Una charla útil
I
Al final, resulta que la mujer de los patines tiene nombre pero no apellido, porque Maxine es todo lo que está dispuesta a revelarme. También ha reservado una mesa para dos para almorzar en un acogedor albergue del que nunca he oído hablar, situado en una de las estrechas calles de Vineyard Haven. No se me ocurre ninguna buena razón para rechazar su ofrecimiento, especialmente porque no pretendo corresponder con otro. Así pues, Maxine se pone al volante del Suburban, que no parece haber sufrido ni un rasguño, mientras yo la sigo con mi pobre Camry, cuyo parachoques trasero ha quedado medio destrozado.
Vineyard Haven es el nombre habitual pero no oficial con el que se conoce el pueblo de Tisbury, aunque también puede que sea al revés: he pasado más de treinta veranos en la isla y todavía me confundo.
La palabra «pintoresco» tiende a usarse demasiado, especialmente para describir los pueblos costeros de Nueva Inglaterra. Sin embargo, las estrechas y bien trazadas calles de Vineyard Haven, con sus casitas de madera, comercios e iglesias merecen sin duda ese apelativo. El pueblo tiene el aspecto de un decorado cinematográfico, solo que ningún director de cine se habría atrevido a crear un pueblo tan alegre y lleno de rebosante energía situado entre preciosos y tupidos árboles y con magníficas vistas del mar desde…, bueno, desde casi cualquier sitio.
Normalmente, el trayecto hasta Tisbury me pone una sonrisa en el rostro por su descarada perfección; pero en este día, mientras circulo con el parachoques medio caído por Main Street, me encuentro demasiado ocupado preguntándome qué está ocurriendo.
Pero doy por hecho que lo voy a averiguar.
—Lamento lo de tu coche —me dice Maxine tan pronto como nos hemos sentado.
El comedor tiene una docena de mesas, y desde todas se ve la austera iglesia, los tejados de las casas colina abajo y el inevitable mar azul al fondo. Diez están vacías.
—No tanto como yo.
—Vamos, guapo, alegra esa cara.
Me sonríe con la misma contagiosa sonrisa que vi por primera vez en la pista de patinaje, al día siguiente de haber enterrado al juez. Viste un mono marrón y una bufanda multicolor. Su atuendo resulta tan poco convencional como su peinado. Lo cierto es que sabiendo su nombre me cae mucho mejor, aunque no me sorprendería descubrir que Maxine, al igual que casi todas las personas que he conocido desde que mi padre ha muerto, tuviera tantos nombres como le fueran necesarios.
—Preferiría que no me llamaras eso —mascullo sin dejarme convencer.
—¿Por qué? Si lo eres.
No lo soy. De verdad.
—Porque lo que soy es un hombre casado.
Maxine frunce los labios conteniendo la risa, pero no insiste, razón por la que me siento agradecido. Por lo general, no me gusta ir por ahí con otras mujeres que no sean mi esposa por culpa de un santo miedo a que alguien pueda verme y llegar a conclusiones equivocadas. Valoro mi reputación de marido fiel y creo en el trasnochado principio de que los adultos tienen la responsabilidad de vivir de acuerdo con sus compromisos, algo que aprendí tanto de mi madre como del juez. No obstante, sentado en este lugar con la misteriosa Maxine, me siento incapaz de preocuparme por la posibilidad de que alguien piense que somos pareja.
Por eso debo andarme con cuidado.
—Bueno —suspira—, si no quieres que te llame guapo, ¿cómo prefieres que lo haga?
No quiero intimidades con esta mujer. Mejor dicho, lo que yo quiera resulta irrelevante dado que soy un hombre casado.
—Bien, dada la diferencia de edad, creo que deberías llamarme «profesor Garland» o «señor Garland».
—Puf.
—¿Cómo?
—He dicho «puf», profesor Garland. Y no eres mucho más viejo que yo —contesta, sonriendo y mostrándome esos hoyuelos.
Estoy tentado de devolverle la sonrisa.
—¿Por qué me estabas siguiendo? —pregunto para no perder el hilo.
—Por si habías cambiado de opinión sobre la lección de patinaje.
Se echa a reír, pero yo no.
—Vamos, hablo en serio, Maxine. Necesito saber qué está pasando.
—Lo averiguarás tarde o temprano. —Tiene el despejado y alegre rostro enterrado en el menú—. Me han dicho que el pastel de cangrejo de aquí es el mejor de toda la isla —añade cuando se acerca el camarero.
Eso es lo que aseguran todos los restaurantes de la isla. A pesar de todo, ambos pedimos pastel de cangrejo, ambos escogemos arroz, ambos optamos por la ensalada con el aliño de la casa y ambos decidimos seguir con el agua con gas que ya nos han servido. No sé quién copia a quién, pero me gustaría que alguien dejara de hacerlo.
—Maxine, ¿qué hacemos en este lugar? —le pregunto tan pronto como el camarero se ha alejado.
—Almorzar temprano.
—¿Por qué?
—Porque tenemos que hablar, guapo. ¡Oh, perdón!, quería decir profesor Garland. No, quiero decir Misha. O podría decir Talcott, quizá Tal… ¿No es así como te llaman? ¿No te han dicho nunca que tienes demasiados nombres?
Más risas. Tenga Maxine los nombres que tenga, resulta fácil estar en su compañía. A pesar de todo, me atengo al guión.
—Así que se te ocurrió empotrarte contra mi coche para que pudiéramos charlar, ¿es eso?
La alegre sonrisa reaparece.
—Bueno, conseguí llamar tu atención, ¿no? Ah, sí, antes de que me olvide… Toma. —Maxine abre su gran bolso marrón y, aunque puede que mis fatigados ojos me estén jugando una mala pasada, creo ver una pistola en su funda antes de que ella saque un sobre y vuelva a cerrarlo. Sin dejar de sonreír, deposita el sobre en la mesa. Es grueso como una guía de teléfonos.
—¿Qué es eso? —No tengo intención de tocarlo. Aún no.
—Bueno, te he abollado el parachoques y no voy a poder darte mi póliza de seguro.
Meneando la cabeza con incredulidad cojo el sobre y miro en su interior. Veo un fajo de billetes de cien dólares. No, varios fajos, y parecen nuevos.
—¿Cuánto dinero hay?
—Unos… veinticinco mil dólares, creo. —Su tono no consigue denotar una completa indiferencia—. Más o menos esa cifra, principalmente en billetes de cien. —Sonríe maliciosamente—. Sé lo caras que son las reparaciones de los coches extranjeros.
Dejo el sobre en la mesa. Algo muy extraño está ocurriendo.
—¿Veinticinco… mil?
—¿Por qué, no es suficiente?
—Maxine, te vendería mi coche por una décima parte de esa cantidad.
—No quiero tu coche —responde evitando la alusión. Da unos golpecitos en el sobre. Lleva las uñas cortas y sin pintar—. Ya tengo uno. Coge el dinero, cielo.
Niego con la cabeza dejando el sobre donde está.
—¿Para qué es ese dinero en realidad?
—Por los daños, guapo. Cógelo. —Ladea la cabeza—. Además, nunca se sabe cuándo uno puede necesitar dinero extra.
Evidentemente, alguien está al tanto de mis deudas, cosa que me molesta.
—Maxine, ¿de quién es este dinero?
—Tuyo, tonto.
Qué sonrisa tiene. Tengo que esforzarme por mantener la compostura.
—Lo que quiero decir es, ¿de dónde lo has sacado?
—De mi bolso.
—Y cómo llegó hasta tu bolso.
—Yo lo metí. ¿Crees que dejo que la gente me meta cosas en el bolso?
Hago una pausa recordando lo que aprendí durante mis años de ejercicio de la abogacía. En un interrogatorio, hay que formular las preguntas con cuidado, de modo que puedan contestarse con un «sí» o con un «no». Hay que conducir al declarante a través de sus respuestas hasta donde nos interese tenerlo.
—Alguien te ha dado ese dinero, ¿no?
—Sí.
—¿Y te lo han dado para que me lo entregues?
—Puede.
Se está mostrando más juguetona que cauta, cosa que no me sorprende teniendo en cuenta que carezco de medios para obligarla a contestar.
—¿Quién fue la persona que te dio el dinero?
—Preferiría no decirlo. —Sonríe para suavizarlo.
—¿Fue Jack Ziegler?
—No. Lo siento.
Sopeso la situación mientras contemplo a Maxine beber su Perrier.
—¿Te dijo la persona que te dio el dinero para qué era exactamente?
—Ajá.
—¿Y para qué era?
—Para tu coche. —Señala por la ventana—. Por si algo le sucedía.
De acuerdo, admito que nunca he sido un gran abogado. Puede que fuera por eso que me convertí en profesor de derecho.
—¿Tenías planeado chocar conmigo?
—Bueno, sí, seguramente. Me refiero a que sin duda podría haber sido más delicada. —Se encoge de hombros, gesto llamativo en una mujer de metro ochenta, como si me indicara que en ella no hay nada delicado—. Ya sabes lo que se dice. Los accidentes pueden aproximar a la gente, ¿no? —Ladea la cabeza hacia el otro lado y parpadea. Hace comedia, y la hace bien.
—Claro. Así es como acostumbro a conocer gente: primero, choco con ellos; luego, los invito a comer.
—Pues ha funcionado.
Conforme. Soy un hombre casado, el misterio sigue siendo demasiado grande y ya hemos coqueteado bastante. Me inclino sobre la mesa.
—Maxine, todo eso son tonterías, y lo sabes. Escucha, necesito saber lo que está ocurriendo. Necesito saber quién eres y lo que eres.
—¿Lo que soy? —Los ojos le centellean—. ¿Qué crees que soy?
—Eres alguien que… que no deja de aparecer. Es como si supieras adónde voy antes de que lo haya hecho. —Mastico un bocado de mi ensalada—. Por ejemplo, me estabas esperando en la pista de patinaje.
—Puede ser.
—En cualquier caso, llegaste la primera. Me gustaría mucho saber cómo supiste que iba a ir. —Entonces se me ocurre una idea desagradable—. ¿Tienes intervenida la línea telefónica de casa de mi padre?
La respuesta de Maxine es tranquila:
—Puede que no llegara a la pista de patinaje la primera. Puede que me pusiera los patines después. —Le da un pequeño mordisco al pan—. Piénsalo. ¿Cuánto tiempo hacía que estabas allí cuando me viste? ¿Veinte minutos? ¿Media hora? Tiempo más que suficiente para seguirte hasta allí, alquilar unos patines y perderme entre la multitud.
—Así que me seguiste.
Para mi sorpresa, me contesta con lo que me parece la verdad.
—Claro. Eres bastante fácil de seguir.
Por algún motivo, eso me irrita, aunque solo brevemente.
—Tú sabrás. En noviembre, me seguiste, a mí y a mi familia, hasta Martha’s Vineyard. Y también en Washington.
—Con poco éxito —ríe, y esta vez no puedo evitar que se me escape la sonrisa—. Te perdí en Dupont Circle. Fue una buena jugada la que hiciste con el taxi. Si no consigo hacerlo mejor, acabaré quedándome sin trabajo.
Ha abierto un resquicio grande como un túnel y no me cabe duda de que a propósito para que me lance por él.
—¿Cuál es tu trabajo, exactamente?
Entonces, la alegría desaparece del rostro de Maxine, por mucho que sus ojos sigan vivos y alerta.
—Persuadirte.
—¿Persuadirme de qué?
Calla, y me doy cuenta de que ha hecho toda esa comedia para llegar a este punto.
—Tarde o temprano descubrirás cuáles han sido las disposiciones que hizo tu padre. Cuando eso suceda, mi obligación será convencerte para que nos entregues lo que encuentres.
—¿A quién te refieres con «nos»?
—Somos algo parecido a los buenos de la película. No es que seamos santos ni nada parecido, pero sí somos mejores que otros a quienes también se las podrías entregar.
—Sí, pero ¿quiénes sois?
—Digamos que una parte interesada.
—¿Parte interesada? ¿Interesada en qué?
Me responde con algo diferente:
—En cualquier caso, hagas lo que hagas, no se lo entregues a tu tío Jack. En sus manos sería un arma peligrosa. En las nuestras, por el contrario, desaparecería y todos contentos.
II
Al final, resulta que Maxine tiene razón: los pasteles de cangrejo están deliciosos porque el cocinero ha conseguido que le salieran ligeros y sin ese sabor a pescado que es señal inequívoca de que les falta cocción. La salsa pica, pero no molesta. El acompañamiento son unas patatas asadas, pero cortadas para que parezcan fritas, que pueden engañar a la vista pero no al paladar. El camarero es servicial y acude cuando se lo necesita sin mostrarse pegajoso ni con intención de aprenderse nuestros nombres. En pocas palabras, es un lugar agradable, de los que abundan en Martha’s Vineyard, oculto entre callejuelas, lejos de Oak Bluffs y Edgartown; uno de esos lugares conocidos solo por la gente de bien que tiene casas de veraneo en la isla, pero que sigue siendo desconocido para los turistas y, lo que es igualmente importante, para las guías turísticas.
Contra todo pronóstico, Maxine y yo acabamos hablando de nuestras infancias. El sobre lleno de billetes ha desaparecido en su insondable bolso, como si de un truco de magia se tratara. Hasta el momento, Maxine ha rehusado ir más allá en su breve explicación de por qué me ha estado siguiendo, y ha esquivado todas mis aproximaciones dialécticas con su franco ademán y contagiosa risa. Sin embargo, al contrario que mi igualmente infructuoso intento de sonsacar al difunto Colin Scott, este despierta en mí un sentido lúdico y puede que algo más. Estoy disfrutando con esta misteriosa mujer más de lo que un hombre casado debería, especialmente si tengo en cuenta que ha chocado conmigo para llamar mi atención, que ha intentado sobornarme, que lleva una pistola oculta en el bolso y que se hallaba en la isla cuando mi otro perseguidor, Scott, cayó por la borda.
—Incluso en el instituto era más alta que la mayoría de los chicos —me cuenta—. Por eso nunca tuve mucho éxito, porque a los chicos no les gusta que las chicas sean más altas que ellos. —Comentario que invita a un cumplido con el que prefiero no corresponder. Maxine prosigue y resulta que ha sido una criatura de la universidad, ya que sus padres fueron ambos profesores en dos facultades negras del Sur cuyo nombre se niega a revelarme.
—Así pues, me alegré de que me dieran un encargo relacionado con otro académico.
—¿Yo soy un encargo?
—Bueno, no eres una carga, Misha.
Ha vuelto a usar mi apodo, y si consigue sorprenderme al preguntarme cómo me lo pusieron, yo me sorprendo aún más al explicárselo. No es una historia que comparta a menudo, pero decido hacerlo en este momento. Le cuento que mis padres, en su infinita sabiduría, me pusieron «Talcott» en memoria de mi abuelo materno y cómo lo cambié por culpa del ajedrez.
—Mi padre me enseñó a jugar durante uno de los primeros veranos que pasamos en Martha’s Vineyard. Intentó enseñarnos a todos argumentando que era bueno para nuestras mentes. Pero mis hermanos no tenían el más mínimo interés, quizá porque ya estaban en plena rebelión. El ajedrez fue una de las pocas cosas que el juez y yo tuvimos en común mientras fui joven y puede que también de mayor, ya que nunca nos entendimos en casi nada.
«No recuerdo cuántos años tenía cuando me dio las primeras clases, pero sí el acontecimiento que me rebautizó: estaba jugando al ajedrez con mi hermano mayor en el viejo porche de Vinerd Howse cuando mi tío Derek, el gran comunista de quien mi padre más o menos renegó durante las vistas, salió del interior dando tumbos como un borracho, tapándose los hinchados ojos del sol con sus gruesos y negros dedos manchados de nicotina. El juez solía sermonear a su hermano por sus flaquezas, y no se daba cuenta de que la misma tendencia al alcoholismo, puede que un rasgo heredado, iba a afectarlo cuando le llegara el momento de la depresión. Derek, que estaba amargado por la falta de una revolución por parte del movimiento obrero norteamericano, era un hombre terriblemente desgraciado, como se podía apreciar fácilmente por las inquietas miradas que le dirigía su esposa, Thera. El caso es que, mientras procuraba mantener el equilibrio, mi tío bajó la vista y contempló el tablero. A pesar de nuestra diferencia de edad, yo estaba dándole una paliza a Addison puesto que ese era el único terreno donde lo superaba. Derek nos miró de soslayo, resopló, exhalando suficientes vapores alcohólicos para atontarnos, y masculló: “Vaya, Tal. Supongo que a partir de ahora te llamarás Mikhail”. Resultaba que había existido un genio letón, un tal Mikhail Tal, que fue campeón del mundo de ajedrez durante un breve período de tiempo. También resultaba que el tío Derek, como buen comunista, había sido toda su vida admirador de lo soviético y una constante fuente de problemas para su hermano. Addison y yo, que no sabíamos nada del mundo del ajedrez y que nunca habíamos oído hablar del gran Tal, nos miramos, confundidos. Siempre tuvimos un poco de miedo del tío Derek. Mi padre, que opinaba que estaba loco, habría preferido que no tuviéramos ningún contacto; pero mi madre, que creía en la familia, insistía en lo contrario. “No —dijo el tío Derek entrecerrando los ojos por la luz—, Mikhail, no. Solo Misha. Así es como los rusos llaman a Tal. Además, tú eres un niño. Dejémoslo en Misha”. Luego, se echó a reír con un sonido gutural que le salía del pecho dado que, por aquel entonces, estaba enfermo, aunque iba a seguir viviendo cinco años más con una salud cada vez peor. Caminó hasta el borde del porche arrastrando los pies, tosiendo sin remedio con aquella ronquera húmeda que a mis oídos de niño resultaba de lo más desagradable ya que son necesarios muchos años en esta tierra de Dios para aprender que lo verdaderamente humano nunca es verdaderamente desagradable.
»Yo no hice caso del apodo; pero a Addison, que odiaba el ajedrez, le gustó cómo sonaba y empezó a llamarme Misha, especialmente cuando descubrió que me fastidiaba. Lo mismo hicieron mis amigos. Al final tomé afecto al apodo por simple autodefensa. Cuando entré en la universidad, nadie me llamaba de otro modo».
—Pero la mayoría de la gente te sigue llamando Tal —comenta la patinadora cuando concluyo la historia—. Tú reservas el nombre de Misha para tus amigos… íntimos.
—¿Qué tienes?, ¿todo un expediente sobre mí?
—Algo parecido.
—Y estás en el bando de los buenos, aunque no en el de los santos…
Asiente, y esta vez me río con ella y sin dificultad, no porque alguno de los dos haya dicho algo divertido, sino por lo absurdo de la situación.
El camarero regresa, y nos ocupamos de los postres: peras a la Ninon para ella y, para mí, un helado de vainilla. Hace un gesto apreciativo ante la petición de Maxine y frunce el entrecejo con la mía. Ella sonríe con aire cómplice, como si quisiera decir: «Sé distinguir a un idiota cuando veo uno, pero me gusta tu forma de ser». También es posible que su sonrisa no signifique nada de eso, pero me ruborizo igual.
Seguimos charlando, y el pícaro rostro de Maxine se torna sombríamente compasivo. De algún modo me ha llevado hasta la noche en que Abby murió, y revivo el trágico momento cuando mi elegante madre contestó al teléfono con mano temblorosa, dejó escapar aquel terrible quejido y se desplomó contra la pared. Le cuento cómo me quedé solo en el vestíbulo, atisbando por la puerta de la cocina, contemplando a mi madre sollozar y golpear el aparador con el auricular, demasiado aterrado para consolarla porque Claire Garland, al igual que su marido, imponía cierto distanciamiento emocional. Es una historia que solo he compartido con Kimmer y, con menos detalles, con Dana y Eddie, hace años, cuando ellos seguían casados y Kimmer y yo aún éramos felices. No la repaso con frecuencia, pero me sorprende y me turba darme cuenta de que me tiembla la voz y de que tengo las mejillas húmedas.
III
Hemos salido a dar un agradable paseo juntos, en el frío aire invernal de esta tarde de Vineyard. Caminamos despacio por las desiertas orillas de Oak Bluffs, a ojos de todo el mundo como una pareja feliz, y dejamos atrás las vacías gradas frente al hotel Wesley, una elegante mole victoriana construida en el antiguo emplazamiento de otro hotel con el mismo nombre que sucumbió en un incendio. Las tranquilas aguas de enero lamen plácidamente el muelle. Unos pocos peatones pasan a nuestro lado camino del centro; pero el puerto, al igual que el resto de la isla en temporada baja, tiene el aspecto de un cuadro a medio pintar.
—No puedo contártelo todo, Misha —me dice Maxine con el bolso, pistola incluida, colgándole del hombro. Va de mi brazo, y estoy seguro de que si la tomara de la mano me lo permitiría.
—Cuéntame lo que puedas.
—Sería más fácil si tú me dijeras lo que sabes. Puede que así sea capaz de decirte «frío» o «caliente». Lo que no pueda explicarte quizá puedas desentrañarlo tú mismo.
Lo medito mientras paseamos. Tras el almuerzo, nos quedamos de pie en el aparcamiento, demasiado cerca el uno del otro, compartiendo esa extraña resistencia a separarse propia de unos nuevos amantes y de la gente que se gana la vida siguiendo a otra gente. Fue Maxine la que sugirió que condujésemos hasta Oak Bluffs, aunque no quiso decirme dónde se aloja. Así lo hicimos: el Suburban me siguió de nuevo por Vineyard Haven Harbor, atravesando la colina que separa los dos pueblos y bajando otra vez hacia el centro, y dejamos los vehículos en el aparcamiento de la playa, frente al Wesley. No me cabe duda de que Maxine sabe dónde vivo, pero no la quiero cerca de Vinerd Howse.
Llámese exceso de precaución marital.
—Qué, guapo, ¿jugamos o no?
—De acuerdo. —Respiro hondo. Con la oscuridad, el aire se ha vuelto glacial—. Lo primero es que creo que mi padre estaba involucrado en algo que… no debía. —La miro de soslayo, pero ella contempla el agua—. Creo que, de algún modo, se las arregló para hacerme llegar cierta información sobre el asunto tras su muerte. O alguien cree que eso hizo.
—Estoy conforme —responde en voz baja.
Por primera vez desde que he empezado esta búsqueda sin sentido tengo algo concreto a lo que agarrarme.
—Creo que Colin Scott iba detrás de la misma información. Creo que me seguía con la esperanza de que yo encontraría las… disposiciones de mi padre.
—Estoy conforme.
Seguimos caminando y tomamos la dirección de East Chop, un amplio afloramiento salpicado por casas de madera, más del estilo de Cape Cod que victorianas, muchas de ellas situadas al borde del promontorio, sobre el agua, en su mayoría mucho más caras que las más cercanas al pueblo. En una ocasión, Kimmer y yo nos enamoramos brevemente de una de ellas, una con tres dormitorios y una parte trasera que daba a la playa, pero no teníamos los dos millones necesarios para comprarla. Seguramente poco importa si tenemos en cuenta cómo nos han ido las cosas desde entonces.
—Hay más personas interesadas en las disposiciones —aventuro.
—Estoy conforme —murmura Maxine, pero cuando la apremio rehúsa decirme quiénes.
Me quedo mirando East Chop Drive, que conduce al viejo faro conocido con el nombre de Highlands. Al pie del promontorio hay un club de playa privado. En el centro del Chop, un club de tenis privado. East Chop, a causa de toda su fresca belleza de Nueva Inglaterra, tiene una atmósfera más blanca que el resto de Oak Bluffs. Pocos de los residentes que llegan en verano parecen darse cuenta de que East Chop fue, en su época, el centro de la colonia negra de la isla.
—Colin Scott conocía a mi padre.
—Estoy conforme.
—Trabajaba para mi padre… Mi padre le pagó para que hiciera algo.
Silencio.
Me siento decepcionado, ya que intentaba averiguar por última vez si Colin Scott y Jonathan Villard eran la misma persona, lo cual explicaría por qué Scott tuvo aquella discusión con mi padre en el vestíbulo de Shepard Street. Evidentemente, me he equivocado.
Dudo un momento e intento otra aproximación.
—¿Sabes qué fue lo que mi padre dejó para mí?
—No.
—Pero de un modo u otro estás al tanto de las claves.
—Sí. Pero no estamos seguros de lo que pueden significar.
Intento pensar en alguna otra pregunta inteligente. Nos hallamos en un pequeño parque cubierto de hierba seca. East Chop se alza ante nosotros, y el centro de Oak Bluffs queda a nuestra derecha. De vez en cuando, un coche pasa por East Chop Drive, que separa el parque y el puerto.
—Esta isla es preciosa —comenta Maxine inesperadamente, apretándome el brazo con suavidad con ambas manos mientras contempla la lejana superficie del agua.
—Eso creo yo también.
—¿Cuánto tiempo hace que vienes por aquí? ¿Treinta años? Me cuesta imaginar… Quiero decir que… nosotros no teníamos tanto dinero.
—Sólo veníamos a pasar el verano —le explico, y me pregunto si apreciará el matiz—. Además, en aquella época no era tan caro.
—Sin embargo, tu familia tenía dinero.
—Éramos de clase media. Pero la tuya también, ¿no? Una pareja de profesores…
—No les pagaban mucho. Por otra parte, mi padre era lo que se diría un aficionado a las apuestas, solo que nunca tuvo mucha suerte.
—Lo siento.
—No lo sientas. Nos quería. Vivíamos en un viejo caserón del campus con cinco perros y diez gatos. A veces también teníamos pájaros. Mis padres adoraban los animales y, como te he dicho, también a nosotros.
—¿Nosotros?
Arruga la nariz.
—Cuatro hermanos y una hermana, entrometido. Yo soy la más pequeña y la más alta.
—La que no tenía éxito con los chicos.
—Claro, como no tenía coche propio, no podía chocar contra nadie para llamar su atención.
No es que sea un gran chiste, pero ambos nos reímos de todos modos.
Hacemos una pausa amigable mientras contemplamos el mar. Un yate, una inesperada visión en esta época del año, está desamarrando demasiado deprisa, pero los propietarios de yates son así. Se ven pocas casas iluminadas. En su mayoría están cerradas durante el invierno. La prometida tormenta no ha llegado, y el cielo nocturno está despejado, es frío y perfecto.
La necesidad de estrechar a Maxine en mis brazos lleva acuciándome toda la tarde y, de repente, se vuelve perentoria. Para disimular, la cubro con un torrente de preguntas estúpidas.
—No tienes mucho acento para ser del Sur.
—Ya —asiente sin mirarme—. También me eduqué en Francia. Y creo que con eso ya he dicho bastante, gracias.
Está claro que debo cambiar de conversación. Me siento como un torpe gigoló en una fiesta.
—¿Y cómo te metiste en este negocio?
Los ojos de Maxine siguen evitándome.
—¿Qué negocio es ese?
—Ya sabes, seguir a la gente y esas cosas.
Se encoge de hombros y me mira, irritada, puede que molesta por haber roto el encanto. A veces, los cónyuges deben proteger sus matrimonios de sus más bajos instintos.
—Por favor, no pienses en un seguimiento, Misha. Piensa más bien en una ayuda.
—¿Ayuda? ¿De qué modo estás ayudando?
Maxine me suelta el brazo y se encara conmigo.
—Por ejemplo, puedo decirte cuándo te está siguiendo otra gente.
—¿Otra gente? ¿Te refieres a Colin Scott?
—Correcto.
Lo pienso un instante y le contesto con la obvia objeción.
—Pero si está muerto.
—Correcto —admite y añade las palabras más escalofriantes—: Pero recuerda que tenía un socio. —Se hace el silencio, y caminamos hacia el Wesley. Una decisión no expresada ha hecho que diéramos media vuelta en más de un sentido. Entonces, Maxine vuelve a subir el listón—: Y también podría haber otros.
—¿Otros?
Señala la colina por donde hemos vuelto.
—Un mismo hombre ha pasado dos veces a nuestro lado en una bicicleta mientras estábamos allí. Puede que solo estuviera yendo y viniendo de la colina o puede que nos estuviera siguiendo. No hay forma de saberlo. —Se gira y apunta hacia Vineyard Haven—. Y allí había una furgoneta Chrysler marrón oscuro aparcada a una calle del restaurante. En estos momentos, un coche igual está parado en el puerto. No es el mismo porque no lleva la misma matrícula y el del restaurante tenía una bonita abolladura. Uno puede cambiar las placas y añadir un golpe para disimular, pero cuesta en tan poco tiempo, así que no es el mismo coche, pero podría haberlo sido. ¿Entiendes lo que quiero decir? No puedes darte cuenta de ese tipo de cosas. No estás entrenado para eso. Yo sí.
Esa desagradable demostración me ha dejado aturdido. ¿Acaso cree que así me va a tranquilizar? Miro hacia el puerto, donde el yate de antes está doblando la punta. Pocas veces se ven barcos en el puerto de Oak Bluffs cuando la isla cierra, y me pregunto de qué lado estará.
—¿Qué me estás diciendo?, ¿que deberíamos formar equipo?
—Solo te estoy demostrando cómo puedo ayudarte.
—Así pues, ¿me cubrirás las espaldas? —No consigo que mi tono tenga la nota de superioridad que pretendía—. ¿Me librarás de los malos?
A Maxine no le gustan mis palabras.
—Misha, presta atención. —Me coge por los hombros con sus fuertes manos—. Puede que haya mucha gente interesada en las disposiciones de tu padre, y no todos se conformarán con abollarte el coche para llevarte a comer. No pueden hacer nada para herirte, pero sin duda pueden asustarte.
Ambos dejamos que el comentario cale.
—¿Está mi familia en peligro?
«Jamaica —pienso de repente—, llama a Kimmer y dile que coja a Bentley y se vaya a Jamaica con sus parientes».
—No, Misha, no. Créeme, nadie te va a hacer daño. Nadie va a hacer daño a tu familia. El señor Ziegler lo ha prometido.
—¿Y con eso basta?
—En mi mundo, sí.
Lo sabía, naturalmente, solo que nunca lo había creído del todo hasta este momento. Una cosa es leer en los periódicos sobre el poder del tío Jack, y otra cosa es verlo en acción, notarlo como un escudo protector alrededor de mi familia y de mí.
—Entonces, ¿qué estás intentado decirme?
—Es la información la que es peligrosa, Misha. —La conversación ha vuelto a su punto de origen—. El peligro radica en que caiga en las manos equivocadas.
—Y esa es la razón por la que debería entregártela a ti, seas quien seas, y no a Jack Ziegler.
—Sí.
—¿Trabajas para… el gobierno? —Menea la cabeza—. No claro, trabajas para los buenos pero no tan buenos.
—En una competición entre nosotros y Jack Ziegler, nadie irá al cielo, pero sí, más o menos es como dices.
—Solo que tú me sigues subrepticiamente, y el tío Jack me protege.
—Puede que también él te esté siguiendo. Puede que yo también te esté protegiendo.
—Aún no he visto nada que…
—¿Recuerdas cómo se comportó en el cementerio, Misha? ¿Acaso era la actitud de alguien que no tiene intereses en el asunto?
—¿En el cementerio? Tú no estabas en el cementerio.
—Sí, estaba. —Maxine sonríe, encantada de haberme ganado por la mano una vez más—. También estaba en el funeral, sentada en las filas de atrás con tus parientes. Todos pensaron que era una especie de prima. —Su sonrisa se desvanece y me doy cuenta de que está cansada, cansada de interpretar un papel, cansada de flirtear, cansada del trabajo—. Incluso me diste un abrazo al pie de la tumba. Un agradable abrazo.
Me quedo sorprendido, como era su intención, pero no me rindo.
—A pesar de todo, aún no me has dado una buena razón para que te entregue la información. Eso suponiendo que la encuentre.
—¿No te basta con mi palabra? Al fin y al cabo te he invitado al pastel de cangrejo.
—Y también te has cargado mi coche.
—Solo el parachoques, y me he ofrecido a pagarlo.
Me callo, y Maxine se detiene y me coge del brazo. Estamos en el aparcamiento de una tienda en donde venden de todo, desde cereales para el desayuno hasta vino caro, pasando por los pequeños adhesivos que sirven para identificar los distintos tipos de basura para su recogida.
—Escúchame, Misha, no soy tu enemiga. Debes creerlo. Te he dicho que los tipos para los que trabajo no son santos. Puede que no los invitaras a tu mesa. Pero créeme cuando te digo que, si ponen sus manos en lo que el «novio de Angela» sabe, sea lo que sea, lo destruirán. Si Jack Ziegler le pone las manos encima, lo usará. Es así de simple. —Sus ojos parecen brillar en la oscuridad—. Has de volver y encontrarlo, Misha. Las claves están todas ahí. Lo que ocurre es que nadie sabe descifrarlas. Supongo que tu padre pensó que sabrías quién es el «novio de Angela». Tu padre era una persona muy inteligente, muy cuidadosa. Si pensó que lo sabrías es porque lo sabes. Lo que pasa es que no sabes que lo sabes.
Meneo la cabeza en un gesto de frustración.
—Maxine, te lo digo, no tengo ni idea de lo que pretendía mi padre. Creo que se equivocó.
—¡No digas eso! ¡No digas eso jamás! —Maxine parece temerosa y mira a su alrededor como si alguien estuviera escuchándonos, y casi grita mientras me corrige—: No tienes ni idea. Tu padre no cometió ningún error.
Aparto su mano de mi muñeca.
—Estoy demasiado cansado para esto. Creo que… He pensado en abandonar la búsqueda.
Los ojos se le agrandan, puede que de miedo.
—No puedes dejarlo ahora, Misha. Simplemente, no puedes. Nadie salvo tú puede dar con las disposiciones. Debes seguir. Por favor…
¿Por favor?
—Ya veo. —Mantengo un tono inexpresivo porque no quiero que se dé cuenta de que su repentina súplica es más terrorífica que cualquier otra cosa que me haya dicho. Sin embargo, Maxine capta mi estado de ánimo. Puedo leerlo en sus inteligentes facciones y me doy cuenta de que ha decidido dejarlo estar.
—Misha, no creo que nos volvamos a ver. Es decir, no creo que vuelvas a verme si hago bien mi trabajo. Te estaré observando, pero no sabrás ni cuándo ni dónde. Así pues, compórtate de forma natural y da por sentado que estoy ahí para ayudarte.
—Maxine, yo…
—Lamento lo del dinero. Fue una torpeza y un insulto. No era para tu parachoques. Además, llevaba mucho más en el bolso, por si acaso. Aún lo llevo. —Su tono es pensativo.
—¿Por si acaso qué?
—Nos enteramos de que alguien más estaba intentando comprar esas disposiciones, puede que disfrazándolo de tarifas por conferencias, o algo así. —Me recorre un escalofrío, pero no digo nada—. El caso es que… se suponía que debía sobornarte, Misha. Lo siento, pero es cierto. Sabemos que has tenido algunos problemas financieros y también ciertas presiones en el hogar. Se suponía que debía sobornarte con dinero o con lo que… fuera necesario.
Le ha llegado el turno de ruborizarse y bajar la vista, y a mí el de experimentar un súbito afecto que preferiría mantener a raya.
—¿Sobornarme para que hiciera qué? —pregunto al cabo de un momento. Hemos llegado a nuestros vehículos. Saca las llaves del bolsillo y aprieta un botón. Las luces del Suburban centellean, la alarma se desconecta y las puertas se abren. La cojo por el brazo—. Maxine, ¿sobornarme para que hiciera qué?
Ella se envara con mi contacto. De repente parece muy desgraciada. No sé si se trata de una coincidencia, pero todas las mujeres con las que me encuentro parecen deprimirse. Quizá sea el efecto que causo en ellas.
—¿Sobornarme para que hiciera qué? —pregunto por tercera vez dejando caer la mano—. ¿Para que te diera a ti en lugar de al tío Jack lo que sea que debo encontrar?
Maxine ha abierto la portezuela y tiene un pie dentro del vehículo. Me contesta sin mirarme.
—Sé que últimamente tu vida no ha sido fácil, Misha. Sé que han ocurrido cosas inquietantes. Mucha gente, llegado a este punto, decidiría dejarlo. Creemos que puedes estar pensando en hacerlo. —Vacila—. Supongo que la mejor manera de expresarlo es diciendo que debía hacer lo que creyera necesario para que no abandones, para convencerte de que sigas buscando. Pero no creo que necesites que te sobornen. Creo que eres de los que no se rinden. Seguirás buscándolo porque necesitas hacerlo.
—¿Buscando? ¿A quién?
—Al novio de Angela.
—¿Y entonces, qué? Maxine, espera. ¿Y entonces, qué? Si doy con él, y me dice lo que mi padre quería que me dijera, ¿qué se supone que debo hacer? Imagina que estoy conforme contigo, ¿cómo te hago llegar la información?
Maxine está al volante del Suburban, lista para cerrar la puerta, pero se vuelve y me mira a los ojos. Puedo ver en ellos una combinación de fatiga, irritación y puede que algo de tristeza. Este día no le ha salido precisamente como había planeado.
—Primero, guapo, tienes que encontrarlo.
—¿Y luego?
—Yo te encontraré a ti. Te lo prometo.
—¡Espera un momento! ¡Espera! No se me ocurre nada. No sé dónde mirar.
La patinadora se encoge de hombros y le da al contacto. El motor cobra vida. Vuelve a mirarme, fija y directamente.
—Puedes empezar con Freeman Bishop.
—¿Freeman Bishop?
—Creo que fue un error.
—Espera. ¿Un error? ¿Qué clase de error?
—De los peores, guapo. De los peores.
Maxine cierra la puerta y mete la marcha atrás. El coche acelera colina arriba hacia Vineyard Haven. Me quedo contemplándolo hasta que las luces traseras se desvanecen.
Estoy solo.