Una agradable velada
I
—¿Estás bien, Tal? —me pregunta Shirley Branch pellizcándome la mejilla y contemplando compasivamente el morado aún visible bajo mi ojo mientras cruzo el umbral de su apartamento. Fuera, el húmedo invierno de Nueva Inglaterra sigue discutiendo con los que prefieren el calor—. Tengo entendido que estuviste a punto de ser arrestado. ¿Dónde está tu mujer?
Las demandas se suceden una tras otra porque Shirley posee ese tipo de desordenada inteligencia que no puede evitar desbordarse.
Meneo la cabeza y le entrego mi chaquetón, respondiendo a su primera pregunta por décima vez en los últimos dos días, y a la segunda por centésima vez en lo que va de año. Le digo que no, que no fui arrestado, que solo se trató de un malentendido y nada más; y que Kimmer no ha podido acudir a esta cena porque nuestra canguro está con gripe, lo cual es cierto (aunque sería igualmente cierto que Kimmer se habría inventado cualquier otra excusa para no acompañarme). Para mi mujer, las cenas con mis colegas de la facultad son como si la tumbaran en el potro, solo que sin los posibles beneficios que este pueda tener para la salud. Kimmer, que en momentos sorprendentes es capaz de preferir mi compañía, me ha sugerido que me quedara en casa; pero, cuando le he contestado que me parecía una idea estupenda, ella ha cambiado rápidamente de opinión y me ha repetido los mismos argumentos que en un principio nos convencieron para aceptar la invitación a la cena de Shirley. Esta es la primera profesora negra de la facultad: incluso en estos tiempos de desconcierto, existe eso que se llama «solidaridad». Shirley es una antigua alumna mía y mi ex asistente de investigación: incluso en esta época egoísta, existen conceptos como la lealtad.
No obstante, sospecho que la verdadera razón por la que Kimmer deseaba que al menos uno de los dos asistiera era para poder espiar a Marc Hadley, que también figura en la lista de invitados. Kimmer y Marc no se han encontrado en la misma habitación desde que se convirtieron en competidores al mismo cargo en el Tribunal de Apelaciones, y mi camino y el de Marc apenas se han cruzado en la facultad, especialmente por mis ausencias. Opino que Kimmer, a quien en realidad mis colegas intimidan mucho menos de lo que ella misma cree, ha creído que había llegado el momento de tomarle la medida.
Al menos, hasta que hemos descubierto que no íbamos a tener canguro. Entonces, me ha mandado solo.
—¿Has visto a Cinque? Me parece que se ha escapado —me pregunta Shirley esperanzadamente, con su leve acento del Mississippi. Cinque es el formidable nombre del muy poco formidable terrier que de vez en cuando la acompaña a la oficina en flagrante violación de las numerosas reglamentaciones de la universidad.
—Me temo que no.
—Tal, ¿de verdad estás bien? No estoy segura de que conozcas a todo el mundo. Sabes quién es el reverendo Young, ¿no? Es mi pastor. Tienes un aspecto terrible. ¿Estás seguro de que no has visto a Cinque ahí fuera? No es un perro que soporte el frío.
—Estoy seguro de que se encuentra perfectamente, Shirley —respondo. Ella se encoge de hombros e intenta sonreír.
Le devuelvo la sonrisa lo mejor que puedo. El dolor en las costillas ha disminuido, pero los puntos de sutura de la mejilla me escuecen terriblemente. Resulta que Stuart Land está fuera por unos días —en Washington, ni más ni menos—, así que no he tenido la oportunidad de reprenderlo por sus esfuerzos en sabotear la candidatura de Marc Hadley, eso suponiendo que Stuart sea el verdadero responsable. El desconocido de la voz voluptuosa no ha vuelto a llamar con más comentarios tranquilizadores, pero ya no tengo la sensación de que me siguen. De no ser así, seguramente habría faltado a la fiesta.
Soy de los últimos invitados en llegar. Marc y Dahlia Hadley ya están, igual que Lynda Wyatt y su soporífero marido, Norm, el arquitecto. También el auténtico y viejo Ben Montoya, la dura mano derecha de Lynda, cuya esposa, al igual que la mía, se ha quedado en el puesto de una canguro con gripe. A Lem Carlyle y a su esposa se los espera más tarde, una vez haya concluido el recital de ballet de su hija.
Cuatro de las figuras más influyentes de la facultad, y yo.
Shirley fue alumna mía hace una década, en la primera clase que di sobre la acción de responsabilidad. Le faltan aún tres años para que puedan designarla profesora titular, pero ya sabe cuáles son las opiniones que cuentan. Además, es lo bastante espabilada para comprender que la evaluación de su talento académico dependerá, por mucho que intentemos evitarlo, de lo que sus evaluadores piensen de ella como persona.
Tres de los invitados no están vinculados directamente con la universidad. Mi ocasional consejero, el reverendo Morris Young, ha llegado acompañado de su discreta esposa, Martha, tan rolliza como silenciosa (fuera de la iglesia, se entiende, ya que tiene una de las mejores voces del coro). El otro es el esquelético Kwame Kennerly, un político abiertamente calculador, de cabello ralo y magnífica perilla, que tiene fama de demagogo y que ha sido relacionado con diversos escándalos municipales —aunque nunca se haya podido demostrar su culpabilidad— y que en la actualidad trabaja, como le gusta decir a Kimmer, de auxiliar especial del alcalde en la tarea de mantener domesticada a la minoría de la comunidad aunque su cargo lleve el nombre de «suplente del jefe de personal». También es, según le veo rodear la cintura de Shirley con el brazo, la pareja de mi antigua alumna. Entonces se me ocurre que Shirley está estrechando lazos, no solo con los profesores más influyentes de la universidad, sino con los personajes más destacados de la comunidad negra de la ciudad.
En pocas palabras: se está abriendo camino. Yo, su ex profesor, estoy encantado.
Kwame Kennerly, que está de pie tras Shirley con una copa de vino en la mano, se muestra hosco cuando ella me presenta, seguramente porque me culpa por ser el hijo de mi padre, una actitud con la que me topo frecuentemente entre los militantes de izquierdas. (Los de derechas se apresuran a darme la mano careciendo igualmente de razones). A menudo, leo el nombre de Kwame en el Clarion, ya que se trata de uno de esos políticos emergentes que se las ingenian para estar en todas partes al mismo tiempo; sin embargo, no lo conocía personalmente. Es un hombre alto y enjuto cuyos grandes y parpadeantes ojos muestran desacuerdo antes de que uno haya abierto la boca. Para esta ocasión, y puede que debido a que Shirley vive casi al borde del mar, se ha puesto un bléiser con botones de latón (no estamos en temporada, y es el tipo de incorrección que habría enfurecido a mi madre); además, como si quisiera compensarlo, se toca con un gorro redondo de brillante tela naranja de kente. Puede que el estallido de color, el gorro, el bléiser, su oscura piel y su barba de ébano resulte intimidante a los ojos de los liberales blancos presentes. Pero, si se siente fuera de lugar, desde luego no lo demuestra.
Shirley Branch habita en un complejo de apartamentos que se extiende frente a la estrecha playa llena de algas de Elm Harbor. El suyo dispone de una sola planta y no es muy grande: un dormitorio que hace las funciones de estudio, una cocina del tamaño de un armario ropero, un solo baño y una amplia zona que sirve de salón y comedor, aunque la mesa a la que se sientan doce ocupa más de la mitad del espacio. Por el mismo dinero, según me ha contado una docena de veces, podía haberse comprado una casa de tres dormitorios al otro lado del complejo. Sin embargo, no habría disfrutado de la espectacular vista sobre el agua. «Como somos solo Cinque y yo, no necesito mucho sitio», le gusta decir. Debo aclarar que Cinque es el tercer perro de Shirley con el mismo nombre, tradición que se remonta a sus épocas del instituto. Ella se asegura de que todos sepan que fue la que escogió el nombre antes de que Steven Spielberg lo hiciera famoso.
Sentarse en el apartamento de Shirley, contemplar a través de los ventanales y la terraza la playa y la suave y oscura superficie del agua, es casi como verse transportado a Oak Bluffs.
Casi.
Shirley es una mujer delgada de pies planos con un largo rostro y dientes prominentes: lo que de pequeños solíamos llamar un rostro de caballo. Sus ojos resultan un poco demasiado sinceros, su informal peinado se ve demasiado aplastado y sus gestos denotan cierto frenesí: incluso de estudiante tenía tendencia a pasarse. Su trabajo gira primordialmente en torno a la raza, y ella es decididamente, casi palpablemente, de izquierdas. Según su opinión, ninguno de los problemas a los que se enfrenta Norteamérica o el mundo tiene otra causa que el racismo blanco. Su mente es penetrante y enérgica. Le encanta escribir; pero yo diría que a su actitud le falta una cierta sutileza, una atención a los matices, una cuidadosa evaluación de las alternativas. En otras palabras, es terca y obstinada, y esa fue la razón de que estuviéramos a punto de no contratarla. Marc Hadley encabezó la oposición.
Me pregunto si Shirley lo sabe.
Paseo por la zona que sirve de sala de estar y comedor —un sofá y un canapé en un extremo, y una mesa de comedor con el sobre de cristal en el otro— y me encuentro con Marc, que diserta pomposamente ya que, al igual que la prensa no puede resistirse a un escándalo, él es incapaz de contenerse si cuenta con público. Shirley hace un gesto como disculpándose y cuelga mi abrigo en el rebosante armario ropero de la entrada. Lynda Wyatt me sonríe alegremente cuando entro y alza su copa en un irónico saludo. Realmente se esfuerza en que le caiga simpático, debo reconocérselo. La bienvenida de Marc resulta tan somera que más parece una despedida, pero es que está en pleno discurso, gesticulando con vehemencia mientras distrae a los invitados con sus últimas teorías. La sociable Dahlia hace lo que puede para compensar la brusquedad de su marido y me abraza como si yo fuera un hermano largamente perdido al tiempo que me pregunta por mi familia. El viejo Ben Montoya, escuálido aunque vigoroso, me apoya una fuerte mano en el hombro y me dice en voz baja que se ha enterado de que me han detenido. Me doy la vuelta y miro fijamente, no a Ben, sino a Shirley, que sonríe nerviosamente y se encoge de hombros como si quisiera decirme: «No es culpa mía. Yo no inicio los rumores, solo los difundo».
Mi mirada se posa finalmente en Marc Hadley, el rival de mi esposa, el hombre a quien durante un tiempo consideré amigo íntimo: el «hermano Hadley», como a Querida Dana Worth le gusta llamarlo; o el «joven Marc», como prefiere el malicioso Theo Mountain, ya que Marc posee la clase de personalidad que divide las pasiones. Como de costumbre, huele al agradable tabaco de fresas, que es su favorito, dado que una vieja y cascada pipa constituye uno de sus amaneramientos. Marc hace caso omiso de la ley recientemente promulgada en el estado que prohíbe fumar en las zonas comunes de las oficinas porque ha llegado a la conclusión de que es anticonstitucional, y nadie parece decidido a contradecirlo. De ese modo, la pipa lo acompaña a todas partes en el Oldie; aunque veo que esta noche se ha abstenido de encenderla en casa de Shirley. A Marc se le considera con razón uno de los cerebros de la facultad; reputación que, según parece, justifica su fracaso a la hora de cortar o siquiera peinar el rubio cabello que le cuelga por debajo de las orejas, así como su incapacidad para afeitarse más de dos veces por semana, ponerse corbata o cepillarse los zapatos. Enseña jurisprudencia, enseña derecho penal y da clases sobre la vida de los grandes jueces y la futura defunción de la ley. Tiene impresionados a todos los estudiantes. La mayoría de sus colegas lo admira. A algunos de nosotros nos cae simpático. A pesar de su ego, es buena persona y siempre está dispuesto a derrochar su tiempo y talento con los que empiezan. Sin duda, sería una de las estrellas del firmamento académico si no fuera por el defecto que ya he señalado: sencillamente, es incapaz de escribir. Su reputación como erudito descansa no solo en un único libro —La mente constitucional, publicado hace más de veinte años—, sino en un único y brillante capítulo, el capítulo tercero, a veces escrito con mayúsculas y sin otra cita. «Pero el capítulo tercero de Hadley ya ha refutado ese argumento», afirmaría un erudito comprensivo. En el famoso capítulo tercero, Marc ofrece el que se considera el mejor análisis realizado hasta la fecha sobre el estilo judicial de Benjamin Cardozo, y una crítica de la teoría constitucional que sigue vigente en la actualidad. Incluso Dana Worth, que desprecia a Marc, reconoce en sus momentos de seriedad que no sabe de otro libro —o de otro capítulo—, obra de un especialista del derecho, que haya tenido tanta influencia en el último medio siglo. El texto es un fulminante ataque contra lo que se ha considerado «activismo judicial», escrito por un profesor de talante liberal pero que se define a sí mismo como «de la vieja escuela» y que prefiere lo que él llama «liberalismo democrático organizado sobre una base popular» al liberalismo burocrático basado en las demandas y la legislación.
Mi antiguo amigo, Marc Hadley, es un intelectual brillante y un buen profesor, y confío en que no deje de serlo.
Al final, consigo enterarme de qué va el discurso de Marc. Como de costumbre, habla demasiado deprisa, pero capto lo esencial.
—Ya veis, si la sentencia de Griswold versus Connecticut está en lo cierto, si las decisiones sobre el control de natalidad las han de tomar las mujeres y sus médicos, entonces el matrimonio ha quedado obsoleto. Hablo de obsoleto en el sentido constitucional Basta con echar un vistazo a los descubrimientos de la historia y la antropología y se comprobará que Freud ha tenido siempre razón. Los defensores del matrimonio tradicional, especialmente los que sostienen que la relación marital es algo natural, afirman que existe en todas las formas de cultura que hemos descubierto. Pero eso ¿qué prueba? Solo que diferentes culturas se han enfrentado con el mismo problema. El matrimonio ha evolucionado para solventar el problema de cómo la sociedad va a encuadrar la necesidad humana de reproducirse, que es la más poderosa de las necesidades del ser humano salvo la que tienen los débiles de carácter de inventar seres sobrenaturales a los que adorar porque les asusta la muerte. —Sonríe para suavizar el golpe que cree que acaba de asestar y prosigue—: ¿Lo veis? Históricamente, el matrimonio versa únicamente sobre reproducción y economía, es decir: niños y dinero. Las parejas casadas dan a luz y educan a sus hijos. La unidad marital gana dinero, consume y adquiere propiedades. Eso es. Todo el resto de la legislación matrimonial está de más. Pero ahora, con la evolución de la tecnología y la cultura, la reproducción ha dejado de ser una cuestión marital. Mujeres que no se casan tienen hijos y no por ello experimentan un rechazo social. Mujeres casadas renuncian a tener hijos y tampoco se produce dicho rechazo. Y no solo no se produce, sino que se trata de un derecho reconocido. Por lo tanto, nos encontramos con una parte de la ley que se ha construido por entero sobre una creencia social de que ya no existe. Una vez segregado de la reproducción, el matrimonio se convierte en irracional. Por lo tanto, la legislación matrimonial ya no está razonablemente vinculada con ningún objetivo legítimo del Estado, que es el criterio básico que nuestra constitución exige a toda legislación. Por lo tanto, ahí está: la legislación matrimonial es anticonstitucional.
Calla y mira la atestada habitación como si esperara un aplauso.
Todo el mundo se mantiene en silencio. Marc parece satisfecho. Puede que imagine que nos ha dejado demasiado impresionados para responder. No puedo hablar por los demás, pero yo no digo nada porque estoy considerando la posibilidad de pedirle a mi médico que me haga una prueba auditiva: me parece imposible haber escuchado todo lo que he escuchado. Marc nunca pondrá nada de esto por escrito, y ahí es donde su bloqueo le hace un favor ya que el hecho de que nada de lo que diga vaya a quedar registrado de forma permanente le permite, si la ocasión lo requiere, negar sus propias palabras alegando que ha sido mal interpretado o aducir que se trataba de mera especulación. ¡El matrimonio, inconstitucional! Me pregunto si en la Casa Blanca serán partidarios de semejantes teorías, y si esa no será una de las historias que Stuart ha filtrado —suponiendo que sea Stuart el autor del sabotaje, ya que aún debo aclararlo con él—. Me pregunto cómo lo recogería la prensa (no es que vaya a hablar con algún periodista, pero Marc tiene enemigos. Por ejemplo, podría contarle a Dana Worth las ideas de Marc. Dana sí que no tendría reparos en compartirlas con tantos periodistas como ella y su amiga Alison sean capaces de hallar en su universo digital.
Marc prosigue.
—No digo que instituciones privadas, como las organizaciones religiosas, no puedan, si así lo deciden, seguir celebrando sus peculiares ceremonias y anunciar a sus fieles que tal o cual pareja se ha casado a los ojos de su dios. Pero eso es solo el ejercicio de la elemental libertad religiosa que garantiza la Primera Enmienda. La cuestión radica en que el Estado no debería involucrarse en ningún sentido, ya sea autorizando esos presuntos matrimonios, concediendo ciertos beneficios a quienes se entregan a ellos o pretendiendo decidir en lugar de esas instituciones privadas cómo y cuándo terminan dichos matrimonios. Griswold nos dice que la reproducción no es asunto que incumba al Estado. Por lo tanto, el matrimonio tampoco.
Ben Montoya, el gran liberal, me guiña un ojo con una sonrisa en el rostro. De vez en cuando se convierte en el oponente intelectual de Marc, ya que normalmente se sitúan en posiciones tan enfrentadas como las de Roe versus Wade. (Marc diría que él es por lo general partidario de escoger, pero reconoce que el Estado tiene la autoridad para no estar de acuerdo). Sin embargo, esta noche Ben no discute con Marc. Tampoco lo hace Lynda Wyatt, aunque se encuentra a su lado. En su época, Lynda daba clases de derecho canónico y constitucional, así que se halla en disposición de corregir los errores de Marc, pero tiene la vista clavada en la moqueta color verde mar. Nunca he entendido ese efecto que Marc causa en la gente. Kwame Kennerly, que ha dedicado buena parte de su considerable energía a fomentar el matrimonio entre los afroamericanos de los barrios bajos, la mayoría de los cuales parece haber olvidado cómo se hace, está furioso. Por otra parte, sigue siendo un relativo recién llegado a Elm Harbor, aún está cultivando su futura clientela política y no se ve en condiciones de desafiar a un representante de la odiada y envidiada universidad, especialmente uno capaz de recoger tantísimo dinero para los candidatos demócratas. El reverendo Young tiene aspecto de estar incómodo, pero no intimidado. Menea la cabeza unas cuantas veces y frunce los labios en gesto de desaprobación, pero no dice palabra. Tengo la impresión de que está calculando el tiempo, dejando que Marc se ahorque con su propia cuerda. En cuanto a mí, nunca se me ocurriría abrir la boca, así que me conformo con desear que Dana estuviera con nosotros para hacer callar a Marc. Solo Norm Wyatt tiene la impertinencia de alzar los ojos al cielo en señal de manifiesta incredulidad, pero sus sentimientos hacia la facultad de derecho se parecen a los de Kimmer.
—Ahora bien —se apresura a proseguir Marc Hadley—, si uno aplica esos mismos principios a los matrimonios entre miembros del mismo sexo…
Shirley escoge sabiamente ese instante para anunciar que la cena está servida.
El público de Marc lo abandona alegremente ante su evidente sorpresa porque sus manos siguen gesticulando cuando la mayoría de los invitados ya está sentándose a la mesa. Shirley nos indica nuestros lugares. Antes de ocupar el mío, me detengo un instante para observar a través de los ventanales, más allá del balcón, hacia la playa y las espumosas olas, y me pregunto si Kimmer y yo no deberíamos de haber sacrificado un poco de espacio en beneficio de esa hermosa proximidad.
Estoy sentado en el centro de uno de los largos de la mesa, encajado entre el reverendo Young a mi derecha y Dahlia Hadley a mi izquierda. Enfrente tengo a la decana Lynda, flanqueada por Kwame Kennerly a un lado y la silla vacía reservada para Lem Carlyle al otro.
—¿Los polis te pusieron el ojo así? —me pregunta Kwame Kennerly sin más preámbulos, inclinando la cabeza como si así pudiera examinarlo mejor. Me pregunto si esa historia no terminará nunca.
—No.
—¿Quién fue?
—Otra gente —mascullo groseramente. Esta noche soy un digno hijo de mi padre.
Kwame no se rinde.
—¿No fue la pasma? ¿Estás seguro?
—Estoy seguro, Kwame. Estaba allí cuando sucedió.
La ironía no me sirve de nada.
—Tengo entendido que te detuvieron.
—No. No me detuvieron.
—¿No te amenazaron con sus pistolas? —pregunta parpadeando furiosamente.
—Nadie sacó ningún arma.
Kwame Kennerly se acaricia la perilla mientras medita su siguiente movimiento. No está dispuesto a dejarse desanimar por una pequeña insolencia. Puede que yo sea el hijo del difunto y aborrecido Oliver Garland, pero también soy un negro al que los polis podrían haber propinado una paliza. Además, la historia resulta demasiado jugosa para dejarla a un lado. La decana Lynda escucha algo más que a medias.
—Pero ¿es cierto que tuviste problemas con la policía, con la policía blanca?
—Fue todo un mal entendido —suspiro—. Me asaltaron. Hice sonar una alarma y creyeron que yo era el agresor en lugar del agredido; pero les mostré mis credenciales de la universidad y se disculparon y me dejaron marchar.
—¿La poli de la ciudad?
—La policía del campus.
—Lo sabía. Eso es lo que hacen. —No espera a mi respuesta—. Un negro en medio del campus, ¿no es eso? A dos manzanas de la facultad donde trabajas… Si hubiera sido blanco no se habría producido semejante mal entendido.
No pierdo tiempo preguntándome de dónde habrá sacado Kwame los detalles de mi encuentro porque en eso consiste su trabajo. Sin embargo, pierdo el tiempo discutiendo con él, por mucho que su análisis resulte acertado en lo fundamental.
—No estaba caminando. Estaba… —Titubeo y miro a la decana; pero no me queda más remedio que proseguir—. Estaba trepando por el andamio que cubre la fachada de la biblioteca. Ya entenderás por qué se mostraban recelosos.
—Pero estabas en tu propio campus, ¿no? —insiste, asintiendo con su rostro barbado como si viera casos parecidos diariamente, lo cual supongo que así es.
—Sí.
—Y tus agresores eran blancos. Si la policía hubiera aparecido en el momento de la agresión habrían creído que el malo de la película eras tú.
—Supongo que es posible.
—¡De eso es de lo que estoy hablando! —exclama mirando a Lynda Wyatt, puede que retomando el hilo de una discusión anterior.
—Lo sé. Lo sé —se apresura a responder mi decana.
—Es su campus, pero sigue siendo un campus de blancos. ¿Lo ve? Para eso está la policía en una ciudad como esta: para mantenernos en nuestro lugar.
—Hummm —responde la decana comiendo deprisa.
—Los negros somos la especie que está en riesgo de extinción en este país. —Lo dice como si citara alguna enciclopedia. Luego, me señala con el dedo igual que si yo fuera su prueba viviente—. Sin que importe quién haya sido nuestro padre.
Llega el puré de patatas, y Kwame tiene que hacer una pausa para poder servirse una buena ración. Añade un poco de salsa de una salsera y vuelve rápidamente al tema.
—Se ha abierto la veda sobre nuestros jóvenes.
—Yo no soy tan joven —interrumpo, esforzándome en dar con un tono de voz más desenfadado.
—Pero sigues siendo afortunado de seguir con vida. Lo digo en serio. Todos sabemos de lo que es capaz la policía. —Asiente de nuevo y se vuelve hacia la decana Lynda—. ¿Entiendes a lo que me refiero?
—Oh, sí, claro. Y estamos todos muy contentos de que no te pasara nada, Talcott. —Sonríe, dándome muestras de su más auténtica preocupación, y me doy cuenta de que los dos están pensando en un caso ocurrido hace dos años en la ciudad blanca y vecina de Canner’s Point, justo en la época en que Kwame Kennerly llegó a Elm Harbor, donde un adolescente negro fue abatido a tiros por la policía cuando salió del coche que había robado con las manos en alto, tras una persecución con la policía que duró quince minutos y terminó con el vehículo estrellado contra un supermercado.
Pero eso fue diferente, me gustaría decir con la voz de mi padre; sin embargo, me muerdo la lengua justo a tiempo porque mi padre se habría equivocado.
—Todo acabó bien —le digo a Kwame, deseando que dé el tema por concluido.
—Deberías dejarme que me ocupe del asunto.
—No. Gracias.
—Me refiero a que podría hablar con el jefe de policía. ¿Vale? Este tipo de hostigamiento es un asunto importante hoy en día. El alcalde está muy preocupado.
Eso es lo último que necesito: una investigación oficial. No puedo convertirme en un «asunto importante». No solo sería la clase de historia que podría inclinar la balanza del lado de Marc en lugar del de Kimmer. —«¿Lo ven? Ya les avisamos de que su marido es un tipo inestable»—, sino que podría destapar cosas que no deseo revelar.
—Eso no será necesario.
—Sigo opinando que el jefe de policía debería echarle un vistazo —insiste Kwame, tozudamente.
—No. Gracias —repito—. Además, ya te he dicho que se trataba de la policía del campus, no de la ciudad.
—Ya lo sé. Pero el comisario jefe dirige las dos. Es lo que manda la ley del estado.
Cierto. Y la universidad también debe obedecer las normas sobre demarcaciones, pero no lo hace cuando no quiere.
—Solo quiero olvidarme del asunto —le digo a Kwame volviéndome deliberadamente hacia la encantadora Dahlia Hadley. Kwame, a pesar de su torpe alegato racial, tiene buena intención y, lo que es peor, empieza a sonar sensato. Shirley, desde el otro extremo de la mesa, se da cuenta de la tensión y se pone ceñuda ya que le encantan las discusiones en la mesa siempre que no entren en lo personal.
Dahlia parece más tranquila que la última vez que nos vimos, quizá porque han calculado que el pequeño incidente en el exterior de la biblioteca solo puede mejorar sus posibilidades de ser nombrado para el cargo. Marc proviene de una familia adinerada, muy adinerada. Uno de sus tíos era medio Rockefeller, Vanderbilt o algo parecido —los rumores varían—, y en el parque se levanta una estatua en honor a su tío Edmund, fallecido tiempo atrás, cuya caridad resultaba legendaria. Marc ha crecido acostumbrado a conseguir todo lo que quiere.
—Me alegro de que no te hicieran daño de verdad —me susurra Dahlia con voz melosa.
—Gracias.
—Debes cuidarte, Talcott. Tu familia te necesita.
—Lo sé. Lo sé.
—Te necesitan para que defiendas un peón.
Mis ojos se desorbitan. En toda fantasía paranoica existe una epifanía, un momento en el que la verdad resplandece en torno a uno. Sí, el mundo está unido; y, sí, están todos en el otro bando.
—¡¿Qué has dicho?! —Mi voz ha subido de tono y es casi un jadeo.
Dahlia se encoge.
—Solo… Solo he dicho que te necesitan porque dependen de ti.
Me doy cuenta de que estoy sudando. Me cubro los ojos un instante.
—Vaya, lo siento. Creo que… Creo que te he entendido mal.
—Será eso.
—Lo lamento, Dahlia.
Dahlia se aparta unos centímetros, como si le hubiera hecho una proposición indecente. Su rostro permanece serio y severo mientras dice:
—Creo que es posible que necesites más descanso del que has tenido, Talcott.
—Lo lamento. No era mi intención… levantar la voz.
—Pareces cansado. No deberías tener un genio tan vivo —añade intentando ser amable. Luego, se vuelve para charlar con Lynda Wyatt.
Cuando miro hacia el extremo de la mesa, descubro que mi antiguo amigo, Marc Hadley, me observa furioso.
II
Durante la mayor parte de la cena, todo el mundo a mi alrededor parece encontrar a alguien más interesante con quien hablar: Lynda Wyatt, que se vanagloria de que puede encantar a quien sea y para lo que sea, parece estar muy ocupada con Kwame Kennerly; Dahlia Hadley, que no me ha vuelto a dirigir la palabra desde que yo le alzara la voz, discute sobre preservación histórica con Norm, el marido de Lynda (ella está a favor; él, en contra); Marc Hadley ilustra a Shirley sobre las sutilezas de la separación entre Iglesia y Estado, tema sobre el que ella ha escrito y él no; Lemaster y Julia Carlyle, ambos elegantes e impecables, han llegado por fin una vez finalizado con éxito el recital de su hija y se han sentado en lados opuestos de la mesa con ojos esencialmente para ellos mismos. He intentado dirigirle la palabra a Lern, que por lo general es un brillante conversador, pero me ha contestado con apenas un gruñido, como si no soportara la idea de hablar conmigo. Me pregunto si su actitud es fruto de mi imaginación o si mi reputación en la facultad ha podido desplomarse tan rápidamente.
Pero el reverendo Young, que hace un rato ha bendecido la mesa sin pretensiones ecuménicas, ha decidido hincharme la cabeza con el asesinato de Freeman Bishop, de quien nunca hemos hablado en nuestras sesiones de consulta. Se ha explayado largamente acerca de un linchamiento que su abuelo le aseguró que había presenciado en Georgia, alrededor de 1906, donde un predicador negro fue abrasado con carbones ardiendo y asesinado de un tiro en la nuca cuando se negó a hablar de sus intentos de unir a los trabajadores de un molino.
—Ya veis —dice el reverendo Young siguiendo con el asunto, Satanás nunca cambia. Esa es su debilidad, y ahí es donde el creyente, Dios sea loado, tiene ventaja. Satanás es una criatura de costumbres. Es listo, pero no inteligente. Satanás es siempre el mismo, y sus servidores, aquellos que le han entregado sus almas, siempre se comportan igual. Si Hitler envió a los judíos a los campos de exterminio, podéis estar seguros de que algún otro malvado dirigente de tiempos remotos masacró a inocentes porque eran diferentes. Hoy en día vemos cómo líderes de todo el mundo hacen lo mismo. Negros, blancos, amarillos, morenos, gentes de todas las razas liquidan a gentes de todas las razas. Y eso es porque Satanás es siempre el mismo. ¡Siempre! Satanás es estúpido. Puede que sea listo pero no es inteligente. Loado sea Dios. Ese es el regalo que Dios nos ha hecho: que Satanás sea siempre estúpido. ¿Y por qué? Para que podamos reconocerlo si estamos alerta. Por sus señales lo reconoceremos, ya que Satanás, el estúpido Satanás, siempre nos ataca de la misma manera. Si los viejos métodos le fallan, no se le ocurren otros. Dios sea loado. Así que decide atacar a cualquier otro. Nos ataca con el deseo sexual y otras tentaciones que distraen el cuerpo; nos ataca con drogas y otras tentaciones que adormecen nuestro cerebro; nos ataca con odio racial, ambición por el dinero y otras tentaciones que nos retuercen el alma.
El sermón del reverendo Young sube de tono, y todos los comensales lo escuchan, incluso Marc, que no soporta que la atención del público recaiga en nadie que no sea él.
—Entendéis pues cómo obra Satanás. Ataca nuestros cuerpos. Ataca nuestras mentes y almas. Cuerpos, mentes y almas, esas son las únicas partes del ser humano que Satanás sabe cómo atacar. Dios sea loado. Si sabemos cómo protegerlas estaremos a salvo. Si salvaguardáis vuestros cuerpos, estaréis guardando el templo de Dios ya que estáis hechos a su imagen y semejanza. Si salvaguardáis vuestras mentes, estaréis guardando los instrumentos de Dios, ya que Dios hace su voluntad en la tierra a través de mortales seres humanos. Y si salvaguardáis vuestro espíritu, estaréis guardando el almacén del Señor, ya que Dios llena nuestras almas con su poder para ayudarnos a cumplir sus designios en la tierra.
Marc Hadley, autor del capítulo tercero, no puede soportarlo más e interrumpe:
—Morris… —empieza a decir.
—«Reverendo Young» está bien —responde el reverendo Young afablemente.
—Reverendo Young. —A Marc le revienta tener que dirigirse a él de ese modo, especialmente cuando el doctorado de su interlocutor, seguramente sobre teología, ha salido de algún desconocido seminario—. Déjeme decirle primero que tanto mi esposa como yo somos librepensadores. Es decir, escépticos en materia religiosa —aclara innecesariamente. La mayor parte de los invitados tiene los ojos puestos en Marc, pero yo observo a Dahlia, cuya pequeña boca hace un gesto de disgusto antes de volverse a mirar las olas a través de los ventanales. Me pregunto si está furiosa con su marido por haber entrado en la discusión o por haber usado el término «nosotros» pasando por alto que ella es una católica practicante que lleva a su hijo a misa todos los domingos—. No somos ateos —prosigue Marc—, porque no hay pruebas de que Dios no exista, pero nos mostramos escépticos sobre la pretensión de todas las religiones de ser portadoras de una única verdad porque no existe prueba de que Dios lo haga. Ni Dios ni Satanás. Segundo…
—Permíteme que antes abordemos tu primer punto —sonríe el reverendo—. Ya sabrás que un importante pensador llamado Martin Buber escribió una vez que no existen los ateos porque un ateo debe luchar todos los días con Dios. Quizá por eso las escrituras nos dicen: «El loco ha dicho en su corazón que no hay Dios».
—No recuerdo eso en Buber —contesta Marc Hadley, que aborrece que le hablen de algo que no sabe.
—Aparecía en Between Man and Man. —Lemaster Carlyle, el antiguo estudiante de teología interviene calladamente sorprendiendo a todo el mundo—. Un libro maravilloso. Los que han leído I and Thou y creen conocer a Buber apenas han rozado la superficie. —Una alusión irónica a Marc, algo que se ha convertido en uno de los pasatiempos de la facultad.
El reverendo Young lo señala con el dedo.
—Está usted en lo cierto, profesor Carlyle, pero también se equivoca. Lo importante no es si ha leído a Buber o no, tampoco a qué Buber. Lo importante es si usted sabe lo que hay en juego. Cuando yo estaba doctorándome en Harvard tenía un profesor de filosofía, ateo, que solía recordarnos qué significaba la religión. «No es vuestra mente lo que Dios quiere —decía—, sino vuestra alma». Dios ha creado la mente humana, pero entra en ella a través del corazón del hombre. Mi profesor solía decir: «Dios no quiere que leáis la Biblia y exclaméis “qué libro tan hermoso”. Dios quiere que leáis la Biblia y digáis “¡aleluya, creo!”».
Disfruto viendo cómo se le desencaja la mandíbula a Marc, cosa que no sucede con frecuencia. Sin embargo, ha tenido la barbilla colgando desde que el reverendo ha pronunciado las palabras «doctorándome en Harvard». Morris Young alberga una profundidad que Marc Hadley, con su amable racismo liberal, nunca ha imaginado.
Entretanto, en el rostro picado de viruela del reverendo aparece una sonrisa al rememorar el pasado.
—Eso era en los años cincuenta, una época en la que se esperaba de los filósofos, incluso de los ateos, que conocieran la Biblia. Al fin y al cabo, la Biblia ha sido con diferencia el libro que más ha influido en la historia occidental, por no decir, Dios sea loado, en la historia del mundo. Así pues, ¿cómo puede alguien pretender conocer y entender nuestro mundo sin conocer el libro que lo ha modelado? Pero, cuando uno acaba conociendo la Biblia, acaba conociendo a Dios. Por lo tanto, el ateo que de verdad se haya esforzado en comprender el mundo se hallará más cerca de Dios que muchos cristianos porque conocerá la palabra de Dios. El señor traza muchos caminos que conducen a su casa y, con el devenir de los tiempos, acogerá incluso a los que creen que no creen, ya que en su lucha contra Dios estarán a medio camino de creer realmente.
—Amén, reverendo —dice Kwame Kennedy, y Shirley le sonríe, radiante.
Entretanto le llega el turno a Dahlia Hadley.
—Pero ¿acaso no corre un riesgo el ateo? Puede llegar hasta Dios, aunque también puede que no.
La observo a tiempo para ver que sonríe atractivamente a Marc. No obstante, la irritación permanece bajo su rostro de niña para todos los que se molesten en verla.
El reverendo Young percibe su furia. Lo percibe todo y asiente con su pesada cabeza.
—Eso es cierto, querida mía, eso es cierto. —Su grave voz ha adquirido un tono cantarín—. El Señor abre las puertas del Cielo hasta para el más miserable de los pecadores, pero sigue siendo cosa del pecador dar el paso para entrar. Y la mente humana, esa maravillosa creación, tiene su propio modo de levantar obstáculos. Oh, sí. El Señor mantiene abierta la puerta y la mente dice «ese no es el Señor» o «esa no es la puerta» o «prefiero atesorar riquezas en la Tierra». Esos son los consejos de Satanás, que es siempre el mismo. Dios sea loado. Listo pero no inteligente. Muchos hombres prefieren escuchar sus consejos. Muchos prefieren alcanzar los premios que este mundo pecador reparte con tanta tacañería antes que aceptar lo que Dios ofrece gratuitamente. Y todos sabemos lo que el evangelio dice de esos hombres: «Tienen su recompensa».
Marc Hadley quiere interrumpir de nuevo, pero Shirley Branch, que está sentada a su lado en la cabecera de la mesa, tiene la osadía de ponerle la mano en el brazo para hacerlo callar.
En su lugar habla Ben Montoya.
—Lo que sucede, reverendo, es que hay cierta gente que no comparte sus creencias religiosas —declara correcta pero rudamente—. ¿Ha pensado en sus derechos?
El reverendo Morris le sonríe.
—Profesor Montoya, no me ocupo de esos asuntos. Los derechos son cosa de los hombres. Dios es un Dios de amor. Uno no ama a sus semejantes dándoles derechos. Uno le da un derecho a un pobre o a un negro y tiene la impresión de haber cumplido con las obligaciones hacia ellos. Puede que incluso alguien crea que es acreedor a su gratitud. Pero si uno hubiera amado desde un principio, la cuestión de los derechos ni siquiera se habría planteado.
Lern Carlyle interviene de nuevo, suavemente, buscando un terreno de entendimiento, tal como debe hacer un futuro decano.
—Pero el cristianismo enseña que los hombres somos criaturas que han caído, que somos pecadores por naturaleza. Así pues, el cristianismo justifica el Estado como algo querido por Dios para mantener el orden entre esas caídas criaturas. ¿No es por esa razón que, en el pensamiento cristiano, tenemos derechos, porque somos demasiado débiles para vivir amándonos los unos a los otros como Dios preferiría?
El reverendo Young asiente benignamente, pero no porque esté de acuerdo.
—El problema con los derechos es que, tan pronto como se consiguen, uno cree que tiene algo valioso. Sin embargo, todo lo de valor proviene de Dios. Cuando uno le da un derecho a un hombre, es fácil que se olvide de amarlo.
Lynda Wyatt coge la cuestión al vuelo.
—Entonces, ¿la compasión es más importante que los derechos?
—Los derechos son un asunto de los hombres —reconoce el reverendo Young—. Amar a nuestros semejantes, ser humildes y caritativos con el prójimo es el regalo que le devolvemos a Dios.
Entonces lo veo. Veo la oportunidad de escapar de la tela de araña en la que mi astuto padre nos ha envuelto a mí y a mi familia tras su muerte. Tal como Morris Young ha planteado, todos buscamos los tesoros de esta Tierra. Los tesoros de esta Tierra. La Tierra. Un recuerdo me reclama, una incómoda tarde con el juez, justo en el campus, hace muchos años. El peón blanco. El Excelsior. La Tierra. Puede, solo puede, que sea capaz de conseguir que todo encaje.
—Amén, reverendo —contesto mientras un rayo de esperanza alumbra mi torturada mente.
III
Ben Montoya y yo nos marchamos a la vez y nos encaminamos por la crujiente nieve hacia el aparcamiento. Ha calculado su despedida con tanta precisión que no me cabe duda de que quiere hablarme de algo.
Así es.
Ben empieza con un débil:
—¿De verdad opinas que cree en todas esas historias?
—¿Quién? ¿Qué historias?
—El reverendo Young. Todo eso de Satanás.
Lo contemplo.
—No tengo la más mínima duda de que cree firmemente en cada palabra. Y yo también.
Ben menea la cabeza, pero no dice nada. Cae el silencio mientras caminamos por la nieve, perdidos en nuestros pensamientos. Sin duda, Ben se está reafirmando en su opinión de que no estoy en mis cabales; y yo voy asimilando la profunda verdad de lo que acabo de declarar. No obstante, el verdadero motivo de Ben al seguirme no tiene nada que ver con la teología o la metafísica.
—Talcott… —murmura tras unos segundos de silencio. Entonces sé que hemos llegado a lo principal.
—¿Mmmm? —No miro en su dirección. El paso que lleva al aparcamiento de las visitas pasa entre dos filas de edificios vulgares. A través de las rendijas de las cortinas, destellan las coloristas imágenes de los televisores. Hasta mí llegan voces, risas, discusiones y música. No obstante, tengo toda mi atención puesta en el camino, que no está limpio de la helada lluvia que ha caído por la noche. A la comunidad de propietarios le espera un buen pleito si alguien resbala y se cae.
—Talcott, ¿puedo hablar contigo un minuto?
—Ya estamos hablando, Ben. En eso consiste lo que estamos haciendo.
Supongo que Ben me caería más simpático si él no fuera la herramienta que la decana Lynda emplea en tantas tareas aparentemente impropias de un decanato, o si yo fuera su confidente o simplemente mejor persona.
Ben suelta una breve risa. Creo que debe rondar los sesenta años. Tiene el cabello ralo y gris en la coronilla, y sus abolsados ojos tienen un aire cauteloso y acusador tras las gruesas lentes. Sus andares son el paso enérgico de un hombre irritado y con prisas. Es antropólogo por formación y ha llevado a cabo importantes trabajos sobre cómo organizan los tratos y la propiedad ciertas comunidades de las islas del Pacífico, entre cuyas tradiciones no figura la costumbre de hacer promesas.
—Talcott… Bueno… ya sabes que la decana nunca diría nada, pero…
—Pero…
—Lynda está muy molesta contigo, Talcott. Debes saberlo.
Hemos llegado al pobremente señalizado aparcamiento de las visitas. Mi ajado Camry se halla en un rincón, pero nos detenemos y nos quedamos mirando, puede que porque estamos al lado del clásico Jaguar XKE de Ben o simplemente por lo que acaba de decirme.
—Molesta, ¿por qué?
Parpadea tras las potentes lentes.
—Bueno, ya sabes, por cómo te has comportado últimamente y toda esa historia entre tú y Marc.
—No hay ninguna historia entre Marc y yo.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—No estoy seguro de saberlo. —Lo miro de arriba abajo, se me despierta el genio, y Ben da rápidamente un paso atrás como si esperara un golpe—. Si Lynda quiere hablar conmigo ya sabe dónde encontrarme.
—No estoy seguro de que quiera hablar contigo, Talcott. —El tono ceremonioso ha vuelto. Ben es un experto en mirar a los demás por encima del hombro, y no solo a causa de su estatura—. La decana es demasiado educada para decirte nada, pero tengo entendido que la última vez que hablaste con ella te pasaste de la raya.
—¿Que me pasé de la raya? Simplemente tuvimos un desacuerdo. Yo no…
Ni me escucha.
—Luego está ese asunto con la policía a principios de semana. Ya sé que no te detuvieron, pero la situación se puso fea. Hemos de pensar en la imagen de la facultad, Talcott. En esta ciudad no podemos tener a un profesor que se dedica a alimentar los fuegos raciales.
—Ben…
—No. No digo que lo hagas a propósito, pero la gente puede aprovechar lo ocurrido para obtener ventajas políticas. —Se refiere a Kwame Kennerly—. Y, sencillamente, no podemos permitirnos el lujo de que los miembros de la facultad se presten a este tipo de situaciones aunque sea sin intención. Y eso no es todo, Talcott. Lynda también dice que le estás costando a la escuela tres millones de dólares…
—¡Eh, espera un minuto! ¡Espera un minuto! —Está empezando a nevar y se está levantando viento. Las carreteras no tardarán en ponerse peligrosas, y ambos deberíamos irnos a casa; pero quiero asegurarme de haber entendido bien el mensaje porque sé que proviene de Lynda y no de Ben—. ¿Me estás diciendo que Cameron Knowland va a retirar su dinero simplemente porque el malcriado de su hijo le ha cogido manía a un profesor?
Ben me hace un gesto de impotencia. Se ha ido retirando y se encuentra apoyado contra su Jaguar.
—No sé lo que pretende Cameron. No conozco todos los asuntos del decanato. Solo quiero que sepas que está molesto contigo y que… Que sería buena idea si… si te portaras bien.
—¿Estás intentando advertirme algo, Ben? ¿Se trata de que estoy metido en un lío de verdad o no es más que alguien que se ha molestado?
Ben ha abierto la puerta del coche. Ha entregado el mensaje y parece que no le apetece seguir la conversación.
—Solo creo que deberías andarte con tiento y pensar en el bien de la facultad.
—En lugar de pensar ¿en qué? Ben, un momento. No lo entiendo. —Se ha sentado al volante y está dispuesto a cerrar la portezuela—. ¿Qué estás intentando decirme? ¿El asunto tiene que ver conmigo o con Kimmer y Marc? —Me acuerdo de lo que me dijo Stuart Land acerca de las presiones que tendría que soportar—. Vamos, Ben. Dímelo.
—No hay nada que decir, Talcott. —Sus fieros ojos miran al frente, como si estuviera enfadado por alguna ofensa que yo aún deba infligirle.
—Espera un momento. Espera. No entiendo lo que me dices. —Pongo la mano en la puerta, impidiendo que la cierre—. ¿Estoy en un lío?
—No lo sé, Talcott. ¿Lo estás? —Mientras intento buscar una respuesta inteligente, él señala mi mano con un gesto de la cabeza—. ¿Te importa quitar la mano de mi coche?
—Ben…
—Buenas noches, Talcott. Recuerdos a la familia.
Y desaparece.
Me devano los sesos y estoy a punto de volver corriendo a la fiesta y enfrentarme con Lynda Wyatt para preguntarle cuál es realmente el mensaje. Pero no serviría de nada: Lynda lo negaría todo. Esa es la razón de que haya interpuesto a un mensajero: puede decir que nada es cierto, pero conseguir aun así que el mensaje llegue a su destinatario.
Hay momentos en los que odio este lugar.
Camino deprisa por la nieve hasta mi coche deseando encontrar el modo de dejar todo eso atrás, no solo a Lynda Wyatt, a Ben Montoya y a los demás de la facultad, sino al tío Mal y a la gente de Washington. Me gustaría poder coger a mi familia y desaparecer en las montañas, o para el caso en Oak Bluffs. Después de todo, hay gente que vive allí todo el año. Podríamos hallar la forma de hacerlo. Podríamos montar un pequeño hotel o colgar un anuncio y ejercer juntos la abogacía. Podríamos hacerlo.
Si Kimmer quisiera.
Temblando todavía tras mi enfrentamiento con Ben, meto la llave en la cerradura —mi Camry es demasiado antiguo para disponer de cierre electrónico o alarma— y me doy cuenta de que la puerta ya está abierta.
He debido de dejarla así porque nadie se toma la molestia de forzar la cerradura de un coche y no llevárselo. Además, ¿quién querría robar un coche de doce años de antigüedad?
Solo que, cuando abro la puerta y se enciende la luz del techo, me doy cuenta de que hay gente dispuesta a abrir un vehículo y no llevarse nada, del mismo modo que hay gente dispuesta a forzar la entrada de una casa de veraneo para hacer lo mismo.
Hay gente que fuerza cerraduras para hacer sus entregas.
Descansando en medio del asiento del conductor, se halla el libro de ajedrez que me robaron los dos hombres que me dieron una paliza.