30

Sospechosos habituales

I

Tengo entendido que has tenido una pelea con Stuart Land —me dice Dana Worth, que es la primera en enterarse de las cosas que suceden en el Oldie y, a veces, también de las que no. Está apoyada contra el escritorio en una postura tan propia de ella que los estudiantes siempre encuentran a alguien dispuesto a imitarla en la representación satírica que organizan justo antes de su graduación. Yo estoy sentado en el largo y resistente sofá que encontró en una tienda de muebles usados y que ha hecho retapizar.

—No fue una pelea, exactamente. Más bien un… franco intercambio de pareceres.

—¿Sobre qué?

—Lo he acusado de intentar torpedear la candidatura de Marc Hadley. Le he dicho que eso se estaba volviendo en contra de Kimmer y que podía perjudicarla. —Me froto la mejilla que me escuece mientras recuerdo la expresión de sorpresa de Stuart, una expresión que habría jurado auténtica—. Me contestó que no había hecho nada.

—Puede que no.

—Acaba de regresar de Washington, Dana.

—No seas tonto, Misha, cariño. Estoy convencida de que no ha ido por algo de tu esposa. Seguramente ha estado allí planeando alguna travesura constitucional con sus amiguetes de la derecha. Stuart nunca va a ninguna parte para nadie salvo para él mismo.

—O para la facultad.

—O para la facultad —reconoce no tan convencida. Se aparta del escritorio y comienza a dar vueltas por la estancia. Su espacioso despacho se halla en el segundo piso del Oldie, a la derecha del de Theo Mountain, y se dice que los dos no dejan de cuchichear. Todo en su oficina tiene el aspecto adecuado: desde la mesa de trabajo, obsesivamente limpia, pasando por la colección de plantas colocada en el alféizar, hasta las estanterías con los libros ordenados alfabéticamente por el nombre del autor.

Me pongo igualmente en pie y voy hasta la ventana, desde donde contemplo las escalinatas de la entrada del edificio y el muro de granito del campus principal, al otro lado de la calle. También alcanzo a ver el callejón donde me asaltaron hace unos días. Es lunes, y faltan nueve días para Navidad. Las clases han terminado por fin, y la gente de la facultad empieza a marcharse, aunque los estudiantes deban quedarse durante unos días para sus exámenes finales. En cuanto a mí, he procurado mantenerme en un segundo plano mientras decido nerviosamente qué debo hacer a continuación.

—En fin, Dana, me has llamado… ¿para?

—Lo sé. —Hace una pausa—. Quería asegurarme de que estás bien.

Asiento con la cabeza sin darme la vuelta. Nuestra amistad ha ido madurando a lo largo de las semanas, desde el asesinato de Freeman Bishop. No estoy seguro de si ella y yo llegaremos a estar tan próximos como Kimmer y yo lo estuvimos de ella y Eddie en los viejos tiempos. A pesar de todo, Dana parece decidida a recomponer lo que pueda. Sus esfuerzos me conmueven. A diferencia de otros miembros de la facultad que parecen contemplar mi comportamiento con el mismo talante que la decana Lynda, Dana se ha ido poniendo de mi parte. Los apestados, me dijo el otro día, deben mantenerse unidos. Cuando le señalé que ella no era ninguna apestada, me recordó que dirige la rama local de la Alianza Pro Vida de Gays y Lesbianas. «Todos nos odian por alguna razón u otra», me dijo bastante satisfecha.

—Estoy bien —le aseguro.

—Bonitos puntos de sutura. Muy favorecedores.

—Gracias.

—He estado meditando sobre lo que te ha pasado.

—¿Lo que me ha pasado?

—Tu cuasiarresto.

Me doy la vuelta.

—No fui cuasiarrestado.

—No sé de qué otra manera llamarlo.

—Fue un malentendido, eso es todo.

La gran libertaria sonríe.

—Exacto, la clase de malentendido por el que casi te dan una paliza de muerte.

—Nadie me dio una paliza —contesto con rapidez, súbitamente preocupado por los rumores que mi vieja amiga pueda estar difundiendo, ya que, con Dana, tal como le gusta decir, se puede tener la seguridad de que repetirá lo que se le haya confiado solo a quien se le diga.

—Los tipos que te perseguían sí que lo hicieron.

—Cierto.

—De eso quería hablarte, Misha. —Sigue moviéndose y agitando los brazos como si buscara el equilibrio. Me pregunto si nunca se está quieta—. De los tipos que te perseguían.

—¿Qué pasa con ellos?

—Te robaron el libro de ajedrez, ¿no es cierto?

—Sí. Es verdad. —No le he dicho que ha reaparecido. No obstante, a Dana le he contado del suceso mucho más que a cualquier otro; quizá porque Dana, a diferencia de mis otros conocidos, no ha dejado de preguntarme.

—¿Y sabes por qué?

Se ha puesto a mi lado, en la ventana, y contempla a los estudiantes que caminan bajo la helada lluvia. Sonríe. Dana Worth adora su trabajo.

Me doy la vuelta para contemplar la escena con ella. He adivinado la respuesta.

—Dímelo tú.

—Misha, cariño, porque pensaron que se trataba de lo que andaban buscando.

—¿Cómo?

—¡Caramba! Hoy estamos lentos, ¿no? Número uno: dijiste que te seguían. Número dos: dijiste que sabían tu nombre. —Dana es fantástica haciendo listas con el impulso del momento—. Número tres: te preguntaron qué había en el paquete. Y número cuatro: te dieron una paliza y se largaron con el libro.

—Exacto.

—¿Y por qué esa noche en concreto? De todas las noches que habrían podido escoger, ¿por qué escogieron esa en concreto?

—No lo sé.

—Pues porque dijiste o hiciste algo que les hizo pensar que era importante para ellos. —Ladea la cabeza, complacida con su razonamiento—. Por lo tanto, lo único que debes hacer es averiguar qué pudo provocarlos.

Pero ya sé lo que hice: fui al club de ajedrez. Los hombres que me siguieron deben trabajar para alguien que, al igual que el difunto Colin Scott, conoce el contenido de la carta del juez, alguien que averiguó lo que «Excelsior» significa; lo cual quiere decir alguien que sabía que mi padre era un compositor de problemas; alguien que podría haber dicho: «Si alguna vez se acerca a algún sitio relacionado con el ajedrez, vigílenlo especialmente y, si sale con algo, apodérense de ello como sea». Alguien que… Alguien…

—¿Y qué hay de la promesa de Jack Ziegler de que nadie iba a hacerme daño?

—Alguien no debió de enterarse —dice ella.

Frunzo el entrecejo. No le he contado lo de la llamada telefónica de las dos y cincuenta y un minutos. Ni a ella ni a nadie, aunque tarde o temprano tendré que hacerlo; tan pronto como averigüe quién del edificio me tiene echado el ojo. Por un instante, me preocupa que pueda ser la propia Dana Worth.

—¿En qué estás pensando? —pregunta suavemente.

—En confeccionar una lista de enemigos —contesto.

—Vamos, Misha, no digas eso. Suena totalmente a Nixon.

—¿Verdad que sí? —Le guiño un ojo—. Nixon era uno de los héroes de mi padre.

—Nadie es perfecto, salvo Lemaster Carlyle —bromea Dana. Ese chiste lo ha usado otras veces, pero en esta ocasión me parece menos gracioso que en el pasado.

—Hablando de Lern —me oigo decir—, no lo sé… lo veo distante.

—Siempre es distante.

—Lo que digo es que me parece menos amistoso. Como si pretendiera evitarme.

—Claro, no me cuesta imaginar el porqué: quiere mantenerse limpio.

Me rindo, estoy bastante frustrado. Con su estilo bromista pero directo, Dana me está recordando que en estos momentos no soy el preferido de nadie en la facultad, salvo quizá de ella. Duele oírlo, pero es posible que tenga razón con respecto a Lern. Entonces se me ocurre una idea: Dana está al tanto de todos los rumores.

—Oye, ya sé que no es asunto mío, pero ¿no has escuchado ningún rumor sobre algún tipo de… relación entre Lionel Eldridge y Heather Hadley?

Dana parece sorprenderse. Entonces una sonrisa lenta, casi felina, asoma en su rostro.

—No. Me parece que ese me lo he perdido; pero sería delicioso. Debo preguntar por ahí sin falta.

Desde luego, hay muchas maneras de poner en marcha un rumor, me digo amargamente.

II

Al abandonar el despacho de Dana me tropiezo con Theophilus Mountain, que está abriendo la puerta del suyo con la misma laboriosa atención que pone a la hora de conducir, caminar o enseñar; cosas que ya no hace especialmente bien. Lleva bajo el brazo una vieja carpeta y un registro rojo y negro, así que regresa de sus clases. Lo saludo mientras consigue abrir la cerradura.

El envejecido Theo se da la vuelta muy tieso, como un maniquí que girara sobre su base, sonriendo bonachonamente.

—Ah, hola, Talcott.

—Hola, Theo. ¿Tienes un momento?

Frunce el entrecejo, como si se tratara de una pregunta complicada.

—Supongo que sí —concede, con la mano en el picaporte. A sus ochenta y dos años, Theo ya no es lo que era en la época de estudiante de mi padre ni en la mía. Hace unos pocos días, fue por fin a presentarme sus condolencias por la muerte de mi padre, extrañamente tarde, aunque la verdad es que nunca se ha comportado según como los demás esperan de él. Es el único superviviente de los famosos hermanos Mountain: los otros dos eran Pericles, que daba clases en UCLA; y Herodoto, que lo hacía en Columbia. En su época eran considerados los mayores eruditos en temas constitucionales. Perry murió hace unas décadas, y Hero justo el año pasado. Los tres formaban parte de los grandes liberales del siglo, y Theo mantiene viva la llama. En sus clases de derecho constitucional, Theo casi no trata casos posteriores a 1981, «cuando ese hijo de puta de Reagan llegó y se lo cargó todo». A sus atónitos alumnos no les enseña cómo es la ley o cómo debería ser, sino cómo le gustaría a él que fuera todavía. Hace unos años, escribió a un juez del Tribunal Supremo que había sido alumno suyo acusándolo de «razonamientos idiotas al servicio de tu inmoral y reaccionaria campaña». A continuación entregó la carta a la prensa, acto que le granjeó una participación llena de invectivas en el programa de Larry King. Theo siempre ha estado dispuesto a decir lo que sea a quien sea, y eso es lo que hace conmigo en este instante:

—Tienes un aspecto horrible. ¿Te lo hizo la policía?

—Claro que no.

—He oído que casi te detuvieron.

Me pregunto si me voy a quedar con ese cuento el resto de la vida.

—No, Theo, no fue un cuasiarresto. Fue solo un malentendido.

—Oh —responde, dubitativo.

—Theo, quería hablar contigo sobre mi padre.

—¿Qué quieres saber de tu padre?

Titubeo, y unos cuantos estudiantes pasan por nuestro lado muy enfrascados discutiendo sobre qué habría dicho Hegel de cierta reglamentación de la Comisión de Valores y Cambio. Cuando se han alejado, prosigo:

—Tú lo conociste en su época de estudiante y después.

Theo asiente, todavía en el umbral.

—Éramos bastante buenos amigos, al menos hasta que se precipitó al abismo. Discúlpame.

—Cuando dices «precipitó al abismo», quieres decir…

—Me refiero tras las vistas. —Hace un vago gesto con la mano—. Hubo mucha gente en este edificio que firmó peticiones para que no fuera designado, Talcott. Bueno, eso ya lo sabes. No estabas aquí en esa época, pero lo recuerdas.

—Era estudiante, Theo, así que me acuerdo.

—Bien, pues acuérdate también de que yo no firmé ninguna de esas peticiones —declara poniéndose la mano en el pecho. Como de costumbre, su camisa parece medio limpia—. No estábamos de acuerdo en ciertas cosas; pero, aun así, éramos amigos. Como te he dicho, hasta que se precipitó al abismo.

—Bueno, lo que me estaba preguntando es si… cuando dejasteis de ser amigos… había alguien de la facultad que siguiera siéndolo. Si había alguien en quien él hubiera seguido confiando. —Hago una pausa. Resulta propio de mi familia que deba preguntar a alguien de fuera quiénes eran los amigos de mi padre en la facultad donde doy clases—. Alguien a quien él pudiera confiarle sus problemas.

La desarreglada barba de Theo deja ver una sonrisa.

—Bueno, Stuart Land es sin duda un fan de Reagan.

¿Se trata del non sequitur que aparenta ser? Quizá no.

—Entonces, ¿me estás diciendo que confiaba en Stuart Land?

—Ni siquiera sé si tu padre conocía a Stuart, pero no me sorprendería. Los neoconstitucionalistas siempre se juntan. Disculpa. —Echa momentáneamente la cabeza hacia atrás y frunce el entrecejo mientras mira al cielo raso—. ¿Quién más…? Supongo que debía conocer a Lynda Wyatt por su trabajo con los graduados. Y también creo que conocía a Amy Hefferman bastante bien. Amy fue compañera de clase suya.

Meneo la cabeza. Pobre Amy, la querida princesa del procedimiento. Casi había olvidado que ella y mi padre habían ido juntos a la facultad. A pesar del paso de los años, mi padre nunca se cansó de hacer crueles bromas a su costa, todas referidas a su intelecto: «La segunda mejor cabeza de tercera categoría de la facultad», solía decir de sus días de estudiante con Amy mientras movía la cabeza con incredulidad ante el hecho de que le hubieran ofrecido un puesto como profesora. La opinión del juez sobre el trabajo de su antigua compañera como docente apenas variaba y bordeaba la misoginia. «Confusos», llamaba a sus escritos, o «poco serios». Como de costumbre, el juez era terriblemente injusto. No obstante, fueran cuales fuesen los demonios que lo llevaron a despreciar a Amy, sin duda evitaron también que pudiera confiarle los intrincados secretos que espera que yo desentrañe.

—No. Amy, no —digo tristemente.

Theo me mira de reojo. Ya no es tan rápido como antes, pero no es tonto.

—Amy, no ¿qué? ¿Andas tras algo, Talcott? —Su tono no denota reprobación. Si estoy tras algo, seguramente quiere saber de qué se trata. Se aproxima con su apestoso aliento y susurra—: ¿Es por Stuart? ¿Está metido en algún lío?

—¿Cómo…? No que yo sepa.

—Qué pena. —Theo abre finalmente la puerta y entra en su despacho que, a pesar de ser espacioso y de techos altos, está tan lleno de pilas de libros que penetrar en él es una expedición de espeleología. No me invita a pasar—. No he seguido de cerca la trayectoria de tu padre, Talcott. No desde que…

—Desde que se precipitó en el abismo —termino por él.

—¿Tú también te diste cuenta? —Su tono es sombrío—. Tu padre era un buen hombre. No coincidíamos en política, pero era un buen hombre. Hasta que tu hermana murió. Entonces empezó el declive.

—Espera un momento, Theo. Espera. ¿Hasta que mi hermana murió, dices?

—Eso es.

—Pero antes has dicho que se precipitó al vacío tras las vistas.

Theo parpadea. ¿Acaso ha olvidado lo que ha dicho? ¿Está confundido o haciéndose el listo?

—Bueno, no recuerdo exactamente cuándo ocurrió, pero se precipitó en el abismo. —Los ojos se le iluminan otra vez—. Pero si no es a Stuart a quien estás buscando, entonces ha de ser a Lynda.

—¿De verdad crees que mi padre pudo haber confiado en Lynda Wyatt? —Mientras pronuncio esas palabras se me ocurre que Lynda sabía que iba a asistir a la fiesta de Shirley. ¿Acaso es posible que desde su despacho me viera ir hacia el comedor de beneficencia, hace unas semanas? ¿Pudo enterarse de que planeaba visitar el club de ajedrez el pasado jueves? No entiendo cómo, pero hay un montón de asuntos que tampoco entiendo, como por ejemplo que Kimmer se casara conmigo.

—Más de lo que se habría fiado de mí. Te lo garantizo. —Una sonrisa se abre paso entre su espesa barba blanca, y se echa a reír mientras me cierra la puerta en las narices.

III

De regreso en mi despacho, encuentro un recado telefónico de una mujer llamada Valerie Bing que iba dos cursos por detrás de Kimmer y de mí y que, en estos momentos, trabaja para un bufete de Washington. Ella y mi mujer crecieron juntas y han seguido siendo amigas aparte de colegas de profesión y llevar ciertos asuntos a medias. Valerie dice que el FBI se ha puesto en contacto con ella como parte de una comprobación de antecedentes. No hay duda de que los investigadores le hicieron prometer que guardaría silencio, pero Valerie, para quien el chismorreo es como el alimento, me detalla palabra por palabra la entrevista. No ha habido ninguna pregunta sobre disposiciones, pero sí le han preguntado si había oído a mi esposa mencionar el nombre de Jack Ziegler, circunstancia que decido inmediatamente no comentar a mi mujer.

Tan pronto como cuelgo el teléfono, vuelve a sonar, y me hallo rechazando a un representante de la agencia que solía organizar las giras de conferencias de mi padre. Según parece, la agencia está dispuesta a garantizarme una parte de los ingresos del juez si yo me comprometo a ciertas apariciones ante los comités de «virtuosos». Me quedo mirando furiosamente el teléfono un instante y respondo que no me interesa. Él me interrumpe para informarme de que mi padre llegaba a cobrar hasta cuarenta mil dólares por aparición, a veces más. Me quedo de una pieza. Al igual que tanta gente de nuestra edad, Kimmer y yo vivimos por encima de nuestras posibilidades, crónicamente endeudados, exprimiendo las tarjetas y aplazando los pagos. Puede que Howard Denton, el banquero y marido de Mariah, gane veinte mil dólares en una tarde; pero para mí representa todo el dinero del mundo. El hombre sigue hablando. Según él, podría hacer apariciones en televisión, un contrato para escribir un libro y más.

Todo lo que debo hacer es decir las mismas cosas que mi padre decía.

«Me temo que por el momento no estoy disponible para una relación de tanto postín», me gustaría responderle. En cambio, me conformo con un sencillo «no, gracias».

Me contesta que puede conseguirme las tres cuartas partes de la tarifa de mi padre.

Le repito mi negativa.

Pero no se da por vencido. Me aclara que no tengo que hablar exactamente como mi padre, que podría hablar de lo que quisiera, expresar los puntos de vista que me apetecieran. Añade que unos cuantos de sus clientes están muy interesados ante la idea de que pueda unirme a ellos. Todo lo que piden es que dé una conferencia ante un pequeño grupo, una cena con una gente que son grandes seguidores de mi padre, algunos recuerdos sobre el juez, análisis de sus puntos de vista. Dos o tres citas, propone.

Entre veinte y treinta mil dólares cada una.

El debilitante gusano de la tentación se arrastra en mi interior, cálido y emocionante, mientras repaso el estado de nuestras deudas. Entonces recuerdo lo que Morris Young dijo la otra noche sobre Satanás y pongo fin a la conversación no sin cierta rudeza.

—Un «no» quiere decir no —concluyo.

Él insiste en que volverá a llamarme dentro de uno o dos meses.

Una hora más tarde, Simplemente Alma me devuelve por fin la llamada. Sigue en las islas, signifique eso lo que signifique. Para empezar, he olvidado el motivo por el que la telefoneé, así que le pregunto qué tal lo está pasando, y se queja que los hombres no pueden seguirle el ritmo, cosa que seguramente es cierta.

Entonces me acuerdo y pregunto:

—Alma, ¿recuerdas tras el funeral, cuando nos vimos en Shepard Street?

Por la línea llena de estática me dice que lo recuerda.

—Me dijiste que… cierta gente se presentaría.

—Tu padre me lo dijo. Me dijo que siempre hay quien va detrás del cabeza de los Garland.

—¿Te explicó quiénes?

—Claro. Los blancos —responde sin vacilar, y mi teoría queda hecha añicos. Había pensado que quizá el juez había compartido con Simplemente Alma algún fragmento de su secreto. En cambio resulta que no es más que otra de las elucubraciones de su mente torturada según la cual todo lo que le sucedió fue por culpa de los demás.

—Ya entiendo.

Alma aún no ha terminado.

—Del mismo modo que los tipos blancos fueron tras Derek.

—¿Derek su hermano? ¿El comunista?

—¿Conoces a algún otro Derek? Deja que te diga algo, Talcott. A tu padre nunca le gustó su hermano, no hasta que se hubo muerto. Incluso de niños no le gustaba. Nunca.

—Lo sé, Alma. —Estoy intentando dar por terminada la conversación, pero ella hace caso omiso.

—El asunto es, Talcott, que tu padre creía que Derek se quejaba demasiado de los blancos. Pues bien, al final resultó que los blancos se cargaron a tu padre también. Así que empezó a pensar que era posible que Derek estuviera en lo cierto. Solía decir que ojalá tuviera a su hermano a su lado para decirle lo mucho que lo sentía.

—¿Mi padre dijo que lo sentía? —Intento recordar una sola ocasión en que mi padre se disculpara y no lo consigo—. ¿Qué era lo que lamentaba?

—Lamentaba que se hubieran distanciado. Decía que tras eso todo había ido mal.

—¿«Todo»? ¿En qué sentido?

—¡Por Dios, Talcott, no lo sé! Solo dijo que lo sentía. Que sentía lo que los blancos habían hecho. Supongo que es posible que simplemente echara de menos a su hermano.

Entonces se me ocurre algo.

—Alma. Cuando mi padre hablaba de que había roto con su hermano, ¿había algo en concreto a lo que se refiriera?

—Supongo que se refería a cuando se convirtió en juez y todo eso. En cierto sentido tuvo que dejar atrás el equipaje. Esas cosas.

—¿Derek era ese equipaje?

—Tu padre sencillamente lo echaba de menos. Eso es todo, Talcott.

La conversación no me lleva a ninguna parte, y debo marcharme. Por suerte, Alma también. Hablamos de vernos en verano, pero sabemos que no será así.

IV

Es de noche en Hobby Road. Una vez más, reanudo mi solitaria vigilia ante la ventana. No sé qué estoy buscando. Alrededor de las once creo ver a un hombre al otro lado de la calle, entre las sombras, contemplando la casa, un hombre alto que podría ser negro, aunque la oscuridad me impide asegurarlo. ¿Foreman? Puede que se trate de una alucinación porque, cuando vuelvo a mirar, ha desaparecido. Media hora más tarde, una camioneta pasa traqueteando calle abajo, y me imagino toda una historia acerca de vigilancias a cargo de vehículos que se turnan con personas.

Absurdo, claro; pero lo cierto es que hace unos días me asaltaron, y que alguien me llamó para decirme que no me preocupara, que se habían hecho cargo de todo.

«Entonces deja de preocuparte», me digo.

He intentado hablar con Kimmer de todo lo sucedido, pero sigue sin querer escucharme si no es para oírme decir que creo que estamos a salvo. No parezco capaz de derribar el muro que se interpone entre nosotros. Es como si, habiendo sido agredido, me hubiera convertido en la prueba implacable de lo que mi esposa, que aún abriga esperanzas de alcanzar la judicatura, prefiere fingir que no es cierto: que algo ocurre y que esconder la cabeza bajo el ala ya no es una opción válida.

Meneo la cabeza. Me meto en el club de ajedrez de Internet para jugar unas partidas rápidas con alguien de Dinamarca y pierdo tres. Sigo teniendo la sensación de que, a pesar de mis esfuerzos por razonar la situación, estoy dando palos de ciego.

De repente, el dormir se me antoja de lo más atractivo.

Me apresuro escalera arriba y voy a ver a Bentley, cuya habitación está decorada con distintas figuras del Hércules de Disney que, al parecer, era un sonriente y joven ario con los dientes más grandes del mundo. «Herkes» es como llama mi hijo a su héroe favorito. Le pongo bien las sábanas de Herkes bajo la claridad de las farolas, le doy un beso en la tibia frente y voy por el pasillo para reunirme con mi dormida esposa en el dormitorio principal, en la parte de atrás de la casa. Me desvisto en el cuarto de baño mientras recuerdo con tristeza la época en que Kimmer y yo nos dejábamos pequeñas notas y a veces una pequeña flor en el espejo. «Despiértame», escribíamos en amorosa sugerencia. No recuerdo cuándo perdimos la costumbre, pero sí que Kimmer dejó de hacer caso de mis notas durante varias semanas antes de que me diera cuenta de que ella ya no las dejaba. Me pregunto si mi padre, en sus últimos años, tuvo a alguien que le dejara una flor o un mensaje al acostarse, y me doy cuenta de que no sé nada de su vida amorosa, ni siquiera si tuvo alguna mujer tras la muerte de mi madre. Alma ha sugerido que el juez se sentía solo, y, mirando hacia atrás, veo que seguramente lo estuvo. De vez en cuando asistía a alguna cena o un estreno teatral importante del brazo de alguna famosa mujer conservadora, invariablemente alguien de la nación más pálida. Sin embargo, siempre se las arreglaba para que diera la impresión de que esas compañías eran de mutua utilidad y carecían de cualquier añadido romántico o sexual. No me consta la existencia de ninguna amiga. Si existió, la mantuvo en secreto.

Llego a la conclusión de que no me interesa saberlo.

Las notas: en la actualidad, Kimmer solo me deja en la almohada recortes de revistas con artículos que ofrecen ayuda para superar la muerte de seres queridos, ya que opina que no he penado lo suficiente o que lo he hecho del modo inadecuado. No existe prueba científica que demuestre que penar consta de los famosos cinco pasos, pero toda una industria de asistentes y consejeros ha hecho fortuna asegurando que así es.

Vete a la cama, me digo, no sea que me olvide de por qué he subido.

Echo una mirada por la ventana del baño que da al jardín. Todo parece tranquilo. Al final, me voy a la cama y me meto bajo las sábanas.

«Lo siento. Lo siento tanto —susurro al oído de mi dormida esposa, pero solo dentro de mi cabeza—, no pretendía que las cosas fueran de este modo». Me estiro, rezo mis oraciones y me quedo mirando el techo en la oscuridad, intuyendo más que notando la presencia de mi esposa a unos centímetros de mí, sin atreverme a acercarme en busca del consuelo que deseo dar y recibir. Mi mente se niega a dormir y sigue atormentándose con toda la culpa que soy capaz de acumular, que es bastante. Me vuelvo hacia Kimmer de nuevo. «¿Dónde has estado durante tres horas, esta tarde?», le pregunto para mis adentros, ya que no estaba en su oficina ni contestaba al móvil. Ha ocurrido antes y volverá a ocurrir. «¿Cómo hemos llegado a este punto, cariño?»

Intento otra postura, pero el sueño sigue negándose a acudir, y las respuestas que anhelo siguen mostrándose tan esquivas como siempre. Estoy trabajando poco, mi reputación se está yendo al garete, empiezo a ser conocido como el profesor de derecho chiflado que se salta las clases, hace estúpidas acusaciones y se deja apalear en mitad del Cuadrilátero.

Y no hay ser humano, ninguna esposa, desde luego, que me consuele en mi depresión y desgracia.

«¡Ah, Kimmer, Kimmer! ¿Por qué has…? ¿Qué has…?» De nuevo recuerdo incómodamente nuestra relación en su juventud, cuando abrir los ojos por las mañanas y ver su sonriente rostro era todo lo que le pedía al mundo. Oigo el rumor de un tren que pasa, pero es solo la sangre que bombea en mi cabeza. Abro los ojos, pero el rostro de mi esposa está oculto. De repente, la cama es demasiado vasta y la distancia que me separa de Kimmer, demasiado grande. Me vuelvo hacia un lado. Hacia el otro. Otra vez mientras mi esposa se mueve y murmura algo ininteligible. Desearía poder creer que en su duermevela me está diciendo que me quiere. Desearía atreverme a acercarme a ella en busca de consuelo. Desearía saber por qué tengo la impresión de estar siendo manipulado como un peón por fuerzas superiores a mí.

«Usted y su familia están completamente a salvo». Bueno, al menos no dijo nada respecto a humillaciones o la ruina de mi carrera.

Mientras anhelo el inflexible cuerpo de mi esposa, aprendo lo que significa la desesperación del refugiado sin patria que reza para poder regresar una vez más y contra toda probabilidad a su hogar devastado por la guerra, al frío y hostil territorio del que ha sido excluido. Pero ahí, en la oscuridad, percibo las infranqueables barricadas que no alcanzo a ver. Cuando uno de mis pies toca uno de los suyos, Kimmer se agita y aparta la pierna, rechazando mi presencia incluso en sueños. Durante un largo momento considero la posibilidad de despertarla para discutir cómo recobrar el camino al hogar, o puede que solo para suplicar. Sin embargo, acabo apartándome de la frontera de ese sensual y exuberante territorio que en otro tiempo me acogió. Y sueño con no soñar.