35

El esqueleto

I

¡Nunca adivinarás lo que ha sucedido! —me anuncia una alegre Dana Worth, entrando en mi despacho sin llamar.

—Tienes razón —replico, molesto, sin apenas levantar la vista de las galeradas que estoy corrigiendo con un lápiz rojo medio roto. Desde mi regreso de Martha’s Vineyard no me he sentido emocionalmente lo bastante fuerte para trabajar mucho. Estamos a finales de la segunda semana de enero, y las calles de Elm Harbor están cubiertas de nieve sucia. El semestre de primavera comienza oficialmente el próximo lunes, pero me veo incapaz de prestar atención a los detalles cotidianos de la facultad. Los alumnos han estado presentándose con excusas por no haber entregado sus trabajos, pero no he malgastado palabras en reprimendas. La biblioteca me sigue reclamando el libro que les extravié. Esta mañana temprano me ha llamado Shirley Branch, que aún sigue deprimida por la desaparición de su perro. He intentado consolarla, como se supone que debe hacerlo un mentor, aunque tuve la tentación de decirle que no puedo concentrarme en buscar más de una cosa a la vez. En Vineyard, Maxine me rogó que siguiera buscando «las disposiciones», pero no estoy seguro de poder hacerlo. Me acosan demasiados fantasmas.

La pasada noche, alrededor de las once y media, el teléfono nos despertó, y Kimmer, que duerme en el lado donde está el aparato, descolgó, escuchó durante unos segundos y me lo entregó sin decir palabra. Era Mariah, de nuevo, que llamaba para revelarme hechos hasta ese momento desconocidos. Mientras mi esposa metía la cabeza bajo las sábanas, mi hermana me contó que había conseguido sonsacar al pobre Warner Bishop cuando por fin pudo hablar con él, durante un almuerzo que habían tenido en Nueva York. En su relato, Mariah confirmó mis temores. Según parece, Warner mintió a la policía: la noche en que Freeman Bishop murió, tal como explicó la sargento Ames, este llamó a su parroquia para avisar de que iba a llegar tarde a la reunión porque tenía que hacer un alto para consolar a un feligrés. Sin embargo, a su hijo, que casualmente lo había llamado antes de que saliera, le contó una historia diferente: le dijo que iba a llegar tarde porque tenía que ver a un agente del FBI que había pasado por la iglesia a primera hora de aquella mañana para citarlo a una reunión secreta y hablar sobre cierto miembro de la congregación. Bishop hizo jurar a su hijo que mantendría el secreto. ¿Por qué ocultó Warner ese hecho a la policía? «Porque tenía miedo», me respondió Mariah. ¿De quién? «De quien fuera que asesinó a su padre». Luego, Mariah se dejó llevar por el entusiasmo: «Quise decírtelo antes, Tal, cuando fui a verte a tu casa, pero te pasaste todo el rato criticándome por no confiar en ti. Ahora sí que lo hago». Intenté recordar si realmente había sido tan cruel. Antes de que pudiera averiguar si Mariah esperaba de mí una disculpa, ya había pasado al segundo punto de su relato: «Entenderás por qué no me fío del FBI». Pero sabía igual que yo que el FBI de verdad no tenía nada que ver con lo sucedido a Freeman Bishop.

—Misha, préstame atención. —Querida Dana aparta una pila de papeles sin preocuparse de dónde pueda querer yo que estén y se sienta en la esquina de mi escritorio. Los pies no le llegan al suelo y adopta su postura habitual—. Tengo buenas noticias. Es importante.

Me recuesto en mi vieja butaca y oigo el familiar crujido de los cojinetes rotos. En mi experiencia, nada salvo la política de la universidad puede despertar tanto entusiasmo en mi amiga, así que me preparo para un interminable relato de triunfo y tragedia relacionado con la cuestión de quién va a ser o quién no va a ser nombrado en la facultad, asunto que, aunque no se lo haya explicado a Dana, ha dejado de importarme.

—Te escucho —le digo.

Ella sonríe maliciosamente, del modo que reserva para bromear con los viejos amigos e incordiar a los alumnos novatos. Viste un jersey oscuro y unos pantalones beige que encajarían con una quinceañera, pero cuya marcada raya sugiere una prenda asequible solo para las quinceañeras de Beverly Hills.

—De hecho tiene que ver más con tu mujer que contigo.

—Te sigo escuchando.

No me imagino qué aspecto de la vida de Kimmer puede parecerle fascinante a Dana, pero siempre estoy dispuesto a aprender.

—Esta es buena, Misha.

—No me cabe duda.

—No eres gracioso, ¿lo sabías?

—Dana, ¿me lo vas a contar o no?

Se enfurruña un momento porque no está acostumbrada a este Misha Garland tan poco amistoso, pero llega a la inevitable conclusión de que su chismorreo es demasiado jugoso para no contarlo.

—Bueno. Nunca adivinarías quién ha pasado las dos últimas horas en el despacho de la decana Lynda.

—Cierto. —Vuelvo mi atención a las galeradas.

—¿Cierto?

—Cierto: nunca lo adivinaré. Así pues, ¿por qué no me lo dices?

Dana pone mala cara y espera a que yo caiga en la cuenta. Luego, se lanza.

—Te daré una pista, Misha. Están usando sus dos líneas telefónicas, me refiero a esa persona y a Lynda, y están hablando con todo Washington para convencer a los de allí de que él no ha plagiado el mundialmente famoso capítulo tercero de su único libro.

Mi asiento rebota hacia delante con un crujido de sorpresa. Durante un instante maravilloso las preocupaciones sobre las disposiciones de mi padre, Freeman Bishop y la mujer de los patines se esfuman.

—¿No querrás decir…?

—Eso quiero decir: el hermano Hadley.

—Estás bromeando. Tienes que estar bromeando.

—No estoy bromeando. El capítulo tercero, el que siempre cita, el único que todos citan; pues bien, parece ser que lo copió de un artículo no publicado del mismísimo Perry Mountain.

—¿Que Marc ha plagiado al hermano de Theo? ¿Marc? No lo creo.

Mi incredulidad decepciona a Dana, que esperaba que la felicitase.

—¿Por qué te parece tan increíble? ¿Opinas que Marc es un dechado de virtudes? ¿No lo ves capaz de mentir y engañar como todo el mundo?

—No se trata de eso. Es que me cuesta creer que Marc haya llegado a pensar que las ideas de otro pudieran ser lo bastante buenas para hacerlas pasar como suyas.

Eso me granjea la sonrisa de aprobación de Dana.

—Bueno, por si lo has olvidado, el hermano Hadley también padece el caso de bloqueo de escritor más grave de la historia de la civilización occidental. Por eso, puede que publicar ideas que no sean suyas le parezca mejor que no publicar nada de nada, ¿no?

Meneo la cabeza. Todo esto está yendo demasiado deprisa. El camino de Kimmer se ha despejado de golpe.

Salvo… Salvo…

—Dana, ¿qué es exactamente lo que se supone que ha hecho Marc?

—¡Ah!, esto es lo mejor, querido. —Salta del escritorio y empieza a desgastarme la moqueta en círculos—. Según parece, un estudiante estuvo repasando los archivos de UCLA, ya sabes, documentos viejos…

II

—… Y resultó que tropezó con unos artículos nada más y nada menos que de Pericles Mountain —le cuento a Kimmer por teléfono unos minutos más tarde, tan pronto como Dana ha salido a esparcir la noticia por los pasillos, tras haberle pedido a su secretaria que la sacara de la reunión en la que estaba. Me doy cuenta de la repentina impaciencia de mi mujer a medida que le voy repitiendo los detalles de la historia que me acaba de contar Dana. Impaciencia pero también emoción—. Y ahí lo tienes, sentado en algún sótano de la facultad de derecho de UCLA, leyendo ese material, haciendo lo que los estudiantes hacen cuando no quieren estudiar. Pero resulta que acaba de leer el libro de Marc en una de sus clases. Entonces, descubre ese documento y encuentra que el estilo es muy parecido y se pregunta si no habrá dado con un primer borrador del libro de Marc y si podrá presentarlo en el seminario que tiene la semana que viene, para sorprender a todos explicándoles lo que el gran Marc Hadley pensaba acerca de escribir antes de que cambiara de idea. —Los dos nos reímos. Kimmer está tan contenta con la noticia que casi somos felices juntos—. Solo que, cuando lo examina más de cerca, resulta que no se trata de ningún borrador de La mente constitucional, sino de una copia de cierto artículo escrito por Perry Mountain. Está a punto de descartarlo, pero la similitud en el lenguaje lo intriga, así que lo salva de la papelera de reciclaje y se lo lleva a su apartamento donde, unos días más tarde, lo compara con el libro. Y sí, son idénticos, palabra por palabra. Por lo tanto, se lo cuenta a su profesor, y este a otro y así sucesivamente. Y aquí estamos.

—No puedo creerlo —se maravilla mi esposa, aunque lo crea de cabo a rabo—. ¿Sabes lo que esto significa, Misha? No puedo creerlo.

—Comprendo lo que significa, cariño.

—Tendrá que retirar su candidatura, ¿no? Tendrá que retirarla.

Parece casi atolondrada, una Kimmer que no reconozco.

—Por supuesto. Tendrá que retirarse. Felicidades, señoría.

—¡Oh, cariño, esto es maravilloso! —Se me ocurre de repente que Kimmer se alegra demasiado de la desgracia, o mejor dicho, del error de su rival, y ella también se da cuenta—. Bueno… Lo siento por Marc. Hubiera preferido conseguirlo de otro modo. Es solo que… —Hace una pausa. Casi puedo notar su cambio de humor—. ¿Has hablado con Mallory?

—Con nadie salvo contigo.

—Me encantaría saber qué dice la gente de Washington.

—Lo llamaré tan pronto como hayamos acabado —le prometo.

—Creo que haré algunas llamadas por mi cuenta.

No sé si eso se me antoja más ominoso que optimista.

—Es francamente sorprendente —añado para seguir la conversación.

—Sin embargo, sigo sin entenderlo —objeta Kimmer, que opina que los seres humanos son seres racionales—. No entiendo que pudiera hacer semejante estupidez. Me refiero a Marc.

—Todos cometemos errores.

—Pues este es uno de los gordos. —A medida que le va dando vueltas sigue cambiando de humor y empiezan a formarse nubarrones de duda. Lo capto en su tono—. No tiene sentido, Misha. ¿Por qué iba Marc a copiarlo? ¿No temía que lo descubrieran?

—Bueno, esa es la parte interesante. Resulta que Perry Mountain se puso enfermo y nunca publicó ese artículo. La mente constitucional apareció tres años después de su muerte.

Kimmer, escéptica, sigue sin convencerse. Su buen humor se está desvaneciendo.

—¿Y nadie se dio cuenta? ¿Perry no envió ninguna copia a nadie? A Theo, por ejemplo. Quiero decir que Theo se habría puesto furioso con la publicación del libro.

Frunzo el entrecejo. No había considerado esa posibilidad, y le digo que hablaré con Dana y lo aclararé.

—¿Tu fuente es Dana? —estalla Kimmer. Está claro que queriendo alegrar a mi esposa con la noticia que más deseaba, lo único que he conseguido es que se enfade—. Vamos, Misha, ya sé que es colega y amiga tuya, pero no es de las que se enteran como es debido.

—Kimmer…

—Además, no puede tragar a Marc —añade mi esposa como si ella pudiera—, así que puede que sea un poco tendenciosa.

—Pero por otra parte, siempre está al tanto de lo que ocurre en la universidad.

—Lo siento, Misha. —Mi esposa vuelve a su actitud de siempre, fría y suspicaz con todo y todos—. Pero tengo la impresión de que se trata de un montaje.

Intento quitarle importancia.

—Sería tomarse mucho trabajo solo para un montaje.

Se hace el silencio mientras ella lo medita.

—Puede que tengas razón —masculla—, pero debo decirte que el asunto suena de lo más raro.

Es solo después de haber colgado el teléfono y de haber regresado a la inacabada corrección de mis galeradas cuando me doy cuenta de que es posible que Kimmer tenga parte de razón.

Parece un montaje.

Pero la víctima del montaje no es mi esposa.

III

—Claro que lo sabía —me explica Theophilus Mountain descubriendo una ancha sonrisa bajo las profundidades de su barba—. ¿Crees que no me había dado cuenta?

Como me ocurre siempre después de discutir con mi mujer me siento aturdido, con la cabeza más llena de ruido que de ideas, y no acabo de asimilar la respuesta de Theo.

—¿Sabías que Marc había copiado su capítulo tercero del artículo de tu hermano? ¿Lo has sabido durante todos estos años y aun así no has dicho nada?

Theo ríe y cambia la postura de su corpachón en la butaca de madera del despacho. Está encantado de presenciar la caída de Marc Hadley, uno de sus muchos enemigos. La mayoría de la gente a la que desprecia es por sus convicciones políticas: a Stuart Land, por ejemplo. Sin embargo, el ambicioso Marc Hadley ha cuidado siempre su imagen de erudito no comprometido con ninguna ideología. Theo lo odia por su arrogancia. Desde el día en que llegó a Elm Harbor para dar clases de derecho constitucional, Marc Hadley jamás se ha inclinado ante Theophilus Mountain como solían hacerlo los jóvenes de su misma especialidad y… como ya nadie hace. En la actualidad, los jóvenes se arrodillan ante Marc. Theo nunca le ha perdonado que cambiara las reglas establecidas.

—Nunca lo consideré necesario —me dice Theo, que se pone a caminar por su amplio despacho situado al final del primer piso y con vistas sobre la entrada principal del Oldie.

Según los chistosos de la facultad, Theo contempla desde su ventana cómo entran los nuevos miembros de la facultad y cómo los viejos salen para siempre. Sin embargo, él parece inamovible; igual que su despacho, un increíble desorden lleno de papeles que se amontonan hasta el techo y que ocupan más de la mitad de la superficie. El mío está limpio y ordenado, igual que la mayoría de los del edificio; pero el de Theo es una obra maestra, un monumento al verdadero genio del desorden. La única manera de poder tomar asiento es desplazando algún montón de basura. A Theo no parece importarle dónde ponga lo que aparte o qué montones derribe en el intento de despejar una silla. Nunca tira nada, pero tampoco vuelve a mirar lo que ha conservado. Se dice que tiene copias de todos los memorandos de la facultad desde los albores del siglo. A veces creo que puede ser cierto.

—Nunca lo consideré necesario —me repite acercándose al cajón de un fichero, abriéndolo y hojeando al azar su contenido—. Por aquel entonces, Marc era más joven y también más idiota que ahora, y estaba convencido, como suelen estarlo todos lo que llegan aquí por primera vez, de que sabía prácticamente todo lo que había que saber. Un día estuvimos almorzando y hablamos de Cardozo. Al final resultó que no sabía casi nada de Cardozo.

Theo ha debido de encontrar algo fascinante en el fondo del cajón porque se inclina y mete la cabeza dentro, igual que un personaje de los dibujos animados. Casi espero ver su cuerpo desaparecer dentro, con los pies agitándose en el aire.

—¿Necesitas ayuda?

—¿Bromeas? —Reaparece sujetando un grueso sobre marrón en sus gordas manos—. En fin, el caso es que le comenté lo del artículo que mi hermano había escrito argumentando que el método judicial de Cardozo era el modelo que habían seguido todos los constitucionalistas desde mil novecientos cuarenta.

—Esa es la teoría de Marc —digo en voz baja.

—¡La de Perry! —me corrige Theo de buen humor—. Marc me preguntó si podía ver una copia del artículo. Bueno, a mi hermano no le gustaba compartir sus trabajos si no era con Hero o conmigo. Pero Marc me caía bien, pensaba que prometía, así que le presté una copia. —Me entrega una carpeta y, antes de abrirla, ya sé que contiene la demostración del plagio de Marc: el artículo no publicado sobre Cardozo de Pericles Mountain, la fuente nunca citada del capítulo tercero del libro de Marc, la sola y única idea por la que ha recibido todos los premios que el mundo académico puede otorgar.

Hojeo las páginas amarillentas y veo las anotaciones de puño y letra de Theo, las tachaduras, los añadidos, las manchas de café.

—¿Estás seguro…?

—¿De que Marc lo copió? Claro que sí. Léelo y lo comprobarás por ti mismo.

—Y tú, cuando salió el libro, ¿lo sabías?

—Claro que sí.

—Entonces —planteo la pregunta de Kimmer—, ¿por qué no hiciste nada?

—¿Como qué?

—Denunciarlo públicamente.

Theo frunce el entrecejo, como si ni él mismo conociera la respuesta. Pero sí la conoce. Puedo leerlo en sus cautelosos y calculadores ojos. Theo lo ha visto casi todo y, aun así, la vida no parece aburrirlo. Cuando me sonríe de nuevo, su mirada es tan taimada que me asusta.

—Bueno, yo no diría exactamente que no hice nada.

—Qué dirías que hiciste.

—Se lo dije a Marc.

—¿Y por qué se lo dijiste a él y a nadie más?

Entonces me doy cuenta. ¡Es tan típico de Theo! ¡Claro que se lo dijo a Marc! Se lo dijo para poder tenerlo cogido por el cuello en los años venideros, y no se lo dijo a nadie más para que Marc estuviera en deuda con él. Y también porque, según me percato en este momento, Theo, mi mentor de otros tiempos, es la clase de tipo envidioso y lleno de odio que prefiere reservarse el secreto de la perfidia de Marc antes que compartirlo con el mundo. Si los demás hubieran sabido que el gran Marc Hadley era un mentiroso y un farsante, Theo habría visto menguado su placer.

Además, manteniendo el secreto estaría en condiciones de esperar tranquilamente a que llegara el momento de desmontar el castillo de naipes de Marc. Eso suponiendo que fuera él quien se lo desmontara.

—No quería ver a Marc metido en un apuro —afirma con el tono piadoso de un hombre que nunca ha despreciado a un colega en la vida. Según parece, la memoria de su hermano le importaba bien poco, lo que deseaba era ver sufrir a Marc—. Pero quería que supiera que las ideas no son siempre tan fáciles de disfrazar. Quería que supiera que yo lo sabía y que no quería que volviera a hacerlo. En fin, supongo que ya sabes lo que pasó. Todo el mundo lo sabe.

Por un instante no lo entiendo. Luego lo veo todo claro.

—Su bloqueo de escritor.

—Exacto. —Theo casi ríe de satisfacción—. Supongo que lo asusté tanto que nunca más se ha atrevido a escribir otro libro.

También puede que le ordenara no hacerlo, de modo que su arrogante colega tuviera que soportar años de comentarios sobre su malgastado potencial.

—¿Cómo pensaste algo así? —La pregunta me brota sola.

—La gente como Marc Hadley merece todo lo que le ocurre.

—Pero ¿cómo se le ocurrió que podría salirse con la suya?

—Marc creía que era listo. Al año y medio de la muerte de Perry me preguntó si me acordaba de su artículo sobre Cardozo. Le contesté que no recordaba ni una palabra y que ni siquiera lo había leído. —Los satisfechos ojos de Theo destellan—. Era mentira, claro.

Quiero marcharme. Ya tengo bastante de Theo. Intuía su capacidad de odio, pero nunca hubiera imaginado semejante vena de crueldad. La candidatura del pobre Marc al Tribunal de Apelaciones está acabada. Esa es la única novedad en medio del torrente de recuerdos. El rumor de Dana da en el clavo de las consecuencias: en el ambiente actual no se puede sobrevivir a una acusación de plagio, aunque resultara no ser cierta, y comprendo que sin haber leído el manuscrito de Perry resulta imposible estar seguro. Toda la historia podría ser fruto de la imaginación. O del malentendido. Pero lo dudo. Las arrugas de preocupación en el rostro de Dahlia aquella tarde en la guardería, eran demasiado evidentes. Cuando dijo que algo reconcomía a su marido, estaba diciendo la verdad. A Marc no le inquietaba que la gente supiera que su hija se estaba acostando con Lionel Eldridge, lo que le preocupaba era que se descubriera su terrible equivocación de hace veinte años. Sentado en el despacho repleto de papeles de Theo, me siento exultante. Marc está fuera. Kimmer, dentro. Según Ruthie Silverman, el presidente quiere calidad y diversidad, y mi esposa reúne las dos cualidades. A menos que surja algo en sus antecedentes, mi mujer va a convertirse en juez federal.

Incluso puede que salvemos nuestro matrimonio a pesar de las intrigas de mi padre.

Devuelvo a Theo la vieja carpeta y le doy las gracias por su tiempo. Él me la arrebata de las manos y la entierra en uno de los cajones del fichero, pero no en el mismo de donde la ha sacado.

Cuando llego a la puerta, se me ocurre otro pensamiento.

—Theo, ¿no te parece una curiosa coincidencia que todo esto salga a la luz ahora, justo para acabar con la candidatura de Marc?

—Sí, me lo parece. —Sonríe con el recuerdo—. Me trae a la memoria lo que se supone que dijo el juez Frankfurter cuando se enteró de la muerte del presidente del Tribunal Supremo, Vinson, antes de que la demanda de Brown versus la Junta Educativa llegara al Tribunal: «Este es el primer indicio que tengo de que Dios existe».

Theo ríe como un loco. Aguardo a que se tranquilice y le hago la otra pregunta que me quema los labios.

—Theo, no sabrás tú cómo ha corrido la noticia, ¿verdad? Me refiero al supuesto plagio.

—Créeme, Talcott, el plagio es verdadero. —Sonríe por su ocurrencia—. ¿Qué estás pensando? ¿Que he sido yo quien ha levantado la liebre? Te equivocas. Por lo que sé, ha sido un estudiante de UCLA. Ya te lo he dicho.

—¿Y tú te crees esa historia?

—¡Vamos, Tal! —Theo se ha exasperado—. A veces uno recibe buenas noticias, sin más. Intenta disfrutar de esos momentos. No abundan.

—Supongo que no —respondo en voz baja mientras le doy la mano antes de marcharme. Theo pertenece a una generación que aprecia esos detalles. Pero mi mente ya no está en su despacho. Ni siquiera en el edificio. Mis pensamientos han vuelto al día en que enterramos a mi padre, cuando un viejo enfermo llamado Jack Ziegler me dijo que le comentara a mi esposa que no debía preocuparse por Marc Hadley. «No creo que ese colega tuyo aguante». ¿No fueron esas las palabras? «Tengo entendido que tiene un “esqueleto” bastante grande escondido en el armario. Tarde o temprano saltará la liebre».

Diría que ya ha saltado.