Una parte de la respuesta
I
Las claras y heladas aguas lamen mis zapatillas mientras estoy sentado en la arena, abrazándome las rodillas y mirando más allá de la bahía de Menemsha, hacia el estrecho de Vineyard. El sol de la tarde, bajo en el cielo, refulge en las olas que rompen ante mí. Hacia mi izquierda hay un largo espigón construido con grandes piedras, uno de los lugares favoritos de los veraneantes a quienes les gusta pescar. A mi derecha, el promontorio se adentra en el mar, y un puñado de casas que desde esta distancia parecen recias, aisladas y espaciosas puntean el paisaje. Sus contraventanas aparecen desgastadas con ese precioso color marrón grisáceo típico de Nueva Inglaterra. Unas cuantas barcas de pesca cabecean en el horizonte en dirección al puerto, con las capturas del día. En algún punto ahí fuera se encuentra el lugar donde el difunto Colin Scott, a quien yo conocía como el agente McDermott, cayó por la borda.
La cuestión es quién lo empujó, ya que he dejado de creer que se tratara de un accidente.
Eso si es que alguna vez lo creí.
Después de que John y yo persiguiéramos a Foreman por el bosque, tomé mi decisión. Esperé a que los Brown se marcharan y después, el primer día laborable del nuevo año, cogí el teléfono y me abrí paso entre Cassie Meadows y diversas secretarias hasta que conseguí hablar con Mallory Corcoran. Le conté lo del robo y la reaparición del libro de ajedrez; le expliqué lo del peón que me entregaron en el comedor de beneficencia, y le pregunté a quemarropa si sabía algo de todos esos asuntos.
Él me devolvió la perfecta pregunta del abogado: «¿Por qué dices “todos esos asuntos”? ¿Acaso crees que están relacionados de algún modo?». No fue una respuesta, sino una pregunta.
Entonces supe que no podía fiarme de él.
Qué curioso, me fío de una voz desconocida que llama por teléfono a las dos y cincuenta y un minutos de la madrugada para asegurarme que ya no existe peligro, pero no del antiguo socio de mi padre, el mismo que se sentó tras él durante dos días en la sala de vistas, cuando las cosas empezaron a ponerse feas y que, más tarde, al abandonar mi padre la judicatura, le proporcionó un trabajo estupendamente remunerado.
Entonces, ¿por qué he vuelto a este lugar? Dios sabe que estos viajes están mermando nuestro presupuesto. Preocupado por el dinero, he acabado por no negarme a las peticiones del agente de mi padre, que, insistente como siempre, ha vuelto a llamar mucho antes de lo que había prometido. No es que le dijera que sí, pero le permití que me llenara la cabeza con tentadoras visiones de ganancias cercanas a los cien mil dólares por tres días de trabajo, además de billetes de avión de primera clase, añadió.
Le dije que lo pensaría.
Me incorporo trabajosamente y camino hasta el borde del agua arrastrando los pies y añorando el agradable y frío salpicar de las olas en el rostro. Llevo alrededor de una hora en esta playa, caminando, sentándome, rezando, meditando, arrojando guijarros, aunque principalmente dándole vueltas en la cabeza a la situación. He visto a unos cuantos raqueros, gente que pasa todo el año en la isla, pero los he evitado porque necesito pensar y hacer acopio de valor.
Lo cierto es que no estoy muy seguro de qué estoy haciendo de vuelta en Martha’s Vineyard. Lo único que sé es que el jueves me levanté temprano con la convicción de que debía regresar, aunque solo fuera por un día. Kimmer, que ya estaba levantada, se encontraba sentada a la mesa de la cocina, vestida únicamente con una camiseta, repasando un expediente. De pie bajo el arco del umbral observé su fuerte cuerpo moverse bajo el fino algodón y me permití unos segundos de fantasía. Luego, caminé de puntillas a sus espaldas y la besé en la nuca. Kimmer se subió las gafas, me miró y sonrió, pero no me ofreció sus labios. Me senté a su lado, le tomé la mano y le dije que debía marcharme. No pareció entristecerse. No armó una bronca. Ni siquiera discutió. Se limitó a asentir solemnemente y a preguntar cuándo.
Le dije que ese mismo día, por la tarde.
—Te perderás la función —repuso inexpresivamente.
«La función» es como llamamos a la ceremonia interreligiosa que se celebra el primer domingo de enero, cuando los líderes de la comunidad de Elm Harbor se reúnen para rezar a favor de la reconciliación de las razas, lo sexos, las clases sociales, las religiones, las preferencias sexuales, las nacionalidades, las lenguas, las diferencias educativas, las incapacidades, las condiciones maritales, la vecindad o lo que esté de moda esa semana. Recientemente, los organizadores han añadido la «afiliación institucional», evidentemente una referencia a la extendida opinión entre la comunidad de que la gente de la universidad mira despectivamente a los demás. Kimmer asiste porque lo hace toda la gente importante de la ciudad, incluyendo a buena parte de la facultad y de sus socios en Newhall & Vann. En otras palabras, va para cultivar sus contactos. Yo voy porque ella va.
—Eso es cierto —contesté.
Kimmer me hizo callar. Se puso en pie y abrió los brazos. Al principio se me ocurrió felizmente que me iba a abrazar. Pero, acto seguido, echó la cabeza hacia atrás, alzó las manos y entonó solemnemente: «Que quien haya tomado parte en nuestra creación…», en una imitación escalofriantemente precisa de la invocación que el pasado año hizo el nuevo capellán de la universidad, recién llegado de una facultad de la costa Oeste, donde su prudente actitud acerca de la cuestión de la existencia de Dios fue mejor acogida que aquí.
Entonces, la mirada sombría de mi esposa se desvaneció, y ella empezó a reír. Yo también. Y durante un breve instante fue como en los viejos tiempos. Kimmer se echó en mis brazos y finalmente me abrazó con fuerza, me besó en la comisura de los labios y me dijo que comprendía lo que me impulsaba y que si tenía que marcharme, tenía que marcharme. Normalmente, cuando mi mujer me besa con los labios ligeramente abiertos, me pongo como una moto; pero esta vez me irrité porque su actitud resultaba cariñosa pero indiscutiblemente firme: la misma que se emplea con los chiflados. Mi mujer cree en mi compulsión, no en mi versión de los hechos.
Subí a hacer la maleta y dejé a la nerviosa Kimmer en la cocina.
Bentley asintió, muy serio, cuando le dije que papá debía marcharse por uno o dos días, y me ofreció su pequeño consejo de despedida antes de verme desaparecer.
—Atévete —susurró.
Lo intento, hijo. Lo intento.
II
Ha llegado el momento de que me ponga en marcha. Camino por el único sendero de arena que lleva desde la playa hasta el tranquilo pueblo de Menemsha y voy mirando todos los restaurantes cerrados y marisquerías hasta que tropiezo con Manny’s Menemsha Marine, que no es más que un desvencijado chiringuito antiguamente pintado de blanco, que se encuentra a una docena de pasos del muelle principal. Las dos pequeñas ventanas están selladas, y el arqueado techo es de chapa ondulada. Parece lo bastante grande para que una persona quepa dentro. No se ven cables de electricidad ni de teléfono. Pero según la Gazette, Manny’s es el sitio donde Colin Scott y sus dos amigos alquilaron su lancha. Me pregunto por qué lo escogieron. Es igual que el resto de tiendas de alquiler de barcas repartidas por el puerto, y todas ellas, incluyendo la de Manny, tienen un cartel colgado bajo la entrada en donde, pintado laboriosamente a mano, se lee CERRADO POR TEMPORADA.
Puede que su elección fuera al azar, solo que no me imagino a Colin Scott haciendo nada al azar.
Llamo a la puerta, y todo el edificio se tambalea. Tiro de la vieja cerradura. Luego, doy un par de vueltas alrededor del chamizo, primero en un sentido y después en el otro, forzando la vista para poder atisbar algo a través de los sucios cristales. Doy un paso atrás y apoyo mis enguantadas manos en las caderas mientras intento imaginar un plan. ¿Acaso había creído que Manny estaría ahí para darme la bienvenida con una gran sonrisa de alivio? «Sí, he estado esperando a que viniera alguien a preguntarme sobre esa marca de nacimiento». Pues bien, no está. Pero si el negocio está cerrado por temporada, ¿cómo es posible que McDermott y sus amigos consiguieran alquilar una barca? Me pongo a dar vueltas torpemente mientras pienso qué hacer, y es entonces cuando reparo en un joven flaco, de unos veinte años, muy necesitado de un afeitado, vestido con unos pantalones militares y un grueso jersey para protegerse del frío, que me observa desde el polvoriento sendero que une la carretera con el chamizo. Lleva una pequeña mochila. Ignoro cuánto tiempo habrá estado ahí, y experimento brevemente el secreto miedo ante un arresto equivocado que todo negro abriga en su interior, especialmente los que han sido arrestados por equivocación. ¿Me habrá visto manipulando la cerradura?
—No hay nadie —me dice el joven, sonriendo y mostrándome sus pésimos dientes. Por su acento podría ser tanto de Maine como de Cape.
—¿Dónde está Manny?
—Se ha marchado.
—¿Cuándo volverá?
—En mayo o en abril. —Empieza a alejarse.
—¡Espera! —grito corriendo tras él—. Espera un segundo, por favor.
Se vuelve, despacio, y contempla mis ropas. Ya no sonríe. Su jersey de cuello alto verde oscuro parece sacado de un ropavejero, y tiene las zapatillas agujereadas. En cambio, yo llevo una cazadora forrada con polar y con el caballito de Polo cosido en el pecho además de unos vaqueros de marca. De repente, me siento extrañamente fuera de tiempo y lugar: un capitalista negro entre la clase trabajadora blanca. Todo está al revés, como si la retorcida historia racial de nuestro país hubiera transcurrido a la inversa. El joven me contempla con desdén. Lleva el descolorido cabello anudado en una sucia coleta. La mugre de sus uñas parece permanente, una declaración al mundo de que se gana la vida con el sudor de su frente. Me encojo bajo su escrutinio. He conseguido lo que tengo gracias a mi trabajo, no he robado el pan a nadie, y este tipo no tiene derecho a reprobarme… Sin embargo, no se me ocurre qué decir en mi defensa.
—¿Qué? —pregunta.
—¿Cuánto hace que Manny está fuera?
—Siempre está fuera en esta época del año. —Ha contestado a una pregunta diferente y quiere que lo sepa.
—Escucha, lo siento. —No sé por qué me disculpo, pero parece lo apropiado—. ¿No es este el lugar donde… donde ese hombre que se ahogó en noviembre alquiló la barca?
Me hace esperar.
—¿Es usted periodista?
—No.
—¿Poli?
—No. —Busco las palabras. La cautela de los yanquis siempre me ha irritado, pero lo de este tipo es ridículo—. Quería hablar con Manny porque leí la historia en los diarios y creo que… el hombre que se ahogó era alguien que conocía.
—Podría llamarlo usted por teléfono.
—¿Sabe el número? —pregunto rápidamente.
—¿Por qué iba a saber yo el número de su amigo?
Vale: soy el idiota del pueblo. Creí que se refería a Manny. Pasa una furgoneta cargada con cierto equipo marino que rebota en la plataforma, y el joven se aparta rápidamente de su camino. Me percato del principio de una sonrisa en su bronceado rostro y me doy cuenta de que me está tomando el pelo.
Un poco.
—Mira, lo siento. El hombre que creo que se ahogó… No lo conocía tanto. Él y yo teníamos unos asuntos. Solo quiero saber si se trata del mismo hombre. Todo lo que intento es saber si hay alguna forma de que pueda ponerme en contacto con Manny.
Se rasca el brazo y vuelve al principio.
—Manny se ha ido.
—¿Ido? ¿Te refieres a fuera de la isla?
—A Florida, creo.
—¿Sabes dónde, en Florida?
—No.
Por un momento, nos quedamos los dos escuchando los graznidos de las gaviotas.
—¿Hay alguien de por aquí que pueda saberlo?
—Tendría usted que preguntar.
—¿Alguna idea de a quién podría preguntar?
—No.
Es como arrancar una muela a un Pitbull, y sin anestesia.
Entonces, junto a su cautela, su desdén, su creencia de que soy rico y el hecho de que aún siga ahí, me doy cuenta de lo que está esperando. Bueno, ¿por qué no? Yo tampoco comparto mi sabiduría a cambio de nada. Mientras meto la mano en el bolsillo de la cazadora en busca de la cartera y contemplo la pobre cantidad que contiene veo que su interés se aviva. Apenas tengo cien dólares en metálico. Saco tres billetes de veinte preguntándome cómo se lo explicaré a Kimmer cuando repase los gastos del mes, ya que últimamente se ha vuelto meticulosa con el dinero porque está ahorrando para cambiar el BMW M5 por un Mercedes SL600 que, según ella, es más adecuado a su posición.
—Mire —digo, desplegando los billetes—, esto es importante para mí.
—Me lo imagino. —Coge el dinero sin dudarlo, pero no parece ofendido, como creí que se sentiría—. Es usted abogado, ¿no?
—Más o menos.
—Lo supuse.
Por lo menos está de mi parte, los billetes se han esfumado, aunque no he visto que se metiera la mano en el bolsillo.
—¿Cuándo se marchó Manny? —pregunto.
—Hace unas tres semanas. Puede que cuatro. Justo después del jaleo.
—¿Estás seguro de que se fue a Florida?
—Allí es donde dijo que iba.
El joven aguarda. Hay algo que espera que yo le pregunte. Si ha cogido el dinero tan deprisa ha sido porque conocía el valor de lo que me vendía. Me vuelvo a mirar el cobertizo de Manny y los otros repartidos a lo largo del agua, con las barcas en tierra y cubiertas con lonas. Unas gaviotas picotean en la arena en busca del desayuno.
—¿Suele ir a Florida en esta época del año? —pregunto para insistir.
—No lo sé, pero no lo creo.
Vale, no era la pregunta adecuada.
—¿Viste a los hombres que alquilaron el bote?
—Me temo que no.
De acuerdo. Esta tampoco. Dejo que mis ojos vaguen de nuevo por el pequeño chamizo de Manny. Puede que me equivoque y no haya nada más.
Un momento. «Todos están cerrados…»
¡Ya lo tengo!
—Escucha, ¿estaba cerrado Manny hace cinco semanas, cuando ese hombre se ahogó?
—Sí.
—Me refiero a que si estaba cerrado cuando esos hombres alquilaron la barca…
—Sí.
Detecto una débil sonrisa. Hemos llegado a donde mi nuevo amigo quería llegar desde que me vio espiando por la ventana del cobertizo de Manny.
—Así pues, ¿qué ocurrió? ¿Abrió especialmente para ellos?
—Por lo que sé, le pagaron una gran cantidad de dinero. Fueron a su casa, vive en esa dirección, hacia el mediodía y le dijeron que necesitaban una de sus barcas. Le prometieron una buena cantidad en efectivo si abría para ellos. Y eso fue lo que hizo.
—¿Por qué fueron hasta su casa?
—Porque la tienda estaba cerrada.
¡Caramba con el isleño!
—No. Lo que pregunto es ¿cómo sabían dónde vivía?
—Por lo que he oído, uno de los hombres es un tipo que viene por aquí todos los veranos y le alquila a Manny.
Por fin algo nuevo.
—¿No sabes quién es?
—Por lo que sé es un tipo alto que se le parece.
—¿Que se me parece?
—Sí, claro. —Su sonrisa se ensancha—. Un tipo negro.
III
El trayecto desde Menemsha a Oak Bluffs resulta largo y aburrido incluso en temporada alta. Los kilómetros de tupidos árboles pasan sin cesar, interrumpidos aquí y allá por senderos y caminos de acceso complementados con abollados buzones y brillantes letreros de PROHIBIDO EL PASO. A finales de otoño, la vegetación ralea, el paisaje es más marrón que verde, y la ruta se hace solitaria. En esta época del año, se pueden ver las casas que de otro modo quedarían ocultas por las arboledas. Están cerradas y vacías y serían presa fácil para los ladrones si no fuera por los sofisticados sistemas de alarma que atraen a la reducida pero eficaz Fuerza de Policía de la isla.
Aun así, nuestro sistema de seguridad no pudo proteger Vinerd Howse de la intrusión del difunto señor Scott.
«La alarma de mi padre», me corrijo en silencio ya que entraron en la casa antes de que Kimmer y yo tomáramos posesión de ella.
Un momento.
«La alarma de mi padre».
Hago un nudo en el pañuelo de mi memoria sabiendo que se trata de una prueba muy importante que nunca descubriré si me pongo a buscarla deliberadamente, pero que surgirá por sí sola si me olvido de ella y pienso en otra cosa.
Así pues, presto atención al paisaje aunque no sea especialmente atractivo. El cielo es de un lamentable color gris, y los árboles pasan al lado del coche como un ejército de esqueletos que desfilaran a toda prisa. Además, Meadows me ha dado una información errónea, ya sea porque me ha mentido o porque le han mentido. Me dijo que los compañeros de Scott eran blancos. En cambio, mi nuevo amigo, que no tiene nada que ganar cambiando los detalles, ha dicho que uno de ellos era negro. En mi imaginación veo escenas: una misteriosa pelea entre el hombre cuyo nombre no era McDermott y el individuo que seguramente no se llama Foreman. Una pelea a bordo. Y el tercer hombre, sea quien sea, se pone de parte de Foreman, y Scott pasa por la borda. ¿Qué tipo de desavenencia pudo conducir al asesinato?
«Las disposiciones», naturalmente.
Algo que mi padre ha hecho o tramado ha conseguido asustar a alguien lo suficiente para que esa persona esté dispuesta a matar.
No. No. No. Eso es demasiado. Estoy empezando a pensar igual que Mariah. Además, un desconocido me ha llamado en plena noche para decirme que mi familia y yo estábamos a salvo.
Quizá el infeliz Colin Scott nunca recibió esa garantía.
Por otra parte, mi padre estaba evidentemente preocupado por algo. Se hizo con una pistola y contrató a un instructor de tiro para que le enseñara.
Meneo la cabeza mientras noto que la soledad de North Road me abruma. He dejado atrás un puñado de entusiastas ciclistas vestidos con llamativos colores; luego, a dos mujeres a caballo e incluso a un par de vehículos que iban en dirección contraria. Aparte de ellos, tengo la carretera para mí solo.
Y de repente, ya no.
Llegando por detrás en la estrecha carretera y circulando muy deprisa aparece una especie de furgoneta deportiva. Un Chevy Suburban, anoto mientras se abalanza hacia mi parachoques. Puede que ya haya visto ese coche en Menemsha y puede que no. Se mantiene molestamente cerca. Odio que me apremien de ese modo, pero no hay espacio para que pueda adelantarme, así que no tengo más remedio que aguantarme. Intento acelerar y me pongo a más de cien por hora en una zona de curvas. Sin embargo, el otro conductor no se despega. Intento aminorar, pero el Suburban escupe bocinazos de irritación y me hace luces con las largas.
—«Qué quieres que haga», me pregunto en voz alta como si el otro conductor pudiera oírme, pero aliviado porque no pueda.
Al final opto por hacerme a un lado y dejar que ese loco me adelante. El problema es que no hay arcén, así que deberé esperar a que aparezca un desvío. Aminoro porque si encuentro uno no quiero pasármelo.
El Suburban vuelve a hacerme luces, pero no se distancia.
Por alguna razón que no alcanzo a explicar, la molestia empieza a transformarse en miedo, aunque estaría mucho más asustado si el coche que me sigue fuera un sedán verde. Puede que debido a una especie de secuela de la paliza que me dieron me haya vuelto en exceso vigilante.
Me doy cuenta de que a la derecha de la carretera hay una serie de grandes marismas, lo cual significa que estoy en la ciudad de West Tisbury, sede de la feria agrícola de verano, donde Abby ganó todos aquellos premios hace un millón de años, cuando aún estábamos todos vivos. El recuerdo de mi hermana despierta en mí la imagen de un terrible accidente y el deseo, quizá irracional, de quitarme de encima el Suburban. Intento recordar el perfil de la isla. En esta época del año, la mayor parte del tráfico se desvía a la izquierda, en dirección a Vineyard Haven. Sospecho que eso es lo que hará el Suburban, a menos que me persiga. Solo hay un medio de averiguarlo. Se acerca un brusco giro a la derecha que puedo tomar para dirigirme a Edgartown Road, donde otro desvío a la izquierda me llevará al aeropuerto y finalmente hasta Edgartown, la parte más populosa de la isla. En este momento, gente es lo que quiero.
Veo el cruce enfrente. Acelero y pongo el intermitente de la izquierda; entonces, en el último segundo, giro bruscamente a la derecha y me meto en South Road. La parte trasera derrapa y los neumáticos chirrían, pero consigo mantener el Camry bajo control.
Detrás de mí, el voluminoso Suburban repite la maniobra con insultante facilidad.
Por un loco momento, visiones del cuerpo mutilado de Freeman Bishop y también de Colin Scott inclinado sobre la borda de una lancha bailan en mi cabeza. Entonces me acuerdo de que estoy en Martha’s Vineyard, ¡por amor de Dios!, el lugar donde he veraneado durante treinta años. Puede que el monstruo que me sigue no sea más que un conductor maleducado y no… no lo que sea que me tiene preocupado.
Dos minutos después, con el Suburban aún pegado a mi cola, paso ante el pequeño grupo de comercios y la iglesia que son el centro de West Tisbury, pero las calles están desiertas. El sol se está poniendo, y los árboles proyectan sombras que se hacen alargadas. Las vacías calles más parecen un decorado de película. Giro a la izquierda en Edgartown Road, pero el Suburban me sigue a poca distancia.
De nuevo, los árboles ciñen la carretera. El día se ha oscurecido de golpe. Puede que se avecine tormenta. El Suburban permanece pegado a mi parachoques. No estoy seguro de lo lejos que me hallo del aeropuerto. Cinco kilómetros. Quizá seis. El aeropuerto de Martha’s Vineyard es minúsculo, pero seguro que hay gente. Y en estos momentos encontrarme entre gente me parece espléndido.
El aeropuerto, pues, es mi nuevo objetivo.
Pero no voy a llegar.
Al coronar una loma, el Suburban se aproxima tanto que solo nos separan unos centímetros.
La carretera se mete en un profundo barranco que nos hace invisibles en ambas direcciones. Y es entonces cuando mi irritación me hace cometer un error: intentando demostrar que no estoy dispuesto a que me intimiden y a la vez procurando no salirme de la carretera al llegar al fondo, reduzco la velocidad a menos de treinta por hora.
El Suburban me golpea por detrás.
El choque no es violento, pero resulta lo bastante brusco para empujarme la cabeza hacia atrás. Con el latigazo me muerdo la lengua.
Un instinto me hace frenar, y el Suburban choca de nuevo conmigo, esta vez en ángulo, de modo que patino de lado y las ruedas resbalan, como si el otro coche estuviera sacándome de la carretera, hacia el bosque.
Consigo acordarme que en un derrapaje hay que girar la dirección hacia el exterior y así logro no hacer un trompo. A pesar de todo, voy dando tumbos por el fondo del pequeño valle, entre una colina y la otra, hasta que consigo recuperar el control.
El Suburban rueda detrás de mí, y ambos nos detenemos en medio de la carretera.
Tardo un instante en comprobar que todas las partes móviles de mi cuerpo están en buen funcionamiento. Noto el sabor de la sangre en la boca, y el cuello me duele atrozmente. El miedo ha desaparecido. Estoy furioso y empezando a verlo todo de color rojo. No obstante, consigo controlar mi furia con el mejor estilo Garland mientras busco en la guantera pensando: «Una colisión trasera es siempre culpa del conductor que va detrás. Y eso es bueno porque los parachoques no son baratos, especialmente los de marcas extranjeras. ¿Dónde demonios está la póliza del seguro?».
El otro conductor ya ha salido del vehículo, inclinándose e inspeccionando el daño en las carrocerías. Abro la puerta y me apeo para reunirme con él diciéndome que debo mantener la calma. Entonces descubro que el conductor es una mujer que ni siquiera me mira, y debo contentarme con contemplar la espalda de una mujer muy alta vestida con un gabán de cachemir amarillo. Por primera vez me percato de que se trata de un miembro de la nación más oscura, hecho que, mediante algún insólito mecanismo de psicología racial, me tranquiliza. El semiótico que llevo dentro muestra un momentáneo interés en esa simbología, pero lo mando callar.
—Perdone… —empiezo diciendo con menos energía de la pretendida porque nunca me ha sido fácil mostrarme rudo con las mujeres—. ¡Eh! —añado al ver que no me hace caso. Entonces reparo en los familiares y espantosos rizos aplastados.
La conductora del Suburban se levanta, se da la vuelta despacio y me sonríe con sus grandes dientes. Me quedo boquiabierto por la sorpresa.
—Hola, guapo —dice la mujer de los patines—. Hemos de dejar de encontrarnos de esta manera.