El reto de Sam Lloyd
El club de ajedrez de Elm Harbor se reúne todos los jueves por la noche en una tienda de libros antiguos propiedad de un viejo malvado llamado Karl. El establecimiento, que desarrolla su comercio con el engañoso y poco descriptivo nombre de Webster & Sons —nunca ha existido ningún Webster y, por lo tanto, tampoco hay hijos. Karl es el único propietario y opina que los de Nueva Inglaterra se sentirán más tentados de comprar libros en una tienda con sabor a orígenes anglosajones—, se extiende y serpentea por el primer piso de un edificio de tres plantas con fachada de ladrillo situado en el linde norte del campus, cerca de Henley Street, el límite no señalado pero generalmente aceptado que divide a la comunidad universitaria mayoritariamente blanca y a la desconocida —y por definición peligrosa— vecina comunidad negra y morena. En la planta baja hay un restaurante indio que hace buen negocio con los estudiantes, y donde se pueden hojear libros y jugar al ajedrez rodeado por un aroma de curry barato que quema los ojos. Unos estrechos apartamentos, que incluyen el de Karl, ocupan el segundo piso. Lo más probable es que Karl sea el propietario del edificio entero, pero nadie lo sabe. Se accede a la tienda apretando el timbre adecuado, abriendo a continuación y con cuidado una puerta de cristal con una grieta diagonal que está allí desde mi época de estudiante y subiendo finalmente por una estrecha escalera que sin duda infringe todas las normas de seguridad en vigor desde el siglo pasado: no hay barandilla, los irregulares peldaños tienen tendencia a soltarse cuando menos se espera, describe una curva imposible a mitad de subida y la única iluminación la proporciona una solitaria bombilla del vestíbulo que puede que no pase de cuarenta vatios.
No sé de dónde es originario Karl, pero sí sé que su natural tacañería, como un cáncer, lo conserva calvo y delgado. Debe de alimentarse de sus carnes, porque él come todo lo que ve. Su rostro es un viejo triángulo invertido con papada a pesar de que la grasa brilla por su ausencia en el resto de su cuerpo. Las pupilas de sus ojos carecen de color y son claras como los ojos de un albino. El cabello que le queda se le agrupa en finos mechones a ambos lados de la cabeza. En mis días de estudiante, Karl era terrorífico, no en el tablero como dicen los jugadores de ajedrez, ya que solo era un jugador moderadamente bueno, sino en el club. Si alguien derramaba unas gotas de Coca-Cola en sus mugrientas mesas de madera, esos pálidos ojos sin pestañas se volvían monstruosos y era capaz de ponerse a soltar obscenidades durante un minuto sin que le importara la concentración del resto de los jugadores. Si a alguien se le ocurría quejarse de que las galletas parecían rancias —solía proporcionar refrescos que le ponían a uno enfermo—, empezaba a pasear por las habitaciones, cubo de basura en mano, tirando cualquier rastro de comida o bebida, incluso la que la gente había llevado consigo. Los comentarios de Karl acerca de las partidas en curso o finalizadas siempre llegaban acompañados de un sentido del humor tabernario del que se mostraba especialmente orgulloso, cuanto más ofensivo mejor. Era un maestro a la hora de inventarse similitudes entre las figuras del ajedrez y las partes del cuerpo humano, y entre los movimientos en el tablero y los de esas mismas partes en funcionamiento. En cuanto a las mujeres, en opinión de Karl, no tenían por qué jugar al ajedrez. Siempre que una estudiante era lo bastante desafortunada para llegar hasta el club, Karl se mostraba educado y encantador, la mismísima imagen de la cortesía decimonónica, pero no le quitaba sus lascivos ojos de encima. Aunque no la mirase a la cara, su viscosa y pegajosa mirada era como una criatura viva, una devoradora fuerza de la naturaleza. Uno puede percibir su avariciosa insistencia aunque vaya dirigida a otra persona. De las pocas chicas que aparecieron por el club en mi época de estudiante, casi ninguna volvió. Una valiente joven, campeona en matemáticas y de origen ruso cuyo hermano pequeño es en la actualidad uno de los mejores jugadores del país, logró soportar el brutal e implacable escrutinio de Karl durante ocho semanas antes de que él consiguiera finalmente espantarla.
Sin embargo, no había —y no hay— mejor juego en la ciudad.
Antes de graduarme, apenas salía del club; durante la facultad de derecho me marqué como objetivo ir al menos una vez al mes. Sin embargo, en mis diez años como profesor solo he pasado por allí un par de veces al año, y Karl siempre se las ha arreglado para tratarme con la misma grosera camaradería que recuerdo penosamente de mis días de estudiante, ya que su racismo, aunque no está tan profundamente enraizado como su sexismo, ha conseguido sobrevivir el salto de la universidad hacia la integración, el tribalismo étnico, la diversidad, la multiculturalidad o como sea que llamemos a esta desatada celebración de lo propio con la que los campus del país parecen decididos a saludar la llegada del nuevo siglo. Así pues, cuando cruzo la puerta antes de la hora, no me sorprende que Karl, que estaba muy ocupado llenando los cuencos con las galletas del mes pasado, se diera bruscamente la vuelta, se subiera los pantalones y exclamara:
—¡Vaya, mira quién ha vuelto para ensombrecer mi entrada! ¡Cuánto tiempo! ¿Lo pilla, doctor? «Para ensombrecer mi entrada».
Lo fulminaría con la mirada, pero Karl no tiene tiempo para esos juegos y ya me ha dado la espalda y se ha puesto a trabajar. Dos adolescentes del barrio, uno de ellos una prometedora figura, juegan partidas rápidas —cinco minutos cada una— en un rincón acompañando sus rápidos movimientos con la jerga del Lower East Side de Manhattan de los años cincuenta que parece haberse convertido en el segundo lenguaje de todos los jugadores de ajedrez de Estados Unidos. Lo cierto es que en labios de unos jóvenes pijos suena muy divertido, y a veces me acerco solo para escucharlos. Sin embargo, esta noche mis asuntos son con Karl, así que respondo tranquilamente:
—Sí, Karl, lo pillo.
Karl se da la vuelta y alza una ceja, como si hubiera esperado una respuesta mejor.
—¿Sí? Bien. ¿Qué quieres? ¿Una partida? Por allí, Liebman está libre, o lo estará tan pronto como Aidoo acabe de cortarle las pelotas. Mira, toma una galleta, doctor.
Me ofrece el cuenco. «Doctor» es como siempre me llama, y el tono burlón constituye otro de sus nada sutiles insultos. Sin embargo, no me afecta porque sé que es pura envidia.
—No, gracias.
—¿Acaso no te fías de mis galletas? ¿Son demasiado viejas para ti?
—Están bien, Karl.
—Entonces toma una, doctor. —Vuelve a ofrecerme el cuenco—. Adelante.
—Gracias, pero no.
—Insiste.
Niego con la cabeza. Con Karl todo es una lucha. Todo lo ha frustrado. Dicen que en alguna parte hay una ex esposa furiosa, hijos e hijas resentidos, uno o dos nietos a los que nunca ve y una cátedra de economía política que dejó atrás cuando escapó de Europa del Este hace treinta años. Sin embargo, Karl genera rumores del mismo modo que el verano genera calor. Es necesario ser prudente y llevar el escepticismo como un filtro solar si no se quiere salir escocido.
—Gracias, pero no tengo hambre. —Me mira fijamente con sus ojos claros, aguardando. Sabe que quiero algo. Puede oler la esperanza en los demás y vive para exprimírsela. Aun así, no me queda otra alternativa que seguir adelante—. La verdad es que tengo un asunto que requiere tus conocimientos.
—Mis conocimientos… —repite frotándose la rasurada barbilla con escuálidos dedos—. No sabía que tuviera conocimientos que pudieran ser de utilidad para un erudito de tu talla.
No deja de burlarse, pero no me dejo despistar. Puede que Karl no sea gran cosa como jugador de ajedrez, pero es un brillante especialista en problemas, y acumula incontables premios nacionales e internacionales por componer y resolver problemas de ajedrez. Se trata de la única persona que conozco que puede tener la respuesta a la pregunta que me quita el sueño.
No obstante, la experiencia de encontrarme en el club de ajedrez sosiega mis destrozados nervios. El ruido de las piezas al golpear el tablero, el repiqueteo de los relojes, las exclamaciones de los vencedores y las disculpas de los perdedores, la espléndida sinfonía del tenso, titánico y al final relajante enfrentamiento entre dos mentes. Sí, relax es lo que necesito, tiempo para alejarme de… de las preocupaciones que me han conducido hasta la puerta de Karl.
Le pregunto si podemos sentarnos, y me conduce hasta un rincón desde donde puede ver la entrada para poder burlarse de quien entre. Tomamos asiento bajo la ampliación barata de una foto de Emmanuel Lasker sacada de una contracubierta con una mala imitación del autógrafo del gran campeón de ajedrez —«Para Karl»—, a pesar de que Karl debía de ser un recién nacido cuando Lasker murió. Puede que se la dedicara a otro Karl. Me pregunto si realmente la tiene ahí porque cree que nos engaña o lo hace como una broma.
—Bueno, ¿qué necesitas? —me pregunta malhumorado, sentándose en la mesa tras haberse levantado dos veces de la silla para conseguir que unos miembros recién llegados se sintieran incómodos. Me señala con el dedo—: ¿Cuál es esa sabiduría?
—Tiene que ver con un problema de ajedrez.
—¡Vaya! ¡Con un problema! Por favor, muéstramelo —me ordena señalándome un tablero. Me doy cuenta del secreto placer que experimenta al verse consultado sobre un asunto que domina mejor que nadie.
—No. No se trata de un problema que me esté costando resolver. Se trata más bien del tipo de problema.
—¿Qué «tipo» de problema? —pregunta dulcemente ya que imitar a los demás es la menor de sus malgastadas habilidades.
—Necesito saber… Verás, creo recordar, hace años, cuando era estudiante, que solías darnos conferencias sobre problemas de ajedrez.
—Eso era cuando había gente a quien le interesaba los problemas de ajedrez. Cuando el ajedrez era un arte, no la maldita ciencia computerizada que es hoy en día. En los viejos tiempos nos interesaba más la belleza que la victoria. Estos chavales —hace un gesto que abarca la sala— no tienen ese concepto. Ninguno. Todo lo que desean es ganar. Esa es vuestra cultura. Norteamérica se ha cargado el ajedrez igual que tantas otras cosas. ¿Arte? ¿Qué arte? Ganar. Lo único en lo que los norteamericanos piensan es en ganar. En ganar y en hacerse ricos. Tu país es demasiado joven para tener tanto poder. Demasiado inmaduro. Sin embargo, como sois tan poderosos, todo el mundo os presta atención. Todo el mundo. Estáis enseñándole al mundo que solo hay una cosa importante.
Mientras escucho su perorata, se me ocurre que Karl y mi padre probablemente se habrían llevado muy bien. Pero debo interrumpirlo. De lo contrario, me sermoneará durante toda la noche.
—Sí, Karl. Así es exactamente. —Paso a paso voy subiendo la voz para que me escuche—. Quiero hablar del ajedrez como arte.
—¡Bien! ¡Bien! ¡Por fin un hombre de cultura! —Sus palabras resuenan en la sala, y unos cuantos jugadores lo miran, irritados; pero nadie lo reprende. Otro rumor cuenta que en una ocasión Karl tiró escalera abajo a un estudiante que osó replicarle.
—Gracias —murmuro sin saber si esperaba respuesta.
—Bueno. ¿Cómo puedo ayudarte? —pregunta con los labios formándole una mueca.
—Una de esas conferencias era sobre unos problemas llamados Excelsior. ¿Lo recuerdas?
—El Excelsior. Sí, un problema de mate con ayuda —me espeta—. Una bobada. Lo inventó Sam Lloyd. Como una broma, pero ahora todo el mundo se lo toma en serio porque no tenemos memoria. —Menea su enjuta cabeza—. Bien. El Excelsior. ¿Qué pasa con él?
Titubeo, e intento exponer mi pregunta de un modo que despierte interés y no burla. Sam Lloyd, que vivió y trabajó a finales del siglo XIX, fue un periodista y mago que inventó muchos juegos y rompecabezas que siguen siendo populares en la actualidad. También fue uno de los grandes impulsores del arte de la composición de problemas ajedrecísticos y… uno de los héroes de mi padre. «Sam Lloyd lo revolucionó todo», solía decir el juez, que una y otra vez soñaba con hacer lo mismo solo que en el campo del derecho, no del ajedrez. «Enseñó a todo el mundo que las piezas eran más listas de lo que la gente creía».
—De tus estupendas conferencias recuerdo que Sam Lloyd inventó el Excelsior —le digo a Karl, dándole jabón—. Pero reconozco que no me acuerdo en qué… en qué consistía exactamente. En concreto… si alguien estaba trabajando en un problema llamado el «Doble Excelsior» con el caballo.
Karl me interrumpe. Se ha cansado del sonido de mi voz igual que se ha cansado del que sale de cualquier boca que no sea la suya. Prefiere sus propias respuestas a las preguntas de los demás, incluso cuando nadie le ha preguntado nada. Me resulta fácil imaginarlo como profesor. Encajaría perfectamente en nuestra facultad. Cuando vuelve a hablar lo hace deprisa, como si estuviera malgastando su tiempo.
—El Doble Excelsior con caballo es un famoso desafío de ajedrez, doctor, y uno precioso por cierto. La única dificultad estriba en que resulta imposible. Escucha. —Se inclina hacia delante y alza un dedo, como si fuera a lanzar un encantamiento—: El tema Excelsior tiene establecido una serie de reglas muy claras y muy tontas. En un Excelsior, un peón blanco empieza en su casilla de salida y hace exactamente cinco movimientos tras haber avanzado dos casillas en su salida y sigue de una en una en los siguientes cuatro. De ese modo, acaba en la octava casilla. Estoy seguro de que incluso un viejo y oxidado doctor como tú recuerda lo que ocurre cuando un peón alcanza la octava fila. ¿Mmmm?
—Que corona —murmuro con irritación, como un niño que recibiera una lección.
—Exacto. Corona, se convierte en otra pieza, normalmente una reina. Todo el mundo lo sabe. Aunque también puede convertirse en cualquier otra pieza, la que el jugador prefiera. Ahí está el quid del Excelsior: que el peón se convierte en cualquier otra pieza salvo la reina. A eso se llama «subcoronar». ¿Conoces la palabra?
—Sí.
—Bien, porque ¿ves?, doctor, el Excelsior normal es un juego de niños de tan fácil que resulta. Tanto que si estás resolviendo problemas y ves las palabras «mate con ayuda en cinco movimientos» lo primero que haces es buscar un peón para que empiece a avanzar. Si la única forma de dar mate es que un peón haga cinco movimientos y subcorone, entonces ahí tienes tu Excelsior.
—Lo entiendo. —Su didactismo empieza a parecerme cargante, y me pregunto si no estaré buscando en vano.
—Bien, porque el Doble Excelsior, doctor… ¡Ah, ese sí que es un desafío para mentes sofisticadas!
—¿Por qué?
—¿Has olvidado lo que acabo de decir? ¿Que en un mate con ayuda son las negras las que empiezan moviendo y que ambos bandos cooperan para dar mate al rey negro? El Excelsior requiere cinco movimientos. También el Doble Excelsior, pero hay una diferencia: en el Doble Excelsior cada bando debe hacer los cinco movimientos con solo un peón y, en el quinto movimiento, ambos, primero las negras y después las blancas, han de coronar la misma pieza. Así pues, si tenemos un Doble Excelsior con torre, las negras mueven primero, hace cinco movimientos y en el quinto el peón se convierte en una torre. Las blancas se mueven en segundo lugar, hacen cinco movimientos y en el quinto su peón se convierte en torre. Y tras el quinto movimiento de las blancas, las negras reciben jaque mate; pero no tiene que haber otra alternativa de juego posible para ambos bandos que lleve al jaque mate salvo la de hacer los cinco movimientos y coronar con la misma pieza en el quinto. ¿Me sigues, doctor?
—Te sigo.
—Así pues, un Doble Excelsior con caballo quiere decir que la única manera de que las blancas puedan dar mate en cinco es que ambos jugadores muevan un solo peón exactamente cinco veces, al final de lo cual, ambos jugadores coronan un caballo y las negras reciben jaque mate.
—Pero, si has dicho que era imposible…
—Eso es correcto. —Finalmente he conseguido dar con su lado pedagógico, y ya que tiene la oportunidad de enseñar de verdad se muestra casi paciente—. Has de entender que los otros Doble Excelsior han sido demostrados. ¿Dos jugadores coronando con torre? Hecho. ¿Con un alfil? Hecho. Pero nadie lo ha conseguido con un caballo. Hace treinta años, cuarenta más o menos, un escritor de ajedrez planteó un desafío y ofreció una importante suma a cualquiera que demostrara un Doble Excelsior con el caballo. Sin embargo, el desafío nunca fue superado. Muchos compositores de problemas lo han intentado, pero nadie, ni siquiera con la ayuda de ordenadores, lo ha conseguido. Por eso la mayoría cree que no se puede hacer.
Frunzo el entrecejo intentando asimilarlo. Mi padre estaba intentado resolver un problema de ajedrez que los especialistas consideraban imposible. ¿Por afán de inmortalidad? No lo creo: su mente era demasiado sutil, a menos que fuera algo tan sencillo como lo sugerido por Lanie Cross, que hubiera sufrido una crisis nerviosa y no estuviera en sus cabales. Pero no estoy seguro. Opino que el juez habría querido más. Sí, puede que hubiera abrigado la ambición de componer el problema que nadie ha conseguido. Puede que soñara con ser el único capaz de hacerlo. Pero su razón puso la palabra «Excelsior» en la nota que me dejó.
—Karl.
—¿Sí, doctor? —El tono burlón ha regresado. La atención de Karl se ha vuelto hacia la atestada sala y a su cotidiana obligación de fastidiar a los demás—. ¿Cuál es el problema? ¿Acaso ha sido demasiado complicada la explicación? ¿O es que te molesta que al final sean las negras las que pierdan en lugar de las blancas? —Ríe—. Pero ya sabes que en los problemas de ajedrez siempre son las negras quienes reciben el mate, ¿no?
—Espera —digo con más brusquedad de la que pretendía, como si hablara con uno de mis estudiantes.
Los ojos de Karl se agrandan. Pocas cosas lo sorprenden, pero mi tono lo ha conseguido. Ya que vuelvo a tener toda su atención me tomo mi tiempo. Ha dicho algo —«siempre son las negras quienes reciben el mate»—. En un Doble Excelsior a las negras al final les dan jaque mate, pero ¿qué me dijo Lanie? Un momento…
—Karl, escucha. En el Doble Excelsior con caballo… Me refiero a que si fueras a construir uno, qué peón usarías.
—¿Cómo?
—Sí, el peón que al final se ha de convertir en caballo, el caballo que da el mate. Ha de empezar en alguna parte, ¿no? ¿Cuál es? ¿El peón de torre, el de alfil? ¿Cuál?
—¡Ah! Ya te entiendo. Es el peón de caballo reina blanca.
Se refiere al peón que al comienzo del juego se halla justo delante del caballo que está dos casillas a la izquierda de la reina.
—Y ¿por qué?
—En teoría no debería suponer una diferencia. Podrías usar cualquier peón para demostrar el problema; pero cuando Sam Lloyd desarrolló el original usó el peón de caballo reina. El compositor como es debido de un Doble Excelsior haría honor al original y usaría los mismos peones.
—El peón de caballo reina, el blanco.
—Claro, el blanco.
—Pero el peón blanco de caballo reina sería la segunda pieza en mover. Las negras mueven primero.
—Vuelves a estar en lo cierto, doctor. Naturalmente, en la vieja época, algunos compositores diseñaron mates con ayuda en los que las blancas movían primero y eran las que recibían jaque mate. —Se frota la barbilla como si quisiera borrarla—. Pero un artista de verdad no lo haría de esa manera. Un compositor debe seguir las normas. Son las negras las que han de perder.
—No obstante, si alguien quisiera diseñar el problema para que las negras ganaran…
—Eso sería una tontería. Una pérdida de tiempo muy poco artística.
—Pero ¿qué peón se movería primero?
A pesar suyo, Karl está interesado, aunque suelte un suspiro para demostrar lo contrario.
—Cualquier peón serviría, naturalmente. De todos modos, el verdadero artista usaría el peón blanco de caballo reina que ahora sería el peón negro que se ha movido el segundo quien daría jaque mate en el quinto movimiento. —Vuelve a ponerse en pie, sorprendentemente contento y alegre, y va hasta la estrecha estantería del rincón. Nadie tiene permiso para tocar los libros antiguos, muchos de los cuales están en alemán o ruso. Escoge un ejemplar y para mi sorpresa lo pone en mis manos—. Toma esto —dice asintiendo con entusiasmo—, tiene muchos ejemplos del tema Excelsior. Quédatelo el tiempo que quieras.
Semejante acto de desacostumbrada generosidad acalla todos los murmullos de la sala.
De todos modos, el libro no me servirá: ya tengo lo que he ido a buscar.
—Gracias, Karl, pero esto… No es necesario.
—Bobadas. Pero debemos proteger el libro, naturalmente. Toma. —Me entrega un arrugado sobre de papel Manila—. Llévalo dentro de esto.
—Karl, yo…
Me amonesta con el dedo.
—Puede que no haya prestado más de tres o cuatro libros en todos los años que llevo en tu país. Debes darme las gracias.
Tiene razón. Es tan controlador como de costumbre, pero intenta ayudar. Le debo las gracias.
—Gracias —contesto sinceramente.
Solo que Karl se siente aturullado, quizá porque no sabe a ciencia cierta qué impulso lo ha llevado a hacer ese gesto de amabilidad. Sospecho que ha sido simplemente su satisfacción por haber encontrado a alguien en estos días de incultura que ha mostrado interés en la vertiente del ajedrez que más domina, una vertiente que a nadie le interesa. Me recuerdo la vida vacía que lleva y sonrío con gratitud aunque vea la amargura asomar de nuevo en su rostro. Sé que va a despedirme con una grosería y sé lo mucho que necesita hacerlo.
—Solo acuérdate de lo que te he dicho, doctor. —Su risa brutal ha vuelto—. El Excelsior debe finalizar con el peón blanco coronado y dando mate. El negro mueve el primero en un «compañero», pero siguen siendo las blancas las que dan jaque mate al final. Siempre las blancas. —Calla y me mira con suspicacia, como si ya no estuviera seguro de si he ido a verle para algo limpio. Se me acerca apoyando los pequeños puños sobre la mesa—. Con el tablero no podemos cambiar el funcionamiento del mundo, ¿verdad que no?, doctor.
Riendo por haber conseguido tener la última palabra, da media vuelta y se va a fastidiar a algún otro.
Me alegro de haberme desembarazado de él. Me quedo durante otra media hora observando algunas partidas y jugando unas cuantas. Luego, con el libro de Karl dentro del sobre protector, me deslizo en la gélida noche.
«Excelsior», escribió mi padre y repitió la palabra. «¡Ya empieza!» Ni el popular Addison ni la sociable Mariah manifestaron de pequeños interés por el ajedrez, solo el empollón Talcott. Eso significa que el juez quería que yo, y solo yo, supiera que se estaba refiriendo al Doble Excelsior. Desgraciadamente, aún no sé por qué quería que yo lo supiera. Karl me ha explicado cómo funciona el Excelsior, y Lanie me dijo que mi padre quería que las negras ganaran; pero sigo dando palos de ciego. Estoy seguro de que hay algo que debería hacerse evidente a mis ojos, pero nada lo hace. Ignoro de qué modo ese misterioso problema de ajedrez que el juez ansiaba tanto ser el primero en resolver puede estar relacionado con el «novio de Angela» o con las disposiciones. Puede que el peón blanco que me entregaron en el comedor de beneficencia fuera también parte de la composición, una composición con piezas que viven, respiran y sufren. Si es así, mi padre tuvo que ser el compositor. Sin duda confiaba en que yo vería la conexión, y es seguro que la última y esquiva pista se esconde bajo esa misma confianza. Eso me lleva a una pregunta que todavía no me he planteado: si yo tengo el peón blanco que faltaba, ¿quién tiene el negro que también falta?
Sigo dándole vueltas a esos problemas en la cabeza cuando me percato de que me siguen.