31

La semana Brown

I

Es una historia interesante —comenta John Brown.

—No es ninguna «historia».

—Pero sigue siendo interesante. —Se pone en medio del camino de entrada, lanza la pelota y falla miserablemente. Atrapo el rebote, driblo hasta el borde del césped e intento un lanzamiento en suspensión.

¡Cesta! Lo amonesto con el dedo. Él ríe, me lo aparta de un manotazo y entrechocamos la mano.

Es viernes por la tarde, tres días después de Navidad, aunque Kimmer a veces insiste en celebrar también el Kwanzaa. Hace dos noches cayeron ocho centímetros de nieve; pero siguiendo con el imprevisible clima de Elm Harbor, ha vuelto a hacer bueno, lo suficiente para organizar una barbacoa dominguera. El recordatorio de la tormenta corre a nuestros pies en forma de nieve a medio derretir. No es que hayamos tenido unas navidades blancas, pero poco nos ha faltado.

Las navidades de mi infancia eran grandes y alegres acontecimientos. Mi madre decoraba la casa de Shepard Street con ponsetias, muérdago y guirnaldas recién cortadas. Un árbol de un tamaño formidable relucía en el vestíbulo de dos niveles, la planta baja se llenaba de bulliciosos parientes y amigos y se esperaban más visitas recíprocas en los días que iban a seguir. Nosotros, los niños, dábamos cabezadas durante la misa del gallo en la iglesia de Trinity and St. Michael y, a la mañana siguiente, nos despertábamos temprano para encontrarnos el gigantesco árbol rodeado, como por arte de magia, por una montaña de regalos. A pesar de que sabíamos que la mayoría de los relucientes envoltorios ocultaba ropa y libros, siempre nos los imaginábamos llenos de fantásticos juguetes (y algunos de ellos lo estaban). El juez, que en aquella época era simplemente «papá», se sentaba en su butaca favorita en zapatillas y bata, con la pipa firmemente sujeta entre los dientes, disfrutando de nuestro amor y gratitud, acariciándonos la espalda mientras nosotros nos abrazábamos a sus fuertes piernas.

En el número 41 de Hobby Road, las navidades siempre han sido un asunto más prosaico, ya que Kimmer y yo intercambiamos nuestros simbólicos regalos ante el arbolito artificial que mi práctica esposa insiste en usar argumentando las molestias, tiempo y riesgo. —«¿Agua y electricidad juntos? ¡Olvídalo!»— que uno verdadero supondría. Dado que Bentley es capaz a sus tres años y medio de enterarse de lo que sucede a su alrededor (parece haber diferenciado que se trata de Santa Claus y no de Jesús), Kimmer y yo hemos intentado este año mostrarnos un poco más efusivos. Envolver juntos los regalos de nuestro hijo en Nochebuena ha resultado una delicia. Más tarde, mientras estábamos acostados, despiertos y escuchando el rumor del viento, mi esposa me besó en la mejilla y me dijo que se alegraba de que siguiéramos juntos. Yo le contesté que también me alegraba, lo cual era la pura verdad. Durante las últimas semanas me he esforzado en mantener la promesa que le hice a Morris Young de tratar a mi mujer con amor en lugar de con suspicacia, y ella ha respondido estando de mejor humor. Tengo la inesperada pero tranquilizadora impresión de que, fuera quien fuera el hombre con el que estaba liada, ella lo ha dejado, quizá como promesa de cara al año nuevo o como regalo navideño a su marido. Al mismo tiempo, y disimuladamente, he estado pensando en el modo de salir del embrollo en el que el juez me ha metido.

Explicarle a John Brown parte de lo ocurrido, tal como le prometí el mes pasado que haría, parece un primer paso razonable.

—¿Y qué crees que debería hacer? —le pregunto a John mientras vuelvo a tirar.

La pelota da contra el aro y va a estrellarse en su monovolumen cuatro por cuatro azul oscuro. John la atrapa antes de que pueda tirar al suelo mi vieja pero fiel barbacoa, donde unas llamas naranjas lamen el carbón recién encendido.

—Nada. Déjaselo al FBI. No hay nada que puedas hacer. Un tiro interesante. —Tan lacónico como siempre, John es de los que no cree que se deban emplear dos palabras si con una basta, y nunca usará tres sílabas si puede arreglárselas con dos. Hemos estado tirando al aro para poder hablar sin que nos interrumpan. John me ha urgido para que me presente ante las autoridades y lo cuente todo, pero no me he comprometido—. Necesitas un experto. Y ellos lo son.

Asiento pensativamente. No soy la clase de hombre que hace amistades con facilidad, pero mi relación con John ha sido extrañamente duradera. Los conozco, a él y a su mujer, Janice, desde que ingresamos a la universidad. Janice era la más perseguida de las chicas negras de la clase; John, fácilmente el más estudioso de los chicos negros. En la actualidad, John es ingeniero electrónico, cosa que siempre había planeado ser; y Janice es madre a tiempo completo, cosa que siempre deseó ser. Desde que se mudaron a Ohio y fijaron su residencia en Columbus, solo nos vemos una o dos veces al año, normalmente tras las clases, cuando empiezan las vacaciones. Son gente estupenda, y a Kimmer también le caen bien. «A pesar de que fuiste tú el responsable de que se casaran», le gusta añadir.

—No lo sé —respondo al fin, convertido en el Hamlet de Hobby Road.

John enarca las cejas con sorpresa.

—¿Cómo? ¿No te fías del FBI? —Otro tiro que golpea en el aro, rebota en el pavimento y rueda en el aguanieve que cubre la mayor parte del césped.

—¿Y qué sucede si el FBI está detrás del asunto? —pregunta bruscamente Mariah a nuestras espaldas—. ¿Cómo podríamos entonces dejárselo a ellos?

Sonrío, incómodo. Ignoro cuánto rato habrá estado escuchándonos mi hermana. No le he explicado lo del peón ni la nota, asuntos ambos que acabo de descubrirle a John, que hace un gesto de asentimiento para asegurarme que mantendrá la boca cerrada y se vuelve hacia Mariah.

—Pero, de alguien has de fiarte —dice, lo cual es una forma de decir: «Una vez empiezas por ese camino, lo mismo te daría acabar refugiado en una de esas comunidades de supervivencia de Montana». John posee un respeto por la autoridad que yo desearía poder compartir todavía. Sin embargo, los sucesos de las pasadas semanas han socavado mi fe en muchas instituciones.

Lanzo la pelota a mi hermana.

—Vamos, chiquilla, intenta un lanzamiento.

Ella la atrapa ágilmente y me la devuelve con la energía suficiente para hacerme retroceder a tan corta distancia.

—No, gracias.

—Antes te gustaba jugar.

—Antes me gustaban muchas cosas.

Miro de reojo a John, que de repente demuestra un gran interés en la etiqueta que hay pegada en el poste que sostiene el aro y que está llena de letra pequeña con la inútil advertencia del fabricante anunciando que declina toda responsabilidad en el caso de que algún chaval consiga derribarlo. En una ocasión, John también protegió el hospital de posibles responsabilidades: cuando Kimmer y Bentley estuvieron a punto de morir, John y Janice llegaron en el primer avión. Janice me abrazó mientras yo lloraba, pero fue John el que me llevó a dar un paseo y me habló como científico tanto como cristiano haciéndome ver que debía sentirme agradecido de que los médicos hubieran salvado a mi familia en lugar de enfurecerme porque hubieran estado a punto de no conseguirlo.

—Vamos, Mariah —digo suavemente, tendiéndole la mano—. No estés deprimida.

—«No estés deprimida». Como si no hubiera nada por lo que deprimirse.

Me las compongo para no protestar. En su estado de humor, Mariah sería capaz de estropearlo todo.

John, Janice y sus hijos han llegado a Elm Harbor para pasar unos días con nosotros, como de costumbre, siempre durante la tranquila semana antes de Año Nuevo. Alguna vez hemos ido nosotros a Ohio, pero lo normal es que nos reunamos aquí. Hace veinticuatro horas que Kimmer y yo celebramos nuestro noveno aniversario. John y Janice, que llevan casados siete años más que nosotros, lo celebrarán dentro de un día. La casi coincidencia en las fechas es lo que dio pie, hace unos seis años, a la costumbre de vernos. Nuestra reunión anual suele ser un asunto encantadoramente jovial, pero en esta ocasión, de acuerdo con la muerte de mi padre y el estado de ánimo de mi esposa (que si bien no me rehúye no se muestra especialmente amorosa), está resultando bastante solemne. Los Brown opinan que todos los matrimonios pueden ser tan perfectos como el suyo, y con frecuencia se sienten incómodos ante la refutación viviente de su teoría. No obstante, son buenos amigos y se niegan a renunciar a su sueño de que nuestro matrimonio tiene arreglo.

Mi hermana es un añadido de última hora a la «Semana Brown», como nos gusta llamar a estas ocasiones. Kimmer reaccionó con sorprendente gentileza ante la noticia de que mi hermana se nos uniría, pero se trataba de la amabilidad que se reserva para los trastornados mentales. «Oh, Misha, al fin y al cabo se trata de tu hermana y lo entiendo, claro que lo entiendo», murmuró dándome palmadas en la mano y queriendo significar todo lo contrario. Yo tampoco estoy muy seguro. La verdad es que preferiría no tener a Mariah con nosotros durante la Semana Brown, ni siquiera durante un solo día. Está sola: ha dejado a su prole en Darien con la canguro, y me parece que Howard está en Tokio. Su inquieta presencia tiene amplias posibilidades de alterar la confortable intimidad de nuestras dos familias, los Brown y los Madison-Garland. Habría preferido encontrarme con Mariah en cualquier otro momento y en privado, pero se ha negado a hablar de sus hallazgos, sean cuales sean, por teléfono. Puede que temiera que estuviera pinchado. Este día es el primero en que hemos podido coincidir.

Janice y Kimmer se hallan en la cocina, cocinando, conspirando y desairando a Mariah. John y yo repartimos nuestro tiempo entre el camino de la entrada y el jardín de atrás, donde estamos manejando la barbacoa en la que tenemos intención de asar unos carísimos filetes, y en estos momentos escuchando con aire crédulo los desvaríos de Mariah. Cerca del alto seto que separa nuestra propiedad de la de los Felsenfeld, Bentley juega feliz con la hija pequeña de John, Faith, que es tres años mayor: juntos están llevando a cabo algo misterioso y astuto con la Barbie nigeriana de Faith y su brillante coche deportivo al que le falta una rueda. La hermana de Faith, Constance, ha cumplido nueve años y por lo tanto ya no está para esos juegos. La última vez que la vi estaba sentada a la mesa de la cocina, completamente hipnotizada jugando al Boggle con el portátil de su madre. Clama por la última versión de Riven, que ya tienen todos sus compañeros de colegio, pero sus evangélicos padres se la han prohibido. Su hijo mayor, Luke, tiene quince años y se encuentra en algún rincón de la casa, absorto en alguna novela de Agatha Christie.

—A veces, el FBI está en el bando equivocado —insiste Mariah—. Mira lo que le hicieron al doctor King.

John y yo intercambiamos una mirada. John es un hombre bajo y recio que creció en un barrio pobre de la capital del estado y se abrió paso, académicamente hablando, hasta Elm Harbor. Su piel, mate, parece más oscura con esta luz, pero sus ojos están alerta y denotan preocupación.

—Eso es parte de lo que quería hablar contigo, Tal —sigue diciendo mi hermana, mientras se interpone entre nosotros de modo que no podamos seguir jugando hasta que hayamos prestado atención a todo lo que tiene que decir. Ha llegado, no en el Navigator, sino al volante de su Mercedes y viste un elegante traje pantalón de tweed al estilo Anne Klein, seguramente el atuendo adecuado para un cóctel en Darien, pero no para una barbacoa casera en Elm Harbor. No me cabe duda de que Kimmer se lo está haciendo notar a Janice en la cocina—. Hemos de decidir cuál va a ser nuestro siguiente paso.

—¿Sobre qué, chiquilla? —pregunto gentilmente.

—Sobre todo el asunto.

John intenta otro lanzamiento y falla. El rebote cae en mis manos. Levanto la pelota como si fuera a tirar, pero Mariah me la quita de las manos y se la guarda bajo el brazo, como una madre que reprendiera a su hijo. Con eso quiere decir que se ha acabado el baloncesto hasta que la hayamos escuchado.

—Recordarás que Sally y yo hemos estado repasando los papeles de papá, ¿no? Pues bien, déjame que te cuente lo que hemos encontrado, y verás por qué debemos hacer algo.

Estoy a punto de interrumpirla, pero capto la mirada de John y desisto. Está deseando que ella lo cuente todo, y opto por seguir su ejemplo. Igual que un buen abogado, John sabe cuándo es mejor dejar de hacer preguntas y permitir al cliente que divague.

—Muy bien. Suéltalo.

Mariah arroja a un lado la pelota y va hasta su reluciente Mercedes verde oscuro, de donde saca un maletín que deposita en el techo y procede a abrir.

—Espera un segundo —añade, introduciendo la combinación y levantando la tapa.

Advierto, medio intrigado y medio inquieto, que se trata de un maletín de seguridad. Preocupado, echo una mirada a los carbones de la barbacoa. Mariah vuelve con varias carpetas. Mientras hojea los archivos, me acuerdo de la libreta de tapas blancas y negras donde anotaba las pruebas de la conspiración. Bromeo y le digo que la cantidad de hallazgos de la buhardilla ya no deben de caberle en el archivador.

—No es eso, es que no lo puedo encontrar.

—Quizá te lo han robado los malos.

Tomándoselo muy en serio, Mariah señala el maletín.

—Por eso lo tengo todo bajo llave. —Antes de que pueda haberlo digerido, saca una de las carpetas—. Mira esto —me ordena.

La cojo, y con John examinamos la etiqueta donde se lee en caracteres limpiamente mecanografiados: INFORME DEL DETECTIVE V: ABIGAIL. De repente, me embarga la emoción. Pero la carpeta está vacía.

—¿Dónde está el informe? —pregunto.

—Eso es lo que intento explicarte, Tal. No está aquí. ¿No te parece extraño?

—Un poco. —No obstante, se me ocurren cientos de razones que pueden explicar la desaparición del informe. Una de ellas es que haya sido la propia Mariah quien lo haya cogido o haya creado la carpeta vacía como complemento de sus fantasías.

Por otra parte, un libro de recortes se ha evaporado, un peón mágico se ha esfumado del corazón de la Gold Coast y ha reaparecido en un comedor de beneficencia de Elm Harbor, y el libro que me robaron los tipos que me asaltaron se ha materializado en el asiento de mi coche. Es decir, suceden cosas imposibles.

—Entonces me acordé de que, cuando papá recibió el informe del detective, se lo pasó a la policía con la esperanza de que pudieran utilizarlo. ¿Recuerdas?

Lo recuerdo, y con dolor. El juez estaba tan satisfecho consigo mismo… Había contratado a un detective que había dado con nuevas pistas. Nos aseguró desde Potomac, en aquel entonces una pequeña y exclusiva ciudad, que se trataba de alguien de lo mejor y más caro; alguien con las mejores recomendaciones. Parecía orgulloso de estar pagando una suma tan elevada.

—Villard —murmuro—. Ese era su nombre, ¿no? No sé qué Villard.

—Eso es. —Mariah sonríe—. Jonathan Villard.

Meneo la cabeza. Casi hubiera preferido que el nombre del detective hubiera sido Scott, pero mi memoria no tiene dificultad en proporcionarme el resto de la historia: cuando el juez recibió el informe salió de su parálisis y comunicó a toda la familia que estaba convencido de que no tardaríamos en ver castigado al asesino: «Asesino» fue la palabra que empleó. Luego, se puso a esperar. A esperar y a esperar, mientras la desesperación volvía a apoderarse de él.

—La policía nunca siguió las pistas y, si lo hizo, nunca encontró nada —digo en voz baja, tanto para mí mismo como para John o mi hermana. Aún voy por detrás de ella, preguntándome qué pudo pasarle realmente a su libreta. Primero, el libro de recortes se esfuma, y a continuación, la libreta. Una brisa helada agita los setos.

—Así es —responde Mariah como si felicitara a un alumno lento que por fin comprendiera—. Pero la policía tenía copia del informe, así que llamé al tío Mal y hablé con esa mujer, Meadows, y le pregunté si ella podría conseguir un ejemplar en los archivos de la policía. Me contestó que el asunto podría demorarse ya que tendrían que comprobar archivos antiguos. Luego, hace unos días, me llamó y ¿sabes qué? Resulta que la policía no guarda ninguna copia.

—Curioso, curioso —reconozco. Por su contribución a la charla, John lo mismo podría ser una estatua. Entonces, se me ocurre una idea—: Pero me juego lo que quieras a que podrás encontrar una copia en los archivos de Villard. Debe de vivir en alguna parte.

Mariah parece casi alegre.

—Tengo la impresión de que vosotros, los abogados, pensáis todos igual. Meadows me sugirió lo mismo y ¿a que no lo adivinas? Villard murió de cáncer de colon hace quince años.

Las palabras se me escapan antes de que pueda pensar.

—¿Estás segura?

—¡Claro que estoy segura, Tal! No soy estúpida. Meadows me proporcionó incluso una copia de la ficha médica. Estaba de verdad muy enfermo, y se murió muy de verdad.

—Vaya. —Me siento bastante decepcionado. Hasta que he sabido lo del cáncer, habría jurado que Villard era otro alias de Colin Scott. Entonces veo un rayo de luz—. Pero, aunque haya muerto, sus archivos deben estar en alguna parte.

—Seguro, pero nadie sabe dónde. Ahí voy. Ahora, mira esto. —Mariah prosigue igual que un abogado que estuviera montando una defensa o un mago encantando a su auditorio. De otra carpeta saca unas cuantas hojas arrancadas de una libreta y me las entrega como si fuera material explosivo. Reconozco al instante la abigarrada escritura de mi padre—. Esto es todo lo que he podido encontrar del informe.

Paso las páginas, que tienen marcas como si las hubieran doblado varias veces. La tinta se ve envejecida y borrosa. Un encabezamiento, «Informe de V», abre toda una serie de anotaciones al azar: «¿Matrícula de Virginia?». «Debe haber daños en el frontal. V ha comprobado los talleres…» «V dice que el trabajo de la policía en los talleres de pintura ha sido una chapuza…» «No hay carnet del conductor ni del pasajero…»

Me detengo y retrocedo para releer la última línea.

—¿Pasajero? —pregunto.

Mariah asiente.

—Sí. Había alguien más dentro del coche que mató a Abby. Interesante, ¿verdad?

—El juez nunca lo mencionó —comento ausentemente, recordando otra cosa. Y mamá tampoco.

Mariah está embalada.

—Estas notas estaban dobladas en el fondo de uno de sus libros de ajedrez. Supongo que quien se llevó el informe no lo sabía. —Estoy a punto de preguntar qué libro mientras le doy vueltas a posibles mensajes secretos, pero Mariah ya ha sacado otra de sus cartas—. Mira esto. —Un sobre de color marrón surge de su maletín. Me lo entrega. Lo abro y saco un montón de registros de talonarios. Una mirada me confirma lo que yo suponía: pertenecen a la época en que el detective privado estuvo trabajando en el caso—. Estúdialos —sugiere mi hermana.

—¿Y qué debo buscar exactamente? —pregunto mientras John observa con interesado silencio.

—El nombre de Villard. Papá dijo que era caro, ¿verdad?

—Sí… Creo que sí. —En efecto, lo decía con orgullo, para sugerir que no reparaba en gastos para descubrir al asesino de Abby.

—Bien. Pues ahora mira los registros. —Obedezco sin saber exactamente adónde me va a llevar—. Tal, todos esos son cheques que papá firmó durante los cuatro años siguientes a la muerte de Abby. No hay ni uno para alguien llamado Villard ni tampoco para nada que se parezca a una agencia de detectives.

—Está bien: fue descuidado. No dejó registro de los cheques.

—Tengo anotados todos los que anuló, Tal. Ya sabes cómo era papá. Lo tenía todo perfectamente organizado. Aunque solo fuera para estar segura, me tomé la molestia de repasarlos uno por uno. Están todos.

Me asalta la inquietante visión de Mariah inclinada sobre una calculadora, en la buhardilla, tecleando las cifras, comprobando obsesivamente los resultados mientras sus hijos corretean por la casa y Sally… Y Sally hace lo que suele hacer cuando están juntas.

—Bueno, ¿y si pagó en efectivo? —sugiero a pesar de lo improbable que se me antoja.

—Tampoco —dice Mariah sacando otra carpeta. Está claro que no ha perdido sus habilidades como investigadora—. Aquí tengo una lista de todas las cantidades de efectivo que papá retiró de sus cuentas durante esos años. Y ni una, Tal, ni una es suficiente para pagar algo más que golosinas.

—Sus otras cuentas…

—Vamos, Tal. En aquella época no tenía otras cuentas. No ganaba lo suficiente. Eso vino después. —Se refiere a cuando se retiró de la judicatura.

—Entonces, ¿qué me estás diciendo? ¿Que nunca hubo un detective? —Meneo la cabeza, como si quisiera deshacerme de recuerdos dolorosos. John lo observa todo como el testigo de un accidente de carretera, fascinado por la carnicería pero incapaz de intervenir—. ¿Acaso ese Villard fue producto de la imaginación del juez?

—No, Tal, escúchame. Claro que Villard era real. Lo que te estoy diciendo es que a ese detective le pagó otra persona. ¿No te das cuenta? O papá tomó prestado el dinero o no sé qué otra cosa pudo hacer. Pero el dinero salió de otro bolsillo. Si averiguamos de cuál… sabremos quién mató a papá.

Me cuesta creer todo lo que estoy oyendo, pero también rechazarlo. No me encuentro emocionalmente en condiciones para evaluaciones racionales.

—Y tú crees que ese alguien era… —Dejo las palabras en el aire para que ella responda lo que ambos sabemos.

—Fue Jack Ziegler, Tal. ¿Quién si no? Vamos. Tuvo que tratarse del tío Jack. Tenía razón la primera vez, Tal. Papá tenía miedo del tío Jack. Por eso se procuró una pistola. Pero no le sirvió de nada porque el tío Jack lo asesinó y se llevó el informe.

Así pues, como sospechaba, la teoría de Mariah sobre la conspiración no ha cambiado. Sin embargo, se me ocurre que es posible que mi hermana vaya detrás de alguna pista, lo sepa o no, porque en lo más profundo de su reconstrucción yace una sencilla verdad que me aterra, que me aterra porque ella no conoce ciertos hechos que yo sí.

—Espera un segundo. Sigo sin ver por qué podía querer el tío Jack hacer semejante cosa. —Lo veo perfectamente, lo que sucede es que pongo objeciones para seguir la conversación.

—Sí que lo ves. En ese informe había algo que no quería que nadie supiera, así que tenía que hacerse con esa única copia. ¿Por qué otra razón iba a matar a papá en casa?

—Entonces, ¿por qué dejó la carpeta vacía?

—No tengo ni idea. ¡Por eso necesito tu ayuda, Tal!

Me asalta una idea.

—Aquella petición pública de una investigación que me explicaste que iban a presentar…

—Alguien los convenció de que no lo hicieran. Alguien habló con ellos, ¿no lo ves? Y Addison no sirve —añade misteriosamente mientras yo sigo ocupado, alegrándome de que alguien haya convencido a quien tuviera que convencer—. Tú y yo somos los únicos a quienes les importa. Por lo tanto, tú y yo debemos demostrar lo que pasó.

—No tenemos suficiente información.

—¡Exacto! Por eso debemos trabajar juntos. ¡Oh, Tal! ¿No te das cuenta? —Se vuelve hacia John Brown—. Tú lo entiendes, John. Sé que lo entiendes. Explícaselo.

—Bueno… —empieza él—. Quizá sería mejor si…

Se interrumpe. Las otras dos mujeres, la rotunda y hermosa Kimmer y la oscura y delgada Janice aparecen con los filetes ya sazonados y listos para la parrilla. Hay mazorcas envueltas en papel de plata y una bandeja con verduras que también pasarán por las brasas. Y dos Coca-Colas, porque ni John ni yo bebemos alcohol: John por convicciones religiosas; yo, por simple miedo dado el precedente paterno. Escuchamos la acostumbrada chanza de cómo es posible que los hombres estén tan ocupados jugando al baloncesto que no hayan sido capaces de encender un fuego decente. Kimmer sigue molesta conmigo por la presencia de Mariah, pero delante de nuestros amigos se muestra educada. La pasada noche le conté finalmente lo de la llamada de la agencia de mi padre para las conferencias, y se puso tan furiosa por su presunción que la quise aún más por ello. «Tú no eres tu padre y no tienen derecho a esperar que te comportes como si lo fueras». Le expliqué que ya había rehusado, y ella me dijo que había hecho lo correcto. Si alguna vez vuelven a llamarme, volveré a negarme.

—¿Quieres que los ponga en las brasas? —me pregunta Kimmer con las manos en las caderas, fingiendo irritación.

—No, cariño.

—Entonces, chicos, poneos manos a la obra.

Me da una juguetona palmada en las nalgas, y yo, sorprendido, le hago cosquillas. Sonríe y me empuja a un lado.

—¡A trabajar! —repite.

—Mariah, nos iría bien un poco de ayuda en la cocina —añade Janice para desconcierto de mi hermana, que hasta este momento se ha sentido como el convidado de piedra.

Mariah me dirige una mirada dolida.

—Piénsalo —me ruega.

Kimmer y Janice regresan adentro, con Mariah siguiéndolas de malhumor.

—Tu hermana es increíble —murmura John cuando volvemos al jardín.

—¿Cómo? Oh, sí, lo siento. —Tardo unos segundos en centrarme en la conversación porque estoy un tanto desconcertado por mi buena relación con mi mujer, incluso aunque haya sido solo de cara a la galería—. Mariah no ha sido la misma desde… desde la muerte de nuestro padre. Quiero agradecerte a ti y a Janice que hayáis sido tan amables con ella.

—Janice es amable con todo el mundo. —Lo dice como si él no lo fuera.

—Eso es cierto.

—No sé cómo lo hace —menea la cabeza, pero hay orgullo en su voz. Está enamorado de su mujer, y ella obviamente de él. Intento recordar cómo es con exactitud esa sensación y solo consigo descubrir que nunca la he experimentado—. En cuanto a tu hermana, podría tener razón —añade John pensativamente.

—¡Oh, vamos! No irás a creer que alguien falsificó los resultados de la autopsia.

—No hablo de la autopsia ni de que tu padre muriera asesinado —contesta encogiéndose de hombros—. Lo que estoy diciendo es que podría estar en lo cierto respecto al detective privado.

—No hablarás en serio…

—¿Crees que trabajó gratis? Mariah dijo que era caro.

—Mmmm… —Es mi inteligente respuesta habitual.

John espera mientras examino los filetes y los deposito, uno a uno, en la larga parrilla. Viste unos anchos y limpios vaqueros y una cazadora del New York Athletic Club encima de una camisa blanca. Sus hombros son desacostumbradamente anchos para un hombre tan bajo, pero el principio de una barriga indica que ya no va al gimnasio tanto como antes.

—Añade tu historia a la de ella, Misha. —John se balancea sobre los talones, con las manos a la espalda, dejando que sea yo el que haga el razonamiento—. La combinación resulta interesante.

—Mmmm —repito, ya que no deseo que John se tome en serio a Mariah.

—Puede que ese informe fuera lo que los falsos agentes del FBI andaban buscando. —Como no contesto, John pregunta en voz baja—: No se lo has contado todo, ¿verdad?

—No.

—No sabe nada de la nota de tu padre o del peón, ¿verdad?

—Nada.

—Se trata de tu hermana, Misha. Realmente deberías compartir con ella esa información.

Lo miro con mala cara.

—¿Del modo en que ha estado comportándose?

John no me presta atención. No me mira a mí o los filetes: sus ojos se pasean por los árboles que se ven tras la valla y que marcan el linde de nuestra propiedad y el comienzo de la hectárea de terreno propiedad del presidente del First Bank de Elm Harbor. ¿Acaso estaré aburriendo a mi amigo, a John?

—Oh, lo siento. Ya te escucho. Sigue.

—Has de entender a Mariah. No se trata solo de este asunto. Siempre ha sido… excitable. Siempre ha tendido a precipitarse en sus conclusiones. Sí, vale, puede que sea más lista que yo, pero no siempre es razonable. Ella es… demasiado apasionada, diría yo.

—Sí —responde, ausente, mientras sigue estudiando la valla.

—Tengo un amigo, Eddie Dozier. ¿Te acuerdas de Dana, Dana Worth? Te he hablado de ella, ¿no? Bueno, Eddie es su ex marido. Es negro, pero es más bien muy de derechas, está metido en todo eso de los movimientos antigubernamentales… En fin, el otro día, Dana me dijo que Eddie y Mariah han estado en contacto, y que fue él quien la convenció de que los resultados de la autopsia eran falsos. Ya sabes, aquellas manchas de las fotografías… He intentado persuadirla de que no hablara más con él, pero…

—Misha —susurra.

—No quiere escuchar nada de lo que yo le diga. No sé… Debo encontrar otro modo de que se aparte de esto, de que lo deje antes de que…

—¡Misha!

—¿Qué? —Me fastidia que John, que nunca interrumpe, lo haya hecho justo en este momento.

—Misha, hay alguien en el bosque, en la colina. No te vuelvas.

Desde lo que se me antoja una enorme distancia, oigo que mi voz responde tranquilamente con el evangelio según Kimmer:

—Es solo mi vecino. Ya te lo he dicho, el presidente de ese banco…

La carcajada de John es glacial.

—No lo es. A menos que el presidente de ese banco tuyo sea alto y negro. Además, tiene unos prismáticos. Nos está observando. —Hace una pausa—. Podría ser el tal Foreman.

Al final, no puedo evitarlo y me doy la vuelta.

—No veo a nadie —susurro.

—Se ha ido. Quizá lo hayamos asustado.

II

John Brown es el hombre más sensato que conozco. No es dado a las alucinaciones, y si ha dicho que había alguien, es que lo había.

Avisamos a nuestras sorprendidas esposas de que debemos ir a comprobar una cosa, dejamos los filetes y nos dirigimos hacia el bosque. Supongo que debería estar preocupado. El observador, si es que lo había, no podía ser otro que Foreman; pero, si el difunto señor Scott resultó ser inofensivo, ¿cuán peligroso puede ser su colega? Por otra parte, formar parte de un grupo incrementa considerablemente el valor.

—Por aquí —me indica John, señalando el lugar donde ha creído ver al hombre, entre dos árboles desnudos. Pero no encontramos más que unas pocas huellas en la nieve medio derretida. Además, dado que no somos gente de campo, no podemos saber cuánto tiempo llevan ahí o adónde conducen ya que se pierden rápidamente entre las ramas del suelo. Mi viejo amigo y yo intercambiamos una mirada. John menea la cabeza y se encoge de hombros. El mensaje está claro: nos hemos metido en propiedad ajena y no podemos entretenernos.

—¿Qué crees? —pregunto.

—Creo que lo hemos perdido.

—Y yo.

—Pero si se asusta tan fácilmente, Misha, no creo que sea peligroso.

—Ni yo. Pero aun así me gustaría saber quién es.

No quiero permanecer aquí. Algún vecino podría ver a dos negros agachados entre los árboles y llegar a una conclusión equivocada. Por mi parte, ya he tenido el obligatorio encontronazo con la ley.

—¿No crees que fuera el tal Foreman?

Me vuelvo hacia John:

—Lo has visto, ¿verdad?

John frunce el entrecejo. Lo he decepcionado.

—No creo que me lo hayas contado todo, Misha.

—No sé qué crees que puedo haber omitido.

Su tono sigue siendo menos crispado que el mío.

—No debes engañar a los amigos.

—No lo hago —espeto.

John se encoge de hombros. Cuando nos disponemos a regresar, oímos el ruido de un coche que se pone en marcha en una calle vecina que corre paralela a Hobby Street. Corriendo por el fangoso terreno llegamos a la acera a tiempo de ver un Porsche azul desapareciendo en la distancia. Sin embargo, estamos en la parte rica de la ciudad, y ese vehículo podría pertenecer a cualquiera.

A pesar de que el conductor era negro, y nosotros seamos los únicos negros de Hobby Hill.

—Creo que deberías llamar a alguien —me dice John.

—Voy a quedar como un idiota. —Suspiro pensando en la advertencia de Meadows acerca del riesgo que supone para la posible designación de mi esposa. No obstante, sé que el lunes haré yo mismo la llamada, para asegurarme, y que Cassie Meadows, en Washington, pondrá los ojos en blanco y hará otra anotación en su carpeta de conspiraciones.

También sé algo más. Algo que no comparto con mi amigo mientras caminamos por la colina nevada llena de hojas caídas. Oculto entre las divagaciones de Mariah, había un fragmento de impactante información, un nuevo y preocupante hecho sobre el que ella pasó de puntillas en sus prisas por buscar una conspiración que explicara la muerte de nuestro padre: sé quién ha leído el informe que ha desaparecido.