25

Una modesta petición

I

Me gustaría pedirte un favor —murmura el reverendo doctor Morris Young.

—Naturalmente —respondo con suavidad, porque el reverendo Young transmite una paz que también sosiega a quienes lo acompañan y un poder con el que parece conseguir que todo el mundo obedezca.

—Confío en no incomodarte.

—Eso dependerá del tipo de favor que se trate.

Morris Young sonríe. Cuando está contento, su oscuro rostro picado de viruela posee un aspecto redondeado que proyecta una cálida luminosidad sobre los que le rodean. Cuando está enfadado, el mismo rostro se convierte en un montón de ángulos, aristas y opiniones tajantes. Tiene el cabello gris y escaso, y la vista de sus enrojecidos ojos ya no es lo que era, a pesar de la ayuda de las gafas. Sus labios resultan insolentemente protuberantes, aunque él sea la humildad en persona. A pesar de su abultado tamaño, en público solo viste trajes de lana oscura, camisa blanca y corbata negra, una reminiscencia de los predicadores de antaño. Pasa de los setenta años, pero cuenta con toda la energía evangelizadora de una era de la cristiandad más «musculosa». Es el pastor de la iglesia del Templo Baptista, seguramente la institución más poderosa de la maltrecha avanzadilla de la nación más oscura en la dividida ciudad de Elm Harbor, lo cual lo convierte, en muchos sentidos, en el hombre negro más influyente de la comunidad.

También es, junto con la posible excepción de mi colega Rob Saltpeter, la mejor persona que he tenido el privilegio de conocer. Y esa es la razón por la que el último verano, cuando me encontraba sumido en la depresión a causa del estado de mi matrimonio, lo escogí como mi consejero. También la de que haya creído que necesito verlo otra vez.

La semana pasada regresé de Washington y tuve que enfrentarme a una furia desatada: «¡No tienes bastante con ir detrás de mi hermana, sino que encima tienes que pasar la noche con la gorda ramera de tu prima!». Evidentemente, alguien me vio subir con Sally y se lo dijo a alguien que a su vez se lo comentó a alguien más hasta que la noticia llegó a Elm Harbor en menos de un día. Como habrían hecho todos los hombres casados del país, alcé las manos en gesto apaciguador e insistí en que no había ocurrido nada, absolutamente nada, cosa que en mi caso era totalmente cierta. Sin embargo, no fue suficiente para aplacar a Kimmer. «Y qué más da. Todo el mundo cree lo contrario, Misha, y eso es casi igual de malo».

Me sentí herido al darme cuenta de que Kimmer estaba más preocupada por lo que la gente pudiera creer que por lo que yo hubiera podido hacer. También por el hecho de que mi esposa, que hace tiempo me liberó de la paralizante prisión de las expectativas de mis padres, me haya encerrado en la estrecha mazmorra de las suyas.

Le ahorré a Kimmer los detalles del aburrido desenlace de mi noche con Sally. Así pues, omití cobardemente cualquier mención del modo en que pasé despierto la mitad de la noche, sentado en una incómoda silla de madera, luchando contra el impulso de tumbarme en la otra cama, no fuera que Sally se despertara y malinterpretara la situación. No le conté a mi esposa que me desperté bruscamente por la mañana, aún en la misma postura, con la sensación de haber pasado la noche metido en un potro de tortura medieval, con la boca pastosa, un martillo en la cabeza y el vago deseo convertido en un recuerdo apenas verosímil. Mi prima seguía dormida y, a la luz de la mañana, volvía a ser la aburrida y gorda Sally Stillman de siempre. No tuve reparos en sacudirla por el hombro para despertarla. Ya no era divertida, aguda o alocada: tenía los ojos enrojecidos e hinchados, estaba asustada y preocupada por llegar tarde al trabajo y porque Bud —que según parece sigue más presente en su vida de lo que ella está dispuesta a admitir— pudiera enterarse. No pudo salir del cuarto con más prisas. Desgraciadamente, su abrigo estaba en el guardarropa de abajo y para que pudiera ocultar su arrugado vestido le presté mi vieja gabardina, que ella me prometió que me devolvería a través de Federal Express. Estuvo unos minutos en el baño, según sus propias palabras «recomponiéndose la cara», y se fue. Falta saber si también se llevó mi reputación con ella.

No obstante, mi vida continúa. Se podría decir que adelante y hacia arriba, dado el énfasis de mi padre en la palabra «Excelsior». Esta mañana temprano, en el Oldie, he tenido un breve pero respetuoso encuentro con dos callados investigadores del FBI relacionado esta vez con los antecedentes de Kimmer. Mi mujer, a quien han ido a entrevistar dos veces, está muy nerviosa. Cree que los presagios son favorables si nos atenemos al guión. Al menos esas han sido sus palabras. Durante el desayuno me ha aleccionado cuidadosamente sobre lo que debía decir y lo que debía omitir. No quiere la más mínima mención de las disposiciones en el informe oficial. Me encontraba demasiado cansado para discutir. Además, lo que realmente quiero es que consiga lo que desea. Así pues, me he ajustado al guión.

—Nos conocemos desde hace mucho, Talcott —me dice el reverendo Young inclinándose hacia delante y juntando las manos sobre su inmaculado escritorio. Su despacho del sótano de la iglesia es pequeño, está mal ventilado y el calefactor hace ruido. Yo sudo, pero él no. Lleva la corbata perfectamente anudada, y su camisa se ve blanca y recién planchada a pesar de que es tarde—. ¿Cuántos años hace?

—Desde que los chicos me pusieron en ridículo.

Sonríe.

—No te pusieron en ridículo, Talcott. El hombre solo se puede poner en ridículo a sí mismo. Todo lo que hacían era tratarte como tratan a cualquiera llegado de fuera. Y… —Alza una mano gordezuela para evitar que lo interrumpa—. Y puedes estar seguro de que se lo hice meditar a conciencia. Ya sabes lo que enseñamos en el programa: comprender que todo ser humano que conocemos, sea blanco, negro o amarillo; rico, pobre o de clase media; policía o delincuente; nos hiera o nos ayude, que todas las personas que encontramos están hechas a la imagen de Dios y que, por lo tanto, es nuestro deber descubrir esa imagen en cada encuentro.

—Creo que he oído eso antes, reverendo Young. —Es mi turno de sonreír.

—Lo sé. Soy un poco como un disco rayado. Pero ya ves cómo son las cosas con los chicos.

—Lo veo —contesto.

En estos momentos preferiría hablar de los chicos de su programa de Vida en la Fe antes que de cualquier otra cosa, aunque en algún momento tendremos que abordar el asunto de mi… matrimonio. Intento ser paciente y tener calma porque la desesperada inquietud que he visto en los ojos de Kimmer no deja de acosarme. El reverendo Young, con su estilo jovial y evangélico, es una ayuda, y su recordatorio de los chicos de Vida en la Fe, también.

—Hemos hecho ciertos progresos —comenta suavemente el pastor, y en un primer momento no sé si se refiere a los chicos o a mí. Se inclina de nuevo hacia delante con ojos brillantes—. Entiende, Talcott, que todo lo que esos jóvenes han aprendido del mundo es a desconfiar. ¿Sabes cuántos de ellos ven alguna vez a sus padres? Uno de cada diez. ¿Sabes cuántos de ellos tienen hermanos o amigos que trafican con drogas? Nueve de cada diez. La mitad están fichados. Algunos han pasado por la cárcel. Ni uno ha tenido un trabajo de verdad más allá de unos meses. No tienen ni idea de lo que supone trabajar. Cuando su jefe les dice lo que deben hacer creen que los está insultando; para ellos un cliente es una molestia. No han recibido educación. Los colegios les han fallado. La beneficencia ha atrapado a sus madres, pero ¿qué pueden ellas hacer? Así que esos jóvenes se rebelan. Odian a los blancos y les tienen miedo. A los negros de éxito —me señala con el dedo— los odian pero no los temen. Odian el mundo, Talcott, por haberlos abandonado a ellos, a sus madres y a las madres de sus madres. ¿Cómo van a ver a Dios en el prójimo? Ni siquiera ven a Dios en su interior.

—Me parece que ya me había mencionado esto anteriormente.

Morris Young asiente, satisfecho, y su rostro se relaja en una expresión de tranquila serenidad. Lo conozco desde hace seis años, desde que me invitó a que diera una charla ante algunos de los muchachos negros de su programa de chicos en situación de riesgo. Yo preparé una conferencia de una media hora sobre los héroes del movimiento en pro de los derechos civiles. Fue un desastre. Los más jóvenes se durmieron, los adolescentes cuchichearon, y los mayores hicieron gala de su aburrimiento. Ni uno solo de ellos parecía interesado en lo que no fueran sus propios asuntos. Cuando el tiempo llegó caritativamente a su fin, el reverendo Young meneó la cabeza y me dijo: «Bienvenido al mundo real». Unos meses más tarde convencí a mi colega Lemaster Carlyle, el ex fiscal, para que hablara a los mismos chicos sobre el sistema de justicia criminal. Me quedé en el fondo y observé cómo les soltaba de todo, desde la forma en que los miembros de un jurado los contemplan («Os declararán culpables a los dos minutos si entráis en la sala con los mismos aires con los que habéis entrado aquí») hasta cómo evitar que la policía les pegue un tiro («Simplemente diciendo “sí, señor” y “no, señor” y manteniendo las manos donde ellos puedan verlas harán más por manteneros con vida que un “quítate de mi cara” por mucho que esté encima de vuestra cara»). No calificaría la intervención de Lern como subyugante, pero aquellos muchachos lo acogieron como no me acogieron a mí. Desde entonces he hablado para ellos dos veces al año. Lern Carlyle, la estrella de las noticias de la noche, solo ha ido otra vez; sin embargo, es a él al que recuerdan.

Sí, vale. Tengo envidia.

En estos momentos, sentado en el sótano de la iglesia, intercambio unas cuantas trivialidades más con el reverendo Young y espero a que vaya al grano. Se ha mostrado apropiadamente consolador con respecto a la pérdida de mi padre y a la muerte de Freeman Bishop, al que conocía como pastor de mi familia ya que se diría que está al tanto de todo lo relacionado con los afroamericanos de la ciudad. Se ha interesado por mi mujer y por mi hijo, y yo por su esposa y sus tres hijas, la mayor de las cuales está en su primer año de derecho en la universidad del estado. Siempre he admirado al reverendo Young por no pedirme ayuda para que admitieran a su hija en mi facultad y por la manera educada con la que rechazó la oferta que le hice sin que me lo pidiera. «El Señor ha dotado a Patricia con ciertos talentos. Ella llegará tan lejos como ellos y su conducta se lo permitan. El Señor sea loado».

—Bueno, supongo que deberíamos volver al asunto de tu discusión con tu mujer —propone el buen reverendo.

—Por favor.

—¿Verdad que estás de acuerdo conmigo, Talcott, en que lo que hiciste no fue apropiado?

—Sí.

—Una mujer, en la habitación de un hotel…

—Me doy cuenta de que fue un error. No pensaba con claridad.

Él asiente.

—¿Sabes, Talcott?, conozco a un hombre, un excelente cristiano, un pastor y un amigo de toda la vida que jamás se queda solo con otra mujer que no sea su esposa. Ni siquiera durante un momento. Si está de viaje, insiste para que sea un hombre quien vaya a recogerlo al aeropuerto. Si ha de dar consejo a una miembro de su parroquia, siempre hace que esté presente su esposa o la diaconisa. Siempre. De ese modo no hay la más pequeña posibilidad de escándalo.

Intento no reírme.

—No creo que eso funcionara en mi mundo. La gente lo llamaría discriminación por razón de sexo.

—Curioso mundo el tuyo. —Parece a punto de añadir algo, pero prefiere dejarlo estar—. Sin embargo, tal como digo, es fácil de comprender el disgusto de tu mujer, ¿verdad? La has ofendido, Talcott, a ella y su reputación.

De repente, no puedo contenerme más.

—¿Su reputación? ¡Es ella la que tiene aventuras, no yo! No tiene derecho a ponerse como una fiera solo porque… Porque la gente crea simplemente que yo he tenido una.

—Talcott… Talcott… La ira no está bien. Es una emoción que fluye de nuestro miedo y dolor, de los cuales, nosotros, criaturas descarriadas, andamos sobrados. El pecado de tu esposa, su flaqueza, no te da derecho a imponerle un dolor añadido. Eres su marido, Talcott. —Junta las manos y se apoya en el escritorio. Yo lo imito y me aproximo—. Talcott, ya sabes que te he pedido algunos favores en beneficio de los chicos, y tú siempre te has mostrado más que generoso.

Hago una mueca. Uno de los favores consistió en acompañar a los muchachos junto con otros tres adultos en una excursión a la playa, un acontecimiento que demostró mi absoluta falta de ascendencia sobre ellos. Otro fue convencer a mi famoso alumno Lionel Eldridge, la estrella del baloncesto conocida como Sweet Nellie, para que les diera una conferencia la pasada primavera. He estado pagando por ello desde entonces ya que Lionel es de los que creen que, habiéndome hecho un favor, ya no debe presentar sus trabajos del seminario de la pasada primavera.

—Gracias, reverendo Young, pero era lo menos que podía hacer.

—Estás acumulando méritos en el Cielo, Dios sea loado. Eres un buen hombre, y Nuestro Señor tiene importantes tareas para ti.

Asiento, pero no digo nada. Aunque todo cristiano creyente entiende que Dios guía nuestros pasos, cada vez son menos los que subrayan ese punto. Un Dios que participe activamente en el mundo nos incomoda. Solemos preferir a un Dios más distante y maleable, dispuesto a plegarse ante cualquier nueva ocurrencia humana. Un Dios con voluntad propia atemoriza demasiado; además, podría interferir en la satisfacción inmediata de nuestros deseos. Al menos, eso es lo que mi padre ha dejado escrito en alguna parte.

—Sin embargo, este nuevo favor… Bueno, este nuevo favor quiero que te lo hagas a ti mismo. —El reverendo Young se recuesta en la crujiente silla—. Mira, Talcott, cuando acudiste a mí por primera vez en busca de consejo me dijiste que sospechabas que tu mujer tenía una aventura. Querías que ella te acompañara a las sesiones, pero se negó y tuviste que venir solo, ¿lo recuerdas? Aun así, Dios sea loado, los dos seguís juntos, y tú, Talcott, tú estás personalmente comprometido a permanecer junto a tu mujer hasta que la muerte os separe, justo como mandan las Escrituras.

—Sí.

—A menos que ella te abandone.

Trago saliva.

—Sí.

—Talcott, tú y tu mujer sois una sola carne. Así es el matrimonio cristiano.

—Lo sé.

—Entonces ya es hora de que busques en el fondo de tu corazón y la perdones.

—¿Que la perdone por…?

—Por sus transgresiones hacia ti, Talcott, reales o imaginarias.

Es un golpe inesperado, y el reverendo sonríe al lanzarlo.

—Cuando dice… Cuando dice «imaginarios», ¿está diciendo que yo…?

Dobla las manos en el regazo y se balancea adelante y atrás en la silla.

—Talcott, tú viniste en verano y me dijiste que tu esposa estaba teniendo una aventura con un colega de su trabajo. A pesar de todo, por lo que deduzco, no tienes ninguna prueba.

—No una prueba válida ante un tribunal, pero… No sé, un marido sabe estas cosas.

—Talcott, Talcott, escucha. Me has comentado que vuelve tarde del trabajo, que a menudo no está en el despacho cuando la llamas, en ocasiones durante horas; que sale de viaje con su jefe y parece que asiste a cantidad de reuniones con él. ¿Por qué ha de resultar imposible que se trate únicamente de una abogada muy atareada, entregada a su trabajo y en la que su jefe confía? Si un hombre dedicara las mismas horas a un bufete e hiciera lo que ella, ¿pensarías, Talcott, que está teniendo una aventura con el jefe?

Odio que me manipulen de esta manera, pero el reverendo Young es un experto.

—Se está olvidando de esas furtivas llamadas de teléfono.

—No, Talcott, no las he olvidado. Me has contado que estás cenando o tumbado en la cama y que entonces suena el teléfono y que tu mujer contesta «Jerry, lo siento, no puedo hablar ahora»; y que cuando le preguntas qué quería contesta algo como «¡oh!, no quería que nos interrumpieran». Es eso, ¿no?

—Exacto.

—Una posible interpretación es que ella y Jerry —o quien sea que esté al otro lado de la línea— están realmente metidos en una relación adúltera. Sin embargo, otra es que sencillamente te esté diciendo la verdad y que no quiera estropear el valioso tiempo que pasáis juntos empezando una larga conversación telefónica de negocios.

Niego con la cabeza, incapaz de creer que las cosas puedan ser tan sencillas. Sin embargo, me asaltan las dudas.

—Tendría que conocer a Kimmer, el tipo de persona que es. Está totalmente entregada a su trabajo. No dudaría un segundo en interrumpir nuestro tiempo en casa por un asunto profesional.

—Talcott… Talcott… —Sonríe con aire paternal—. Es posible que tu mujer esté detectando en vuestro matrimonio las mismas tensiones que tú. Puede que crea que en parte tiene la culpa su trabajo. Puede que a su modo esté intentando arreglarlo.

—No lo sé.

—Ahí está la cuestión, Talcott. —Machaca como un abogado experto—. Ahí quiero llegar. Lo sabes. —Excitado, se abalanza sobre el escritorio, cosa nada fácil para un hombre de su corpulencia—. No puedes estar seguro de que tiene una aventura con su jefe, no sabes a ciencia cierta si ha tenido una relación extramatrimonial, excepto una, naturalmente.

—¿Cuál?

—Hace casi una década, Talcott, en Washington, cuando estaba casada con André. Estoy hablando de la aventura que tuvo contigo.

Parpadeo. El golpe me ha alcanzado de lleno, como se pretendía. Dicen que el reverendo Young boxeaba cuando estuvo en el ejército, allá por los años cincuenta. Lo creo, porque tiene mente de boxeador: sabe amagar y tintar hasta que consigue conectar un directo demoledor.

—No sé… No sé qué tiene que ver.

—Puede que nada. Puede que todo. Quizá estás dando por hecho que tu esposa te hará con otro lo que vosotros dos le hicisteis a su primer marido.

¡Otro directo! Me quedo contra las cuerdas mientras los recuerdos pasan por mi mente a velocidad de vértigo. Kimmer y yo salimos durante nuestro primer año en la facultad. Luego, ella rompió pasado el verano porque encontró más interesante a otro de nuestros compañeros de clase. Volvimos a vernos durante nuestro tercer año de universidad, pero me dejó tres meses antes de nuestra graduación, de nuevo por otro estudiante, aunque no el mismo. Estuvo tres años en Washington durante los que se vio conmigo y otros dos hombres. Luego, redujo el número a un par, donde yo no figuraba. Un año más tarde se casaba con uno de los finalistas, André Conway, también conocido como Artis, un ayudante de producción de una televisión local que soñaba con convertirse en afamado realizador de documentales. Por aquel entonces, yo también había seguido mi camino, y mi nueva compañera, Melody Merryman, una periodista de la nación más oscura, esperaba casarse conmigo. Supongo que yo esperaba casarme con ella. Entonces, cuando llevaba casada poco más de un año, Kimmer empezó una tórrida relación extramatrimonial con… Talcott Garland. Kimmer abandonó a André «Artis». Yo abandoné a Melody. Se armó un escándalo y, cuando Stuart Land me llamó unos meses más tarde para saber si me interesaba convertirme en profesor, decidí abandonar la práctica del derecho que tanto me gustaba en una ciudad que odiaba. Mi padre estuvo encantado, pero yo nunca estuve completamente seguro de querer dedicarme a la enseñanza. Probablemente huí a Elm Harbor tanto para escapar de los chismorreos de la Gold Coast como por mi anhelo de la vida académica, aunque también tenía la esperanza de que Kimmer me siguiera y me demostrara con aquel acto de afirmación su compromiso de cara al futuro.

Para mi sorpresa, así lo hizo. Y para mi sorpresa, nos casamos. Kimmer descartó ampliar la familia hasta que empezó a temer que su reloj biológico se detuviera. Entonces, Dios nos regaló a Bentley.

En los casi nueve años que llevamos casados apenas he vuelto a reflexionar sobre lo que Kimmer y yo le «hicimos», esa ha sido la palabra empleada por el reverendo, a André Conway. Para el caso, tampoco a Melody Merryman. No me cabe duda de que el reverendo la mencionará tarde o temprano.

Prosigo, no sin cierta dificultad.

—Está sugiriendo que yo… solo estoy proyectando…

El reverendo Young alza la mano.

—Talcott, escúchame. Escúchame atentamente. ¿Has pedido al Señor que os perdone, a tu mujer y a ti, por el daño que hicisteis a su primer marido?

Asiento lentamente, reconociendo la verdad.

—Sí, muchas veces. —Cierro los ojos un instante. El calefactor emite un breve y áspero quejido—. Pero, para serte sincero, no sé si… si me he perdonado a mí mismo.

Morris Young es un zorro demasiado viejo para que una confesión terapéutica lo desvíe de su objetivo.

—Sin duda podemos ocuparnos de eso, Talcott, pero por el momento estoy más interesado en si eres capaz de perdonar a tu mujer.

—¿Por esas supuestas… transgresiones?

Menea la gran cabeza. El teléfono de su escritorio empieza a sonar, pero él hace caso omiso.

—Por lo que le hizo a su primer marido.

Abro la boca para decir algo que no me sale. La cierro y vuelvo a intentarlo.

—¿Cree que estoy enfadado con Kimmer por… por haber engañado a André conmigo?

—¿Enfadado? Eso no lo sé. En cambio, lo que me pregunto es si no te habrás quedado anclado en ese momento de los acontecimientos. La única Kimberly que eres capaz de percibir es, para decirlo llanamente, la adúltera. —El teléfono deja de sonar—. A tus ojos, ella ha quedado asociada a ese tipo de comportamiento. Sin embargo, la vida cristiana es un constante crecimiento. Quizá necesitas ofrecerle la oportunidad de demostrar que ella también ha crecido.

—¿Cree que ha cambiado tanto?

—¿Has engañado alguna vez a tu mujer?

—¡No! Usted sabe que no.

—Entonces, tú sí que has cambiado, Talcott. ¿No lo ves? Es posible que tu esposa pueda cambiar como tú. Quizá no al mismo ritmo, pero sí con la misma capacidad.

Empiezo a captar el mensaje; lentamente, pero empiezo a captarlo.

—¿Opina que… que la miro por encima del hombro?

—Lo que opino, Talcott, es que tu fidelidad matrimonial es a veces una barrera entre vosotros. Es posible que estés en lo cierto y te sea infiel. Muy bien, ¿cómo has respondido tú? Puede que hayas usado tu propia virtud para mantener a tu esposa a raya. Recuerda, Talcott, que sus pecados son solo distintos a los tuyos, no necesariamente peores, y que prometiste quererla en lo bueno y en lo malo. —Hace una pausa para dejar que sus palabras calen—. Entiéndeme, no la estoy disculpando, es posible que se haya embarcado en una relación extramatrimonial con el señor Nathanson o con cualquier otro. Sin embargo, Talcott, lo que cuenta en estos momentos es tu conducta. Si tu esposa se ha extraviado, llegará el tiempo en que debamos ocuparnos de su comportamiento. Por el momento, lo que deseo es pedirte un sencillo favor: que intentes, hasta nuestro próximo encuentro, tratar a Kimberly como te gustaría que te trataran. ¿Recuerdas la Regla de Oro? Bien. Crees que tu mujer debería concederte el beneficio de la duda. Puede que tú le debas la misma cortesía. Kimberly es tu esposa, Talcott, no la sospechosa de un crimen. Tu deber no es descubrir sus mentiras ni demostrar que eres mejor que ella. Tu deber es amarla lo mejor que sepas. Las Escrituras nos dicen que el esposo es el cabeza de su mujer, pero también nos advierte de que se trata de una jefatura especial «Como Cristo es cabeza de su Iglesia». ¿Y cómo ama Cristo a su Iglesia, Talcott? Incondicionalmente, con perdón y sacrificio. Esa es tu responsabilidad como esposo, especialmente cuando no sabes a ciencia cierta si tu mujer ha hecho algo malo. Los dos engañasteis a su primer marido, y es posible que tú te estés dejando engañar por tus sospechas. Así pues, el favor que te pido es que procures, de hoy hasta nuestro próximo encuentro, amar a tu esposa de esa manera. Incondicionalmente, con perdón y sacrificio. ¿Eres capaz de pronunciar esas palabras por mí, Talcott?

—Incondicionalmente —digo a regañadientes—. Con perdón —añado con desgana— y sacrificio —concluyo resignadamente.

La sonrisa del reverendo Young es más amplia que nunca.

—Nunca temas, Talcott. El Señor te dará fuerzas para hacer lo que tengas que hacer. Oremos juntos.

Y eso hacemos.

II

La decana Lynda me intercepta mientras subo apresuradamente los peldaños del Oldie. La he estado evitando desde mi regreso de Martha’s Vineyard, aunque eso significara saltarme reuniones de la facultad, talleres y conferencias. No sé si lo he hecho por turbación, rabia, miedo o alguna otra emoción que aún no he identificado. Sea cual sea, ya no puedo escudarme en ellas.

—Talcott. Bien. Estaba deseando encontrarme contigo.

Ella me mira desde arriba, y yo desde abajo. Está acompañada de Ben Montoya, su alto e infatigable factótum, que tiene un puesto en la facultad de derecho y otro en el departamento de antropología. Se rumorea que Ben fue el cerebro que ideó el golpe que desbancó a Stuart Land y se dice que es el instrumento de Lynda en las tareas más ingratas del decanato. Nos encontramos los tres en los escalones mientras los primeros copos de nieve caen mansamente a nuestro alrededor. Los suspicaces ojos de Ben me observan por encima del abrochado cuello de su chaquetón.

—Hola, Lynda. —Aminoro el paso pero no me detengo—. Hola, Ben.

—Talcott, espera —me ordena mi decana.

—Es hora de visita para mis alumnos.

—Es solo un minuto. Ben, ve pasando. Enseguida me reúno contigo.

Tras una última mirada, se marcha tal como le han dicho, con las manos en los bolsillos.

Solo quedamos ella y yo.

La decana Lynda, una mujer vigorosa que lleva su cano cabello desusadamente largo, se cruza de brazos, tuerce el gesto y menea la cabeza. Viste un ligero sobretodo encima de uno de sus vestidos de abuela pasados de moda y se toca con una boina negra que le cuelga en un extraño ángulo. Tiene fama de excéntrica y disfruta con ella.

—íbamos camino de ver al rector para hablar del presupuesto —me explica.

—Ya veo. Buena suerte, pues. —Subo otro escalón hacia el edificio, pero mi decana me inmoviliza con un gesto. De repente, me asalta la certeza de que va a preguntarme si me estoy jugando mi puesto de profesor por atender a un cliente.

—Ay, Talcott, Talcott —murmura mientras sus intensos ojos azules me escrutan tras la montura de acero de sus lentes—. ¿Qué voy a hacer contigo?

—¿A qué te refieres?

—Tengo entendido que la semana pasada cancelaste otra clase.

—Estaba en Washington, Lynda, en una conferencia sobre la acción de responsabilidad. Mis alumnos lo sabían desde hacía semanas.

Imperturbable, la decana Lynda frunce sus finos labios en actitud de desaprobación. Probablemente más por culpa del tiempo que por mí.

—Con esas, ¿cuántas clases anuladas van ya este trimestre? Ben me ha dicho que unas siete u ocho.

—El bueno de Ben.

—Es mi asistente, Talcott. Se limita a hacer su trabajo. —Se quita unos copos de la solapa—. Si un miembro de mi facultad está rindiendo menos de lo que debe, tengo que saberlo.

«Mi asistente». «Mi facultad». No me había dado cuenta de lo mucho que me recuerda a Mallory Corcoran.

—Lynda, fuiste tú la que me dijo que me tomara unos días libres.

—Y eso fue lo que hiciste, ¿no? —Vuelve a torcer el gesto—. Debo decirte, Talcott, que empiezo a preocuparme por ti.

—Preocuparte… ¿por mí?

Asiente en silencio mientras espera a que un grupo de estudiantes pase por nuestro lado. Son todos blancos, las estrellas de la revista jurídica, los favoritos de la facultad, los que conseguirán los cargos judiciales más deseados y a los que les lloverán las ofertas para que regresen y se dediquen a enseñar.

—Debes admitirlo, Talcott, tu comportamiento se ha vuelto un tanto caprichoso.

Para mi desaliento me doy cuenta de que está continuando con nuestra conversación de Martha’s Vineyard, apoyando la candidatura de Marc Hadley. Si consigo controlar mi genio es solo porque acabo de hablar con el reverendo Young.

—No voy a permitir que me hagas esto, Lynda.

Los azules ojos, claros como una mañana, proclaman su inocencia igual que lo hace su mano apoyada en el pecho.

—No te estoy haciendo nada, Talcott. Solo me preocupa lo que te estás haciendo a ti mismo. —Me palmea el brazo—. Eres de la familia, Talcott, lo sabes. Solo quiero lo mejor para ti.

—Ya lo veo.

—Suenas sarcástico. ¿A qué viene eso?

—Quizá a que pareces decidida a hallar faltas en todo lo que digo.

Sus ojos, repentinamente fríos como el diamante, lanzan destellos de furia azul. Lynda Wyatt no es mujer a la que se pueda contrariar, y yo lo hecho dos veces.

—Eso está de más. Intento ayudar.

Procuro contenerme, pero la tentación resulta más fuerte de lo que puedo tolerar.

—¿De verdad, Lynda? ¿A quién, concretamente, intentas ayudar?

Por primera vez en los años que la conozco, Lynda se queda sin palabras. Sus labios dibujan una redonda «O» de «ofensa», un furioso rubor le sube a las mejillas y se pone en jarras.

No aguardo su respuesta. Sonrío y paso por su lado para entrar en el edificio.

Mientras camino a grandes zancadas por el vestíbulo, consternado por mi rudeza y medio preocupado por la posibilidad de que Lynda Wyatt acuda tras de mí hecha una furia para comunicarme que mi cargo ha sido revocado, reparo en que en un rincón cerca de la escalera se halla mi alumno, Lionel Eldridge, el ex jugador de baloncesto, apoyado contra la pared junto a una representante de la nación más pálida que lo contempla con arrobo. Compruebo con sorpresa que su admiradora es Heather Hadley, la hija del primer matrimonio de Marc, que normalmente se deja ver en compañía del colgado de Paul, su novio habitual. Parpadeo para asegurarme que veo bien. Nunca he comprendido el magnetismo del hombre que no hace mucho era conocido por millones de personas con el nombre de Sweet Nellie; aunque Kimmer, en cuyo bufete hice de todo menos suplicar para que lo contrataran el pasado verano, admite que es guapísimo. Los rumores —Lynda Wyatt, de hecho— dicen que el joven señor Eldridge ha dejado una profunda huella sexual en el cuerpo estudiantil. Así pues, al contemplar el trance de Heather, me permito un instante de perversa especulación y me pregunto cómo reaccionaría Marc Hadley con todo su acendrado liberalismo ante un romance entre su querida y brillante Heather y el académicamente marginal, casado y muy negro Sweet Nellie.

Los esquivo y me dirijo a la escalera. Lionel me mira por el rabillo del ojo y me lanza una sonrisa que, a pesar de la lesión de rodilla que lo obligó a retirarse tras siete apariciones en el equipo All Stars de la NBA, aún vale millones de dólares en contratos de esponsorización. No se la devuelvo ni lo saludo con la mano. Es posible que Sweet Nellie haya conseguido un promedio de diecinueve puntos por partido durante su carrera —eso pone en el formulario de admisiones y también en su currículo— pero en el Oldie no es más que un estudiante que aún me debe trabajos.

En la escalera me encuentro con Rob Saltpeter y Lemaster Carlyle cargados de libros que se dirigen a sus clases. Rob, que usa Powerpoint en el aula, también lleva su portátil y me brinda su habitual y efusivo saludo; pero Lem se limita a sonreírme brevemente y pasa por mi lado con la misma rapidez con la que he esquivado a Lionel. Normalmente se muestra tan amistoso, incluso florido, que me quedo contemplándolo unos segundos con la cabeza llena de incómodas ocurrencias hasta que me fuerzo a regresar al problema de Lionel y Heather. Mientras abro mi despacho me pregunto si se podría tratar del «esqueleto» al que se refirió Jack Ziegler y que tanto preocupa a Marc Hadley y por extensión a Dahlia. ¿Acaso circulan rumores de una relación entre Heather y Lionel? Todo es posible, pero no me parece que sea materia de escándalo. Incluso en Washington, donde se acepta casi cualquier cosa cuando hay en juego un nombramiento, a nadie se le ha ocurrido la estrategia de sacar a la luz la vida amorosa de los hijos de los candidatos. Aún no.

Ya basta. «Estoy demasiado ocupado para tonterías», me digo mientras me dejo caer en mi butaca. Debo terminar unos escritos importantes. Si lo pienso con ahínco hasta es posible que recuerde de qué trataban. Todavía estoy ocupado con mis cosas cuando me llama Cassie Meadows para ponerme al corriente de la actualidad.

—El señor Corcoran opina que las posibilidades de su mujer están al cincuenta por ciento —me comenta, cosa que no resulta de gran ayuda. Lo que sigue parece que le cuesta un poco más—: según él, la situación podría mejorar si… si sus pesquisas llegaran a su fin. —Hace una pausa y, acto seguida, vomita el resto—: De hecho, me ha regañado un poco. Se puso furioso porque yo… No se lo tome a mal, pero lo que me dijo fue que me había tomado demasiado en serio sus ocurrencias. Dijo… No sé si debería decírselo… Dijo que dan una mala imagen al bufete.

Mantengo mi voz lo más tranquila posible.

—¿Y por qué no me ha dicho eso el señor Corcoran en persona?

—No lo sé. Puede que estuviera ocupado. —Pero yo sí lo sé: al delegar en Meadows la tarea de comunicármelo, el tío Mal puede negar posteriormente si le hace falta que le molestara lo más mínimo y al mismo tiempo castiga a Meadows convirtiéndola en portadora de malas noticias—. En cualquier caso dijo que empiezan a circular rumores sobre usted y que eso… no ayuda para nada a su esposa.

—Ya veo.

—Creo que quiere arrancarle la promesa de que va a abandonar.

—Estoy seguro.

Deja escapar un suspiro, puede que de alivio: ha hecho entrega de malas noticias y ha vivido para contarlo.

—¿Qué piensa hacer?

—Me voy a jugar al ajedrez —le contesto.

III

Un par de estudiantes se presentan en mi despacho para hacerme consultas. Entre reunión y reunión, me quedo sentado a mi escritorio, a ver si se me pasa el enfado. Cuando finalmente me dispongo a marcharme vuelve a sonar el teléfono y veo en la pantalla que se trata de un número de Washington. Convencido de que se trata del tío Mal, estoy a punto de no contestar; pero al final llego a la conclusión de que lo mismo da.

Se trata del agente especial Nunzio.

—Solo quería que supiera que hemos seguido el rastro de la pistola —me comunica tras unas vulgares chanzas—. Se trata de una Glock, un arma especial de la policía, formaba parte de un cargamento que se cayó de un camión en New Jersey, hace cuatro años.

Informar al FBI del descubrimiento de Mariah ha sido cosa mía, y convencerla de que se aviniera requirió un montón de persuasión. Tras mi conversación con el padre de Kimmer tuve intención de pedirle a Nunzio que lo dejara estar, pero no se me ocurrió cómo plantearlo; así que me he limitado a desear que el coronel fuera lo bastante hábil para no dejar rastros cuando le facilitó la pistola al juez.

—¿Que se cayó de un camión?

Nunzio ríe.

—Es solo la forma que tiene la policía de decir que fue robada, profesor. Tres o cuatro de las Glock que faltaban fueron halladas en manos de delincuentes. Supongo que no tendrá idea de cómo esa en concreto pudo ir a parar al dormitorio de su padre, ¿no? Ya me lo parecía —prosigue mientras oigo que teclea algo—. Huellas. Por lo que sabemos, la pistola estaba limpia cuando su padre la recibió. Hemos encontrado tres tipos de huellas, las de su padre y las de su hermana que la encontró. Las terceras pertenecen a un instructor de un club de tiro de Alexandria. Sucede que su padre se hizo socio un año antes de morir. Durante un tiempo, parece que se lo tomó muy en serio. Luego lo dejó y volvió a retomarlo en septiembre. La última vez fue unos días antes de su muerte. Parece que esa fue la última vez que el arma fue disparada.

—Se lo agradezco —le digo, aunque estoy ligeramente decepcionado. No sé exactamente qué esperaba, pero se me antoja todo demasiado prosaico.

—Ah, dicho sea de paso, su padre no tenía licencia, lo cual hace que su tenencia del arma dentro de los límites de la ciudad sea ilegal. Aunque no creo que importe ya. —No digo nada, y Nunzio llena el silencio con otra pregunta—. Bueno, dígame detrás de qué andan su hermana y usted. ¿Están tomándose el asunto en serio de verdad?

—¿Qué asunto?

—Seguir la pista al caso de su padre y todo eso.

De repente, me vuelvo cauteloso, aunque también me intriga que me haya metido en el mismo saco que a mi hermana.

—Solo quiero averiguar la verdad —contesto audaz aunque algo estúpidamente—. Sobre mi padre, me refiero.

—Sí, claro. Supongo que todos queremos conocer mejor a nuestros padres, ¿no? —El agente Nunzio ríe amistosamente—. Ojalá yo conociera mejor a los míos. En fin, buena suerte.

Todo el mundo parece desear que abandone. Sin embargo, se diría que el FBI quiere que siga adelante. Es buena cosa porque no tengo intención de detenerme.