El diagnóstico
I
Si uno conduce por la calle Siete, cerca de Howard University, acaba descubriendo una pequeña ciudad universitaria de notable complejidad, oculta en el corazón de Washington. Solo tiene unas cuantas manzanas de longitud y es fácil no dar con ella, pero allí está. Tiene tiendas de comida rápida en lugar de charcuterías, restaurantes de comida sureña en lugar de pizzerías, pero también se encuentran los habituales edificios de oficinas mezclados con los de apartamentos y establecimientos de fotocopias. Existe igualmente la correspondiente cantidad de ventanas tapiadas, de desiertos solares llenos de malas hierbas y de almacenes rodeados de alambre de espino; pero, si uno quiere ver más allá de los lujosos folletos que distribuye mi universidad, Elm Harbor ofrece los mismos sórdidos espectáculos. Si los ocultamos mejor es solo porque contamos con mucho más dinero para gastarlo en camuflaje.
Es por la estrecha calle Siete por donde voy durante el último día de la conferencia, camino de mi cita —de la que Kimmer se ha burlado— para almorzar con una mujer. La mujer en cuestión es Lanie Cross, oficialmente Melanie Cross, doctora en ginecología y obstetricia, que desde siempre y para disgusto de mis padres ha pedido a los niños Garland que la llamaran «Lanie». Ella y su difunto marido, Leander Cross, un afamado cirujano de la nación más oscura, fueron durante mi infancia los más distinguidos anfitriones del circuito de fiestas de la Gold Coast, un circuito que mis padres recorrían a menudo porque en esa época eso era lo que estaba bien visto: los viernes, cena deslumbrante en casa de unos; los sábados, brunch con champán en casa de otros. Todo un desfile de cocineros, proveedores e incluso mayordomos preparados para lo que pudiera suceder mientras lo mejor de la comunidad negra de Washington se lanzaba a una irracional imitación de la estupidez de los blancos. Sin embargo, en realidad no era tan irracional. En la vieja época, mi madre solía decir que en Norteamérica solo había un centenar de negros que importaran, y que todos se conocían. Un comentario muy esnob pero no por ello desprovisto de interés. Ese circuito, tan inexplicablemente manirroto y pretencioso a ojos de sus críticos, alimentaba y fortalecía a los que lo frecuentaban para que pudieran, día tras día, semana, tras semana, mes tras mes, afrontar el hecho de que estaban desperdiciando sus considerables talentos en un país nada preparado para recompensarlos por sus habilidades.
De niño me encantaba bajar los sábados por la mañana temprano, cuando mis padres se habían pasado de fiesta la noche anterior hasta tarde. Entonces, deambulaba por entre las habitaciones de la planta baja que aún no habían sido limpiadas, olisqueando los vasos, cogiendo las tarjetas que indicaban las posiciones en la mesa, buscando arañazos recientes en la enorme mesa de caoba pulida del comedor. A veces, mientras mis padres dormían la juerga, mis hermanos y yo nos sentábamos alrededor de la mesa y jugábamos, alzando las copas, brindando y haciéndonos los listos, intentando averiguar mediante aquella comedia qué era exactamente lo que mantenía a los adultos despiertos hasta tan tarde y los hacía reír de aquella manera y decirse cosas con tanto entusiasmo mientras nosotros nos agazapábamos en el hueco de la escalera, escuchando e intentando aprender. Han pasado más de treinta años desde entonces, y sigo preguntándome cuál era el secreto, ya que la silenciosa magia de la integración racial ha sido la responsable de que el espíritu que animaba esas felices noches haya desaparecido. Es cierto que sigue habiendo diversión y aún se celebran fiestas, pero han perdido algo de su personalidad; su papel en una comunidad reforzada se ha vuelto más impreciso, quizá debido a que la propia comunidad está empezando a morir. Kimmer y yo vivimos en un vecindario que sin nosotros sería completamente blanco, y muy pocos de mis amigos de la adolescencia residen cerca de la Gold Coast a menos que se incluya a los barrios de moda de Washington.
Lanie Cross es un vínculo con esa época. En cierto sentido, vive entre dos mundos, el de entonces y el actual. Quizá debido a su edad. Su marido pertenecía a la generación de mi padre, pero ella tiene unos quince años menos —nadie menciona que se casaron cuando ella era estudiante en Howard—, lo cual la sitúa alrededor de la cincuentena. Es una mujer alta y elegante, de largos huesos, desde las piernas a los pómulos, cuya piel mantiene su oscura suavidad a pesar de que en el rostro han empezado a salirle arrugas. Sus grises ojos destellan juguetonamente con inteligencia y energía. Cuando yo era crío, todos los chicos estábamos locos por ella.
Como todos sus días laborables, este lo tiene muy ocupado; y, cuando busco su consulta en uno de esos blancos y profesionales edificios, su severa pero educada recepcionista, una mujer india también entrada en años, me ordena que espere. Me siento en un duro banco de madera, entre pacientes cuyas edades van desde la adolescencia hasta pasados los cuarenta, todos de la nación más oscura. Por sus modales, la mayoría de ellos parece de clase media: Lanie Cross mantiene una clientela de la vieja época. No obstante, unos cuantos muestran signos de pobreza y otros no parecen hallarse muy por encima del nivel de mis clientes del comedor de beneficencia. Según su reputación, Lanie los trata a todos con la misma dedicación, y mi afecto por ella es tal que quiero creer que es cierto.
A Lanie la sorprendió que la llamara hace una semana, como habría sorprendido a cualquiera la repentina invocación de una amistad por parte de un individuo con el que no ha cruzado palabra desde hace cinco años, aparte de un rápido pésame en el funeral. La encontré en su casa tras haber conseguido su número (que no aparece en la guía) de la gregaria Mariah, y oí un llanto de niño al fondo. Lanie me dijo que su hija y su yerno estaban de visita, e intenté sin éxito recordar cuántos hijos tenía. (Resulta que tiene tres, todos adoptados, porque ella y su marido no podían tenerlos al viejo estilo). Cuando le conté que quería hablar de mi padre, se volvió aún más cautelosa. Al final, aceptó que nos viéramos para almorzar, sospecho que porque siente tanta curiosidad por lo que puedo decirle, como yo por lo que ella pueda desvelarme. Su difunto marido, además de ser amigo de mi padre durante años y compañero de golf, fue uno de los pocos confidentes del juez —el otro era mi madre— durante los difíciles días tras la aparición de Greg Haramoto. En una ocasión, Addison me dijo que los dos doctores Cross eran amigos muy íntimos. Confío en que sea cierto.
II
He ido a la consulta de Lanie en taxi, así que hemos cogido su macizo y práctico Volvo, el mismo que ya conducía cuando las vistas de mi padre, para trasladarnos a Adams-Morgan, mi antiguo barrio. Ha escogido un sitio de comida cubana que le encanta y al que hace tiempo que no ha ido. Lanie, como de costumbre, tiene un aspecto estupendo con su traje chaqueta azul marino y un abrigo de vicuña que debe de haberle costado el equivalente a mi sueldo de un mes. Debe estar de regreso a la consulta a las dos, o sea que tendremos que apresurarnos.
Durante el lento trayecto por el centro —me había olvidado de que Lanie conduce tan despacio como la elección de su coche denota— intercambiamos las trivialidades habituales entre conocidos que no se han visto desde hace diez años y que nunca han sido íntimos. También mantengo un ojo pendiente por si aparece un sedán verde tan común que puede que no pase desapercibido; pero estamos rodeados por demasiados vehículos. Lanie, ajena a mi vigilancia, menciona que vio a mis suegros en una fiesta, hará cosa de un mes, y que los encontró en tan buena forma que podrían vivir eternamente; entonces, se da cuenta de cómo puedo tomármelo y remedia el desliz con historias acerca de sus hijos: el mayor, un chico, está haciendo carrera en las Fuerzas Aéreas y arrastrando con él por todo el mundo a su mujer y a sus tres hijos; la segunda, una chica, se acaba de convertir en profesora de historia en Howard, está divorciada y se ocupa de su hijo; la más joven, otra chica, es ama de casa, vive en New Rochelle y se dedica a criar a sus tres hijos mientras su marido, que «hace no sé qué con bonos municipales», va y viene de Manhattan. Lanie está orgullosa de sus hijos, encantada de tener siete nietos, y yo recuerdo con cierta incomodidad que nosotros solíamos burlarnos de los niños Cross por su absoluta devoción hacia sus padres; para nosotros, el quinto mandamiento no era más que una retahíla de palabras absurdas colgadas en la pared de la escuela dominical. No obstante, imagino que si hubiéramos sido adoptados por unos padres tan amantes como los Cross yo también los antepondría a cualquier cosa.
Para cuando hemos dado cuenta del primer plato, es Lanie la que finalmente va al grano.
—Bueno, me dijiste que querías que habláramos sobre tu padre.
—Sí. En realidad, quería saber el tipo de relación que tenía con tu marido.
—¿Relación? —Sosteniendo el vaso de agua con su fina mano, Lanie parece divertirse.
Yo me sonrojo levemente.
—Lo que quiero decir es que me gustaría saber cualquier cosa que tu esposo pudiera haberte dicho sobre mi padre.
—¿Lo que Leander pudo decirme de tu padre?
—Sí.
—¿Todo? —Sus ojos parpadean. Me había olvidado de ese rasgo de Melanie, de su traviesa forma de comunicarse con los hombres repitiéndoles en forma de preguntas todo lo que le dicen. Supongo que creí que lo habría superado, pero puede que para ella sea más un instinto de prudencia que una actitud de deliberada coquetería. Le gusta mantener a los hombres con la guardia baja para poder mantener alta la suya.
—No. No todo. Pero, si pensamos en la época en que mi padre fue designado para el Tribunal Supremo y tuvo todos aquellos problemas… Sé que mi padre no pedía consejo a casi nadie, pero me consta que se lo pidió al doctor Cross. Todo lo que me puedas contar de lo que te dijo tu marido… Eso es lo que me gustaría saber.
Lanie se aparta el corto flequillo del rostro, come un par de bocados de su «bistec empanizado» y sopesa la situación. Yo me recuesto y sorbo mi Diet Pepsi mientras ella se decide. Ignoro por qué todos con los que hablo dan la impresión de mostrarse reticentes. Es posible que esté reabriendo una herida común.
—No hay mucho que decir —dice finalmente. Sonríe nerviosamente mostrando las perfectas fundas de sus dientes—. Leander me confiaba sobre tu padre menos de lo que la gente cree. Mucho menos.
Tomo nota de las extrañas palabras «la gente» mientras asiento vigorosamente para animarla.
—Cualquier cosa que recuerdes.
—Aquella no fue precisamente una buena época —me advierte.
—Lo comprendo, pero… hay cosas que debo saber.
—¿Cosas que debes saber?
—Cuando lo de su designación… cuando todo se fue al traste, mi padre no hablaba con casi nadie, pero sí con el doctor Cross. Con tu esposo. Solo quiero saber de qué. Y cuál era, ¿cómo lo dirías tú…?, su estado de ánimo.
Lanie sigue indecisa. Quizá su marido le pidió que no lo contara.
—¿Por qué es importante para ti, Talcott? ¿Tiene que ver con el posible nombramiento de Kimmer?
¡Vaya! Me acuerdo de Mallory Corcoran: «¿Ya no hay secretos en esta ciudad?». No. Tal como mi padre aprendió, realmente no. Escojo mis palabras con cuidado.
—No. Es por otras cosas que han sucedido.
—¿Te refieres a ese detective que se ha ahogado?
¡Vaya, otra vez!
—No lo sé. Puede.
—Intentó entrevistarme, ¿sabes? Estuvo hablando con gente de los viejos tiempos. No creo que nadie le dijera mucho. —«¿Sobre qué?», me gustaría preguntar, pero Lanie no se detiene en su relato, y no tengo intención de interrumpirla—. No es que tuvieran mucho que contarle. Andaba buscando unos documentos o algo parecido. No sé los detalles porque me negué a hablar con él. ¡Menuda cara! —Frunce el entrecejo y menea la cabeza—. Por lo que he oído, era peor que un policía; iba molestando a gente mayor en sus propias casas, intimidándolos. Tengo entendido que Grace Funderburke tuvo que recurrir a su perro y que Carl Little lo amenazó con su escopeta, esa que no ha disparado en cincuenta años. Se dice que se lo hizo pasar tan mal a Gigi Walter que la pobre se quedó hecha un mar de lágrimas.
—¿Con qué se lo hizo pasar tan mal?
Lanie parece molestarse.
—Ya te lo he dicho, Talcott, no estoy segura. El FBI estuvo entrevistándose con todos ellos por ese asunto. Supongo que debió de infringir alguna ley. Pero por lo que he deducido, se trataba de lo que te he dicho: papeles, documentos que tu padre tendría que haber dejado tras él a su muerte. No lo sé. —Vuelve a encogerse de hombros, como dando el tema por concluido—. No hablé con él —me recuerda.
Me tomo un momento mientras como mi arroz con frijoles para disimular. Si Lanie no aceptó entrevistarse con Colin Scott, entonces, ¿quién era «la gente» que pensaba que su marido le había confiado los secretos del juez? ¿Acaso se refiere a sus amigos de la avenida Dieciséis o es que existe un nivel al que todavía no he llegado?
De una cosa estoy seguro: estoy con la persona adecuada.
—Lanie, hablemos de mi padre, no de ese detective.
—Como quieras.
—Necesito saber lo que te contó tu esposo. Por favor. Lo que sea que puedas recordar.
—Aún no me has dicho por qué, Talcott.
Es cierto, no lo he hecho. Soy consciente de que sea lo que sea que le diga ha de ser importante. Si Melanie Cross no ha hablado de ese asunto en quince años o más no hay razón para que yo piense que va a contármelo todo simplemente porque se lo haya pedido.
—Porque creo que mi padre quería que tú me lo contaras —respondo.
Eso capta su atención. Sus sabios ojos me observan y sus cejas se alzan en una muda pregunta.
—Me dejó una nota —le aclaro.
III
Lanie Cross no me pregunta qué ponía en la nota. Se limita a asentir con la cabeza, puede que de resignación.
—Tal, esto quizá no te resulte fácil de escuchar.
—Lo sé, pero creo que necesito saberlo.
—Te refieres a que quieres saberlo.
—No creo que tenga que ver ya con lo que quiero o no quiero.
Ella parece triste.
—Tal, entiéndelo, mi Leander era cirujano, no psiquiatra… Muy bien, conforme. Te lo contaré. —Y lo hace, directa y llanamente—. Leander me contó que creía que tu padre tuvo una crisis.
—¿Una crisis? ¿Qué quiere decir «una crisis»?
—Ya sabes a lo que me refiero: a una crisis nerviosa. Él… Cuando comenzaron a destaparse todas esas historias de Jack Ziegler, Oliver empezó a llamar a Leander en plena noche, probablemente unas dos o tres veces durante la primera semana. El teléfono se ponía a sonar a las dos o las tres de la mañana, y Leander contestaba. Yo lo veía susurrar unas palabras y palidecer; me daba cuenta de que intentaba decir lo adecuado, tranquilizar a tu padre; pero al cabo de un rato no servía de nada. Luego, Leander me contaba que se trataba de Oliver y que lloraba por teléfono. Lo lamento, pero eso fue lo que dijo, que lloraba y no dejaba de repetir cosas del estilo de «cómo ha podido hacerme algo así», refiriéndose a aquel auxiliar, al que testificó contra él. O cosas como «he hecho todo lo que se supone que debía hacer, he hecho mi trabajo como es debido, ¿cómo ha podido ponerme en esa situación, qué ha sido de la lealtad?». Cosas así. Leander se asustó por él, por cómo rabiaba contra el auxiliar y también porque sonaba… Leander creía que parecía otra vez bebido.
—¿Bebido? Pero ¡si hacía años que lo había dejado!
Lanie menea la cabeza. Sus grises ojos aparecen solemnes y comprensivos, como deben aparecer cuando tiene que comunicarle a una paciente que sufre un cáncer de ovarios.
—Supongo que volvió. Al menos eso era lo que Leander opinaba. Y…
—Espera. Espera un minuto. Si hubiera vuelto a beber, yo lo habría sabido.
—¿Por qué lo dices?
—Por una razón: yo vine desde Elm Harbor cuando todo empezó. Y no es que mi padre me contara nada. Ni siquiera estoy seguro de que quisiera tenerme cerca. —De repente una zarpa ardiente me aferra la garganta. Nunca he querido recordarlo y nunca esperaba tener que hacerlo—. Él no me contaba nada —comento mientras intento recuperarme—, ni tampoco mi madre. Tengo la impresión de que no eran la clase de personas que hablan de… de sus problemas o de sus sentimientos. Así pues, cuando sucedió todo, cuando su designación fracasó, nosotros, los hijos no supimos conseguir que se abrieran. No obstante, de ahí a beber… Si realmente empezó a beber… —Dejo pendiente la frase con ojos nublados y escocidos y me acuerdo de las poco sutiles indicaciones de Wallace Wainwright durante nuestra reciente reunión: «No era él mismo. No sabía lo que decía». Es posible que yo fuera el único que no se diera cuenta de que mi padre, en su dolor y humillación, había vuelto arrastrándose a la botella.
Melanie Cross es lo bastante buena médico para percatarse de que hay ocasiones en las que no hay que consolar a un paciente y no dice nada. Aguarda. Durante un terrible momento revivo el vertiginoso descenso de la alegría a la desgracia de un hogar radiante con llamadas telefónicas y telegramas porque el juez iba a convertirse en miembro del Tribunal Supremo a la lenta agonía de contemplar a los amigos desaparecer y de ver enmudecer el teléfono —aparte de los despiadados medios de comunicación— una vez se hizo patente que estaba condenada no solo la designación de mi padre, sino toda su carrera. En aquella época, yo estaba sacando adelante mi tercer y último año de derecho, y me salté las clases para asistir a la primera y gloriosa sesión de las vistas. Dos semanas más tarde regresé para sentarme en el fondo de la sala mientras el testimonio de Greg Haramoto y un alud de pruebas se llevaba por delante las protestas de inocencia de mi padre. Tras aquella primera y maravillosa mañana me había instalado en Shepard Street viendo a una multitud de aduladores y arribistas que entraban y salían tras felicitar a mis padres que, con su encantadora y majestuosa actitud aceptaban aquellos cumplidos como algo debido. Sin embargo, cuando todo reventó, y quise ayudar, se hizo evidente que ni mi padre ni mi madre sabían muy bien qué hacer conmigo.
—No me quedé mucho tiempo en casa —respondo finalmente—. Aún estaba en la universidad.
—Lo recuerdo —dice Lanie, sonriendo con calidez y un punto de malicia—. Tú y Kimmer ya habíais empezado a salir, ¿verdad?
Titubeo, ya que Lanie, puede que sin quererlo, me ha preparado una pequeña trampa verbal. En 1986, cuando la designación de mi padre, Kimmer y yo éramos compañeros de clase y nada más. Oficialmente, salíamos con otros; pero lo cierto era que nos dedicábamos por completo a recuperar lo que antes había sido una apasionada relación. Al igual que muchos adultos en aquellos días vivíamos acosados por la idea —peligrosa y contraria a toda existencia civilizada— de que obedecer a nuestros instintos no era solo un derecho sino una responsabilidad. De algún modo, esa tendencia ha sido el leitmotiv de nuestra atracción: en tres ocasiones, puede que en más dependiendo de cómo uno las cuente, nos hemos arrojado el uno en brazos del otro estando comprometidos con alguien más.
Reacio a confesar a Lanie lo que todo el mundo sabe, decido que la mejor respuesta es, como otras veces, un movimiento de distracción.
—Supongo que tienes razón. Me refiero a lo de la bebida y mi padre. Yo ya no vivía en casa. Si mi padre le daba a la botella, pongamos que por la noche, yo no me habría enterado.
—Lo lamento, Tal.
—No pasa nada. Resulta verosímil.
—Ya sabes, Tal… Mi marido intentó, la primera vez, tras la muerte de Abby… Intentó que tu padre buscara ayuda para dejar la bebida. Pero Oliver se negó. Al final, naturalmente, la dejó por sí solo. Leander siempre comentaba que tu padre pareció ofenderse cuando le propuso que buscara tratamiento.
—Seguro que sí. —Suspiro con el corazón dolido por el recuerdo—. Opinaba que buscar ayuda o terapia era el último recurso de los débiles de carácter.
—El alcoholismo es una enfermedad —empieza a decir el médico que hay en Lanie.
Me echo a reír y alzo las manos en señal de rendición.
—Mira, no tienes que convencerme. Sé que es una enfermedad, y también sé que existe una predisposición genética. Son las dos razones por las que no me acerco a una botella. —Entonces me entristezco de nuevo—. El caso es que si se trata de una enfermedad, y mi padre nunca quiso ayuda… Bueno, sí, no me cuesta creer que volviera a engancharse. —Jugueteo con la comida. Mi apetito se ha esfumado. No he llegado aquí para esto. Todo lo que he conseguido es reabrir las heridas nunca cicatrizadas de aquellos extenuantes días. Sin embargo, insisto—. ¿Eso es todo lo que tu marido te contó? ¿La bebida, las llamadas a horas intempestivas?
—Bueno, no. Hubo más. —Lanie se pone pensativa. Está a punto de descorrer otro velo, y está claro que se pregunta si debe o no—. Algo de ajedrez —declara al fin.
—¿El ajedrez? ¿Qué ajedrez?
Se pone ceñuda en su intento de recordar. Se aparta el cabello y come un poco de ensalada. Yo espero mientras bebe un poco de agua.
—Leander solía pasar a ver a tu padre por la noche, tanto en aquella época como después. No siempre avisaba.
—Imagino que querría comprobar si mi padre bebía —sugiero.
—Supongo que esa podía ser una razón. Pero acuérdate, Tal, de que eran de una generación diferente. Pasar sin avisar era lo normal entre amigos. No era como ahora, cuando la casa de uno nunca está limpia ni preparada para recibir visitas y hay que llamar a los amigos para que tengan tiempo de limpiarlo todo. Las casas de la gente, igual que sus vidas, eran más… abiertas. No es que la gente no tuviera secretos, ya sabes; pero existía la noción de que tus amigos podían verte tal como eras en realidad. Ya sabes a lo que me refiero.
—Sí.
Sonrío levemente con la esperanza de que Lanie se apresure porque es la una y cuarto y sé que la esperan pacientes. Aunque también es posible que mis secretos recuerdos del vecindario sean los responsables de esta súbita prisa. A unas pocas manzanas por Columbia Road se halla el apartamento en el que yo viví a finales de los ochenta y donde Kimmer, aún casada con André, dormía de vez en cuando. Es probable que incluso llegáramos a compartir alguna comida clandestina en este mismo restaurante.
—En fin. El caso es que Leander iba y solía encontrar a tu padre encerrado en su estudio, ya sabes a qué cuarto me refiero. Oliver siempre estaba con el tablero, con aquel del que se mostraba tan orgulloso y siempre enseñaba las figuras, y jugaba contra él mismo. —Hace una mueca—. Espera, me estoy equivocando. Déjame pensar. No sé mucho de ajedrez, así que me cuesta. No, no jugaba. Lo que intentaba era hacer rompecabezas de ajedrez.
—Problemas.
—¿Cómo dices?
—Problemas de ajedrez. A mi padre le gustaba. Lo llaman «componer». Disfrutaba componiendo problemas de ajedrez. Tú lo llamarías su hobby.
—¡Eso es! —El rostro se le ilumina—. Lo recuerdo porque Leander me comentó que era una estupenda terapia y que sería muy relajante para tu padre si no hubiera sido por…
—Por qué —pregunto. Se me está agotando la paciencia y también el tiempo y solo deseo que acabe de contarlo.
Lanie me mira a los ojos. Se ha percatado de mi humor y está dispuesta a decirme la verdad sin florituras.
—Leander pensaba que Oliver se había obsesionado con aquello, con los problemas de ajedrez que se dedicaba a componer. Ya no quería jugar al golf porque se pasaba el tiempo ante el tablero. Estoy hablando de los meses tras… los problemas con su nombramiento. Así pues, Leander lo visitaba en Shepard Street, tu madre lo dejaba entrar, y él llegaba hasta el estudio y entraba. Era el mejor amigo de Oliver, pero tu padre no se levantaba del tablero y a veces ni siquiera lo miraba. No dejaba de repetir que incluso el ajedrez estaba manipulado, que las blancas movían primero y que por eso normalmente ganaban; que las negras solo podían reaccionar ante los movimientos de las blancas, y que aunque jugaran una partida perfecta aún debían aguardar un error de las blancas para poder tener una esperanza de ganar. Ese tipo de cosas. —Lanie frunce el entrecejo al recordar otra cosa—. Pero… Pero creo que me acuerdo de que Leander me explicó la razón por la que a Oliver le gustaba tanto componer aquellos problemas. Dijo que le gustaba porque había un tipo especial de problema en el que las negras mueven primero…
—Es lo que llaman problema de «mate con ayuda» —le aclaro, aunque ese aspecto del juego nunca haya sido el que más me ha interesado. No obstante, algo se arrastra en mi memoria—. En un problema de mate con ayuda las negras juegan primero, y blancas y negras colaboran para derrotar al rey negro.
Lanie alza una delgada ceja para demostrar lo que piensa de eso.
—De acuerdo. Así será. Sin embargo, Tal, el asunto es que tu padre no dejaba de insistir en que eso sería su redención, que no había podido ganar en un terreno pero que lo conseguiría en otro. Y… la verdad es que no me acuerdo muy bien, Leander me comentó que tu padre estaba con cierto tipo de problema de ajedrez en el que estaba trabajando, algo que nunca había hecho antes, y que si podía resolverlo o componerlo creo que lo compensaría por lo sucedido con su designación para el Supremo. Era algo sobre un caballo, «doble… algo». No recuerdo cómo se llama. El ajedrez no es lo mío. Aun así, Leander me dijo que tu padre parecía tan desesperado, tan obsesionado con resolverlo que no dedicaba tiempo a ninguna otra cosa. Según Leander, incluso su trabajo se resintió. Todo para que pudiera componer su problema. Eso fue lo que me contó Leander.
Mira el reloj, y me doy cuenta de que es hora de marcharnos.
De regreso a Columbia Road, la buena y vieja Lanie vuelve a ser la doctora Cross y le entran ciertas prisas por librarse de mí. Quiero preguntarle si alguna vez oyó que mi padre pudiera querer una pistola o si sabe de algo capaz de haberlo asustado un año antes de su muerte; pero no encuentro la manera de expresarlo con palabras sin que suene absurdo. La acompaño hasta el Volvo. No regresaré a Howard con ella porque mi hotel está a diez minutos caminando, al otro lado de la colina. Le abro la puerta mientras ella parlotea sobre lo estupendo que sería reunir a Bentley y a sus nietos y de que es una vergüenza que no nos veamos más a menudo. Yo asiento a todo cuando el pensamiento que ha estado intentando aflorar en mi conciencia toma cuerpo de repente.
—Lanie…
—Dime. —Está a medio subir en el Volvo y me contempla con un leve indicio de molestia. Mentalmente ya está de vuelta en su consultorio, libre de una conversación que le ha resultado tan dolorosa como a mí.
—Lanie, solo una cosa más. El problema de ajedrez en el que tu marido te dijo que mi padre estaba trabajando, el que iba a cambiarlo todo si lo resolvía…
—¿Qué pasa con él?
—¿No podrías intentar recordar cómo se llama? Dijiste que «Doble no sé qué».
—No tengo ni idea de ajedrez, Tal. —Sonríe intentando ocultar su impaciencia—. Ya te lo he dicho.
—Lo sé. Lo sé y lo siento. Pero ¿no podrías intentar recordar lo que te dijo tu marido? Por favor. Ya sé que tienes prisa, pero es importante.
Vuelve a fruncir el entrecejo con mirada distante.
—Lo lamento, Tal. Ha pasado mucho tiempo. No lo sé. Me consta que Leander mencionó un nombre. No dejaba de nombrarlo porque tu padre no dejaba de llamarlo de esa manera, al problema de ajedrez, me refiero. Lo lamento, en serio. Debería acordarme. No sé, ¿«Doble excelencia»?, ¿«Triple excepción»?, era algo parecido. —Me mira otra vez, muy doctora y con mucha prisa—. Gracias por la comida, Tal, pero debo marcharme.
—Lo sé —contesto repentinamente desanimado. Acabo de acordarme. Del problema que el juez intentaba componer. Un problema del que me hablaba de vez cuando siendo yo joven, a pesar de que sus explicaciones me aburrían mortalmente. En este momento desearía poder acordarme mejor—. Gracias por intentarlo. Y gracias por tu tiempo.
—Ha sido un placer. —Lanie Cross sonríe mientras sube al coche en un revuelo de brazos y piernas. Cierro la puerta firmemente, y ella baja la ventanilla—. Escucha, hay algo más. Leander me contó que tu padre decía que estaba cansado de que las blancas ganaran siempre y que iba a arreglarlo para que las negras pudieran ganar en su lugar.
—¿Te refieres al problema de ajedrez? ¿A que las negras pudieran ganar?
—Eso creo. Lo siento, no recuerdo nada más. —Sonríe apresuradamente—. Tal, en serio, a ver si nos reunimos las familias. Quizá el próximo verano, en Martha’s Vineyard.
—Eso estaría bien —respondo en voz baja y con la cabeza en otra parte.
Mientras contemplo al Volvo que se aleja, pienso en mi padre, enloquecido de miedo y furia tras el fracaso de su nombramiento, sentado solo, noche tras noche, en su pequeño estudio, haciendo caso omiso de las proposiciones de su mejor y más querido amigo, emborrachándose y dejando que el mundo se desmoronara a su alrededor mientras intentaba solucionarlo todo componiendo un tipo especial de problema de ajedrez llamado «Doble Excelsior».