38

Un interludio doméstico

I

Los martes es el día de la basura. Arrastro los cubos por el bordillo bajo un cielo iracundo y a continuación corro un poco por Hobby Road, que es todo lo que mi cuerpo puede soportar: tres calles hacia el oeste, lo cual me lleva hacia el campus; otras tres en la dirección contraria, lo cual me conduce hasta un extremo del vecindario obrero italiano que linda con Hobby Road; y entonces, justo cuando empieza a caer una lluvia helada, otras tres hasta casa. Doce en total, seguramente menos de un kilómetro y medio.

He dormido mal durante toda la semana desde mi conversación con el diminuto Ethan Brinkley. Sé lo que debo hacer a continuación; pero no estoy nada dispuesto, y no solo porque mi esposa insista en rogarme que lo deje estar. La verdad es que me asusta averiguar más cosas sobre mi padre. Ya he descubierto que contrató a un asesino a sueldo para que hiciera un trabajo, y eso es un delito en casi todo Estados Unidos. Seguramente, lo que pueda quedar no serán más que variaciones sobre el mismo asunto.

Durante unos segundos intento con todas mis fuerzas odiar a mi padre, pero me falta la capacidad.

Para compensarlo, corro más deprisa. Mis músculos y tendones, que no están en buena forma, se inflaman en protesta pero yo insisto. Si se hace fácil y bien, si uno no se agota y sigue moviéndose y moviéndose, es posible correr kilómetros hasta que se recuerde que hay que parar. Dejo atrás mi casa, cálida y acogedora, y la tentación me acosa. A pesar de todo, decido proseguir. El aire es frío, el tipo de aire ideal para correr, y arrastra en cada ráfaga débiles indicios de primavera. Corro y medito.

Un sedán, no uno verde y sucio como el de Dupont Circle ni tampoco un Porsche como el que John Brown y yo vimos detrás de la casa, pasa por un charco y me rocía con barro y agua sucia. Apenas me doy cuenta. En mi mente estoy repasando a mis colegas, cara por cara; a los amables y los altivos, a los brillantes y los obtusos, a los que me respetan y los que me desprecian, intentando sin éxito deducir cuál de ellos me ha traicionado, eso suponiendo que pueda llamarse «traición» a no cumplir con la obligación de comportarse con humanidad. Alguno de ellos me ha estado observando de cerca, enterándose de cuándo iba al comedor de beneficencia o al club de ajedrez. Pero ¿quién es ese invisible enemigo? ¿Un joven ambicioso en ascenso como Ethan Brinkley? ¿Un miembro de la vieja guardia, como Theo Mountain o Amie Rosen? ¿Por qué no Marc Hadley, el rival de mi esposa? En su momento fuimos amigos, pero de eso hace mucho. ¿Y por qué no el gran Stuart Land, que sigue creyendo que dirige la facultad? Dios sabe qué increíbles maquinaciones se esconden tras su sonrisa de plástico. Pero ¿acaso el espía ha de ser un hombre? La decana Lynda me tiene verdadera antipatía, aunque debo reconocer que se lo he puesto en bandeja. ¿Y por qué ha de ser blanco? El distante Lem Carlyle, según la mejor tradición de Barbados, se guarda sus opiniones y últimamente se muestra evasivo. Sin embargo, hacer conjeturas no resolverá nada.

Mi mujer se ha pasado todo el fin de semana en San Francisco. Según ella, el trato está llegando a un punto crucial. Yo me he pasado todo el fin de semana con mi hijo. No me dediqué a trabajar en nada, solo a ocuparme de mi chico. Luego, una fatigada Kimmer regresó y se sentó a la mesa de la cocina dando sorbos a una copa de Chardonnay. Yo intenté contarle los acontecimientos de la semana, pero me interrumpió con un «ahora no, Misha. Tengo dolor de cabeza» mientras sonreía por su habilidad para ocultar la básica verdad de que está cansada de oírme hablar de lo mismo. En lugar de escucharme, mi esposa se levantó y me besó para que me callara. Luego, hurgó en su bolso y sacó su último regalo para mí como segundo clasificado, un reloj de sobremesa de oro, lo que daba cuenta de lo enorme que había sido su transgresión. Yo le di las gracias tristemente y salí a toda prisa para asistir a una conferencia de un antiguo compañero de clase que es profesor en Emory y se ha convertido en uno de los principales expertos del país —puede que en el único— en la Tercera Enmienda. Regresé a casa tres horas más tarde para descubrir que Kimmer, a pesar de su cansancio, me esperaba despierta, e hicimos el amor con el desesperado apasionamiento de dos amantes que puede que no se vuelvan a ver. Más tarde, justo antes de caer dormidos, mi esposa me dijo que lo sentía; pero no el qué.

II

Mis pulmones me indican que ya es suficiente. Aminoro la marcha y tomo un atajo por una calle lateral a cuatro calles de casa. Ese camino me lleva al otro lado del extenso campus de Hilltop, el más solicitado de los colegios de la ciudad, y me recuerdo que dentro de un año deberé hablar con ellos y concertar una cita para el examen de Bentley, para que puedan comprobar si es lo bastante bueno para el jardín de infancia de Hilltop. ¡Un examen! ¡A los cuatro años! Sigo trotando sin apenas dar crédito a que vayamos a hacer pasar a nuestro hijo por semejante trance. En otra época, los hijos de los profesores de la universidad eran admitidos sin más; pero eso era antes de que el alza de los costes y de las tarifas de las tutorías obligaran a Hilltop a buscar su clientela entre las clases acomodadas de la zona. El año pasado, el colegio rechazó a la más pequeña de las tres tímidas hijas de mi colega Betsy Gucciardini. Betsy llevó su frustración y desespero como si de un luto se tratara, y el no haber conseguido plaza en Hilltop supusiera el fin de las esperanzas de su hija. Me pregunto, y no por primera vez, qué ha sido de Norteamérica, y entonces recuerdo que mi antiguo amigo, Eddie Dozier, el ex de Dana, está a punto de publicar un libro donde defiende la abolición de las escuelas públicas y rebate los impuestos que las financian. Según asegura, el mercado proveerá con multitud de alternativas. De ese modo, todos los críos de este país podrán pasar un examen para poder entrar en el parvulario. Fantástico.

Concéntrate en lo que importa, me digo mientras me pongo al paso.

Cuando llego a la puerta de casa son las siete pasadas. Kimmer ha preparado huevos con beicon, tarea que suele corresponderme, e incluso me besa ligeramente en los labios. Está tan cariñosa que es como si los últimos meses nunca hubieran existido. Se disculpa, no por no haber querido escucharme la pasada noche, sino por tener que ir al despacho esta mañana. Tenía previsto trabajar en casa, pero le han surgido demasiados asuntos. Sonrío, me encojo de hombros y le contesto que lo entiendo. No le digo que me siento herido; no le digo lo seguro que estoy de que el asunto que le ha surgido es que yo le dijera que había decidido quedarme a trabajar en casa y que así pasaríamos el día juntos.

No le digo nada de todo eso; pero, en cambio, sonrío.

—¿Qué es lo que te pone tan contento? —me pregunta Kimmer sorprendiéndome al rodearme la cintura con el brazo. A guisa de respuesta le doy un beso en la frente. Aunque hay muchas respuestas posibles para su pregunta, no existe una inofensiva. Y me doy cuenta de que por fin he conseguido ponerme a la altura del juez: soy tan bueno como él a la hora de ocultar mis sentimientos, y aún mejor fingiendo que estoy encantado cuando en realidad me siento de lo más desgraciado.

Durante el desayuno hojeamos los periódicos, el New York Times y el Elm Harbor Clarion, cada uno de los dos por distintos motivos, en busca de artículos sobre mi padre. Estoy enfrascado en la sección de deportes leyendo sobre las lesiones del equipo de baloncesto de la universidad cuando decido que ha llegado el momento de que le diga a mi mujer una última cosa que debo contarle. No espero que le guste.

Doblo el diario cuidadosamente y observo su exquisito rostro, el intenso brillo de sus ojos castaños tras las gafas, las arrugas de la edad que se le dibujan en las mejillas con el paso de los meses. En sus labios hay cierto gesto. Sé que sabe que la estoy observando.

—Kimmer, cariño —empiezo a decir.

Me mira un instante y vuelve a clavar los ojos en la página editorial del Times.

—¿Quieres escuchar algo gracioso sobre el nuevo plan de impuestos del presidente?

—No, gracias.

—Es realmente divertido.

—No, Kimmer, ahora no. Tenemos que hablar.

Sus ojos van del periódico hasta mí y de mí al periódico.

—¿Es importante? ¿No puede esperar?

—Sí, lo es. Y no, no puede.

Mi esposa, magnífica como siempre con su bata, me mira y me envía un beso.

—¿La has encontrado? Me refiero a tu nzinga del ferry.

Al principio, me quedo perplejo pensando que de algún modo ha descubierto mi encuentro con Maxine en Martha’s Vineyard; pero entonces me doy cuenta de que solo está bromeando o haciendo conjeturas.

—Nada tan interesante.

—Qué lástima.

—No. Nada de qué lástima. Yo te quiero, Kimmer.

—Sí, pero solo porque eres masoquista.

Lo dice sonriendo, desconcertándome porque no quiere escuchar lo que tengo que decirle. Sin embargo, debo dejar algo en claro y, como no veo forma de dulcificarlo, voy al grano:

—Kimmer, tengo que ir a ver a Jack Ziegler.

Cierra el Times de golpe. Tengo toda su atención, pero cuando vuelve a hablar su tono es amenazadoramente grave:

—Ah, no. Ni hablar.

—Sí.

—Ni soñarlo.

—Lo llamaría por teléfono —propongo, fingiendo que nuestro desacuerdo es sobre un asunto diferente—, pero ya no se pone casi nunca.

—Sin duda teme los pinchazos.

—Probablemente.

La mirada de Kimmer es implacable.

—Misha, cariño, te quiero y también confío en ti; pero, en caso de que lo hayas olvidado, soy candidata a un puesto en el Tribunal Federal de Apelaciones de Estados Unidos. No me ayudará para nada que mi maridito se ponga a hacer visitas a Jack Ziegler.

—Nadie tiene por qué saberlo —replico.

—Creo que se enteraría un montón de gente, y ocurre que mucha de ella trabaja para el FBI.

Esto ya lo había previsto, naturalmente.

—Primero se lo diría al tío Mal.

—¡Qué estupendo! Así podrá comunicarlo a todo Washington.

—Kimmer, por favor, tú sabes lo que ha estado ocurriendo. Al menos parte, la parte que me has permitido que te contara. —Sus ojos se agrandan ante mi comentario, pero no puedo detenerme—. En las últimas semanas me he enterado de un montón de asuntos feos sobre mi padre. Tengo que averiguar si son tan horribles como creo que son, y creo que Jack Ziegler lo sabe.

—Si los hechos son desagradables, entonces seguro que Ziegler está al tanto.

—Bien. Esa es la razón por la que debo ir a verlo. La gente lo comprenderá.

—La gente no lo comprenderá para nada.

—Tengo que averiguar qué está pasando. —Entonces recuerdo a Morris Young y su historia de Noé, y me pregunto si no me estaré equivocando.

—No creo que esté pasando nada, Misha. Al menos no lo que tú crees.

—Probablemente tienes razón, cariño, pero…

—Si hablas con él aumentarán los problemas. Lo sabes. —No me dice de quién, así que supongo que puede considerarse una amenaza.

—Vamos, Kimmer… —Mi tono es amable. Me preocupa que pueda ponerse a gritar y despierte a Bentley, como ha sucedido a veces. O a los vecinos, que tampoco sería la primera vez—. Vamos… —repito, esperando que Kimmer sea suave con su respuesta.

—Eres tú el que siempre dices que Jack Ziegler es un monstruo. —Su tono es suave, pero es más un siseo furioso que un intento de compromiso.

—Lo sé, pero…

—Se trata de un asesino, Misha.

—Bueno, nunca fue condenado por asesinato. —Ha conseguido que me parezca a uno de los incontables abogados del tío Mal, y no me gusta—. Puede que de otros crímenes sí, pero no de asesinato.

—Salvo que mató a su esposa, ¿verdad?

Intento recordar cómo respondió mi padre a la misma pregunta ante el comité judicial porque esa fue la única que le formuló el senador Biden. Su poco entusiasta contestación, y la que más le costó fue: «No juzgo a mis amigos basándome en rumores». O algo así. Acto seguido se cruzó de brazos en un gesto que hasta el más tonto de los asesores de imagen le habría dicho que no hiciera ante las cámaras de la televisión nacional. Aunque estaba comprensiblemente molesto por lo que consideraba un interrogatorio injusto, mi padre solo consiguió mostrarse altanero y desdeñoso. Un periodista escribió que el juez Garland parecía estar descartando como algo trivial el posible asesinato de una esposa a manos de su marido; algo absurdo, sin duda, pero algo a lo que mi padre dio credibilidad al dar rienda suelta a su genio ante millones de espectadores. En aquel televisado instante me di cuenta de que todo se había perdido, de que sus adversarios, sin importar lo que alegara o cómo esquivara las embestidas, lo tenían contra las cuerdas y que el golpe definitivo que lo dejaría tumbado en la lona podía caer en cualquier momento. En aquel instante me invadió una furia incontenible, no hacia el Senado o la prensa, sino hacia mi padre. ¿Cómo pudo haber sido tan estúpido? Había un montón de respuestas posibles a la pregunta de Biden, por otra parte razonable; pero el juez escogió la peor de todas. Sin embargo, en este momento, sometido al interrogatorio de Kimmer, me veo siguiendo las pautas de mi padre.

—Hubo rumores, pero nunca fue condenado, cariño. Ni siquiera fue detenido. Por lo que yo sé, lo que le ocurrió a su mujer fue un accidente. —Estoy seguro de que es lo mismo que le habría dicho mi padre al senador Biden, al pie de la letra, salvo por lo de «cariño».

—¿O sea que, tras veinte años de montar a caballo, se cae y se parte el cuello accidentalmente?

—No es la mejor manera para asesinar a alguien —le indico—. Podrías caer, hacerte solo unas magulladuras y vivir para contar a todo el mundo que fuiste empujada.

Kimmer me fulmina con la mirada.

—Estás bromeando, ¿verdad?

—No. Hablo muy en serio. Digo que no sabemos con seguridad qué le ocurrió a la mujer de Jack Ziegler, pero que el asesinato no parece muy probable. ¿Acaso se supone que debo condenarlo basándome en rumores?

La verdad es que odio esta parte de mí, igual que la odiaba en el juez; pero no me veo capaz de detenerme.

—¿Rumores?

—Desde el momento en que no fue condenado…

—Misha, por favor, escúchate. ¿Hasta qué punto puedes retorcer la ley?

Lo que me está diciendo es: «Hablas igual que tu padre». Y es cierto.

—Solo es una visita, Kimmer. Una hora, puede que media.

—Es un chiflado, Misha. Un chiflado peligroso. No quiero que tengamos tratos con él.

Su voz está subiendo de tono y empiezo a detectar un toque de histerismo.

—Kimmer, vamos, acepta los hechos. Freeman Bishop está muerto…

—La policía dice que fue por un asunto de drogas.

—Y Colin Scott, que se hizo pasar por agente del FBI para sonsacarnos información, también está muerto.

—Fue un accidente.

—Un accidente mientras me seguía, mientras nos seguía.

—Bueno, sigue siendo un accidente. Se emborrachó y ahora está muerto, ¿vale? Así que ya puedes dejarlo estar.

—¿Y no crees que todo eso debería preocuparnos? Aunque solo fuera un poquito.

He dicho lo que no debía. Justo lo que no debía. Me he dado cuenta al momento y me siento como el jugador de ajedrez que acaba de adelantar un caballo solo para caer en la cuenta de que ha dejado su reina al descubierto.

—No, Misha, no. No estoy preocupada. ¿Por qué debería estarlo? ¿Porque estoy casada con un hombre que ha perdido el norte; un hombre cuya hermana se ha convertido en una especie de experta en conspiraciones; con un hombre que opina que la solución de todos sus problemas pasa por ir a Aspen a ver a un matón que asesinó a su esposa y darle entrada en nuestra vida? No, Misha, no, desde luego que no estoy preocupada. No hay motivo.

Intento ablandarla.

—Kimmer, por favor, el juez era mi padre.

—Y yo soy tu esposa, ¿lo recuerdas? —Se aferra al marco de la puerta como si temiera que la furia se la llevara por delante.

—Sí, pero…

—Sí, pero ¿qué? Eres tú el que siempre está hablando de lealtad. Muy bien, ¡sé leal conmigo por una vez! Y no me refiero a leal en el sentido de no mirar con deseo a otra mujer para sentirte más santo que Dios o más santo que yo. Me refiero a leal en el sentido de que hagas algo por mí, algo que suponga una diferencia.

—He hecho mucho por ti —le contesto con toda la calma de la que soy capaz. Me gusta pensar que he desarrollado cierta inmunidad a las provocaciones de mi esposa, pero sus palabras me duelen.

—Lo que haces por mí es lo que quieres para ti, no lo que quiero yo.

Me esfuerzo por recordar lo cerca que me sentí de Kimmer la pasada noche, mientras la tenía en mis brazos, escuchándola disculparse antes de que se durmiera.

La pasada noche, el pasado año, la pasada década. Ya no queda nada.

—Kimmer, si…

—Y no me dirás que yo no he hecho nada por ti.

Mientras mi mujer sigue despotricando, me sorprende su apasionamiento, amplificado por el reducido espacio de la cocina. Ahí, de pie, con su peinado afro medio deshecho, Kimmer sigue siendo la mujer más deseable que he conocido; sin embargo, tengo la escalofriante sensación de que si hago algún movimiento que no sea de su agrado me derribará. Su furia ha ido goteando desde que regresé de Martha’s Vineyard. A pesar de las noticias respecto a Marc Hadley, Kimmer sigue convencida de que sus posibilidades de ser confirmada en el cargo disminuyen. Ignoro qué motivos tiene para pensar de ese modo, pero sé que me culpa de ello, del mismo modo que me culpa de muchas otras cosas. He escuchado esos sermones cientos de veces; he escuchado cientos de historias sobre cómo Talcott Garland le ha arruinado la vida; cómo se casó conmigo para complacer a sus padres aunque tuviera hombres mucho más interesantes que yo; cómo dejó su prometedora carrera en uno de los mejores bufetes de Washington para seguirme a este aburrido pueblucho de Nueva Inglaterra; cómo nuestros escasos conocidos (Kimmer siempre me señala que aquí no tenemos amigos) son académicos que la miran despectivamente porque no forma parte de su comunidad; cómo tuvo un hijo para contentarme a mí, su marido, sin pararse a pensar en lo que se iba a meter y que eso podía atarla a un mal matrimonio, o cómo su vida ha sido desde entonces una desesperada carrera entre el aburrimiento y la demencia.

La que eligió fue ella, pero la culpa es mía.

—Lo siento —digo alzando las manos en señal de paz.

—Misha, por lo que más quieras, por nuestro matrimonio, por nuestro hijo, prométeme que no dejarás que ese hombre entre en nuestras vidas. Prométeme que no irás a verlo y que no lo llamarás.

Entonces percibo algo más, una versión del mismo tono chillón que oí en boca de Jack Ziegler en el cementerio, tan inesperado entonces como en este instante: Kimmer está asustada. Pero no es miedo físico del alma por su frágil vida mortal ni el desesperado instinto de protección de una madre hacia su hijo. No. Es miedo por su carrera profesional. Está a punto de conseguir lo que tanto ha ambicionado y no quiere que el tío Jack se lo estropee. ¿Acaso puedo culparla?

Al final, decido que su miedo carece de base. Al menos, por el momento.

—De acuerdo, cariño. De acuerdo. Me mantendré alejado del tío Jack. No haré nada que pueda perjudicarte. Pero… esto…

—No piensas dejar de indagar. ¿Era eso lo que ibas a decir?

—Has de entenderlo, cariño.

—Lo entiendo. Lo entiendo. —Su sonrisa vuelve a ser cálida. Rodea el aparador y me abraza por detrás. Así, sin más, hemos recuperado la intimidad de la pasada noche—. Pero nada de Jack Ziegler.

—Nada de Jack Ziegler.

—Gracias, cielo. —Me da un beso sonriente y se dispone a recoger la mesa. Le digo que ya lo haré yo, y no pone objeciones. Hablamos como si no hubiéramos discutido. Nos hemos vuelto muy hábiles para fingir que no hay conflictos entre nosotros, así que charlamos de otras cosas y decidimos que esta mañana no llevaremos a Bentley a su colegio Montessori. Por una vez, lo dejaremos que duerma hasta tarde. Al fin y al cabo yo voy a quedarme en casa todo el día. Me recuerda que tenemos una cita para cenar al día siguiente en casa de uno de sus socios y me pide que le confirme el canguro, una quinceañera de origen japonés que hipnotiza a Bentley tocando la flauta. A cambio, le pregunto si de camino puede pasar por correos y enviar dos movimientos de ajedrez que terminé la otra noche y que necesitan salir hoy mismo (cada jugador dispone de tres días para contestar). Cuando damos por terminadas las complejas negociaciones matutinas de cualquier matrimonio en el que ambos miembros trabajan, Kimmer desaparece para vestirse. Veinte minutos después, está de regreso ataviada con un traje a rayas azul marino y una blusa de seda, me besa de nuevo, en la mejilla esta vez, y desaparece presurosamente, como siempre a las nueve menos diez.

A través de los ventanales del salón contemplo cómo el reluciente BMW blanco corre por Hobby Road, engullido por la cortina de lluvia. Apoyo ambas manos en el cristal y descanso la frente en ellas. En una ocasión, Woody Allen escribió algo en broma acerca de amar la lluvia porque se lleva nuestros recuerdos; sin embargo, sigo recordando la foto de la mano de Freeman Bishop y sigo recordando el rostro del agente especial McDermott, mirándome desde las páginas de la Vineyard Gazette. Lo veo en la lancha con su colega Foreman; una diferencia de opiniones y cae por la borda. Veo a mi padre discutiendo con el cauteloso Colin Scott, hace veinticinco años, intentando convencerlo de que mate al hombre que dio muerte a su hija.

No obstante, bajo la limpia luz del día, incluso en un día de lluvia como este, las imágenes resultan mucho menos terroríficas. No tan terroríficas, por ejemplo, como la idea de que un buen día mi mujer salga conduciendo por Hobby Road y decida no parar.

Mientras miro la desierta calle, me viene a la memoria una frase de Tadeusz Rozewicz, algo así como que un poeta es alguien que intenta marcharse pero no puede partir.

Esa es mi mujer: Kimmer la poetisa. Solo que en la actualidad reserva sus mejores versos para ella.

O para compartirlos con algún otro.