsche, porque no quiero dejar solo a mi hijo ni por un instante. No obstante, consigo que llegue el mensaje. El conductor, como yo esperaba un miembro de la nación más oscura, me contempla un instante a través de la ventanilla. Veo unas gafas de espejo sobre un oscuro rostro y poco más. Luego, muy despacio, sin dar la menor muestra de pánico, pone el coche en marcha y se aleja calle abajo.

Agito el bate triunfalmente pero no me concedo ningún grito de victoria. Al contrario, regreso dentro, cierro la puerta, dejo el bate y me pregunto qué demonios creía que estaba haciendo. A veces, mi rojo velo de furia me conduce por extraños caminos, pero pocas veces me ha llevado tan cerca de la violencia como en esta. Los pensamientos se amontonan en mi desordenada cabeza: el conductor es inocente, vive o trabaja por aquí cerca y se dispone a contar a todo el mundo que estoy como una cabra; el conductor es el hombre que ha llamado buscando a Kimmer y Kimmer tiene un romance con él; el conductor es el hombre que se hacía pasar por el agente Foreman; el conductor es el hombre que devolvió el libro de ajedrez que me robaron los que me asaltaron. Puede que sea algo de lo anterior y puede que nada.

—Estás enfermo, Misha —murmuro mientras permanezco de pie en mi estudio. La calle está desierta a excepción de uno de nuestros vecinos, que ha sacado a pasear a sus gemelos de tres meses en su cochecito—. Necesitas ayuda. Mucha ayuda.

Seguro que mi mujer estaría de acuerdo. Igual que el hombre del Porsche azul.

Y durante un momento, cargado de odio y envidia, acaricio un pensamiento verdaderamente horrible: el hombre del Porsche es Lemaster Carlyle. El perfecto Lemaster Carlyle, espiándome y engañando a su mujer, viéndose con Kimmer a espaldas de Julia, llamando a Kimmer «pequeña», puede que dejando el libro de ajedrez en mi coche cuando llegó tarde a la cena de Shirley. Eso explicaría por qué últimamente se muestra tan distante. No obstante, la voz del teléfono no se parecía nada a la suya; ni rastro de acento jamaicano, por ejemplo. Además, Lem es bajo, y el hombre del bosque era alto. Es posible que haya más de una persona merodeando, pero la Navaja de Occam, que tanto le gustaba al juez y en la que confiaba, nos advierte que no debemos multiplicar entes sin necesidad.

En cualquier caso, todo esto no es más que otra idea sin sentido típica de Misha Garland.

Me quedo junto a la ventana, maldiciéndome como suelen hacerlo los maníaco-depresivos, hasta que recuerdo que debería estar tomando chocolate con mi hijo. Regreso apresuradamente al salón y lo encuentro enfrascado todavía en el ordenador, olvidado el chocolate, olvidado su padre, gritando alegremente mientras acierta las respuestas y aumenta su botín. Seguramente mi infancia me ha producido momentos de parecida alegría, pero lo que más recuerdo de ella son las sombras.

Suena el timbre de la puerta.

Me doy la vuelta, dubitativo, sin saber si debo ir por el bate o si es mejor que coja a mi hijo, salga por la parte de atrás y me esconda en casa de los Felsenfeld, ya que puede tratarse del conductor del Porsche, que ha vuelto acompañado de unos cuantos amigos. Sin embargo, el entrenamiento Garland es demasiado poderoso para permitirme caer en el pánico. Sencillamente, abro la puerta como haría cualquier otro día.

Hay dos hombres de pie, y conozco a uno de ellos.

—Profesor Garland, me preguntaba si podría dedicarnos unos minutos —me dice el agente especial Fred Nunzio, del FBI. Su aspecto es adusto.