Un doloroso encuentro
I
Esta vez son dos. Hace tiempo que veo sombras. No solo la mujer de los patines en el coche verde de Washington, sino otra gente en otros momentos. ¿Desde cuándo lo sé? Horas, días, semanas. Nunca se ha tratado de nada concreto, solo atisbos, impresiones: un rostro que se repite demasiadas veces; el mismo vehículo en el retrovisor durante un rato en plena noche; unos pasos que siguen los míos con demasiada precisión. Cuando no he podido atribuirlo a la paranoia, me he consolado con las palabras de Jack Ziegler en el cementerio o con las del difunto Colin Scott un par de semanas más tarde: que mi familia y yo estábamos a salvo de lo que pudiera suceder. Dicho de otro modo, he hecho todo lo posible por tranquilizarme.
Pero en este momento me pregunto si no habré cometido un error.
Cuando finalmente he salido del club de ajedrez eran casi las diez y he bajado corriendo la escalera preguntándome qué iba a decirle a Kimmer.
Al llegar al linde del campus, los hombres estaban detrás de mí.
Mientras cruzo el oscuro Cuadrilátero llevando el paquete de Karl bajo el brazo, dirigiéndome a toda prisa hacia el atajo que lleva a la facultad —el callejón entre el centro de ordenadores y uno de los dormitorios, una calle y a continuación otro callejón entre el edificio de Administración y otro de dormitorios— intento deducir por qué esas figuras apenas entrevistas a una calle de distancia me parecen mucho más ominosas que los observadores de estas últimas semanas, que han sido algo más que fantasmales impresiones de fondo. Puede que sea la indudable presencia de esos recién llegados, ese firme y agresivo caminar que no se preocupa por disimular sus intenciones. Una de dos, o no son precisamente diestros en pasar inadvertidos o lo que pretenden es que sepa que me siguen.
Ambas posibilidades me inquietan.
A esta hora de la noche, el campus se halla prácticamente desierto. Dejo atrás a algún que otro estudiante y oigo la débil música que sale de las ventanas de los dormitorios, cerradas contra el mal tiempo. Acelero el paso y me dirijo hacia el primer callejón. Percibo más que veo cómo los hombres corren para mantener la distancia.
La entrada del centro de ordenadores está vigilada por un guardia —cortesía de un incidente de hace tres años cuyo protagonista fue una broma estudiantil y varios litros de zumo de naranja— y por un instante considero la posibilidad de acudir a él en busca de ayuda. Pero ¿qué podría decirle? ¿Que yo, uno de los profesores titulares, creo que me están siguiendo? ¿Que estoy asustado? Ningún Garland sería capaz de algo semejante. Y menos aún con tan escasas pruebas. Dejo atrás el edificio, salgo al paso de peatones de Montgomery Street y miro por encima del hombro. En el otro extremo del callejón distingo —como mucho— una sombra que se mueve en mi dirección. Por lo tanto, es posible que después de todo sea mi desbordante imaginación.
Me hallo al otro lado de la calle, camino del segundo callejón, cuando miro el paquete que llevo en la mano. El libro que Karl me ha dado. El viejo sobre. Lentamente, empiezo a comprenderlo.
La palabra clave es «viejo».
Alguien ha llegado a la conclusión equivocada.
Miro hacia atrás. Mi perseguidor se encuentra en la otra acera, mirándome fijamente. Está de pie bajo una farola, y puedo verlo claramente. Al principio creo sufrir una alucinación a la vez sorprendente y tranquilizadora ya que el hombre que me sigue se parece a Avery Knowland. Solo que no tiene nada en común con él aparte de una coleta medio deshecha. Bajo el cono de luz puedo distinguir que su cabello es más liso y oscuro que el de mi arrogante alumno. Además, el hombre que me ha seguido por medio campus es más bajo, ancho y musculoso, y su tosco rostro parece haber sido colonizado por brotes de pelo pardusco. Sus enrojecidos y fieros ojos tienen un brillo salvaje, como si estuviera colocado. Viste una cazadora de cuero, y no me cuesta nada imaginármelo en un bar de moteros.
Al llegar a la entrada del callejón, titubeo. Él empieza a cruzar la calle, directo hacia mí. Puede que sea una coincidencia, puede que no esté interesado en mí para nada. Por otra parte, el individuo que me recuerda a Avery Knowland se halla apenas a cinco metros, y debo tomar una decisión.
Sigue avanzando. Sus intenciones no parecen honorables.
Nado en adrenalina.
A pesar de mi enfebrecida imaginación, podría estar equivocado. Por el contrario, si estoy en lo cierto, aún dispongo de tiempo para meterme en el callejón y llegar a la facultad antes de que mi perseguidor me atrape, a menos que sea una especie de velocista olímpico.
Así pues, me precipito por el hueco entre el edificio de Administración y las dos estructuras góticas interconectadas del otro lado, primero la biblioteca de la universidad y a continuación uno de los dormitorios. En realidad, el callejón no es más que la pendiente de una loma de césped en cuya cima se levanta el solemne edificio de cristal de Administración y en cuya base se halla el complejo de la biblioteca y los dormitorios. Como de costumbre, la biblioteca está siendo renovada, y hay andamios por toda la fachada que da al callejón. Aminoro la marcha brevemente para intentar distinguir si alguien se esconde ahí, pero no soy capaz de ver nada.
Vuelvo a mirar hacia delante y me paro en seco.
Al principio, había dos hombres tras de mí; luego, solo uno. Acabo de descubrir a su compañero. Se encuentra al final del callejón, en mitad de mi atajo hacia la facultad, y camina hacia mí. Ignoro cómo sabía que yo iba a tomar este camino, pero tampoco sé cómo sabían que estaba en el club de ajedrez. Quedan un montón de preguntas por resolver, pero no es el momento oportuno para ello.
Miro atrás. El hombre de la desordenada barba sigue acercándose.
Echo un vistazo a mi alrededor, consternado. La universidad está tan preocupada por la seguridad que sus espacios abiertos son abiertamente inseguros. No puedo esconderme en los dormitorios porque carezco de la llave electrónica que los abre. No puedo esconderme en la biblioteca porque la única entrada abierta de noche está al otro lado. No puedo esconderme en el edificio de Administración porque está cerrado hasta mañana por la mañana. Seguramente no habría debido de tomar este atajo, pero, claro… Hablar de crimen en el campus es una exageración. Eso dicen las publicaciones oficiales de la universidad.
El hombre del extremo del callejón que me cierra la salida continúa acercándose, un oscuro borrón contra el tráfico de Town Street al fondo. A mi espalda, los pasos de mi perseguidor se aceleran: sabe que estoy atrapado.
Me recuerdo que se supone que estoy a salvo de todo daño, pero se me ocurre que es posible que Jack Ziegler tenga menos influencia de la que todo el mundo cree que tiene; que cualquiera de las partes que parecen competir por lo que sea que mi padre haya dejado tras de sí no se hayan enterado de sus órdenes o que estén más que dispuestas a saltárselas.
Giro sobre mis talones: un hombre enfrente, otro detrás; a mi derecha, la mole de la biblioteca cubierta por el andamio; a mi izquierda, el edificio de Administración. Entonces, veo…
Una luz azul…
Al lado del acceso cerrado a la biblioteca, junto al andamio, hay un teléfono de la policía. La universidad los ha instalado por todas partes. Basta con abrir la tapa y la policía acudirá aunque uno no hable por el micrófono.
Corro hacia él.
Y oigo lo que más me asusta:
—¡Espere, profesor! —grita el hombre a mi espalda—. ¡Alto, profesor Garland!
Saben mi nombre.
Y acto seguido algo peor:
—¡No lo dejes escapar!
De repente, ambos hombres corren tras de mí.
Llego al teléfono y abro la tapa. Dentro veo otra luz azul, el teclado y el micrófono. Un chisporroteo de estática surge del altavoz, seguramente el encargado que pregunta. Estoy a punto de responder cuando me barren las piernas de una patada.
Caigo violentamente sobre el pavimento y me esfuerzo por dar la vuelta cuando un pie surge volando en la oscuridad y me golpea violenta y dolorosamente en las costillas. Suelto un gruñido, pero consigo ponerme de rodillas al tiempo que intento recordar las lecciones de karate del instituto. Un puño se estrella contra mi rostro y me tambaleo hacia atrás perdiendo el paquete. El mismo puño vuelve a golpearme, esta vez en el hombro, que se queda entumecido e inerte por la fuerza del impacto. Caigo al suelo de nuevo. Uno de los hombres se arrodilla a mi lado y tira de mi cabeza cogiéndome por el cabello.
—¿Qué hay en ese paquete? —bufa.
El puño surca el aire y esta vez me golpea en la oreja provocándome un estallido de dolor que no habría creído posible sentir.
—¿Qué hay en ese paquete, profesor?
—Un libro —mascullo.
Otro puñetazo, directo al ojo. La noche se llena de lucecitas verdes. Tengo la impresión de que el rostro se me quiebra y que salpica. El dolor es como una fría hoja que se me abriera paso por la mejilla.
—Levántalo —ordena la misma voz siseante.
Obedientemente, el otro hombre me pone en pie.
—La policía está a punto de llegar —murmuro.
Se produce una pausa mientras los dos intercambian una mirada. Entonces, el puño de hierro surge de nuevo y me alcanza en las costillas, en el mismo lugar que la patada anterior. Todo mi cuerpo lanza alaridos de agonía. Otro impacto, esta vez en el estómago. Me doblo por la cintura. Una mano me agarra por el hombro. Usando un movimiento que apenas recuerdo de mis clases de defensa personal, me agacho y consigo apartarla y liberarme de su presa. Me doy la vuelta y corro a trompicones pendiente abajo, hacia la base del andamio de la biblioteca. Oigo a los dos hombres hablando en susurros, puede que discutiendo cuál de ellos va a perseguirme por la obra. No miro atrás. Una barra de metal baja me cierra el acceso al andamio, y una señal me advierte que no cruce. No obstante, considerando las alternativas, me parece que es justo lo que debo hacer. Al otro lado de la barra hay una escalera inclinada exactamente de un piso de alto. El andamio está lleno de ellas, y suben hasta lo alto de la fachada, con rellanos en todos los niveles para los operarios. Me agarro a la barra porque me siento mareado y aturdido por la paliza. Me esfuerzo en tragar saliva para combatir las oleadas de angustia y miro hacia atrás. Uno de los dos hombres llega por la pendiente. El otro ha desaparecido, cosa que debería preocuparme si tuviera tiempo para ello. Salto torpemente por encima de la barra y llego a la escalera justo cuando mi perseguidor echa a correr. Las costillas me duelen por las patadas y los puñetazos, noto el rostro tumefacto y de un tamaño el doble de lo normal, pero consigo subir hasta el primer nivel. La cabeza me martillea. Me derrumbo sobre los peldaños que conducen al siguiente nivel. Mis brazos han decidido que ya no colaboran más y se niegan a subirme más arriba.
Desde abajo, surge una mano que me aferra el tobillo. La mano tira con fuerza, y caigo sentado.
Surge una cabeza, y veo algo que le brilla en la mano: puede que un cuchillo o un puño americano. ¡Toda esa cháchara de que me hallaba libre de todo peligro y me encuentro con esto! Reúno las energías que me quedan, echo la pierna derecha hacia atrás, me sujeto a la escalera y doy una patada con todas mis fuerzas. Golpeo en carne. ¿Su rostro? ¿Su mano? El hombre profiere un grito y me suelta el tobillo al tiempo que su cabeza desaparece de mi vista. Me obligo a ponerme en pie y, haciendo caso omiso de las quejas de mis extremidades, sigo subiendo. No me parece que mi perseguidor haya reanudado la búsqueda, pero últimamente me he equivocado demasiadas veces. A fuerza de voluntad consigo que mis pies sigan moviéndose. Llego al segundo nivel; luego, al tercero. Me detengo y miro hacia abajo. Me parece estar vertiginosamente alto y debo apoyarme en la barandilla de metal. Puedo ver varios edificios del campus y la facultad de derecho; pero no distingo al hombre que me daba caza y que estaba debajo de mí. Estoy a punto de quedarme sin fuerzas pero no quiero correr riesgos. Al fin y al cabo, bien podría ser invisible en los niveles inferiores. Me obligo a trepar al siguiente piso y me detengo en el cuarto rellano, recostándome contra la baranda. Oigo voces, esta vez más altas, y veo el destello de linternas al final del callejón. No distingo los detalles porque está muy oscuro y las luces me deslumbran al aproximarse lentamente y al apuntar hacia arriba, al andamio.
Me escondo tras la escalera, pero es demasiado tarde.
Las luces me han descubierto.
Insisto en esconderme entre las sombras, solo que ya no quedan sombras. La luz que proviene de abajo es brillante, casi cegadora, como un reflector. Una voz amplificada surge del mismo lugar.
—Aquí la policía de la universidad. Baje del andamio muy despacio y con las manos a la vista.
Dolorido pero aliviado, obedezco las instrucciones con cuidado, bajando lentamente los peldaños con pies temblorosos y a ratos poco cooperadores, mientras la luz me sigue y otra mucho más brillante se le une. Supongo que una patrulla debe de estar en el callejón, aunque por los sonidos que escucho, puede que más de una. No recuerdo haberme alegrado tanto de ver a la policía.
Decidido a no demostrar debilidad ante mis rescatadores, salto los últimos peldaños hasta el suelo y estoy a punto de perder el equilibrio antes de volverme hacia la luz. Parpadeo y me tapo los ojos con la mano, consciente por primera vez del aspecto que debo ofrecer: un negro desmelenado con una gabardina oscura trepando por un andamio en plena noche es el natural culpable de cualquier crimen imaginable.
—Muy bien, señor —dice una voz grave detrás de la luz. El tono con el que ha pronunciado la palabra «señor», aunque no haya sido lo bastante burlón para representar un insulto, se le parece—. Siga con las manos donde podamos verlas, ¿quiere?
—De acuerdo, pero se están escapando…
—Por favor, quédese quieto.
Evidentemente, el policía no sabe que soy profesor titular, así que decido ilustrarlo.
—Agente, debería saber que enseño…
—Ni una palabra, por favor, señor. Camine hacia mí con las manos frente a usted y mostrándome las palmas.
Señalo hacia el final de callejón.
—Pero si doy clases en…
—¡Las manos, quietas!
—Pero si la…
—Por favor, quédese donde está, señor. Con las manos visibles. Bien, eso es.
Hago lo que me ordenan y mantengo extendidas las temblorosas manos para que los agentes puedan examinarlas. Quiero mostrarme tranquilo, en el mejor estilo de los Garland, pero no lo estoy. Estoy asustado. Estoy furioso. Estoy humillado. La gélida noche de Elm Harbor arde de un rojo brillante. Siento una curiosa flojedad en la ingle y, a pesar de mis muchas magulladuras, un sorprendente vigor en mis miembros. Mis reflejos de lucha se hallan completamente despiertos, y puedo distinguir a los dos agentes, ambos de distinto tipo de blanco, mientras describen amplios círculos a mi alrededor. Ninguno ha sacado su arma, pero mantienen la mano en la cintura y la cincha de la pistolera abierta. Sostienen en alto esas largas linternas de la policía y las sujetan por su extremo de modo que puedan utilizarlas como porras sin esfuerzo. Los agentes se mueven despacio pero con vigor. No puedo apartar los ojos de las linternas. He oído historias sobre eso pero nunca las he experimentado. Por un momento me imagino una segunda paliza, esta vez a cargo de la policía del campus. Un ardiente rubor me sube a las mejillas, como si hubiera sido pillado a punto de cometer algo horrible. La verdad es que me siento culpable por lo que puedan pensar. Sin moverme, observo a los agentes que me observan y llego a la conclusión de que su lentitud tiene un propósito: esperan que haga algo, que intente escapar, que haga algún movimiento brusco o que suelte una risita nerviosa, quizá una excusa para usar esas linternas. Aunque también es posible que su trabajo sea peligroso y prefieran no correr riesgos. En cualquier caso, nunca me he sentido tan impotente, tan incapaz de influir en mi destino, como me siento en estos momentos. A los pies de mi padre, aprendí a valorar la voluntad por encima de todo. Siempre solía comportarse implacablemente con aquellos que demostraban no tenerla. Sin embargo, en este instante me enfrento a una situación en la que mi voluntad es por completo irrelevante. Nunca he vivido en carne propia y con tanta fuerza la implacable división racial de nuestro país, y me pregunto qué habría hecho el juez.
—Dé un paso al frente —ordena uno de los agentes—. Bien, ahora inclínese hacia delante y apoye las manos en la pared, ahí, con los pies separados. Bien.
Obedezco. Las luces empiezan a surgir de las ventanas de los dormitorios del final del callejón, y la puerta cerrada electrónicamente se abre: los nerviosos estudiantes salen para asistir aprobatoriamente a la purificación racial del campus.
—Así está bien, señor, así está bien —dice el agente que ha sido el único que ha hablado hasta el momento—. Vamos a ver qué tenemos aquí.
—Lo que tienen es a uno de los profesores titulares de esta universidad. —Mi tono es glacial—. He sido yo quien ha dado la alarma. —Hago una pausa mientras respiro pesadamente por la furia. Ojalá pudiera verles la cara tras las linternas—. Me han agredido.
—¿Puedo ver alguna identificación, señor? —pregunta el mismo agente, y esta vez el «señor» suena como si me creyera.
—Puede —contesto con pedante énfasis.
En ese momento, mientras por fin me permiten que saque la cartera y demuestre que soy quien afirmo ser, mi mirada se posa donde ha tenido lugar la agresión, y me doy cuenta de que tendré que volver al club de ajedrez y soportar las invectivas de Karl mientras le explico cómo alguien me ha dado una paliza en medio del campus y se ha llevado su viejo libro de ajedrez.
II
Son las dos y treinta y tres minutos de la madrugada. Me encuentro sentado en mi estudio de Hobby Road, con un bate de béisbol cerca de la mano derecha, intentando averiguar qué ha ido mal. Una vez convencidos de que se habían equivocado, los policías me llevaron a la sala de urgencias del hospital universitario, donde un joven residente me cosió las heridas del rostro y me vendó las costillas mientras canturreaba una vieja melodía de Broadway. Una hora más tarde abandoné el hospital con Kimmer y Bentley. Mi aspecto no contribuyó a tranquilizar a mi esposa, que ya estaba enferma de preocupación. Sin embargo, se las arregló para demostrar cierta elegancia y fue amable y cariñosa conmigo durante el trayecto a casa, besando mi magullado rostro y asegurándome que todo iba a ir bien, aunque yo no se lo pidiera. Sin embargo, es posible que sea Kimmer la que necesite que la tranquilicen porque, que hayan apaleado a su marido y casi lo hayan detenido a las puertas de la biblioteca de la facultad, no es la clase de incidente que puede mejorar las posibilidades de su nombramiento. Todavía no he compartido con ella los detalles de la agresión; solo le he dicho que me han robado el libro de problemas de ajedrez de Karl. Tengo la impresión de que, por el momento, ya tiene bastantes problemas. Se lo contaré todo a su debido tiempo.
¡Y Bentley! Mi feliz y travieso hijo se ha quedado tan impresionado por el aspecto de su padre que, tan pronto como lo hemos atado en su sillita, se ha hecho un ovillo y se ha dormido al instante. Lo daría todo por la posibilidad de poder devolverle su infancia. Las últimas semanas han debido ser para él aún más difíciles que para Kimmer o para mí. En este instante, inclinado en mi escritorio con un ojo puesto en la calle y otro en Internet, donde estoy brincando más que navegando de chat en chat, desearía saber en qué consiste lo que mi padre ha dejado tras él, sea lo que sea, y quién anda buscándolo para poder dárselo y alejarme junto a mi familia de todo este lío.
Las disposiciones, ¿en qué consisten? El Excelsior, ¿por qué el ajedrez?
El libro de recortes desaparecido, el peón reaparecido, la entrega en el comedor de beneficencia… Demasiados misterios para la salud.
O para la seguridad. «Usted y su familia están perfectamente a salvo». Sí, claro. Que se lo expliquen a los dos tipos que esta noche han ido a por mí. Me gustaría volverlos a encontrar, pero en mi terreno. Me pongo en pie en mi pequeño despacho y cojo el bate igual que un bateador. Hago un swing como si quisiera darle a una bola rápida y me faltan dos centímetros para cargarme el ordenador. Lo cierto es que no he pegado a nadie desde el colegio, cuando estaba en octavo grado y el matón de la clase, que se había enfurecido conmigo por alguna broma, se empeñó en noquearme. Mientras manejo el bate con más cuidado, de pie en la oscuridad, dejo que vuelvan los recuerdos, los recuerdos de una época más feliz, cuando Abby vivía. El furioso y blanco matón preadolescente cuyo nombre creo que era Alvin apuntó a mi nariz y falló, partiéndome el labio. Presa del dolor y del miedo, respondí y le di de lleno en la barbilla, cosa que lo sorprendió más que herirlo. Entonces, lo golpeé justo en el centro de su sorpresa, y él se desplomó con un gruñido. Yo di un paso atrás. Alvin se reincorporó y se lanzó sobre mí. Luchamos e intercambiamos golpes sin ton ni son hasta que nos separó uno de los profesores. ¡Pero el que me dio una buena fue el juez! No por pelearme, sino por no terminar lo que había empezado, y me soltó la vieja cantinela: «Si le das al rey, debes acabar con él». Pelearse con un matón y empatar no basta. Cuando finalizaron mis tres días de expulsión, volví al colegio lleno de aprensión, preguntándome si Alvin estaría esperándome en algún rincón. Alvin. Sí. Me siento de nuevo al escritorio y dejo el bate en el suelo. Supongo que la pelea debió de ser por eso, porque nos exigía que lo llamáramos Al, y yo no soy de los que permiten que los demás me impongan su voluntad, al menos los hombres. Al final, resultó que no tuve que volver a luchar con él porque no volvió por el colegio, nunca. Sonrío y me aparto del escritorio haciendo girar la silla hacia la ventana, donde la calle se ve desierta y silenciosa. Fue uno de mis momentos heroicos, ya que por el centro se extendió el rumor de que la responsable de que Al no volviera había sido la salvaje paliza que había recibido de manos del enclenque Tal Garland, apodado Poindexter[3]. El matón desapareció y, durante al menos una semana, llegué a ser popular, un desacostumbrado fenómeno que no ha vuelto a repetirse en mi vida. Naturalmente, apenas pude igualar la pelea, y la verdad acabó siendo mucho más prosaica. Resultó que durante sus vacaciones forzosas el pobre Al se metió en un lío con un automóvil que no pertenecía a su familia y fue enviado a un colegio «especial», el eufemismo para designar los centros adonde iban a parar los rebeldes, los recalcitrantes, los re…
Suena el teléfono.
Abro los ojos de golpe y aferró automáticamente el bate de béisbol mientras me quedo mirando con incredulidad el artefacto que me ha despertado de mi duermevela. Compruebo la hora en el reloj, apenas visible tras una pila de libros. Las dos y cincuenta y un minutos. De la madrugada. Nadie llama a las dos y cincuenta y un minutos para dar buenas noticias. La pantalla indica número privado.
No es una feliz noticia.
Aun así descuelgo al segundo timbrazo para que no despierte a mi esposa. El corazón me late a toda prisa. Mi puño aferra el bate con fuerza, y he vuelto a mirar por la ventana como si la llamada fuera el aviso de un asalto inminente.
—¿Sí? —respondo en voz baja porque no pretendo estar de buen humor a semejantes horas. Además, mi adrenalina fluye como un torrente, y estoy un poco asustado… por mi familia.
—¿Es el profesor Garland? —pregunta una voz pausada.
—Lo soy.
—El problema ha sido resuelto —me asegura la voz en un tono voluptuoso, casi hipnótico—. Lamento lo que le ha ocurrido esta noche; pero, a partir de ahora, todo irá bien. Nadie volverá a molestarlo. Usted y su familia están a salvo, como se le prometió.
—¿Cómo? ¿Quién es?
—Y, naturalmente, no deberá mencionar esta llamada a nadie.
No se me ocurre a quién podría comentársela. Por otra parte…
—Suponga que mi teléfono está intervenido…
—No lo está. Buenas noches, profesor. Que duerma bien.
Cuelgo. En mi cabeza reina una mezcla de sorpresa, alivio y un miedo renovado y aún más profundo.
«Todo irá bien. El problema ha sido resuelto. Nadie volverá a molestarlo».
Puede que haya sido la llamada de un pirado, una broma pesada. O puede, solo puede, que algo mucho peor.
Puede que sea la verdad.
Tiemblo mientras subo la escalera preguntándome si he oído lo que creo haber oído en el momento de colgar: el leve clic de mi esposa intentando ser sigilosa al devolver el teléfono del dormitorio a su sitio.