23

La figura ambigua

I

Era verano —empieza diciendo Sally mientras da sorbos a una botella de cerveza del minibar. Yo habría preferido darle agua o café, pero enfrentarme a mujeres de carácter nunca ha sido mi fuerte—. Quizá un año o dos después de la muerte de Abby. Mariah estaba en la universidad, y creo que tú también, aunque no puedo recordarlo. Sin embargo, sé dónde lo vi. De eso estoy segura.

Espero a que mi prima cuente toda la historia. Está recostada en una de las dos camas dobles de la habitación de mi hotel, y yo estoy sentado al pequeño escritorio con la silla vuelta hacia ella. Hemos pedido algo de cena al servicio de habitaciones porque Sally me ha dicho que no ha comido nada en todo el día. A mí me habría gustado que esta pequeña reunión no se celebrase en mi cuarto —después de todo, ella tiene una cierta reputación—, pero una sola mirada en el vestíbulo me ha dado a entender que Sally no estaba en condiciones de sentarse en un lugar público. Aun así, he intentado diversas excusas para no tener que hablar con ella, y ella las ha descartado como si nada. ¿Que me espera un montón de trabajo? «Esto no durará mucho». ¿Y sus niños? «¡Bah!, están pasando unos días con mi madre». ¿Y su siempre celoso Bud? «¡Oh!, ya no está conmigo». Así pues, hemos subido hasta aquí, donde mi maciza, pimpante y llamativa prima, cuyo llameante vestido púrpura es varios centímetros demasiado corto, se ha quitado de inmediato los zapatos y me ha pedido una copa.

Si voy a poder escuchar toda la historia, ese será el único modo.

—Estaba en tu casa —me explica—, en Shepard Street. Era por la noche. Me parece que estaba dormida. Dormida hasta que… hasta que el sonido de una discusión me despertó.

—¿Dónde estaba yo?

—Creo que debías estar en Martha’s Vineyard. Tú y tu madre. Puede que Mariah también, pero no tu padre ni Addison. Él era la razón de mi presencia en la casa. Digamos que yo estaba… con Addison. —Sally es una mujer de piel muy oscura, pero aun así se ruboriza. Recostada en la cama, se da la vuelta, como si le resultara más fácil relatar su historia haciendo ver que está sola y se lanza a una digresión en la que Misha es el malo de la película—. Ya sé que lo que hacía con Addison estaba mal, Tal, así que no tienes que recordármelo. Se ha terminado, ¿vale? Hace una eternidad que acabó. Me consta que nunca te pareció bien. Siempre me lo hiciste saber. Sí, claro, nunca dijiste una palabra; pero tú siempre has sido, en la familia me refiero, el más parecido a tu padre. Estás lleno de normas y cosas por el estilo y, cuando alguien no las sigue, en lugar de ponerte furioso te sale ese aire de desaprobación, como si los demás fuéramos moralmente inferiores a ti. ¡Odio esa mirada, Tal! ¡Todo el mundo la odia! Tu hermano, tu hermana, ¡todo el mundo!

Estoy a punto de replicar, pero recuerdo que Sally debe de llevar algo en el cuerpo y que no sabe lo que dice. No obstante, esa certeza no disminuye el aguijonazo de sus palabras.

—Mi padre también la odiaba. Me refiero a tu tío Derek —prosigue, como si yo tuviera alguna duda sobre la identidad de su padre—. Odiaba cuando el tío Oliver lo miraba de esa manera, y el tío Oliver lo miraba de ese modo con mucha frecuencia porque odiaba a mi padre y sus ideas. Ya sabes, pensaba que era comunista.

Me atrevo a interrumpirla por segunda vez.

—Es que tu padre era un auténtico comunista, Sally.

—Lo sé, lo sé; pero ¿cuál era el viejo chiste? Sí: que tu padre hacía que pareciera algo sucio.

Ríe chillonamente mientras repite la frase, aunque dudo que sea la broma completa. Entonces, de repente, se echa a llorar. Sea lo que sea lo que esté tomando, está claro que le provoca bruscos cambios de humor. Aunque también es posible que no sea ninguna droga y se deba a que es desgraciada. En cualquier caso, dejo que llore. La verdad es que no tengo palabras para consolarla, y abrazarla en la cama queda completamente descartado.

—¿Lo ves, Tal? —añade al cabo de unos instantes—. Para ti el mundo está organizado según sencillas normas morales. Tú opinas que en esta vida solo hay dos clases de personas: las que siguen las normas, y las que las quebrantan. Te crees muy diferente al tío Oliver, pero eres igual que él en algunos aspectos buenos, pero también en los peores.

Miras a la gente por encima del hombro y los tienes por inferiores. A la gente como tu hermano, por ejemplo. O a la gente como yo.

De golpe recuerdo por qué Kimmer y yo nunca nos relacionamos con Sally: es necesario soportar diez minutos de abusos verbales antes de poder mantener una conversación normal. Aprieto los dientes y callo mientras me digo que es una mujer que no está bien.

En cualquier caso, probablemente tiene razón en lo que dice de mí.

—Bueno. Esa es la razón de que no te contara antes lo de McDermott; me refiero a que fingí que no lo recordaba. Pero no era verdad. Supe quién era desde el primer momento en que lo vi. Seguramente tendría que haberte dicho algo, pero me di cuenta de que tendría que explicarte el motivo de mi presencia en la casa aquella noche y no quería ver tu mirada de desaprobación. —Se vuelve el tiempo suficiente para mirarme fijamente, y sopeso cómo la medida de nuestras creencias en el bien o el mal puede interferir en el proyecto de la comunicación humana—. ¿Lo ves, Tal? Es por gente como tú y el tío Oliver que nosotros teníamos que escondernos.

Se calla y la recorre un estremecimiento. ¿Otro sollozo? No, un recuerdo, o un montón de ellos que prefiere mantener lejos.

—Es agua pasada —digo en voz baja, intentando distraerla. Si Sally está buscando que me disculpe puede esperar sentada porque no estoy dispuesto a fingir que no había nada reprochable en lo suyo con Addison.

Sally sabe qué estoy pensando.

—Incluso Mariah es menos mala que tú, Tal. ¿Sabes qué? Cuando Mariah viene por aquí siempre me llama. Nos lo pasamos bien.

—Me ha contado que has estado ayudándola con los papeles del juez.

Sally ríe disimuladamente.

—¿Eso es lo que te ha dicho? Bueno, sí. Nos ocupamos con eso algunos ratos, pero no es a lo que me refiero. Quiero decir que nos divertimos. Hablamos. Ella me escucha, Tal. Vamos a los clubes. Ya sabes. A tu hermana, a veces, le gusta tomarse una copa. No como a ti. Y tampoco se pasa la vida juzgándome como haces tú. Ella acepta a la gente como es. Por eso no te lo dije, Talcott, por tu forma de ser y porque implica a Addison. Eres igual que tu padre.

Intento no perder el hilo porque me he quedado bloqueado en la imagen de mi hermana en un club, un club de los que le gustan a Sally, bebiendo. Observando a Mariah, uno no diría que es del tipo aficionado a las fiestas, su estilo es más bien el de la única socia negra del club náutico. Por el contrario, mi prima está hecha para la juerga.

—Tú nunca entenderías lo de Addison —prosigue Sally, en un tono excitado y furioso lleno de promesas rotas—. Nunca podrías comprender lo que tuvimos. De acuerdo, estaba mal, pero ¡era especial! Éramos amantes, Tal. Era algo más que sexo, había amor. ¿Estoy siendo lo bastante explícita para ti?

—No te juzgo —miento con diplomacia en un tono tan inexpresivo como soy capaz—. Solo quiero saber lo que recuerdas de McDermott.

—Sí que me juzgas.

—Simplemente ocurre que me alegro de que se haya acabado —le aseguro al tiempo que me asombro de que un mundo civilizado puede entender como virtud la falta de capacidad de juicio, enseñárselo a los niños y pregonarlo desde el púlpito.

—¿Sabes una cosa, Tal? Eres un fraude. Misha, Mikhail, un fraude. —Ríe en alto—. Mi padre te puso ese apodo, en caso de que lo hayas olvidado, y tú tratas a su hija como basura.

Mi prima se derrumba en la cama, y las trenzas se le desparraman en una especie de halo de ébano. Parece que el discurso ha terminado.

El servicio de habitaciones escoge sabiamente ese instante para hacer su aparición. Como Sally no da muestras de levantarse, salgo a firmar la cuenta al pasillo, impidiendo al camarero ver dentro de la habitación, y meto el carrito personalmente.

Comemos en silencio durante un rato: sopa de champiñones y un Club Sándwich para mí, cóctel de gambas y filete miñón para Sally. Habiendo disfrutado de una saludable cena con mis suegros hace poco no debería estar comiendo otra vez, pero es una tentación difícil de resistir, de ahí mi prominente cintura. En pocas palabras: como demasiado y, cuando estoy nervioso o preocupado, mi fuerza de voluntad aún es menor. Soy por desgracia igual a Mark Twain, que en una ocasión dijo que unas veces comía más que otras, pero nunca menos.

Sally y yo estamos sentados en las camas, uno frente al otro, con la mesa en medio. Ella come deprisa y sin ninguna elegancia, satisfaciendo simplemente una necesidad fisiológica. El alimento parece revivirla, aunque puede que el efecto de la droga, si es que la hay, se haya desvanecido. Sea cual sea la razón, cuando vuelve a hablar ya es la coqueta de siempre.

—Lamento haber pedido los platos más caros del menú, Tal. Los hombres ya no me invitan a cenar como antes, así que he pensado que había que aprovecharlo, ¡qué demonios!

—No tiene importancia.

—A veces, naturalmente, los hombres esperan alguna compensación a cambio.

—Todo lo que espero es que me expliques lo de McDermott —contesto con mi mejor cara de póquer.

—¿Estás seguro de que eso es todo? —pregunta tímidamente, como si el haber compartido la cena con un hombre en una habitación de hotel le diera permiso para ser traviesa—. La mayoría de hombres tiene otras cosas en mente.

—No soy como la mayoría.

—Vamos, Tal. ¿No te relajas nunca ni te diviertes?

—Solo los martes y los sábados alternos.

Esto, por fin, despierta en ella una verdadera sonrisa.

—De acuerdo, Tal. Seamos amigos.

—Muy bien.

—Escucha, lamento lo que te he dicho hace un rato. —Lo dice pero no parece muy arrepentida. Luego, recoge sus fuertes piernas bajo ella—. Esta noche no soy yo misma. Supongo que ese es mi defecto: siempre digo lo que pienso. Al menos cuando estoy con un hombre.

—Eso no es necesariamente un defecto —respondo, aunque no me ha gustado el uso de la preposición «con».

—Bueno, no. No si al hombre con el que estoy le gusta lo que estoy pensando. —Hace una pausa mientras considera una frase final—. Y si no le gusta, que se vaya al infierno.

Ríe de nuevo, y es un sonido agudo y cantarín. No hay nada repugnante en sus palabras. A Sally no le disgustan los hombres, aunque estos no la hayan tratado bien. Le divierten. Le divertimos. Se me ocurre que cuando no está melancólica debe de ser francamente graciosa, y empiezo a darme cuenta de por qué Addison y otros muchos hombres han hallado atractiva a mi rolliza prima. El año pasado vi en el museo de la universidad una exhibición de esos dibujos que solían ser tan populares a principios del siglo XX, de esos que parecen perros sonrientes hasta que uno los pone cabeza abajo y se convierten en gatos furiosos, o una bella mujer que se transforma en un desgraciado sultán y cosas por el estilo. La muestra se llamaba «Figuras ambiguas». Sally es como una de esas figuras: a primera vista parece alocada, gorda, una pastillera patética y sin remedio; pero si se la mira desde otro ángulo puede ser audaz, brillante, sexy, y agudamente mordaz. En este momento la estoy viendo desde este otro ángulo, lo cual significa que necesito imponer rápidamente algo de disciplina en nuestra conversación.

—Estábamos hablando de McDermott…

—¡Sí, señor! —exclama imitando un tono marcial—. ¡A sus órdenes, señor!

Y entonces me cuenta la historia.

II

Hemos acabado el postre (ensalada de frutas para mí y tiramisú para Sally), y he dejado el carrito en el pasillo. Sally se ha vuelto a recostar en la cama, se apoya en un codo y con la punta del pie roza la alfombra. Yo vuelvo a sentarme al escritorio con las manos recogidas en el regazo mientras espero a que comience.

—Me hallaba en la casa de Shepard Street, como te he dicho. No sé si lo recuerdas, pero en aquella época mis padres y yo vivíamos en el Southeast. Él trabajaba para aquella biblioteca privada. Te acuerdas.

Claro que me acuerdo.

(«¿Estaba usted al corriente, juez Garland, de que esa biblioteca donde trabajaba su hermano era una conocida célula del Partido Comunista?» Y el inevitable: «No, senador, no estaba al corriente. Mi hermano y yo no teníamos mucho que ver el uno con el otro». Y adoptando un tono sensiblero: «Eso debió de suponer para usted una fuente de disgustos, juez». Mi padre, con su tono más frío y el más desarmante: «Yo quería a mi hermano, senador, pero nuestras diferencias eran muy profundas. El comunismo es algo terrible, terrible, al menos tanto como el racismo; puede que en algunos aspectos aún peor. Yo no podía formar parte de ese mundo, y él no podía formar parte del mío. Supongo que no fui el mejor hermano del mundo y si lo herí lo lamento profundamente. Me parece que cada uno pensaba que el otro era peligroso; pero reconozco que no era un asunto en que ocupara mis pensamientos»).

—Lo recuerdo —contesto en voz baja.

—Bueno, en cualquier caso, en esos días yo solía tomar el autobús, ¿el S-4?, para llegar a vuestra casa, ya sabes, para ir a ver a Addison si es que se encontraba en la ciudad. Nunca iba si tus padres o Mariah y tú estabais; únicamente si Addison estaba solo. —Sonríe tímidamente—. La verdad es que nunca dije una palabra a los míos de lo que hacía. Papá era tan malo como el tío Oliver, con lo de las miradas reprobatorias, me refiero. Puede que todos los hombres de la familia tengan ese gesto ceñudo, todos menos Addison.

Se me ocurre que podría decirle que eran miradas reprobatorias porque había algo que reprobar; que una relación sexual entre primos hermanos es considerada incesto. Pero Sally seguramente me recordaría que ella y Addison no son primos carnales, o citaría el caso de Eleanor Roosevelt y F. D. R. Entonces, yo le contestaría que ellos, contrariamente a lo que se cree, son en realidad hijos de primos carnales lo cual indica que su parentesco es lejano dado que su ancestro común dista unas cinco generaciones. Pero entonces Sally me acusaría de ser paternalista y desdeñoso, y a partir de ahí la discusión empezaría a ir cuesta abajo y sin frenos.

Además, ya ha reconocido que lo que hacía estaba mal.

—Si pudieras contarme lo de McDermott… —le ruego.

—¡Eres tan malditamente tozudo! —Ríe y se estira en la cama levantando las rodillas—. Tal, la cuestión que has de entender es que yo nunca habría ido a tu casa sabiendo que tu padre iba a estar allí. Se suponía que debía encontrarme con Addison y que íbamos a estar solos. Tu padre… Tu padre estaba fuera. —Cierra los ojos y frunce el entrecejo—. No. No en Martha’s Vineyard. Creo que tenía que asistir a una convención de jueces.

—Probablemente a la Conferencia Judicial —murmuro.

—¿Cómo?

—Sí. La Conferencia Judicial, el grupo de jueces federales. Se reúnen en verano. Probablemente estaba allí.

Ella niega con la cabeza.

—Puede que ese fuera el sitio donde debiera estar. Puede que le dijera a la tía Claire que iba a ir a allí. Pero la verdad es que estaba aquí, en Washington, Distrito Federal.

Me muerdo la lengua. Si Sally dice la verdad, ha descubierto al juez mintiéndole a mi madre, cosa que hasta este momento yo habría jurado que no había sucedido ni una vez.

—Sea como sea —continúa—, no sabía que tu padre estaba cerca. Creía que iba a ver a Addison. Habíamos salido de la universidad, estábamos los dos en la ciudad para todo el verano, y él se encontraba en su casa, como yo. Me llamó y me dijo que todos estaban fuera durante unos días y que podríamos… que podríamos pasar un tiempo juntos si me apetecía. Y me apetecía.

Mientras asiento sin añadir más comentarios percibo algo tras las palabras de Sally: que el instigador fue Addison. A pesar de que es un año más joven que ella, ya en Martha’s Vineyard mi hermano era el seductor y no al revés como ha sido la creencia de la familia. Una parte de Sally lo odia por eso.

—Así que les dije a los míos —prosigue— que me iba con unas amigas o algo así y que no me esperaran despiertos. Cogí el autobús, el 30 o el 32; y luego, el S-4. —Es su forma de hacerme entender lo mucho que deseaba reunirse con su amor—. El caso es que al final llegué a Shepard Street y a la casa. Addison estaba allí.

Hace una pausa para ver si reacciono; pero como no lo hago, prosigue.

—La cuestión es que al cabo de un rato me dormí. No sé lo tarde que era, solo sé que era oscuro cuando las voces me despertaron. No gritaban. Eran más bien murmullos, pero denotaban enfado. Me refiero a que discutían. Puede que lo hicieran en voz baja, pero a pesar de todo se les oía. Me di cuenta de que había alguien más en la casa y creo que me asusté, así que me volví para despertar a Addison; pero él no estaba. Entonces supuse que era Addison que discutía con alguien. Pensé que podía tratarse del tío Oliver, y que eso significaba que nos habían descubierto y que tendríamos serios problemas. Me vestí pensando en escabullirme por la puerta de atrás. Me he escabullido por un montón de puertas traseras en esta vida, ¿verdad?

Vuelve a soltar una áspera carcajada. No tiene sentido contestar a una pregunta cuya respuesta ambos conocemos.

—El dormitorio de Addison estaba en la buhardilla, al final del pasillo —continúa. Se pone de lado, hacia mí, pero sigue con los ojos cerrados—. Creo que eran las antiguas dependencias del servicio. Ya sabes, techos bajos y a dos aguas, más o menos al estilo Nathaniel Hawthorne. —Lo cierto es que habiendo crecido en ella recuerdo perfectamente cómo es la casa, pero no tengo intención de interrumpirla justo cuando ha empezado el relato—. La discusión ocurría más abajo, en el vestíbulo. Supongo que se oía por culpa de las tuberías o algo parecido.

Entonces me toca a mí sonreír ante el recuerdo. La casa de Shepard Street está llena de viejas rejillas de calefacción con trampilla, supongo que de cuando la vivienda se calentaba con una sola estufa central. Nosotros usábamos radiadores, pero fueron un añadido posterior a la construcción original. Los viejos conductos nunca fueron eliminados, y mis padres jamás se percataron de que los sonidos de la planta baja, especialmente los del vestíbulo, llegaban sin ninguna dificultad hasta el altillo, donde dormíamos Addison y yo. Puede que hubiera un conducto central; no lo sé, nunca supe cómo eran. El caso es que mi hermano y yo siempre nos enterábamos de lo que sucedía abajo.

—Bueno. Pues me vestí y bajé. Mi intención era largarme, pero antes quería saber de qué iba todo aquel lío, así que bajé por la escalera de atrás, la del servicio. —Ambos nos reímos, aunque no haya nada gracioso. Miro el reloj de la mesilla. Son casi las diez—. Fui al primer piso y bajé al salón. ¿Te acuerdas de ese largo rellano que rodea el vestíbulo?, ¿cómo lo llamáis?

—La galería.

—Eso es. Y la galería tiene esa… «balaustrada» creo que es la palabra, esto… con los postes de madera, ¿cómo se llaman? ¿«Postes»? No sé, como se digan las columnas que sostienen la balaustrada. Ya sabes lo anchas que son, casi lo bastante para esconderse detrás.

—Especialmente para un niño. —Sonrío rápidamente al recordar cómo cuando éramos niños a Addison, a Mariah, a Abby y a mí nos encantaba jugar al escondite, y que yo solía esconderme siempre en la galería. Una de las cosas que primero descubrí fue que si las luces del vestíbulo estaban encendidas y en el salón apagadas, quien estuviera en el vestíbulo no podría verme escondido en la galería.

—Bueno, yo nunca he sido tan pequeña —responde ásperamente Sally—, pero de todos modos allí fue donde me escondí, al menos esa noche. —Se agita. Los recuerdos están empezando a incomodarla. Puede que su sentido de la moralidad se haya despertado, sin embargo sigue hablando—. La única luz era la del estudio de tu padre. Eso es lo que más recuerdo. Estaba tan oscuro en el vestíbulo… Como si el tío Oliver estuviera… Como si estuviera haciendo algo que requiriera oscuridad. Ya sé que suena a locura, Tal, pero eso es lo que me pareció. Y las voces que oía provenían del estudio. No podía entender lo que tu padre decía, creo que porque intentaba hablar en voz baja, pero el otro hombre casi gritaba «así no es como se juega a este juego», o algo parecido.

—¿Dijo «este juego»?

—Eso es lo que acabo de decir que dijo —responde poniendo unos morros seguramente menos atractivos de lo que cree—. En cualquier caso, el otro hombre, el que gritaba, salió al vestíbulo. Señalaba a tu padre, agitando el dedo como si estuviera furioso o algo parecido. Así fue como le vi la marca de nacimiento, cuando su mano se movió cerca de la luz. Era McDermott. Era él. Sea cual haya sido su nombre en la vida real.

Así pues, Sally sabe que está muerto, lo cual significa que Mariah también lo sabe; y si lo sabe ella lo saben todos. Puede que sea por eso que Sally ha decidido romper su silencio.

—Su nombre era Colin Scott —le digo.

—Conforme, Colin Scott. El mismo hombre que estaba en el salón a la semana de la muerte de tu padre, ¿vale? Te juro que era él y que estaba diciendo algo así como «hay reglas para esta clase de cosas». O algo parecido. Entonces, oí la voz del tío Oliver, ya sabes, el tono con el que te largaba aquellos sermones. «No existen reglas cuando hay… en juego». Fue una palabra que no llegué a entender bien porque bajó el tono al decirla, aunque no creo que fuera porque creyera que alguien pudiera estar escuchándolo. Fue una especie de siseo, y creo… creo que decía «migajas». Como si la frase fuera «no existen reglas cuando hay una migaja en juego».

—¿Estaban discutiendo de dinero?

—No lo sé. Puede que no lo entendiera bien, pero sonaba así. Entretanto el otro hombre agitaba la cabeza como diciendo «no». Y entonces el tío Oliver salió a la luz, y su rostro… Su rostro parecía furioso, era terrorífico, como si hubiera estado bebiendo.

—Supongo que es posible. —Por el momento no soy capaz de hacerme una idea de por qué mi padre y Colin Scott, alias McDermott, podían estar discutiendo de dinero—. Tras la muerte de Abby solía beber mucho.

—Lo sé, Tal. Lo recuerdo y lo lamento.

—No pasa nada. Fue hace muchos años. —Me pregunto por qué nos estamos yendo por la tangente.

—Mi familia también tuvo problemas.

Me limito a asentir. Los Garland no hablamos de crecer ni de ninguna otra cosa que sea imposible cambiar. Pero eso no detiene a Sally.

—¿Sabes? Nadie tiene la infancia que quiere. No escogemos a nuestros padres ni tampoco sus problemas. Una vez admites eso ya tienes media partida ganada.

Es el típico comentario new age al que soy incapaz de ver el sentido.

—Solo quiero escuchar el relato, Sally. Solo quiero saber lo que sucedió con mi padre y el hombre con el que… con el que discutía.

Sally me lanza una larga mirada, provocativa y desconcertante. No quiero a esta mujer en mi cabeza y tampoco en mi dormitorio; pero debo saber el resto.

—En fin, como te decía, se miraban como si fueran a pelearse; y entonces, el tío Oliver dijo en voz alta, casi gritando, «estoy harto de seguir las reglas». El otro hombre se limitó a negar con la cabeza. Creo que quería que el tío Oliver hablara más bajo y dijo algo así como «así no es como se hace». Entonces el tono de tu padre se volvió lento y frío y dijo «tú lo harías por Jack».

—Refiriéndose a Jack Ziegler…

—Eso creo. No estoy segura. No pronunció el nombre completo, pero me parece que ese era el sentido.

Me paso una mano por la cara. Hace unos instantes, la habitación era demasiado pequeña y, en este momento, tengo la impresión de que las paredes se alejan, aunque también es posible que sea yo quien se encoge. Me siento perdido y aturdido. Todo esto es demasiado y va demasiado deprisa. Me apresuro a ganar tiempo formulando una típica pregunta de abogado.

—¿Estás segura de que era el mismo hombre, el mismo hombre que vino a esta casa tras el funeral?

Para mi alivio, mi escepticismo no despierta irritación.

—Estoy segura, Tal. —Se relaja y cambia de postura. Me doy cuenta de que casi ha terminado; pero, como una buena testigo, recita sus motivos—. Recuerdo su voz, era tan fría y había tanto enfado en ella… Recuerdo su marca de nacimiento cuando agitaba el dedo ante el tío Oliver. Recuerdo la blanca cicatriz de su labio. Y recuerdo algo más: estaba incómodamente encogida en el suelo, me moví, y uno de los tablones del suelo crujió. El otro hombre, McDermott, volvió rápidamente la cabeza y miró directamente hacia donde yo estaba escondida. Sus ojos eran como… No sé, como los de una fiera al acecho. Estaba asustada, Tal. —Bosteza y se estremece—. Era el mismo hombre, Tal. Lo juraría sobre un montón de biblias.

Me lo tomo fríamente, calculando las posibilidades de error, de buena intención o de falsos recuerdos. También de simples mentiras.

—«No existen reglas cuando hay una migaja en juego». ¿Fue eso lo que dijo?

—Sí. Eso fue —confirma Sally. La confianza en su memoria se va fortaleciendo a medida que pasan los segundos. Es algo que los abogados vemos a menudo en los testigos. A veces significa que dicen la verdad, y a veces que se sienten cómodos con la versión que han preparado sobre el terreno.

Sally vuelve a bostezar. Está claro que se acaba.

—¿Y qué ocurrió a continuación?

—¿Mmmm? ¿Cómo?

—Tras la discusión.

—Oh, eso fue todo. McDermott o Scott, cualquiera que fuera su nombre, apartó la vista de la galería, se volvió hacia tu padre y se llevó el índice a los labios. Hablaron en susurros unos minutos. Luego, ambos asintieron y se estrecharon la mano. Ya no parecían furiosos. El tío Oliver lo acompañó hasta la puerta. Yo volví a subir la escalera. Supongo que tu padre regresó al estudio. —Más bostezos.

Me quedo sentado unos minutos. Sally se cubre los ojos con el brazo. No tengo motivos para pensar que puede haber inventado toda la historia. Sally no es mentirosa; tal como me ha confesado, dice lo que le pasa por la cabeza. Así pues, Scott conocía a mi padre, lo conocía desde hacía más de veinte años; visitó nuestra casa la noche de verano en que mi padre mintió a mi madre y le dijo que tenía que asistir a la Conferencia Judicial, y discutió con él en el vestíbulo acerca de migajas, reglas y lo que haría por Jack Ziegler. Noto que mi irritación va en aumento, no hacia mi padre, sino hacia Sally por haber retenido toda esa información; por no habérmelo dicho antes a causa de mi desaprobación. La contemplo, y mi enfado se desvanece: ha tenido una vida difícil y aun así le quedan fuerzas suficientes para seguir sonriendo como lo hace en este instante, con los ojos cerrados y perfectamente consciente de mi escrutadora mirada, estoy seguro. No me gusta el rumbo que mis sentimientos hacia ella están tomando, y las palabras del juez regresan a mi memoria. «Nadie puede resistir la tentación todo el tiempo. El truco reside en evitarla».

Evitarla. Eso es. Debo pensar en cómo sacar a Sally de aquí. Su vestido está arrugado, y su caro peinado es un revoltijo. Será todo un espectáculo cuando salga, y me veo deseando que nadie que la vea piense que se está escabullendo de la habitación de algún otro.

Entonces me doy cuenta de que falta parte de la historia.

—¿Y dónde estaba Addison a todas estas? —pregunto. Como no obtengo respuesta, insisto—. ¡Sally!

—¿Mmmm?

—Addison, Sally. ¿Dónde estaba mi hermano mientras sucedía todo eso?

—¿Addison? —Ríe con disimulo—. ¿Ves?, ahí está el asunto. —Se vuelve hacia el otro lado, dándome otra vez la espalda. Su habla es lenta. ¿Las drogas? ¿La bebida? ¿El cansancio? Supongo que un poco de todo—. Ahí está el asunto —repite—. ¿Recuerdas que la escalera de servicio daba a un pequeño rellano detrás de la cocina? Pues bien, cuando bajé por allí, la cocina estaba a oscuras, pero tenía miedo de encender una luz porque no quería que el tío Oliver me descubriese. Intenté salir por el cuarto de los trastos pero tropecé con un taburete. Supongo que hice demasiado ruido o algo así porque lo siguiente que recuerdo es una mano tapándome la boca. Intenté morder, intenté gritar, intenté patear. Estaba muerta de miedo. Pero, claro, era tu maldito hermano, Addison. —Hace una breve pausa, menea la cabeza y empieza a murmurar como si fuera su mantra—: Addison, Addison, Addison. —Luego, silencio.

—¡Sally! ¡Sally! ¿Qué pasó con Addison? ¿Qué sucedió en la cocina?

—¿Mmmm? ¿En la cocina?

—Sí. En casa de mis padres, cuando Addison te tapó la boca con la mano.

—Ah, ya… Sí, bueno, me dijo que me callara, y yo le pregunté si había estado todo el tiempo en la cocina. Él me preguntó qué tiempo, y yo le contesté que todo el rato que tu padre había estado discutiendo con ese tipo blanco en el vestíbulo. Me preguntó qué tipo blanco. Yo le contesté que el que había estado hablando con el tío Oliver. Me dijo que no sabía de qué le hablaba. Intenté discutir con él, pero me dijo que debíamos salir de allí a toda prisa y nos fuimos por la puerta de la cocina. Ese es el final de la historia.

Tengo la impresión de que falta algo.

—Sally, escucha. Despierta. ¿Tú lo creíste, creíste a Addison, que no hubiera oído nada?

Otra risita.

—¿Creer a Addison? ¿Te estás quedando conmigo? Ese negrazo nunca ha dicho la verdad en toda su vida. —El discurso de Sally se va volviendo grosero a medida que la fatiga la puede—. Sería capaz de decir cualquier cosa con tal de… de conseguir lo que quiere o de acabar.

—Sally. Sally, escucha, por favor. Esto es importante, ¿vale? ¿Crees que Addison oyó la discusión?

—¡Naturalmente que la oyó! —Suelta una risotada que suena como un ladrido. Mi prima tiene un amplio catálogo de carcajadas.

—¿Estás segura?

—Claro que estoy segura. —Otro bostezo. No le queda mucha cuerda—. Me lo dijo cuando lo llamé para decirle que… que se trataba del mismo hombre que fue a nuestra casa después del funeral.

¿Qué has dicho?

—¿Cuándo fue eso?

—Ni idea. —Está casi dormida—. Una semana después. Puede que dos.

Naturalmente.

Lo oyó todo. Y nunca dijo nada. Como de costumbre se guardó sus cartas. ¡Menuda familia! Lo único que sabemos hacer es guardar secretos. Addison oyó la discusión entre mi padre y Colin Scott en Shepard Street hace veinte años, sabía que se trataba del mismo hombre que se hizo pasar por el agente McDermott porque Sally, su antigua amante, se lo dijo más o menos una semana después del funeral y no me ha dicho ni una palabra. Apuesto a que tampoco se lo ha explicado a Mariah, que no habría tardado ni un segundo en incorporar esa información a su teoría sobre la conspiración y en contármelo.

—Sally…

Un ronquido.

Suspiro y me recuesto en la silla. Exhausto, doy una cabezada y sueño terribles pesadillas.

Abro los ojos de golpe. Tras un momento de desorientación, todo vuelve. Sigo dando palos de ciego, y mi prima está profundamente dormida. Son más de las once.

—¡Sally, despierta! ¡Sally, tienes que marcharte! ¡Sally!

Más ronquidos. De los duros, del tipo alcohólico. Como los que oía que salían del despacho del juez durante aquellas terribles noches, tras la muerte de Abby; puede que los mismos que escuchó Addison cuando regresó tras haber acompañado a Sally a su casa en la noche que Colin Scott discutió con mi padre. Aunque también es posible que se limitara a acompañarla hasta la parada del autobús S-4.

Mi hermano. El rey de las tertulias nocturnas. Sí, Sally le tiene tomada la medida. Capaz de cualquier cosa.

—¡Sally! ¡Sally, vamos, despierta!

Me incorporo y voy hacia la cama. Dormida, respirando por la boca entreabierta, con los pequeños puños unidos bajo la barbilla, Sally Stillman tiene un aspecto vulnerable. En estos momentos me resulta fácil verla como la linda adolescente que era en otro tiempo, cuando la espiaba a ella y a mi hermano en Vineyard Howse. Le toco el hombro desnudo, y mis dedos se entretienen unos segundos más de lo que deberían. Su piel es cálida y está peligrosamente viva.

—¡Eh, Sally! ¡Vamos!

Ella murmura algo y se enrosca apartándose de mi mano. No creo que pueda despertarla. Al menos, no sin zarandearla, cosa que no estoy dispuesto a hacer. Los sucesos de las últimas semanas me han dejado emocionalmente agotado, y lo que más deseo es acurrucarme junto al generoso cuerpo de Sally, rodearla con los brazos y perderme en su calor. Estoy tan, tan cansado de tantas y tantas cosas… De preocuparme por conspiraciones, de huir de fantasmas, de discutir con mi esposa. Estoy cansado y me siento solo.

Decido dejar que Sally se quede. Incluso si pudiera despertarla no podría enviarla a su casa en este estado. Eso significa que se va a quedar a dormirla en el hotel. Es por su propio bien.

«Tentación. El truco radica en evitarla».

—No es tan fácil, papá —murmuro para mis adentros sentado en el borde de la cama donde descansa mi prima, ajena a mi desvalimiento. Me recuerdo que soy un hombre casado, pero la habitación se me antoja terriblemente pequeña y la cama terriblemente grande. Tengo la garganta seca. Mis dedos, casi al margen de mi voluntad, acarician una vez más el hombro sugerente y redondo de Sally.

Luego, se apartan.

«Evitarla».

Voy al armario en busca de otra manta con la que cubro la dormida forma de Sally. Me quito la corbata y los zapatos y regreso a la silla del escritorio para seguir con mi vigilia.

Qué desastre.