3

La cocina blanca

I

La noticia de la muerte del juez nos llegó en varias ocasiones antes de que realmente se produjera. No es que estuviera enfermo. Lo normal era verlo tan vigoroso que uno tendía a olvidar su vacilante salud, razón por la que el ataque al corazón que se lo llevó por delante resultó tan difícil de asimilar. Sencillamente, llevaba el tipo de vida que daba pie a los rumores. A muchas personas mi padre les caía francamente mal, y él les devolvía el favor. Hacían circular historias sobre su defunción porque rezaban para que se convirtiera en realidad. Para sus enemigos, que eran legión y él se vanagloriaba de ello, mi padre era como una epidemia, y los rumores de una cura siempre levantan el ánimo de aquellos que sufren. En este caso, algunas de las que mi padre hacia enfermar no eran personas sino causas, asunto que en Norteamérica siempre puede contar sus fieles por miles, al contrario que los individuos que mueren sin amor todos los días. Ni uno de sus enemigos dejaba de odiar a mi padre y ni uno dejaba de difundir rumores. «Supuestos amigos», los llamaba. Siempre murmuraban cuánto lo sentían. Decían que se habían enterado del infarto de mi padre mientras promocionaba su último libro en Boston o del último ataque mientras grababa una entrevista por televisión en Cincinnati. Solo que no era verdad. Entretanto, él estaba vivo y coleando en San Antonio, hablando ante algún comité de acción política conservador (Kimmer los llama los «virtuosos»). Pero, ¡ah, los alegres rumores sobre su fallecimiento! Mi madre los odiaba, no por la tristeza que le producían, decía, sino por la humillación: al fin y al cabo existían unas normas, aunque no se aplicaran en la fábrica de rumores. En una ocasión, antes de que Bentley naciese, mientras esperaba en la cola de la caja del supermercado, me quedé estupefacto al leer en la portada de uno de los peores tabloides —justo bajo la noticia semanal de Whitney Houston (HABLA SIN TAPUJOS DE SUS PENAS) y encima del anuncio del procedimiento para perder tanto peso como se quiera sin dietas ni ejercicio (UN MILAGRO QUE LOS MÉDICOS NO LE EXPLICARÁN)— la jocosa noticia de que la mafia había sentenciado a mi padre por su colaboración con los fiscales federales. No obstante, cuando Kimmer me obligó a regresar al establecimiento, comprar el diario y leer la historia, las ciento cincuenta palabras de cabo a rabo, rae percaté de la absoluta falta de detalles con respecto a cómo podía haber colaborado mi padre con los fiscales o cuáles eran sus conocimientos de la mafia que podían resultar tan peligrosos. Llamé a la señorita Rose, su sufrida secretaria de toda la vida, y, al final, pude ponerle al corriente mientras iba de camino a Seattle. Él aprovechó la ocasión para prevenirme una vez más de la maldad de sus enemigos:

—Harán lo que sea, Talcott, lo que sea para destruirme —me anunció con el tono grave que adoptaba cuando discutía con la gente a la que no caía bien, y repitió las palabras una tercera vez por si no hubiera estado escuchando—. Lo que sea.

Incluyendo, según supe al hojear las pesimistas páginas de The Nation unos años después, acusarle de paranoico. ¿O fue megalomanía? No importa, el caso es que mi padre estaba convencido de que iban a por él, y mi hermana estaba convencida de que así era. Cuando hace tres años, preocupado por la posible presencia de la prensa, el juez faltó al bautizo de Bentley, mi hermana lo defendió indicándome que no había ido ni a la mitad de los nuestros —cosa poco difícil dado el número—. Pero, claro, por aquella época mi hermana y yo apenas nos hablábamos.

En una ocasión, un falso rumor sobre la muerte de mi padre apareció en los periódicos de verdad, no en la prensa sensacionalista sino en el Washington Post, matándolo una fría mañana de invierno en un vuelo interior en Virginia junto a una docena de víctimas y dando cuenta de su presencia a bordo del avión siniestrado de un modo emocionante y discreto. ANTIGUO Y POLÉMICO JUEZ SE TEME QUE HAYA MUERTO EN ACCIDENTE, decían los titulares. La ironía resultaba evidente para cualquiera que estuviera mínimamente al tanto de los acontecimientos, porque lo que la gente de verdad temía era a mi padre vivo y no muerto; y por el desgraciado giro que tomó su carrera, que según le gustaba explicar también había sido culpa del Post y los de «su calaña». «Fisgones izquierdistas» los llamaba mi padre en sus bien remunerados discursos ante los «virtuosos», que estaban encantados de escuchar a aquel irritado y elocuente abogado negro culpando a los medios de comunicación de haberse visto obligado a renunciar a su cargo federal tras el fracaso de su esperada designación como juez del Tribunal Supremo, ante el que había presentado y ganado dos casos clave de segregación racial en los años sesenta. Pero ¡vaya si podía ser un demonio de hombre! Esa era la razón de que Mariah estuviera tan segura de que se habían producido sonrisas de alivio a lo largo del eje Cambridge-Washington cuando las primeras ediciones del Post dieron la noticia del accidente y unas cuantas chapuceras emisoras de radio la repitieron. Durante un glorioso instante pareció que la epidemia había acabado; pero al final resultó que mi mañoso padre no estaba a bordo. Aunque su nombre figuraba en la lista de embarque y había facturado el equipaje, ocurrió que había preferido discutir con mi madre —que estaba muy atareada mulléndose en la casa de Martha’s Vineyard—, vía conferencia telefónica, acerca del coste de ciertas reparaciones del tejado, y que, gracias a lo mucho que se prolongó la charla, perdió el avión. La compañía aérea se equivocó con la lista de pasajeros porque sucedió cuando algo así todavía era posible. «Así es como me quería», nos dijo el juez la noche del funeral de Claire Garland, cuando divagaba medio borracho. También se echó a llorar, cosa que nosotros nunca le habíamos visto hacer —solo Addison afirma que lo había visto bebiendo desde su mala época, tras la muerte de Abby—, y Mariah me abofeteó cuando al día siguiente le señalé que, durante los seis años que se había prolongado la enfermedad de mi madre, mi padre había pasado tanto tiempo viajando como a su lado. «¿Y qué?», me preguntó mi hermana mientras yo me esforzaba en hallar una respuesta adecuada a su mano en mi cara. Se trataba de una pregunta que, una vez meditada, comprendí que no estaba preparado para contestar.

Puede que me mereciera la reprimenda ya que, a pesar de la frialdad con la que trataba a todo el mundo, incluidos sus hijos, el juez nunca había dejado de mostrarse tierno con nuestra madre. Incluso cuando mi padre ejercía de abogado, antes de entrar al servicio del gobierno, no dejaba de escapar de las reuniones para atender las llamadas de su Claire. Más tarde, cuando pasó a la Comisión de Valores y Cambio y de allí al asiento de juez, siguió haciendo esperar a los litigantes mientras charlaba con su esposa, que parecía aceptar ese tratamiento como algo debido. Él le sonreía de un modo que evidenciaba lo agradecido que le estaba al día en que Claire le había dado el «sí»; al menos hasta que Abby murió. A partir de ese momento las sonrisas desaparecieron por una temporada. Una vez quedó restablecida la apariencia de normalidad familiar, mis padres reanudaron sus paseos nocturnos por Shepard Street cogidos de la mano.

Naturalmente, mi padre estaba constantemente de viaje. En el momento de su muerte le gustaba decir de sí mismo que no era más que otro abogado de Washington, lo cual significaba invariablemente que cuando deseaba hablar conmigo le pedía a su señorita Rose que hiciera la llamada —su tiempo era demasiado precioso— y a mí me ponía por el altavoz para así tener las manos libres y seguir trabajando. La señorita Rose me dijo en una ocasión que no debía ofenderme: que mi padre ponía a todo el mundo por el altavoz, como si lo acabaran de inventar. Oficialmente, era abogado del bufete Corcoran & Klein, pero la palabra «abogado» abarcaba un montón de difusas relaciones: desde la de socio retirado que ya no ejercía, pasando por la de funcionario sin trabajo que se esfuerza en captar todo el negocio que le permita convertirse en socio de pleno derecho, hasta la de asesor especulativo que busca un lugar respetable donde instalarse. En el caso de mi padre, el bufete le proporcionaba una pátina de elegancia y un lugar donde recibir sus mensajes, pero poco más. No veía a muchos clientes. No ejercía el derecho. Escribía libros, iba de gira por todo el país como conferenciante y, cuando necesitaba un descanso, aparecía en Nightline, Crossfire o Imus para engatusar a los malvados ejércitos de la izquierda. De hecho, era el perfecto invitado de los programas de entrevistas: estaba dispuesto a decir casi lo que fuera de quien fuera, y a los que discutían con él los llamaba con los nombres más eruditos y sorprendentes. (Los censores lo pasaban fatal cuando se ponía a usar palabras como «gurrumino» o «zamborondón», y en una ocasión fue interrumpido en la radio por definir el giro a la derecha de un candidato durante las elecciones primarias republicanas a la presidencia como un caso de «eritrofobia»). ¡Oh, sí! Mucha gente lo aborrecía, y él se deleitaba con su enemistad.

Naturalmente, Mariah le daba más importancia a todo eso que yo. Siempre he creído que la extrema derecha y la extrema izquierda se necesitan desesperadamente ya que, si una dejara de existir, la otra perdería su razón de ser. Se trata de una convicción que se ha ido afirmando con el paso de los años dado que, a medida que transcurren, aumenta mi necesidad de encontrar a alguien a quien odiar. De vez en cuando, incluso le pregunto a Kimmer (y a nadie más) si mi padre se preparaba la mitad de sus puntos de vista políticos pensando en quedar bien por televisión, en mantener a sus enemigos ocupados o sus tarifas de conferenciante alrededor del medio millón de dólares anual. Sin embargo, Mariah, que ha sido en su momento licenciada en filosofía y periodista de investigación, ve las oposiciones como algo real: para ella, el juez y sus adversarios estaban planteando el gran debate ideológico de nuestro tiempo, e insistía en que la cultura de la guerra había acabado con él. Ese punto de vista me parecía bastante absurdo y, tras años de leer sobre él, llegué a la conclusión de que los traficantes de escándalos que lo habían apartado de la judicatura podían haber tenido un punto de razón, y cometí la torpeza de decírselo por teléfono a Mariah poco después de que Bob Woodward publicara su famoso libro sobre el caso. Ese libro, le comenté, resultaba francamente convincente. El juez no era víctima sino perjuro.

Asqueada por esta repentina deserción de las filas familiares, aunque hubiera sido en privado, Mariah se puso a maldecir en mi presencia en lo que no me cabe duda fue la primera vez entre nosotros. Le pregunté si de veras había leído el libro, y me contestó que no tenía tiempo que dedicar a una basura como esa, aunque «basura» no fue la palabra que escogió. Hay que entender que me había llamado porque deseaba que toda la familia —es decir, los tres hijos— escribiera conjuntamente una carta al Times protestando por las críticas favorables que había recibido el libro de Woodward. Todavía tenía amigos allí que se asegurarían de publicarla, dijo. Yo decliné su propuesta y le expliqué por qué. Ella me respondió que era mi obligación, un deber. Yo murmuré algo acerca de dejar en paz a los perros que duermen, y ella contestó que yo nunca hacía nada de lo que me pedía y sacó a colación una historia —que yo ya había olvidado— acerca de una vez que me pidió que sacara a pasear a una antigua amiga suya cuando yo estaba en la universidad. Mariah añadió que, por una vez, ya era hora de que me pusiera de su parte, y que nunca había hecho nada para que yo la tratara de aquel modo. Yo me acordé de mi Willie Mays, pero preferí no mencionarla. En cambio, y me temo que con bastante irritación, la llamé «inmadura». No. Para ser sincero, el término que utilicé fue: «niñata malcriada». Y Mariah, tras una tensa pausa, respondió lo que consideré un injustificado ataque hacia mi mujer: «Hablando de follar con niñatas, ¿cómo está tu puta?». Mi hermana puede ponerse a la altura de quien sea, especialmente a la mía, ya que ha perfeccionado sus aptitudes a lo largo de su apasionada pertenencia a una exclusiva y notoriamente rencorosa hermandad de mujeres negras. Cuando le respondí, malhumorado, que no era digno de ella hablar de Kimmer en esos términos, Mariah inquirió con irritación si yo manifestaba los mismos reparos ante lo que mi mujer decía de ella. Mientras yo rebuscaba algo que contestar, añadió que la sangre era más densa que el agua y que eso era algo que yo debía a la familia. Intenté refugiarme en las alturas de la ética y convencerla de que mi deber estaba del lado de la verdad; pero ella replicó que por qué no ponía un anuncio a toda página en el periódico diciendo: «Mi padre es culpable y mi mujer, infiel». Así de feas pueden ponerse las cosas entre nosotros. Por eso, cuando Mariah me lleva a un rincón del atestado vestíbulo de Shepard Street y me susurra que tiene que hablar conmigo en privado más tarde, imagino que desea discutir los restantes detalles del funeral. Si no, ¿de qué pueden tener que hablar dos irreconciliables enemigos como nosotros? Pero estoy equivocado: lo que mi hermana quiere contarme es el nombre de la persona que ha asesinado a nuestro padre.

II

Cuando Mariah me lo dice me pongo a reír. Lo confieso libremente aunque no sin culpa. Es terrible por mi parte, pero no lo puedo evitar. Puede que se deba al cansancio. No hemos tenido ocasión de estar juntos hasta pasada la medianoche. En este momento estamos sentados a la mesa de la cocina, bebiendo chocolate caliente, yo todavía con la corbata puesta, y mi hermana recién salida de la ducha, envuelta en un grueso albornoz azul. Howard, los niños y un conjunto indefinido de primos duermen apelotonados en las diferentes habitaciones de la vieja y enorme casa. La cocina, que mi padre reformó hace poco, resplandece de blanco. Los aparadores, los electrodomésticos, las paredes, las cortinas, la mesa, todo brilla igual. Por la noche, con las luces encendidas, su reflejo me deslumbra y confiere un aire malsano a lo que ya parece irreal.

—¿De qué te ríes exactamente? —pregunta Mariah apartándose de la mesa—. ¿Qué ocurre contigo?

—¿De verdad crees que Jack Ziegler ha matado a nuestro padre? —farfullo, incapaz todavía de hacerme a la idea—. ¿El tío Jack? ¿Y para qué?

—¡Ya sabes para qué! ¡Y no lo llames «tío Jack»!

Meneo la cabeza intentando ser amable, deseando después de todo que Addison llegue, ya que tiene más paciencia con Mariah de la que yo nunca tendré. Hace un instante, antes de pronunciar el nombre, mi hermana estaba nerviosa, incluso puede que asustada. A continuación se ha puesto furiosa; por lo tanto creo que se puede decir que al menos le he mejorado el ánimo.

—No. No lo sé. Ni siquiera sé qué te hace pensar que alguien pueda haberlo matado. Tuvo un ataque al corazón, ¿recuerdas?

—¿Y por qué iba a tener un ataque de repente y ahora?

—Porque así es como son los ataques: repentinos. —La impaciencia me está volviendo cruel, y hago un esfuerzo por tranquilizarme. Mi hermana no es tonta. A menudo se da cuenta de cosas que a otros se nos escapan. Mariah fue objeto de un artículo en la revista Ebony, a mediados de los ochenta cuando, como reportera del New York Times, a sus veintiséis años, consiguió que la seleccionaran para el Pulitzer por una serie de historias acerca de la vida de unos niños que subsistían gracias a la caridad. Sin embargo, cuando poco después el diario empezó a investigar en serio a mi padre abandonó su trabajo. Aunque ella dijo que se trataba de un acto de protesta, desapareció de la plantilla y, junto con su muy reciente marido, se trasladó a una preciosa casa colonial en Darien —la primera de una serie de tres, a cual más grande— tras la promesa de dedicar todo el tiempo a sus hijos. De ese modo se ganó el corazón de mi madre, quien, hasta el día en que murió, siguió pensando que las mujeres pertenecen al hogar. Darien no está lejos de Elm Harbor, pero Mariah y yo apenas nos vemos un par de veces al año, eso si no tenemos suerte. No es que no nos queramos, sino que no nos caemos del todo bien. Al final, me propongo por enésima vez hacerlo mejor que mi hermana—: Además —añado suavemente—, no era precisamente joven.

—Setenta no es ser viejo. Ya no.

—Aun así, tuvo un ataque al corazón. Eso dijeron en el hospital.

—¡Oh, Tal! —Suspira agitando la mano y fingiendo una terrible fatiga—, hay tantas drogas que pueden causar un ataque cardíaco… Durante una época trabajé codo con codo con la policía, ¿recuerdas? Es mi terreno. Además, una sustancia así es difícil de detectar en una autopsia. De verdad, eres tan ingenuo…

Prefiero pasar por alto este último comentario, especialmente porque Kimmer siempre dice lo mismo de mí, pero por motivos diferentes.

—De acuerdo. De acuerdo. Dime entonces por qué el tío Jack iba a querer matarlo.

—Para cerrarle la boca —contesta gravemente. Acto seguido, se interrumpe y contiene el aliento con tal brusquedad que no puedo evitar mirar por encima de su hombro no sea que Jack Ziegler, nuestro particular hombre del saco, nos esté espiando por la ventana. Solo veo la colección de pisapapeles de cristal de mi madre, traídos de todas las partes del mundo, alineados en el alféizar como huevos de cáscara transparente; y en el cristal, mi propio reflejo burlándose de mí: un agotado y derrengado Talcott Garland que, con sus gafas de concha pasadas de moda, el pelo muy corto y la corbata torcida se parece más a un niño que solo desea que todo acabe que a un profesor de derecho. Al igual que Mallory Corcoran, nuestro «tío Mal», el hombre al que llamamos «tío Jack» no tiene ningún parentesco con nosotros ni por sangre ni por matrimonio. La familia concedió a esos amigos blancos de mi padre esos títulos honorarios cuando se convirtieron en padrinos: el tío Mal, de Mariah; y el tío Jack, de Abby. No obstante, al contrario que el tío Mal, Jack Ziegler tuvo más que ver con la destrucción de mi padre que con su redención.

—Taparle la boca con respecto a qué —pregunto suavemente porque Mariah siempre ha creído que mi padre no sabía nada de las dudosas actividades del tío Jack, que la sugerencia de una posible relación de negocios entre ambos no era más que el complot de unos cuantos blancos liberales contra un brillante —y por lo tanto peligroso— negro conservador. Puede que sea por eso que Mariah ha callado: es consciente de la trampa que encierra su razonamiento.

—No lo sé —murmura mientras aferra su taza con fiera y maternal protección.

Este puede ser un buen momento para permitir que la fantasía de mi hermana toque a su fin; pero, habiendo llegado tan lejos, me parece que es mi deber ayudarla a que descubra lo descabellado de sus ideas.

—Entonces, qué te hace pensar que el tío Jack tiene algo que ver.

—Desde las comparecencias ha estado esperando el momento oportuno. Sabes que así es, Tal. No me dirás que no te has dado cuenta.

Le hago una pregunta típica de abogado:

—¿Y qué convierte a este momento en el oportuno?

—No lo sé, Tal; pero sé que estoy en lo cierto.

Y otra:

—¿Tienes alguna evidencia?

Niega con la cabeza.

—Aún no. Pero tú podrías ayudarme, Tal. Eres abogado… Yo… era periodista. Ya sabes, podríamos investigar juntos. Buscar una prueba.

Frunzo el entrecejo. Mariah siempre ha sido espontánea y obsesiva. Apartarla de su primer impulso no será fácil.

—Bueno, para empezar lo primero que necesitamos es un móvil.

—Jack Ziegler es un asesino. ¿Qué te parece como móvil?

—Aun suponiendo que eso fuera cierto…

—No se trata de una suposición. —Los ojos le brillan de furia—. ¿Cómo puedes defender a un hombre como ese?

—No estoy defendiendo a nadie. —No quiero empezar una pelea, así que respondo a su desafío con otro—: Entonces, ¿tienes algún plan? ¿Quieres llamar al tío Mal?

Mariah está atrapada y lo sabe. No quiere verdaderamente una investigación y sabe tan bien como yo que nada va a cambiar, que el ataque al corazón seguirá siendo un ataque al corazón y que ella quedará como una tonta. No puede llamar a Mallory Corcoran, uno de los abogados más poderosos de la ciudad y pedirle, basándose solo en suposiciones, que ponga el mundo del revés para ella. Mariah se niega a mirarme y fija la vista en la resplandeciente y blanca nevera que, mediante alguna misteriosa alquimia doméstica, ya está adornada con los inevitables dibujos de perros, barcos y árboles, toscamente pintados a lápiz por sus hijos más pequeños: las clásicas chucherías sentimentales que el juez no habría tolerado nunca.

—No lo sé —masculla Mariah, en cuyo tozudo rostro se aprecian claramente las huellas del cansancio.

—Entonces…

—No sé qué hacer —responde meneando la cabeza despacio, con los ojos clavados en la blanca mesa que nos separa.

Esa pequeña grieta en su coraza emocional me brinda una triste y clara visión del tipo de vida que lleva durante todo el día, mientras Howard cabalga hacia el horizonte para matar sus dragones financieros en nombre de sus clientes y de los beneficios de Goldman Sachs. Los dibujos de la nevera son el fruto de los frenéticos esfuerzos de mi hermana, el día antes, por mantener a sus hijos ocupados al tiempo que ella se ocupaba de la agotadora tarea de organizar, completamente sola, los servicios funerarios del padre a quien ha dedicado cuatro décadas de fracasados intentos de agradar.

—Estoy tan cansada… —declara Mariah, en una infrecuente asunción de debilidad.

Aparto la mirada un instante porque no quiero que vea lo mucho que esas sencillas tres palabras me han conmovido y porque tampoco quiero admitir lo común de la gente. La verdad es que Mariah, Addison y yo siempre hemos parecido exhaustos. El escándalo que destruyó la carrera de mi padre puede que le diera fuerzas para empezar una nueva, pero dejó a su familia debilitada. Nosotros, los hijos, nunca hemos llegado a recuperarnos.

—Has estado trabajando mucho.

—No te pongas en plan paternalista, Tal. —Su tono es normal pero los ojos le vuelven a destellar, y me doy cuenta de que se ha ofendido por un matiz inexistente—. No me estás tomando en serio.

—Sí que lo hago, solo que…

—¡Tómame en serio!

Mi hermana pone en práctica la mejor de sus miradas fulminantes. La fatiga se ha desvanecido. La confusión se ha desvanecido. Recuerdo haber leído en la universidad que los psicólogos sociales creen que la furia es funcional, que reafirma la confianza en uno mismo e incluso la creatividad. En cuanto a esta última no tengo ni idea, pero Mariah, que está enfadada conmigo como de costumbre parece de pronto más segura que nunca.

—De acuerdo —ofrezco—. Lo siento.

Mi hermana aguarda, sin ceder un ápice. Quiere que sea yo quien haga el gesto y diga algo que demuestre que tomo en serio su loca ocurrencia. En consecuencia le formulo una pregunta:

—¿Qué puedo hacer para ayudar? —digo, dejando abierta la cuestión de hasta qué punto estoy dispuesto a colaborar.

Mariah niega con la cabeza, está a punto de responder pero al final se encoge de hombros. Para mi sorpresa, las lágrimas le ruedan lentamente por las mejillas.

—Vamos, vamos —le digo. Estoy a punto de acercarme para secárselas, pero entonces me acuerdo de la escena en el vestíbulo y me quedo quieto—. Todo va bien, chiquilla, todo va bien…

—No. No va bien. —Mariah solloza y con su delicada mano da un considerable puñetazo en la mesa—. No creo que… No creo que nunca vaya bien.

—Yo también lo echo de menos —contesto, lo cual es probablemente mentira, aunque espero que también sea lo adecuado.

Llorando abiertamente, Mariah hunde la cara entre las manos mientras sigue negando con la cabeza y yo sigo sin atreverme a tocarla.

—Todo va bien —repito.

Mi hermana alza el rostro. En su tristeza y desesperación ha alcanzado una belleza realmente encantadora, como si el dolor la hubiera liberado de sus preocupaciones de simple mortal.

—Jack Ziegler es un monstruo —dice brevemente.

Bueno, al menos eso es cierto, aunque solo una pequeña fracción de lo que cuentan los periódicos haya sucedido realmente. Pero es igualmente cierto que ha sido juzgado y absuelto como mínimo en tres ocasiones y que siempre ha salido libre, incluyendo una acusación de asesinato, y que en la actualidad sigue viviendo en Aspen, Colorado, inmensamente rico y tan libre de las autoridades como la Constitución de Estados Unidos le permite.

—Mariah —comento con suavidad—, no creo que nadie de la familia haya visto a Jack Ziegler desde hace más de diez años. No desde que… Bueno, ya sabes…

—Eso no es verdad —contesta con voz monocorde—. Papá se encontró con él la semana pasada. Cenaron juntos.

Durante un instante no sé qué decir y me pregunto cómo puede saber a quién vio el juez y cuándo. Estoy a punto de hacer el ridículo y preguntárselo, pero Mariah me lo evita.

—Papá me lo contó. Hablé con él, con papá. Me llamó un par de días… un par de días antes de…

Deja morir las palabras y se da la vuelta porque no forma parte de las costumbres de nuestra familia el compartir las emociones ni siquiera entre nosotros. Se cubre los ojos. Se me ocurre levantarme e ir a sentarme al lado de mi hermana, rodearle los hombros con el brazo, ofrecerle tanto consuelo físico como sea capaz; decirle incluso que el juez también me llamó a mí, aunque yo, en el mejor estilo de los Garland, me vi demasiado ocupado para devolverle la llamada. Me imagino la escena, su respuesta, su alegría, sus lágrimas recién vertidas: «Tal… ¡Oh, Tal! Es tan estupendo que volvamos a ser amigos…». Pero esa no es la persona que soy, y menos aún la que Mariah es; así que me quedo sentado, muy quieto, manteniendo mi cara de póquer, preguntándome si otros reporteros habrán podido hacerse con la historia, cosa que resultaría el último desastre. Puedo ver los titulares: «Juez caído en desgracia se reúne con su asesino días antes del crimen». Estoy a punto de echarme a temblar. Los teóricos de las conspiraciones, para los que ninguna muerte famosa deriva de causas naturales, ya se han puesto a trabajar y se han asegurado unos minutos en las tertulias más exageradas de la radio (Kimmer, que tiene un don para los acrónimos, los llama «Rats») para explicar por qué el ataque al corazón que acabó con mi padre es claramente mentira. Apenas he reparado en sus gracias; pero, en este momento, imaginando lo que pueden decir si algunos de los que llaman se enteran del encuentro entre el juez y el tío Jack, empiezo a comprender los extraños recovecos de la paranoia de mi hermana. Entonces, Mariah lo empeora.

—Eso no es todo —prosigue con el mismo tono inexpresivo y la mirada fija en algún punto fuera de la habitación—. Yo hablé con él anoche, con el tío Jack.

—¿Anoche? ¿Llamó? ¿A esta casa? —Debería enorgullecerme de poder formular en tres estúpidas preguntas lo que la mayoría de la gente es capaz de condensar en una sola.

—Sí. Y me produjo escalofríos.

Me ha llegado el turno de quedarme atrás. Muy atrás. De nuevo busco algo que decir y por fin me quedo en lo evidente.

—Muy bien. Y ¿qué quería?

—Me ofreció sus condolencias. Pero principalmente quería hablar de ti.

—¿De mí? ¿Por qué de mí?

Mariah calla un instante y parece que lucha contra sus instintos.

—Me dijo que tú eras el único en quien papá confiaba. —Se explica—. El único que podía estar al corriente de las disposiciones de papá para después de su muerte. Eso era lo que no cesaba de repetir, que necesitaba saber cuáles eran esas disposiciones. —Las lágrimas volvieron a brotar—. Le contesté que el funeral sería el martes, le dije dónde; pero me contestó que no se refería a esas disposiciones; me dijo que necesitaba saber de las otras disposiciones, y añadió que probablemente tú las conocías. No dejaba de repetirlo. Tal, ¿a qué podía estar refiriéndose?

—No tengo ni idea —reconozco—. Si lo que quería era hablar conmigo, ¿por qué no me llamó?

—Lo ignoro.

—Todo esto es muy extraño. —Me acuerdo de «Simplemente Alma»: «Tenía planes para ti, Talcott. Así es como tu padre deseaba que fuera». ¿Acaso se refería a esto?—. Demasiado extraño.

Algo en el tono de mi voz alerta a mi hermana, como suele suceder a menudo.

—Tal, ¿estás seguro de no tener ni idea acerca de lo que podía querer Ziegler?

—¿Cómo iba a saberlo?

—No sé cómo. Eso es lo que me pregunto.

Mientras Mariah me fulmina con una mirada de desconfianza, yo noto cómo se yergue entre los dos la sombra de nuestras eternas diferencias: su idea de que nunca estoy a su lado para apoyarla, y la mía de que resulta exageradamente exigente. No obstante no puede ser que crea que puedo estar de alguna manera relacionado con… con alguien como Jack Ziegler.

—Mariah, te lo estoy diciendo: no tengo la más remota idea de qué va todo esto. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última ocasión en que supe algo de… de Jack Ziegler.

Hace un gesto con la mano, descartando el asunto, pero no me contesta: no me está diciendo que confía en mí. Simplemente señala su disposición a una tregua.

—Así que únicamente preguntó sobre esas disposiciones…

—Más o menos. ¡Ah!, también dijo que seguramente nos vería en el funeral.

—¡Vaya! Será mejor que nos aparezca —murmuro en un pésimo intento de mostrarme sarcástico mientras me pregunto si no hay manera de mantener a Ziegler alejado.

—Me da miedo —dice Mariah, que por el momento ha apartado sus anteriores especulaciones sobre el tío Jack aunque no las ha olvidado. Luego, me acaricia los dedos, y yo, sorprendido, bajo la vista: tenemos las manos entrelazadas, pero no puedo recordar desde cuándo.

—También a mí me da miedo —confieso. Y estoy seguro de que se trata de las palabras más sinceras que he pronunciado en todo el día.