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Dos rápidas noticias

Tengo entendido que has tenido algún problema —me dice el gran Mallory Corcoran, que por fin se ha dignado volver a hablar conmigo. De hecho, en esta ocasión, quien ha llamado ha sido él y no al revés.

—Más o menos.

Mientras me llevo el portátil al pasillo me froto el magullado rostro y sonrío a la imagen del estrecho espejo emplomado que cuelga al otro lado del comedor, un espantoso artefacto que una tía lejana le regaló a Kimmer con ocasión de su primer matrimonio. Son más de las once de la mañana, pero Bentley sigue durmiendo en su cuarto por el agotamiento de la pasada noche. Una de las grandes ventajas de la vida académica es poder tomarse la mañana libre por pequeñas cosas como un querido hijo.

—La policía le está enviando por fax a Meadows una copia del informe. ¿Hay algo que quieres que haga? ¿Algo en lo que te pueda ayudar?

—No lo creo, tío Mal. Estoy bien. Solo un poco baqueteado.

—¿Seguro?

—Sí. Seguro —respondo, de pie en la cocina, mirando por la ventana el aguacero que amenaza con inundar el pequeño pero acogedor jardín trasero. Un seto lo delimita por ambos lados, y una valla de madera por el fondo. Nuestra casa forma el último linde. Bentley se pasa jugando allí todo el tiempo que quiere, con frecuencia sin vigilancia—. Creo que lo tengo todo… bajo control.

—¿Tienes idea de qué querían?

Titubeo. Le he contado a la policía que los dos hombres se llevaron el paquete, pero no que no dejaron de preguntarme sobre las «disposiciones» mientras me atizaban. No he contado a nadie lo de la llamada de esta madrugada; y Kimmer, que no dormía profundamente, no me lo ha preguntado.

Por alguna razón, creo que escuchó esa llamada. Me suena, no sé… plausible. Puede.

—No lo sé, tío Mal. La verdad es que no lo sé.

Suspiro. El dolor está volviendo y amortigua mi voz. No obstante, aún no es hora de tomarme otro calmante.

—No suenas tan bien como dices.

—Bah, es solo la mandíbula.

—¿Te han roto la mandíbula? —Sorpresa, incredulidad, pero también algo de diversión por parte de un hombre que lo ha visto todo o casi todo.

—No. Nada de eso. Solo duele. Nada más.

—Vaya…

Obviamente, Mallory Corcoran duda de mis declaraciones de que me encuentro bien. No puedo culparlo. Sin embargo, mis principales molestias no son físicas. Esta mañana, con dolores o sin ellos, he preparado el desayuno para Kimmer y para mí y he intentado sentarla para que me escuchara. Pensaba contárselo todo, todo lo que sé, todo lo que he averiguado, todo lo que me inquieta. Preciosamente vestida para el trabajo con un traje a rayas azul marino, mi esposa ha meneado la cabeza con disgusto. «No quiero saberlo, Misha, ¿vale? Me fío de ti, de verdad, pero no quiero escucharlo». He protestado, pero ella se ha limitado a repetir el gesto y me ha puesto un dedo sobre los labios. Sus ojos, serios, interrogativos y preocupados me han sostenido la mirada: «Solo quiero hacerte tres preguntas —me ha dicho—. La primera es si nuestro hijo se encuentra en peligro». Me he pasado toda la noche, especialmente tras la llamada telefónica, haciéndome la misma pregunta, así que tenía lista una respuesta. Le he dicho la verdad, que estoy convencido de que no. Ella lo ha asimilado y me ha preguntado: «¿Corro yo algún peligro?». He vuelto a contestarle que no, naturalmente que no. Mirándome todavía fijamente ha preguntado lo que quería saber desde el principio: «¿Estás tú en peligro?». Lo he meditado y le he contestado: «No lo creo». Ella ha fruncido el entrecejo. «No pareces tan seguro». Me he encogido de hombros y le he dicho que lo estaba tanto como podía estarlo. Entonces Kimmer ha asentido, se ha arrojado a mis brazos, me ha besado, ha apoyado la cabeza en mi pecho y me ha dicho que no me olvide de que tengo una familia que me necesita. «Haz lo que creas que debes hacer, Misha, pero piensa en lo sucedido anoche y acuérdate del resto de tus obligaciones».

Luego, se ha ido a trabajar dejándome con una inesperada sonrisa en el rostro.

Más tarde, Don y Nina Felsenfeld han pasado a dejarme unas cazuelas y un montón de amabilidad, casi abrumándome con su emocionada preocupación, pero alegrándome el día de igual modo. Cómo se han enterado, es algo que no sé; pero Elm Harbor, tal como dice mi esposa, es una ciudad muy pequeña.

—Bueno. Si se te ocurre algo que el bufete pueda hacer para ayudarte —sigue diciendo el tío Mal con forzada despreocupación— no te olvides de llamar.

Se refiere a que llame a Meadows. Se ha cansado de mí otra vez. Lo sé.

—Eso haré —me fuerzo a contestar—. Gracias por preocuparte.

Mallory Corcoran se echa a reír.

—Espera un minuto, Talcott. No cuelgues. Aún no hemos llegado al motivo de mi llamada. Iba a ponerme en contacto contigo antes incluso de saber lo que te había sucedido.

—¿Por qué? ¿Ocurre algo malo?

Otra potente carcajada resuena a través de la distancia.

—No. No. Todo va bien. Escucha, Talcott, con respecto a esa historia de la judicatura, tu esposa debe de tener un admirador secreto.

—¿Un admirador secreto?

—Eso es.

—Y eso ¿qué significa? —pregunto, incómodo, dejando a un lado la agresión de la noche pasada y preocupándome si en Washington se habrán enterado de las aventuras extramatrimoniales de mi esposa, esas sobre las que prometí al reverendo Young que concedería a Kimmer el beneficio de la duda. Entonces me doy cuenta de que el tío Mal está diciéndome que las oportunidades de mi esposa son mejores, no peores.

—Mis fuentes me cuentan que los asesores del presidente están perdiendo simpatía hacia el profesor Hadley. No es que esté descartado, pero su posición flaquea. Los republicanos lo tenían clasificado como un tipo del estilo de Felix Frankfurter, ese gran político liberal que era al mismo tiempo un juez conservador, porque eso es lo que se desprende de lo poco que tu colega ha escrito. Les gustaba la combinación. Pensaban que podrían satisfacer a los demócratas y complacer a los suyos a la vez. Al menos esa es la idea que alguien les vendió.

—Ya veo.

—Tampoco era una mala idea. El presidente ha tenido más de un enfrentamiento por sus confirmaciones, y creo que le gustaría que esta fuera más tranquila.

—No me cabe duda. —Me he llevado el inalámbrico al estudio mientras me masajeaba distraídamente las costillas. La ventana de delante deja ver la misma lluvia que la de atrás. Hobby Road, como es normal a esta hora de la mañana, se halla completamente desierta ya que los niños están en el colegio y los padres en el trabajo, en el supermercado, en el gimnasio o donde sea que están en estos días.

—Al menos esa era la idea —prosigue—. Pero acabo de saber que alguien les ha estado haciendo llegar transcripciones de ciertas conversaciones de sobremesa en las que el profesor se ha ido dejando caer por aquí y por allá, y que ahora están pensando que quizá tengan a un criptoliberal encabezando la lista. Puede que Hadley no haya publicado ese material, pero algunas de sus ideas parecen de lo más jodidas.

—Ya veo —respondo lentamente.

—En cambio, en el caso de Kimmer… Bueno, tratándose de tu padre… Digamos que el presidente tiene un flanco al que contentar y que nombrar a la nuera de Oliver Garland tendría un cierto caché. Además, es negra. Una mujer negra. Lo tiene todo.

—Sí. Para que no lo olvidemos.

—Pareces molesto, Talcott.

—No, no. —No hay forma de que explique al tío Mal cómo sus últimas palabras me han dolido y cómo molestarían a mi esposa en el caso de que las compartiera con ella, cosa que no pienso hacer. Un matrimonio Garland sin secretos sería probablemente demasiado feliz, y eso la familia nunca podría soportarlo—. Pero me has dicho que alguien les estaba haciendo llegar unas transcripciones…

—Alguien de Elm Harbor, tengo entendido.

—¿De Elm Harbor?

—De la universidad. —Su voz se ha endurecido.

—Vaya, vaya. Ya veo. —Mantengo mi tono neutral. Evidentemente, el tío Mal cree que soy yo el que está filtrando la información, y su actitud me revela lo mal que le parece que un hombre use sus contactos en Washington para ayudar al nombramiento de la propia esposa a un cargo judicial. No obstante, si se tomara la molestia de considerar la cuestión, recordaría que carezco de contactos en Washington aparte de la persona con la que estoy hablando.

—Talcott, la cuestión es que arrojar porquería de ese modo sobre la reputación de otro puede tener consecuencias contrarias.

—¿Contrarias?

—Me refiero a que, sea quien sea el que está filtrando esa información a la Casa Blanca, puede que consiga perjudicar lo suficiente al profesor Hadley para que no consiga el cargo. Sin embargo, eso no garantiza que el candidato del filtrador vaya a conseguirlo. Este tipo de cosas pueden hacer daño. Si A lanza basura sobre B, puede que al final A y B acaben tan pringados que ninguno de los dos…

—Ya te entiendo.

—Incluso si no le funciona en contra, incluso si le da resultado, está francamente mal.

«Mal». He ahí una palabra que seguramente desaparecerá con el nuevo siglo.

—Estoy de acuerdo.

—Yo, que tú, buscaría una manera de que esto acabara.

—Pero, tío Mal, ¡si no soy yo! —farfullo sintiéndome igual que la pasada noche, el negro inocente apareciendo culpable a los ojos del poder blanco.

—Nunca he sugerido que lo fueras —entona piadosamente.

—¿Se lo dirás?

—¿Decírselo? ¿A quién?

—Decirles a los de la Casa Blanca que no soy yo.

—Bueno. Si eso es lo que quieres… —murmura dubitativo, como si quisiera decir que no está seguro de que vayan a creerle o de que debieran hacerlo.

—Por favor.

—Lo haré —responde queriendo decir lo contrario—. En cualquier caso, estate al tanto.

—De acuerdo.

—Bien. Para eso estamos. ¡Ah! Y si necesitas algo del bufete háznoslo saber.

—Naturalmente —le digo.

«Stuart —pienso mientras cuelgo el teléfono—. Ese idiota pomposo de Stuart Land».