37

Algunos apuntes históricos

El mayor ego de la facultad no es el de Dana Worth o el de Lemaster Carlyle o el de Arnie Rosen, ni siquiera el del recientemente humillado Marc Hadley. No. Es el de mi vecino en el Oldie, Ethan Brinkley. Según Dana Worth, el pequeño Ethan se enorgullece enormemente de sus méritos antes que lo haga la propia universidad. De ese modo, dice Dana, evita el estrés de tener que plantearse si realmente han sido méritos de verdad o no.

A lo largo de los años, Ethan ha hablado con todos los que estaban dispuestos a escucharlo —y con los que no, también— sobre los secretos asuntos que ha ido almacenando en su despacho: fotocopias de cientos de archivos e informes que de algún modo se olvidó de presentar cuando acabó con su cometido en aquel comité para asuntos de inteligencia. El «pequeño Ethan», como lo llama despectivamente Theo Mountain, disfruta aderezando las conversaciones con fragmentos de información; por ejemplo, el nombre de las amantes de John Kennedy o la marca de colonia que usa Fidel Castro. A veces, es un poco como vivir con un inquieto J. Edgar Hoover. Stuart Land le ha dicho a la cara que tendría que estar en la cárcel, y Lern Carlyle, el ex fiscal, ha considerado la posibilidad de enviarlo; pero hasta el momento nadie ha tenido el coraje de hacer nada, ni siquiera cuando el Pequeño Ethan se convirtió en un invitado habitual de la televisión, durante el procedimiento de impeachment contra Clinton, desde donde no cesó de lanzar proclamas a favor de la vuelta a la integridad del gobierno federal.

Ethan posee grandes dosis de ambición, pero ni un atisbo de ironía o vergüenza. Y de este modo, la primera tarde del segundo trimestre, menos de una semana después de que se desvanecieran las esperanzas de Marc Hadley de lograr la judicatura, cargo que parece al alcance de la mano de Kimmer, y un día después de mi preocupante conversación con Addison me hallo ante la puerta del despacho de Ethan, que está justo frente a la mía, al otro lado del oscuro pasillo. Me siento nervioso, en parte porque Ethan y yo no somos ni remotamente amigos, pero sobre todo porque lo que voy a preguntarle resulta delicado. No. Digamos la verdad: lo que voy a preguntarle es seguramente ilegal.

Sin embargo, una mera ilegalidad no molestará a Ethan Brinkley.

—¡Misha! —truena cuando entro en su despacho.

El hombrecito sale de detrás de su escritorio y me da un apretón de manos. Nunca he pedido a Ethan que me llame por mi apodo, que tengo reservado para un grupo de íntimos, pero ha oído a Dana usarlo y lo ha hecho suyo dando por sentado, igual que un vendedor o un político cualquiera, que su decisión de llamarme como le dé la gana consolida nuestra amistad.

En realidad, me molesta; pero, como casi siempre, me reservo ese hecho confiando secretamente que llegará el momento de tenerlo en cuenta.

Intercambiamos unas cuantas trivialidades mientras Ethan me indica la dura silla de madera. Su despacho tiene el tamaño de un armario grande, y las dos pequeñas ventanas de la pared principal no dan sino a la pared del edificio de enfrente. No obstante, los metros cuadrados y las vistas llegarán con el tiempo, al menos eso cree Ethan, cuya ambición cuenta con cierta paciencia que le permite mirar a largo plazo. «Llegará un día en que seré el poder de este lugar», me dijo Ethan en un momento de descuido, antes de que lo votaran profesor titular.

«Pues ya tiene los modales», masculló Dana cuando se lo conté.

Ethan se percata de mi humor. Su rostro aparece serio y compasivo mientras se acomoda en una silla, a mi lado. Es otro de sus gestos de político: no se sienta tras su escritorio. Puede que crea que resulta demasiado formal. Todo en Ethan tiene un propósito encaminado a caer bien a los demás, cosa que consigue con la mayoría de la gente. Algunos dicen que ya está en la carrera en pos del decanato, presto a disputar el cargo de Lynda a Lern Carlyle o a Arnie Rosen tan pronto como ella se retire. Me sorprende que la gente crea que apunta tan bajo.

Ethan es un hombrecillo listo, con un revuelto cabello castaño e inocentes ojos del mismo color. Es partidario de llevar zapatos gastados y arrugadas chaquetas de tweed con tal de que la gente piense que es como ellos; solo que sus chaquetas cuestan mil dólares la pieza.

Nunca aparta la vista de la persona con la que habla o a la que escucha; no obstante, por el gesto de su pequeña boca y su ceño, uno tiene la impresión de que es una pose, de que tras esos ingenuos ojos hay un constante cálculo de movimientos y contra movimientos, igual que un jugador de ajedrez que estudia la respuesta mientras el reloj sigue sonando.

—Bueno, Misha, ¿qué puedo hacer por ti? —me pregunta Ethan con ojos brillantes, como si yo no tuviera cinco años más de antigüedad que él.

—Necesito cierta información que creo que puedes tener.

Casi sonríe: Ethan es más feliz cuando ayuda a los demás; pero no porque eso satisfaga su inclinación hacia los actos caritativos, sino porque de ese modo consigue que las personas a quien ayuda queden en deuda con él. El Pequeño Ethan está espabilándose en la facultad todo lo rápido que puede: da clases extras, asiste a todos los talleres, se presta voluntario para escribir los informes de los comités que ningún profesor querría ni tocar e incluso frecuenta las interminables recepciones que se celebran en honor de los juristas que llegan a visitarnos de países de los que nadie ha oído hablar.

—Misha, ya me conoces. Lo que sea por un colega.

Asiento y hago acopio de valor ya que me estoy arriesgando a dar un salto, un salto que llevo meditando desde mi regreso de Martha’s Vineyard y que se ha consolidado con lo que mi hermano me contó. Así pues, con una silenciosa plegaria, pronuncio el nombre:

—Colin Scott.

Ethan frunce el entrecejo un momento, no en señal de desagrado sino de concentración. Su memoria forma parte de su creciente leyenda. Los estudiantes se asombran ante su habilidad para citar de corrido fragmentos enteros de casos sin molestarse en consultar apuntes o textos, un truco que muchos académicos saben hacer, pero que Ethan realiza con florituras. Además, para ser sincero, Ethan aprendió a dominar la técnica mucho antes que el resto de nosotros.

—Me suena —reconoce, volviendo a su aspecto compasivo—. ¿Qué hay de él?

Hago un gesto con la mano señalando sus estanterías perfectamente ordenadas.

—Necesito saber sobre él todo lo que tú sepas.

—Está muerto.

—Eso lo sé. Yo estaba en Martha’s Vineyard cuando sucedió.

—¿Lo estabas? ¿Lo estabas? ¡Bien! —Se pone en pie y va hacia la estantería dándome una palmada en la espalda al pasar, como si hubiéramos ido a la guerra juntos o algo así, solo que yo soy el único que sabe lo que es el combate. No me importa el gesto, porque denota lo que he estado esperando y temiendo a la vez: que en lo más profundo de los archivos de ese comité de inteligencia haya constancia de un tal Colin Scott. Eso explicaría, entre otras cosas, por qué el FBI se mostró tan reacio a dar el nombre a Meadows.

—Colin Scott… —murmura haciendo girar la combinación de la cerradura de uno de los monstruos de metal negro—. Colin Scott… Está en alguna parte.

Hace ver que hojea varias carpetas, pero estoy seguro de que sabe perfectamente dónde puede encontrar lo que sea que tenga sobre el señor Scott, ya sea gracias a su memoria o porque sin duda ha sacado la carpeta no hace mucho para añadir la información relativa a su muerte.

—¿Qué opinas de lo de Marc? —me pregunta por encima del hombro mientras sigue buscando en el cajón—. ¿Crees que es cierto?

—No lo sé.

Mantengo un tono neutral. Después de hablar con Theo, me caben pocas dudas de que Marc hizo exactamente lo que le achacan, incluso aunque no haya retirado todavía oficialmente su candidatura. No obstante, me interesa ver adónde quiere llegar Ethan, el gran diplomático. Ethan, que por naturaleza no se compromete, seguramente no sabe nada de las aspiraciones de mi esposa. Desde que se nos unió, ha evitado las confrontaciones igual que los gatos evitan el agua. Solo le gusta debatir dos tipos de propuestas: las que cuentan con unanimidad y las que son rechazadas sin un solo voto a favor.

—Es un feo asunto. Supongo que habría que ver primero las pruebas en su contra.

—Supongo.

—No hay que apresurarse en sacar conclusiones. Es muy poco científico —me advierte—. ¡Ya lo tengo! —añade blandiendo un sobre color marrón.

Durante un breve instante, tengo la absurda sensación de hallarme en el despacho de Theo mientras este desenterraba las pruebas del pecado de Marc Hadley.

—¿Colin Scott?

Ethan hace un gesto afirmativo.

—El mismo. —Se vuelve hacia mí, pero esta vez se apoya en la esquina de su mesa, una mesa tan pulcra que el visitante ocasional podría pensar que nadie trabaja en ella. Las fotografías de rigor de su esposa e hijo están tan perfectamente alineadas que parecen haber sido colocadas con una regla. Las instantáneas autografiadas de prominentes figuras de Washington son bastante más grandes.

—Bueno, Misha. Me parece que aquí tenemos un problema —se disculpa, entonces sé que se avecina una conferencia sobre confidencialidad, ya que, aunque Ethan no tenga una ética propiamente dicha, tiene el don del buen político de expresarse como si la tuviera—. Esta información es técnicamente propiedad del gobierno federal. Si te enseño este papel, los dos podemos acabar en prisión.

El rostro de Ethan se hincha de soberbia ante la idea de que controla un documento tan delicado, por mucho que lo haya robado.

—Lo entiendo.

—Sin embargo, puedo decirte lo que contiene.

—Muy bien. —No veo ninguna diferencia entre los dos supuestos y estoy seguro de que Ethan tampoco, aunque él sin duda estaría dispuesto a jurar ante el Gran Jurado que estaba convencido de moverse dentro de la ley: «Si no leo literalmente las palabras que figuran en el documento, si solo resumo o parafraseo no se puede decir que esté divulgando su contenido, y por lo tanto no me afectan las prohibiciones estatutarias». Ese tipo de tecnicismos legales son los que irritan a la gente, pero sirven con frecuencia como excusa para vulnerar la legalidad. A los políticos les encantan salvo cuando los usan los miembros de otros partidos. Nosotros, los profesores de derecho, se lo enseñamos a nuestros alumnos como si se tratase de una virtud.

—Colin Scott… Colin Scott —murmura fingiendo que lo lee por primera vez—. No es un tipo muy agradable nuestro Colin.

—Vaya. ¿En qué sentido no es muy agradable?

Ethan no deja que le meta prisas. Odia tener que abandonar el escenario, aunque solo sea por un segundo, y aguarda la ocasión para volverlo a ocupar.

—Pertenecía a la Agencia, claro. Bueno, eso ya lo sabías. —No lo sabía, al menos no con seguridad; y ni siquiera el tío Mal, que está al corriente de todo, se vio con ánimo de decírmelo. Pero si el hecho fuera una completa sorpresa yo no estaría aquí. Sin embargo, la confirmación es otro golpe para Mallory Corcoran—. Estuvo mucho tiempo con ellos, destinado en el extranjero. Bueno, me parece que esto no lo puedo decir. Estuvo allí en los viejos tiempos, cuando tenían lo que se conocía como «Dirección de planificación». Veo que no lo habías oído. Bonito eufemismo, ¿no? Hoy en día lo llaman «Operaciones». Es la gente que está en el extranjero haciendo ciertas cosas. Bien, bien… —Sigue examinando las hojas—. Lo de Scott era por los años sesenta. Está lleno de zonas en blanco, lleno. No es infrecuente con la gente de Planificación. Ignoro el alcance de sus actividades. Pero lo que está claro es que era un mal tipo y que la Agencia se lo quitó de encima. Eso debió ser tras las vistas del caso de Church. Una nueva escoba, ya sabes. Scott era de la vieja escuela. Un tipo peligroso para tenerlo cerca.

—¿Por qué, peligroso?

Pero Ethan prefiere administrar sus pequeñas sorpresas de una en una y aguardar la reacción.

—Colin Scott no era su nombre verdadero. Supongo que lo sabías.

—A decir verdad, no lo sabía; pero no puedo decir exactamente que constituya una sorpresa. —Cuando estoy con Ethan tengo tendencia a emplear las mismas frases rimbombantes que son su único medio de expresión.

—Es uno de sus nombres, naturalmente —prosigue Ethan—. Tiene varios. Mira esto. Mmmm, sí. ¿Lo ves? «Scott» fue el nombre que le dieron junto con su nueva identidad cuando lo echaron. Le montaron… a ver… Sí, abrió una pequeña agencia de detectives en Carolina del Sur. Bueno. Ya lo sabías. Sin embargo, Carolina del Sur no fue su primera ocupación después de la Agencia, y Scott fue su segundo nombre falso. Según parece, algunos viejos amigos, de esos nada amigables, iban detrás del anterior. Del anterior al segundo, me refiero.

—Me estás hablando de enemigos.

—Bueno, sí. —A Ethan le molesta que lo interrumpa en su relato porque se divierte tomándome el pelo.

—¿Cuál era su nombre de verdad?

—Oh, Misha, si de mí dependiera te lo diría. Pero ya sabes, la seguridad nacional y todo eso. Lo siento. Las reglas son las reglas —se disculpa dándose importancia. De repente, el misterio se ha llenado de gente que podría ayudarme a resolverlo pero que se escudan en cuestiones de principios para no hacerlo.

—¿A qué se dedicaba en la Agencia? —pregunto para seguir conversando porque lo cierto es que me estoy quedando sin ideas.

—Flotaba. —Ethan me sonríe con satisfacción. Le encanta esa jerga—. Estaba en Planificación, como te he dicho; pero también trabajaba para Angleton, que dirigía la contrainteligencia, hasta que lo dejó. Luego llevó a cabo algunas operaciones paramilitares en Laos. Tenía un montón de contactos con… Bueno, no quiero aburrirte con los detalles. El caso es que si había alguna iniciativa comunista en alguna parte, algún fuego que apagar, llamaban a un tipo como Scott. No era ningún fanático, nada como Bircher. Esos tipos tienen tendencia a meterse en política, no en el Servicio de Inteligencia, y lo cierto es que Inteligencia no los quiere. No. Nuestro señor Scott era más bien una especie de estandarte. Digamos que uno de tus tecnócratas. Uno de esos tipos entregados a su trabajo, capaces de obedecer las órdenes aunque estas fueran de las que no suelen hacerse públicas. Como te he dicho, un hombre peligroso, aunque solo fuera por esa razón. Pertenecía a otra época. Un dinosaurio. La reliquia de una era que no lamento que haya pasado.

Lo dice como si denotara que no lamentamos su muerte, seamos quienes seamos.

Y denota algo más, algo que he temido pero que he enterrado casi desde la noche en que el tío Mal me contó que el agente McDermott era falso, un miedo que se me despertó bruscamente al oír la historia de la prima Sally, un miedo que se ha arrastrado hasta la superficie desde que Addison me contó que «Migaja» quería decir realmente «hija».

—¿Me estás diciendo que… mataba a gente?

—No te lo puedo confirmar, naturalmente —contesta Ethan remilgadamente—. Digamos que se trata, que se trataba de un hombre peligroso.

Le doy vueltas a todo eso: una reliquia peligrosa, un dinosaurio al que echaron de la Agencia discutiendo con mi padre en su estudio; el juez diciéndole que no hay reglas cuando una hija está en juego. Una hija, no una migaja. Y reapareciendo veinticinco años más tarde haciéndose pasar por agente del FBI, buscando algo frenéticamente, puede que forzando la entrada de Vinerd Howse y finalmente ahogándose en Menemsha Beach.

He pasado algo por alto, y tengo la impresión de que se trata de algo obvio.

Ya lo tengo.

—Solo una pregunta más, Ethan. ¿Cuándo echaron exactamente a Scott, o como se llame, de la Agencia?

Ethan vuelve a su actitud contrita.

—Verás… No creo que sea correcto por mi parte compartir las fechas auténticas contigo, Misha. La ley es la ley.

—Pero fue después de las vistas con Church, ¿no? Y esas vistas tuvieron lugar, ¿cuándo?, ¿en el setenta y cuatro?, ¿en el setenta y cinco?

—Por aquel entonces. Más o menos.

Por lo tanto, Colin Scott ya estaba fuera de la Agencia cuando Sally y Addison lo oyeron discutiendo con el juez. Sobre hijas, no sobre migajas.

Ya estaba fuera de la Agencia. Sí, y desde hacía poco. ¿Amargado? ¿Desesperado? ¿Dispuesto a ser seducido por las maquinaciones de Jack Ziegler y por la oportunidad de…?

—Ethan. Una última cosa.

—Lo que quieras, Misha. Lo que quieras que esté dentro de la legalidad.

—Cuando la Agencia lo ayudó a instalarse como detective privado, la primera vez, ¿dónde fue eso?

—En Maryland. Potomac, Maryland. Justo al otro lado del río, enfrente de Langley, ya me entiendes.

—¿Y qué nombre usaba por aquel entonces?

—Bueno… No creo que…

—No te preocupes. —Me pongo en pie. No puedo permanecer sentado ni un minuto más—. Gracias, Ethan, me has sido de gran ayuda. Si alguna vez necesitas algo de mí…

—Te lo agradezco, Misha. De verdad —murmura con su mejor sonrisa mientras me da la mano muy diplomáticamente.

Cruzo el pasillo con piernas temblorosas, abro mi despacho, cierro de un portazo y me derrumbo en una de las viejas butacas. Me fallan las fuerzas para llegar a mi escritorio, así que tendré que llorar ahí.

Ya sé lo que resultaba obvio, lo que tendría que haber sabido todo el tiempo y que en este instante veo con cristalina y horripilante claridad.

Ciertamente, Colin Scott, también conocido como el agente McDermott, usó en algún momento de su vida el nombre de Jonathan Villard, y, cuando se vio obligado a desaparecer, la Agencia creó la tapadera de su muerte a causa del cáncer.

No es de extrañar que la policía no tuviera copia del informe de Villard. Puede que el juez nunca se la diera. Puede que nunca tuviera intención de hacerlo. Incluso puede que mintiera a la familia cuando dijo que lo haría.

Los adversarios de mi padre estaban en lo cierto desde el comienzo: no merecía sentarse en el Tribunal Supremo. Pero no por las razones que ellos creían, no porque hubiera tenido demasiados almuerzos con Jack Ziegler o por —la verdadera razón— sus discutibles opiniones políticas.

Estaban en lo cierto porque mi padre conocía a Colin Scott.

Estaban en lo cierto porque, cuando Abby murió y la policía fracasó, el juez no contrató a un simple detective.

Contrató a un asesino.