El relato de un hermano
I
Por fin encuentro a Addison el tranquilo domingo previo al reinicio de las clases. He estado llamándolo desde que Mariah nos hizo su visita, incluso en los días de Navidad y Año Nuevo. Le dejé recados en el contestador de su casa, y a su productor en el estudio; lo intenté en su móvil y enviándole un mensaje de correo electrónico. Incluso localicé a Beth Olin, la poetisa, que resulta que vive en Jamestown, Nueva York; pero cuando escuchó quién era yo y lo que quería, me colgó. Hasta se me ocurrió hablar con alguna de sus ex esposas, pero mi audacia tiene un límite.
—He estado fuera. Lo siento —me dice mientras estoy sentado en mi estudio dando cuenta de un bocadillo de atún y contemplando los torbellinos de nieve invernal que vuelan por la calle. La previsión es que caigan unos buenos diez centímetros, pero aun así Kimmer se ha ido a trabajar. Addison suena agotado.
—¿Fuera? ¿Dónde no se te puede localizar en el móvil? —pregunto malhumorado.
—Sí. En Argentina.
—¿En Argentina?
—¿No te lo había dicho? Fui a echar un vistazo a unos terrenos. No sé, habré ido siete u ocho veces en los últimos dos años. Estoy considerando la posibilidad de construirme una casa allí abajo. —Puede que para irse a vivir hasta que los demócratas regresen a la Casa Blanca—. Me lo estaba pasando tan bien que me quedé unos cuantos días, y los días acabaron convirtiéndose en semanas. Bueno, de todos modos ya estoy de vuelta.
«¿Y los días acabaron convirtiéndose en semanas?»
—Pero ¿qué has hecho? ¿Has dejado el programa?
—Para ser sincero, el programa se está quedando un poco anticuado. Creo que ha llegado el momento de que reanude el trabajo con el libro.
Addison dice algo parecido no sé cada cuántos años, pero lo único que significa es que va a cambiar de ocupación. Que yo sepa, nadie le ha visto escribir una línea.
—Eso sería estupendo —le contesto lealmente—. Me refiero a lo del libro.
—Sí.
—Es una historia que necesita ser escrita.
—Sí. —No es solo el agotamiento lo que hace que la voz de mi hermano suene deprimida. Detecto un tono de resignación, y me pregunto a qué se habrá resignado—. Por cierto, hermano, ¿sabes qué? El FBI ha venido a hablar conmigo. Sobre tu mujer. —Ríe—. ¡Como si yo supiera algo de ella!
—Es una comprobación de antecedentes, Addison. Tienen que hablar con todo el mundo.
—Eso lo sé. Lo que no sé es por qué los malditos antecedentes de tu mujer deben incluir tantas preguntas sobre mi maldito dinero. —Por mucho que se rumoree que el procedimiento se ha vuelto mucho más estricto, estoy seguro de que Addison recuerda perfectamente, igual que yo, la embarazosa y obligatoria investigación a la que sometieron al juez cuando fue designado—. En fin, el caso es que me has dejado un montón de mensajes por todas partes. Debe de tratarse de algo serio.
He tenido tiempo sobrado para sopesar cómo debo proceder en este momento, así que doy un rodeo a la cuestión principal mencionando una secundaria y le cuento a mi hermano lo del desaparecido informe de Jonathan Villard, explicándole que resulta imposible encontrar copia en ninguna parte, incluyendo los archivos de la policía, que Meadows ya ha descartado. Le pongo al corriente de las dos páginas de notas de puño y letra del juez y le cuento que lo único que hemos podido sacar en limpio de ellas es que había dos personas en el coche que mató a Abby.
—Ah. —Es el único comentario de Addison. Luego, añade con sorpresa—: Realmente entre los dos habéis hecho grandes progresos. —Entonces sé que estoy en lo cierto. Mi hermano hace una pausa, pero espero a que vuelva a hablar. Por fin, formula la pregunta que sin duda más le preocupa—: Pero bueno, ¿por qué me cuentas todo eso?
—Ya sabes por qué —contesto en voz baja.
Mientras aguardo su respuesta me llega el sonido del televisor en el salón, donde Bentley está viendo un vídeo de lo más inocente que John y Janice Brown, sus padrinos, le regalaron por Navidad. Hace dos noches, Kimmer y yo asistimos a la fiesta que Lemaster Carlyle organiza pasadas la fiestas y nos unimos a un centenar de acomodados miembros de la nación más oscura y bailamos todo tipo de bailes hasta las tantas de la madrugada. Puede que, después de todo, sí tengamos algo de vida social.
—No. No sé por qué —contesta mi hermano en tono irritado.
—Sí. Porque sabes dónde está ese informe.
—¿Que sé qué?
—Sabes dónde está. O sabes lo que contenía.
—¿Qué te hace pensar eso? —Addison suena más asustado que molesto—. No tengo ni idea de lo que me hablas.
—Creo que sí la tienes. ¿Recuerdas el día en que enterramos al juez? Tú estabas al pie de la tumba y yo me acerqué para hablar contigo. ¿Recuerdas lo que me dijiste? Me dijiste que no sabías si alguna vez encontraríamos a los tipos que iban en el coche que mató a Abby. Esas fueron tus palabras, «los tipos».
—Seguro que me entendiste mal —contesta tras un instante.
—Lo dudo. No hay otra palabra que pudiera confundir con tipos en singular. —Silencio—. Addison, en todos estos años la familia siempre habló de dar con «el conductor» de aquel coche. Mamá solía decirlo antes de morir. Y papá. Y yo y Mariah. Y tú. Sin embargo, en el cementerio tú ya sabías que hubo dos personas en aquel coche. Creo que lo sabías porque leíste el informe.
—Todo eso es muy vago —responde Addison, pero me doy cuenta de que no está dispuesto a meterse en una discusión—. Puede que yo me equivocara, puede que solo hiciera conjeturas. No puedes sacar ninguna conclusión.
—Vamos, Addison. No juegues conmigo. Sabes que tengo razón. O bien el juez te entregó una copia o simplemente la cogiste de los archivos. El caso es que sé que la has leído, y que me gustaría saber lo que ponía.
De nuevo una pausa. Más larga esta vez. Oigo al fondo lo que me parece una voz; luego, la respuesta en susurros de Addison que parece pedir que le dé unos minutos. Puede que sea alguien que lo ha acompañado a Argentina. O puede que no.
Entonces, mi hermano suelta:
—Mierda.
II
Addison no está contento. Le estoy complicando la vida. Preferiría estar dando una conferencia en la facultad, mirando terrenos en Sudamérica o preparando su programa, por mucho que se haya quedado anticuado, antes que tener que dedicar tiempo y emociones a un miembro de la familia. Todos los hermanos hemos pasado nuestra vida adulta huyendo de nuestro padre, pero Addison fue el que huyó más lejos, y puede que esa fuera la razón de que el juez lo quisiera más que al resto. Hasta hace pocos meses, siempre había admirado a Addison, pero la forma como me ha estado evitando ha puesto a prueba mi compromiso fraternal.
—Escucha, hermano. Lo cierto es que no tengo ninguna copia del informe. Nunca la he tenido. Solo lo leí una vez. —Hace otra pausa, pero ya no puede escapar—. Papá me lo enseñó.
Contengo el aliento. Addison parece tan nervioso que no estoy seguro de creer una palabra de lo que cuenta.
—Muy bien. Dime qué ponía.
—Misha, de verdad, no te interesa saber más de ese asunto. —El tono de Addison se endurece—. Te lo digo en serio.
—Y yo.
—Estás loco. Estás tan loco como él.
Seguramente se refiere al juez, aunque también hay otros candidatos. Hace una semana y media recibí por fin la llamada del agente especial Nunzio. Sin mencionar a Maxine le comenté que creía que el padre Freeman podía haber sido asesinado por error. Nunzio me dio las gracias fríamente y me prometió sin ningún entusiasmo que lo investigaría. Pudo haber sido peor.
—Solo quiero saber la verdad —le digo a mi hermano con calma.
—No te entiendo, Tal —suspira Addison—. Eres cristiano, ¿verdad? ¿No dice en alguna parte que hay que llevar una vida de perdón y no de venganza?
—No busco venganza.
—Sí. Bueno, eso es lo que tú dices. Pero puede que no sea más que una mierda. —Sospecho que a Addison le gusta una cierta vulgaridad porque cree que le da a su educado discurso Garland un toque de autenticidad negra. Lo cierto es que suena forzado, como un niño que juega con palabras nuevas—. Puede que creas que no buscas venganza, pero puedes equivocarte. La verdad es que no sabes lo que te impulsa desde el fondo de tu corazón a obrar de este modo. Has de pedirle a Dios que te ayude a sanar las heridas de tu corazón, hermano.
Hace rato que he dejado de comer. Me estoy estropeando el apetito intentando luchar contra todo el humo que Addison me está soltando a través del teléfono e intentando comprenderlo.
Entretanto, Addison se pone a citar las Escrituras.
—«Benditos sean aquellos que te persiguen», nos dice Pablo en Romanos Doce. ¿Lo recuerdas? «No devuelvas con mal al mal». Y si lees la historia de Sansón…
Lo interrumpo sin miramientos, cosa que no había hecho desde que éramos niños.
—No estoy intentando devolver daño con daño. No intento hacer nada a nadie, Addison. Solo intento averiguar qué está pasando.
—Sí. Dices eso. Pero podría ocurrir que si lo supieras te entraran ganas de emprenderla contra alguien.
—Addison, por favor, no quiero emprenderla con nadie —contesto, porque acabo de darme cuenta de que la venganza de la que habla mi hermano puede tener algo que ver con él—. Solo quiero saber qué ponía en ese informe.
—No. No es eso. Créeme. No necesitas saberlo. No quieres saberlo. Quieres dejar el pasado en el pasado, hermano, y seguir adelante hacia el futuro. Quieres amar a tu familia y ocuparte de los asuntos de tu casa. Quieres enfrentarte al mundo con caridad en el corazón. Pero para nada quieres saber lo que ponía en ese informe.
—¿Y por qué no?
—Por la tentación. ¿Acaso quieres dejarte arrastrar por la tentación? Porque, créeme, ese informe estaba lleno de tentaciones para pecar.
Me lo está poniendo difícil, pero habiendo llegado hasta este punto, no quiero retroceder.
—Addison, por favor, al menos dime cuándo te lo enseñó papá.
Otra pausa mientras giran los engranajes de esa mente sutil y manipuladora.
—Digamos que hace un año. Quizá un poco más. Sí, el otoño pasado.
Tengo la impresión de que está adornando la verdad, alterándola de modo que resulte más cómoda, como suelen hacerlo los testigos. Por lo tanto, me preparo para un largo juego y contengo mi impaciencia mientras permito que la suya se desborde. Habiendo tomado más de una declaración a testigos conozco el modo de ir dando rodeos para llegar a lo principal y fingir desinterés al alcanzarlo.
—¿Tienes idea de por qué te lo mostró?
—No exactamente.
—Bueno. ¿Podrías explicarme cómo fue que te lo enseñó?
De nuevo, mi hermano se hace de rogar. Ignoro qué puede preocuparlo, pero aun así lo noto a través del teléfono.
—Como te he dicho, fue hace cosa de un año y medio. Papá me llamó. Iba a venir a Chicago para dar una conferencia y quería saber si podíamos almorzar juntos. Le dije que sí, claro. Ya sabes a lo que me refiero, no es que comulgara con sus ideas políticas y todo eso, pero era mi padre, ¿vale? Así pues nos fuimos a cenar a su hotel, uno de esos sitios exclusivos del centro; pero no en el restaurante, sino en su suite. Naturalmente tenía una suite enorme, con dos dormitorios. Como si los necesitara. Pero ya sabes, todos esos tipos de la derecha ante los que pronunciaba sus conferencias lo adoraban cuando lo oían disertar, así que siempre le permitían todos los caprichos. ¿Te acuerdas de las tarifas que cobraba? Treinta mil, cuarenta mil dólares… A veces más. ¿Cómo era posible? Pero, de ese modo, esos tipos podían volver a sus clubes y explicar a sus colegas que había un negro que compartía sus insensateces extremistas, lo cual demostraba que tenían razón. ¿Sí o no? —Nunca he oído tanta hostilidad en el tono de mi hermano, aunque también es posible que nunca me haya dado cuenta de lo mucho que Addison aborrecía al juez—. El caso es que estamos cenando en su suite. Y me dice que no quiere que nadie pueda escuchar lo que me va a decir. Yo bromeo y le suelto: «¿Y si te han llenado esto de micrófonos?», pero él no se ríe. Se lo toma muy en serio. Me mira y me dice: «¿Crees que pueden haberlo hecho?» o algo parecido. Yo me pongo en plan tranquilizador y le digo que solo estaba bromeando, pero él me contesta que ya ha cambiado una vez de suite por ese motivo. Yo añado que sí, que fue una jugada muy hábil; pero lo que se me ocurre es que puede que esté… Ya sabes. No sé si me entiendes… ¿Estás seguro de que quieres oír todo esto?
—Sí —mi tono es duro.
—Muy bien. Tú lo has querido. Entonces nos sentamos a la mesa para cenar, la suite disponía de una especie de comedor, y se me ocurre que vamos a charlar de las finanzas de la familia. Ya sabes, cosas como «dónde está el dinero si me ocurre algo». Tiene un aspecto muy serio, como el que tenía cuando nos echaba un rapapolvo y nos sermoneaba sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal y sobre cumplir con lo prometido. Entonces se pone muy nervioso y me dice… Me dice: «Hijo, tenemos que hablar de algo muy importante». Yo le digo que sí, que vale; pero él me advierte que puede resultar difícil de comprender. Me pongo muy derecho, y él me dice que hay una parte de su vida de la que nunca ha hablado con la familia. Yo asiento, y él añade que ha acudido a mí porque yo soy el mayor. Vuelvo a asentir.
La cara me arde al oír todo eso: los celos ante el lugar de privilegio que Addison ocupaba en el corazón del juez. Pero, por una vez, tengo la inteligencia de quedarme callado.
—Creo que va a hablarme del dinero. Sin embargo, abre una carpeta y saca un puñado de papeles, cinco o seis hojas, y me dice: «Quiero que leas esto. Has de saberlo». Yo le pregunto de qué se trata. Me pregunto si se tratará de algún plan de inversiones; pero él me dice: «Se trata del informe de Villard». Le pregunto quién es Villard, porque es cierto que no lo recuerdo. Pero él se pone furioso y me suelta: «Hijo, te he dicho que lo leas, así que léelo». Ya sabes cómo era. «Simplemente léelo». Y eso hice.
Addison calla sin darse cuenta de que ha dejado la historia a medio terminar. Le he preguntado cómo fue que leyó el informe y eso es lo que me ha contado.
—¿Te dijo por qué quería que lo leyeras?
—Pasaba algo. No lo sé. Algo lo asustaba.
—¿Asustaba?
—No lo sé, ¿vale? Me refiero a que yo no prestaba tanta atención. No me interesaba.
—¿No te interesaba? Addison, por favor, era nuestro padre.
—¿Y qué? Escucha, podría contarte unas cuantas cosas que no te gustarían sobre nuestro padre. Aquel escándalo de la designación realmente lo machacó. Tú y Mariah nunca os disteis cuenta; pero, claro, no era a vosotros a quienes llamaba en plena noche, bebido. Sí, bebido. Porque volvió a beber. No lo sabías, ¿verdad?
Claro que lo sé. Lo sé porque Lanie Cross me lo dijo, pero dado que mi hermano parece decidido a hablar, no pienso interrumpirlo.
—Sí. Papá solía despertarme en plena noche, llorando por esto o por aquello. Y todo porque yo era el mayor. «No compartiría esto con nadie más, hijo». Eso era lo que acostumbraba a decir, como si fuera un gran honor que me hiciera levantar a las dos de la mañana para contarme que merecía morir por sus pecados, que iban a matarlo cualquier día de aquellos, sin molestarse en decir quién sería. O sea que vale: papá estaba paranoico perdido. Pensaba que todos lo perseguían. La verdad es que estaba como un cencerro. ¿Es esto lo que quieres saber, hermano? ¿Es lo bastante directo para ti? Fantástico. Sí, andaba con no sé qué historia acerca de que alguien había ido a verlo y que tenía un problema muy gordo y que necesitaba que yo leyera aquellos papeles. Y allí estaba yo, en aquel hotel, intentando averiguar cómo el hecho de leer aquel informe podría arreglarle las cosas. Tampoco era que me importase mucho. Estaba tan harto de él, tan harto de toda la basura que había tenido que soportarle…
Addison se calla. Los Garland podemos hacerlo, como darle a un interruptor. Seguramente es una de las razones por la que las mujeres siempre acaban detestándonos.
—Puede que me equivocara —prosigue en un tono más suave—. El juez acudió en mi busca para que lo ayudara, y lo dejé en la estacada. Eso estuvo mal, no importa bajo qué punto de vista religioso. Y también está mal que hable de él como lo estoy haciendo ahora.
Hace otra pausa. Me lo imagino en su casa de Chicago, con los ojos cerrados, porque está murmurando algo parecido a una plegaria, puede que pidiendo perdón, puede que buscando fuerzas, puede que solo de cara a la galería.
—Addison… —Los murmullos prosiguen—. ¡Addison!
—No tienes por qué gritar, Misha. —El hermano mayor y fanfarrón ha regresado. El furioso y casi balbuciente Addison de hace un instante ha desaparecido, como llevado por el demonio—. Hay un invento estupendo que se llama «teléfono» con el que uno puede hablar en tono normal, y la persona al otro lado de la línea puede escucharte perfectamente, aunque se encuentre en Chicago.
—Vale. Vale. Lo siento. Pero, escucha, ¿qué pasaba? ¿Quién había ido a verlo? Me has dicho que alguien le dio un susto tremendo.
—Bueno, mira. La verdad es que creo que sería mejor que no te contara esa parte. Me refiero a que el juez me hizo prometerlo.
Sopeso la situación. Estoy cerca, ¡tan cerca! Además, Addison nunca ha sido bueno guardando secretos salvo cuando tiene que ocultar una novia a otra. Debe haber un medio para que lo suelte, y estoy decidido a encontrarlo. En algún lugar profundo en mi interior, un sitio que los Garland nunca confiesan, mi furia empieza a bullir. Una furia dirigida a mi hermano por jugar a estos juegos conmigo; pero principalmente furia contra mi padre por confiar en su primogénito, el frívolo nacionalista, en lugar de su otro hijo, el abogado. «Si querías confiarte a Addison, entonces ¿por qué demonios no te las ingeniaste para dejarle a él la nota y hacer que le entregaran el peón?», me entran ganas de gritarle.
Solo que jamás se me habría ocurrido gritar al juez.
Entonces recuerdo que Addison, de entre todos nosotros, era el único que discutía con él. Cuando el juez tomaba posesión de la mesa a la hora de la cena y nos soltaba uno de sus sermones sobre lo que había y no había que hacer, Mariah y yo nos sentábamos obedientemente y contestábamos con las respuestas adecuadas «sí, señor», «no, señor», «lo que usted diga, señor». Pero Addison, incluso de adolescente, lo miraba a los ojos y replicaba: «¡Chorradas!». Naturalmente lo encerraban durante una semana, pero podíamos leer el orgullo en sus hermosos ojos, e incluso en los del juez. «Me gusta el desparpajo de ese muchacho —le decía a nuestra madre—. Aunque esté mal dirigido».
Bien. Su desparpajo lo ha llevado lejos en la vida. Veamos cuánto.
—Vale. ¿Y qué ocurrió con ese informe?
—¿Qué quieres decir con «qué ocurrió»?
—¿Lo leíste? ¿Papá se lo llevó con él?
El tono de Addison se hace lento.
—No. Me lo llevé yo. Le prometí que lo leería. —Puedo oír su respiración entrecortada al intentar controlar su ira—. ¡Ya no está, Misha! No preguntes más. Me deshice de él.
—¿Cómo? ¿Quieres decir que lo tiraste?
—Ya no existe. Eso es todo.
Lo creo. Fuera lo que fuese que contenía el informe, Addison no quería que nadie lo viera. Y no va a decirme por qué.
—Muy bien, Addison. Olvídate de lo sucedido al informe. Olvídate de los motivos que pudiera tener el juez para estar tan asustado. Déjame que te cuente la otra razón por la que deseaba hablar contigo. —Addison, seguramente aliviado porque haya cambiado de asunto, no pone objeciones—. Quiero preguntarte sobre algo que el juez no pudo pedirte que guardaras en secreto porque no sabía nada al respecto.
—Dispara —responde benévolamente porque cree que he agotado mi munición.
Así pues, le hablo de mi encuentro con Sally, le describo la noche en la que los dos estuvieron juntos, haciendo el amor, y fueron interrumpidos por la furiosa discusión del juez con Colin Scott.
—Sí —replica cuando acabo—. Sally me ha dicho que estuvo hablando contigo y que se fue de la lengua. Pobrecilla.
—Addison…
—Debes comprenderlo, Misha. Sally ha conocido tiempos difíciles. ¿Tienes idea de cuántas veces ha pasado por tratamientos de rehabilitación? A veces adorna un poco las historias, ¿vale? Las cosas no son necesariamente como ella las cuenta.
Se refiere al sexo, no a la discusión.
—Está bien, Addison. No me importa lo tuyo con Sally. De verdad que no —miento, pero no veo razón para recordarle lo mal que estaba, sobre todo teniéndolo contra las cuerdas—. Lo que me interesa es la discusión que tuvieron el juez y Colin Scott. Sally me dijo que pudo escuchar parte de lo que dijeron. Lo que quiero saber es qué oíste tú.
Silencio.
—Vamos, Addison. Apuesto a que te enteraste de todo, o casi.
—Lo oí casi todo —reconoce finalmente—. Pero no puedo hablarte de ello, Misha. De verdad que no.
—¿No puedes? ¿Qué quieres decir con eso? Addison, el juez no es de tu exclusiva propiedad. También era mi padre.
—Sí, pero hay ciertas cosas sobre un padre que… —Vacila y lo vuelve a intentar—. Mira, Misha, hay asuntos sobre papá que de verdad no te interesa conocer, créeme. Quiero decir que… Mira hermano, papá la cagó, ¿vale? Nos ocurre a todos; pero papá… Bueno, si te lo hubiera dicho no me habrías creído, y no pienso hacerlo. —Hace otra pausa. Puede que perciba mi dolor. O mi perplejidad. O mi simple necesidad. Gruñe: Addison no es persona capaz de soportar el sufrimiento de otro ser humano, lo cual es un rasgo de personalidad que siempre me ha gustado y he envidiado. A veces creo que es ese aspecto de su carácter, y no el simple deseo sexual, el que lo ha llevado por el camino de la promiscuidad. No soporta tener que decir «no». Puede que eso explique sus frecuentes y misteriosos distanciamientos de la familia, a veces durante meses o años: para mantenerse cuerdo ha de buscar un modo de negarse a lo que los necesitados le reclaman.
Me aprovecho descaradamente de su debilidad.
—Vamos, Addison, tienes que contarme algo. Me voy a volver loco si no consigo descubrir qué está ocurriendo o lo que pasó aquella noche. —Bajo el tono de mi voz—. Mira Addison, no quiero entrar en detalles, pero está arruinando mi vida.
—No hablas en serio, hermano.
—Hablo muy en serio. ¿Recuerdas cuando el tío Jack apareció en el cementerio? Desde entonces… Bueno, no te lo creerás, pero está hundiendo mi matrimonio, Addison, y me está volviendo loco. Así que, por favor, dime lo que sea. Tengo que saberlo.
Mi hermano lo medita largamente. Se supone que yo debería estar acabando un artículo que me permita recuperar la estima de mis colegas; sin embargo, estoy dispuesto a posponerlo toda la tarde con tal de conseguir la respuesta. Al final, Addison, Dios lo bendiga, parece captar lo auténtico de mi necesidad, y la compasión consigue lo que ningún argumento puede.
—Muy bien, Misha. Muy bien. Tienes razón. Escucha, te diré lo que haremos. Te contaré un hecho concreto, pero nada más, hermano. En serio. Es la sagrada verdad.
—Lo sé, Addison. Lo sé y lo respeto.
El silencio de mi hermano denota cierta suspicacia. ¿Y por qué no? Estoy mintiendo descaradamente. Addison sigue haciéndome esperar. Incluso a cientos de kilómetros, en su casa de Chicago, con mi salud mental entre sus manos, resulta simpático en su silencio. Procuro ser paciente, procuro no decir la palabra equivocada, procuro no decir nada porque respeto la fragilidad del momento. En el silencio de mi hermano noto perplejidad, puede que furia. Nunca ha querido contarme nada, quería convencerme de que abandonara mi búsqueda; pero ha fracasado y está indignado por ello.
También me doy cuenta de algo más, de algo que percibí al comienzo de nuestra conversación y que ya puedo confirmar: mi hermano tiene miedo. Ojalá pudiera yo saber de qué o quién.
Por fin, se digna hablar.
—Solo te diré una cosa, Misha. Eso será todo. Por favor, no me pidas que te cuente más porque no lo haré. Solo una cuestión y ya no responderé a nada más.
Suena como un político que se negara a hablar de su vida privada.
—Una cuestión. Lo entiendo.
—Muy bien. Escucha: cuando Colin Scott estuvo en Shepard Street aquella noche, me enteré de todo. De cada palabra. —Mi hermano deja escapar un suspiro—. Sally te dijo que oyó a papá decir «no hay reglas cuando una migaja está en juego», ¿cierto?
—Cierto.
—Bien. Yo lo oí también. Y estaba mucho más cerca. —Hace una pausa final, quizá intentando hallar algo, una frase, un argumento, algo que me detenga. Evidentemente no lo encuentra y prosigue—: Como siempre, Sally lo interpretó mal. La palabra que papá usó no fue «migaja». La palabra fue «hija».
Oigo un clic.
Me ha colgado.
III
Morris Young me hace un hueco por la noche de ese mismo día porque se da cuenta de que estoy desesperado. Nos encontramos en la iglesia alrededor de las ocho, y me escucha pacientemente. Cuando acabo, no me ofrece su consejo, sino que me cuenta una historia.
—En el Viejo Testamento, en el Génesis, aparece la historia de Noé.
—¿El Diluvio?
El rostro picado de viruela se le suaviza.
—No. El Diluvio no, claro que no. En la historia de Noé hay mucho más que el Diluvio, Talcott.
—Lo sé. —Como si fuera verdad.
—Estoy seguro de que sí. Estoy seguro de que recuerdas el relato del Génesis nueve, cuando Noé se emborrachó y se tumbó desnudo en su tienda. Su hijo Cam fue a buscarlo y lo halló desnudo; entonces se lo contó a sus hermanos, Sem y Jafet. ¿Lo recuerdas? Y Sem y Jafet entraron en la tienda de espaldas para no ver a su padre desnudo, y lo taparon. Cuando Noé se despertó, maldijo a su hijo Cam. Ya lo ves, Cam no respetó a su padre porque quiso verlo desnudo. Y también quiso que sus hermanos lo vieran desnudo. ¿Qué clase de hijo es un hijo así, Talcott? ¿Comprendes la historia? Se supone que los hijos no han de ver a sus padres desnudos. Un hijo no tiene por qué conocer todos los secretos de un padre o, lo que es lo mismo, sus pecados. Y si los conoce, se supone que no debe contarlos. ¿Lo entiendes, Talcott?
—¿Cree usted que debería dejarlo? ¿Que no debería intentar averiguar en qué estaba metido mi padre?
—Yo no puedo decirte lo que debes hacer, Talcott. Sin embargo, sí puedo decirte que el Señor espera que respetes a tu padre. Puedo asegurarte que aquellos hijos que persiguen los pecados de sus padres los encontrarán. Y también puedo decirte que la Biblia nos enseña que unos hijos así acabarán siendo desgraciados.