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Conversación con un coronel

I

Vera y el coronel se sorprenden al verme, ya que, a pesar de diez años de relaciones, casi nunca voy a visitarlos cuando estoy de paso por Columbia. Su modesta residencia de la calle Dieciséis se halla en el centro de la Gold Coast, mientras que la del juez (y desde hace poco de Mariah) es más grande y linda con la nación más pálida. Igual que la carrera de mi padre.

Mis suegros me dan la bienvenida efusivamente tras haber encerrado a los perros en el jardín de atrás puesto que saben que sufro de alergia, hecho que el padre de Kimmer me tiene en cuenta ya que considera que delata una falta innata de masculinidad. Por el número de abrazos que intercambiamos, estoy a punto de creer que se alegran de verme. Entonces recuerdo el glacial almuerzo que tuvo lugar en esa misma casa el día de Acción de Gracias, hace un par de semanas, y la tendencia de los Madison a cambiar de humor, normalmente sin aviso previo. Me conducen hasta el pequeño salón familiar de la parte de atrás, un porche reacondicionado cuya decoración es una sofocante combinación de souvenirs llevados desde todos los puertos del mundo y fotografías y menciones del coronel en los días en que era, ya que así le gusta describirse, un conductor de hombres. Vera nos sirve queso y galletas y nos pregunta qué deseamos beber. El coronel pone mala cara ante la bandeja y manda a su mujer de nuevo a la cocina en busca de frutos secos.

Las estanterías muestran toda una serie de imágenes de Kimmer y de su hermana, Lindy —bautizada como Marilyn—, que van desde la infancia hasta la actualidad y en las que ya es posible descubrir, incluso a temprana edad, un rastro de desafío en la forma en que la gordezuela Kimmer mira a la cámara mientras la esbelta Lindy parece más distante y menos dispuesta. Los Madison, al igual que los míos, siempre se han mostrado sorprendidos a causa de mi aparente preferencia por Kimmer. Sus padres recuerdan claramente que salí con las dos, aunque nunca al mismo tiempo. Lo que no saben es que fue Kimmer la que me devolvió la iniciativa.

Vera regresa con las bebidas y los frutos secos.

Tomamos asiento rodeados de chucherías y cretonas. Los Madison están tan nerviosos como yo y fingen que se lo están pasando estupendamente y que es algo que hacemos todos los días. El coronel bebe escocés a palo seco. Un cigarro se consume en un cenicero robado en algún crucero, ya que los Madison dan la impresión de pasarse la vida navegando por esos mundos. Vera sorbe un poco de vino blanco. Yo sigo con mi habitual ginger ale. Nunca sé cómo empezar una conversación con mis suegros, cuyas escépticas miradas y bruscos modales a menudo hacen que me pregunte si me culpan de haber arruinado el matrimonio de Kimmer con André Conway. Puede que opinen que, de no ser por el vil y traicionero Talcott Garland, su hija habría sido una esposa fiel y ellos tendrían un yerno que haría películas y saldría constantemente por televisión en lugar de uno que enseña derecho y no sale de su despacho. Me hacen un par de preguntas sobre Kimmer para cumplir, pero el tema les incomoda y enseguida pasamos a otra cosa. El coronel se interesa por cómo van las cosas por Elm Harbor: ha oído que los especuladores están comprando los barrios abandonados y se pregunta si debería meterse en el negocio. Miles Madison, a decir de él mismo, posee casas desocupadas en la mitad de las ciudades de la costa Este que solo aguardan que suba el precio de la vivienda. En algunos lugares así ha sucedido. Kimmer siempre se esfuerza en explicar que, dado que su padre no tiene inquilinos en los barrios abandonados donde invierte, no puede ser considerado un explotador de los pobres.

Cuando hemos agotado el asunto de la propiedad inmobiliaria de Elm Harbor, Vera, la perfecta anfitriona, hace unas educadas preguntas sobre la facultad de derecho. Naturalmente, ha visto a Lemaster Carlyle en televisión con frecuencia y me pregunta cómo es en realidad. Yo le contesto con igual educación aunque ardo por dentro. Entonces, mis suegros se ponen efusivos y me preguntan por el maravilloso Bentley, ya que Lindy, la joya de la Gold Coast en su juventud, solo se ha casado una vez y mal y aún debe darles nietos. En la actualidad no es más que otra mujer negra, cuarentona y separada que aguarda un golpe de suerte; una situación de lo más común en la nación más oscura, donde los matrimonios entre parientes, la violencia, la cárcel, las drogas y las enfermedades se combinan para diezmar a los hombres casaderos.

Entonces llega el momento de ir al grano, y Vera se da cuenta de con quién tengo que tratar.

—Os dejaré, a vosotros los hombres, a solas —murmura al tiempo que se retira.

Vera siempre se somete al dictado de su marido, por mucho que en otros aspectos sea igual que su hija: carece de timidez y de cualquier tendencia a pasar desapercibida.

—¿Y bien, Talcott, qué puedo hacer por ti? —pregunta jovialmente el coronel agitando el puro en su recia mano.

Me ha ofrecido uno, pero he rehusado: a diferencia de André, ni fumo ni bebo ni suelto tacos. Como resultado, el coronel me tiene por menos hombre. Su tersa y pelada cabeza reluce.

Por un momento, mi mente vuelve absurdamente al episodio del Dupont Circle de hace una hora y titubeo. Me pregunto tontamente si la mujer de los patines no estará espiando a través de la ventana desde los arbustos de fuera, puede que sosteniendo un micrófono direccional, de esos que pueden captar las voces dentro de una habitación registrando las vibraciones de los cristales. Me obligo a concentrarme y regresar a la estancia para enfrentarme a la mirada desafiante del coronel.

—Mi padre tenía una pistola —le digo llanamente. Se le agrandan las pupilas, y su gesticulación con el puro se intensifica; pero, aparte de eso, no muestra otras reacciones. Por lo tanto, continúo—: He hecho algunas indagaciones… Tengo entendido que es fácil hacerse con una en Virginia.

—Lo es. Yo he comprado algunas.

—Bien. Ahí está el asunto: que no creo que él la comprara allí.

—¿No lo crees?

—Es que no puedo imaginar a mi padre escabullándose por el Memorial Bridge en plena noche con un arma ilegal escondida en el maletero. No sé… no habría sido propio de él.

Una leve sonrisa le surca el rollizo rostro. Acaba su bebida. Mira a su alrededor en busca de su esposa para que le prepare otro, pero entonces recuerda que se ha marchado y se levanta para servírselo él mismo. Me señala la botella de ginger ale, y yo niego con la cabeza.

—Probablemente estás en lo cierto —responde en voz baja al regresar a su butaca.

—No es que mi padre no hubiera sido capaz de tener un arma ilegal, sino que no habría corrido el riesgo de que lo descubrieran.

—Mmmm.

—Por otra parte, tú tienes una buena colección de armas en el sótano.

—Una colección que no está mal —reconoce mi anfitrión, que ha fallado en sus numerosos intentos de interesarme en su afición.

—Bien, lo que opino es que si mi padre quería una pistola no me cuesta imaginar que pudiera haberla tomado prestada de las tuyas.

La sonrisa se le ensancha.

—A mí tampoco me cuesta imaginarlo.

Suelto un suspiro.

—Para ser sincero, me estaba preguntando cuándo te pidió esa pistola y por qué dijo que la necesitaba.

El coronel se remueve cómodamente en su asiento, le da una chupada al cigarro y exhala unos cuantos aros de humo, pero no hacia mí.

—Yo diría que fue… hace cosa de un año. Puede que un poco más. Digamos que en octubre del año pasado porque nosotros acabábamos de regresar de… —Vuelve la cabeza ligeramente y llama—: Vera, ¿dónde estuvimos el pasado octubre?

—¡En Santa Lucía! —grita ella desde la otra habitación por encima del ruido del televisor. El acento jamaicano de Vera se ha ido desvaneciendo con los años. El del coronel ni se nota.

—No este octubre, sino el del año anterior.

—En el Pacífico Sur.

—Gracias, muñeca. —Sonríe avergonzado—. Las viejas células grises ya no son lo que eran. Sí, habíamos regresado del Pacífico Sur… Me parece que os invitamos a venir.

—No.

—¿No? Puede que fuera a Marilyn; pero habría jurado que se lo dijimos a Kimmer. ¿No estabas tú libre de la facultad o algo así? Pensamos que tendrías tiempo disponible…

El coronel ve la respuesta al mismo tiempo que yo: sí, invitaron a Kimmer, y ella declinó el ofrecimiento sin ni siquiera consultármelo. Puede que incluso mintiera a sus padres y les contara que era yo el que no podía. Verse encerrada en un barco en compañía de sus padres y su esposo durante dos semanas es exactamente la noción que mi mujer tiene del infierno. Él se da cuenta de su paso en falso y se apresura a remediarlo.

—Como iba diciendo, hacía tres o cuatro días que habíamos vuelto cuando me llamó Oliver. Vino por la noche, se sentó ahí mismo, donde tú estás, y me preguntó si podíamos charlar en privado. No era de los que se andan por las ramas. —Lo dice mirándome fijamente, como si yo sí lo fuera—. Y me contó lo que quería.

—¿Qué fue exactamente lo que dijo?

—Me dijo que a su edad estaba empezando a preocuparse por su seguridad y que yo podía ayudarlo.

—¿Seguridad? ¿Su propia seguridad?

El coronel asiente y exhala unos cuantos aros de humo más. Me estoy mostrando brusco con ese estilo medio olvidado que solía usar ante los tribunales, pero no lo puedo evitar: es algo que le vuelve a uno, como el montar en bicicleta. Al padre de Kimmer no parece molestarle el interrogatorio. Se está divirtiendo, y en sus ojos ha aparecido un destello.

—Esa fue mi impresión. Me parecía… —De repente se da la vuelta en el asiento, y la luz se le refleja en la calva de un modo distinto—. ¡Vera! ¡Eh, Vera!

Ella aparece en la habitación al instante, con las manos en las caderas. Probablemente nos estaba escuchando desde el hueco.

—¿Sí, cariño?

—El maldito cigarro ha salido malo. Por favor, sé un encanto y baja a mi despacho a buscarme otro.

—Naturalmente, cariño.

Ella se encamina sin pérdida de tiempo hacia la escalera que conduce al sótano, y yo soy testigo por enésima vez de aquello ante lo que Kimmer se rebeló; pero también sé que no hay nada malo con el cigarro, que el coronel simplemente la está alejando.

—Qué encanto —murmura al verla salir—. ¡Eres un encanto! —grita, pero ella está fuera de su alcance, que es lo que él esperaba. Entonces, se inclina hacia mí, completamente serio.

—Mira Talcott, no sé exactamente qué demonios ocurría. Nunca he visto a tu padre asustado en toda su vida, y eso que lo conozco desde hace más de veinte años; perdón, lo conocía. Pero si me perdonas la expresión, estaba blanco de miedo. No quiso decirme para qué quería la pistola. Solo que la necesitaba con urgencia.

—¿Y tú se la diste? ¿Sin hacerle preguntas?

—Le hice un montón de preguntas y no conseguí ninguna respuesta. —Suelta una carcajada. Ha tratado en otras ocasiones con fantoches. Acto seguido recupera el tono serio—. Mira, Talcott, lo vi antes de que nos marcháramos de crucero y volví a verlo después y estaba… ¡Demonios, estaba aterrorizado! ¿Vale?

Intento trazar un semblante del juez aterrorizado y solo consigo una hoja en blanco.

Miles Madison sigue hablando en voz baja y firme.

—Así pues, fuera lo que fuese lo que le tenía atemorizado, tuvo que ser algo que ocurrió mientras estuvimos de viaje. Estoy hablando de octubre del año pasado, justo un año antes de que muriera, y debió de ponerle los pelos de punta. Si averiguas lo que sucedió, sabrás por qué quería la pistola.

Vuelve la cabeza bruscamente ya que tiene un sexto sentido que lo mantiene alerta, como en la época en que estaba en la infantería.

—¡Vera, encanto, gracias por el puro!

—Me parece que al que estás fumando no le pasa nada malo.

Él le sonríe como un corderito.

—Ya lo sabes. Estas malditas importaciones… No tienen ningún control de calidad. —Entonces se gira hacia mí y me guiña el ojo—. Talcott y yo estábamos haciendo una apuesta amistosa sobre una partida de billar.

Pero nadie gana al coronel al billar. Hace trampas.

II

Vera y el coronel acaban dándome de cenar. Quiero escapar, pero rechazar su hospitalidad seria de mala educación. Para cuando estoy de regreso en el Hilton ya han pasado casi cuatro horas. Están a punto de dar las ocho, y las calles de Washington están casi sumidas en la oscuridad del preinvierno. Me he perdido el último día de la conferencia, pero estoy seguro de que no me habrán echado de menos.

El vestíbulo está lleno de ciudadanos de la nación más oscura, en su mayoría vestidos de noche. Esmóquines negros con brillantes fajas para los hombres, y relucientes vestidos de distintos largos para las mujeres se deslizan arriba y abajo por las escaleras adoptando poses para las inexistentes cámaras. ¡La «gente guapa»! Nadie muestra un gramo de sobrepeso, y todos los zapatos de charol aparecen inmaculadamente pulidos, no se ve un cabello fuera de sitio y una expresión que no sea altiva. El tipo de reunión de la gente de mis padres y de los Madison.

Me pregunto a qué acontecimiento acudirán. Con mi sencillo traje gris, sudoroso tras mi breve carrera y más sudoroso aún después de la larga caminata, me siento fuera de lugar; como si perteneciera a un nivel muy inferior del paraíso habitado por esa radiante multitud. A juzgar por las miradas de escepticismo que me dirigen, alguien de entre esa gente de bien debe de pensar lo mismo: que este descompuesto individuo que camina furtivamente enfundado en su traje gris no es, como habría dicho mi madre, su tipo de negro. Aunque el absurdo sistema norteamericano de establecer las diferencias raciales considere negros a todas esas celebridades, la mayoría de ellas son lo bastante pálidas para haber superado la prueba de la bolsa que tanto y tan justificadamente enfurecía a Mariah en su época de la universidad y que no consiguió pasar por mucho que se diga que ya no se practica: «Si tu piel es más oscura que esta bolsa de papel, no podrás unirte a nuestra comunidad». ¡Qué enfermos estamos! Un sentimiento largamente enterrado, que brota de alguna fuente putrefacta de mi interior, me coge por sorpresa y me inunda con una fría y brutal oleada de odio hacia el estilo de vida de mis padres, hacia su exclusivo círculo social y hacia sus crueles comentarios a todos los que no pertenecían a él. Y también odio hacia mí mismo por todas las veces que acabé respondiendo a sus despectivas preguntas sobre a qué colegio iba tal amigo mío o quiénes eran sus padres o incluso dónde se habían educado estos. A medida que se fue haciendo mayor, Addison empezó a replicarles, pero Mariah y yo nunca lo hicimos. Puede que eso le proporcionara una independencia que mi hermana y yo perdimos. Por un momento, todo el vestíbulo da vueltas a mi alrededor y me veo preguntándome, tal como hacía en los días de mi militancia en la universidad, quién es el verdadero enemigo, puesto que aquellos de nosotros que nos considerábamos la vanguardia radical en la batalla por un futuro mejor nos pasábamos la mitad de las noches despiertos y maldiciendo a nuestra burguesía negra. E. Franklin Frazier estaba en lo cierto: veo a mi padre y a su fría e intelectual diversión ante los «otros negros»; veo a mi madre y sus elitistas grupos de amigas y clubes sociales viviendo una imitación negra del estilo de la sociedad blanca, llegando a imitar en su desesperada lucha por alcanzar el rango social las actitudes raciales de la mayoría. Me quedo tan aturdido por las visiones que pasan furiosamente por mi mente que, por un momento, soy incapaz de moverme, hablar o dejar de contemplar a toda esa «gente guapa» moviéndose a mi alrededor.

Entonces, la parte de mi ser que sorbió la ocasional y pomposa sabiduría del juez se impone. Semejantes pensamientos, me digo, son indignos, una distracción y no del todo justos. Además, tengo otras preocupaciones; así que me esfuerzo por desvanecer esas visiones.

Por el momento.

Me abro paso por el vestíbulo metiendo barriga, con los ojos puestos en el ascensor, pero al mismo tiempo escrutando casi automáticamente la exultante multitud en busca de algún rastro de la mujer de los patines o, para el caso, del socio del difunto Colin Scott, el desaparecido Foreman. Me pregunto por qué la patinadora me seguía; me pregunto por qué me buscaba con tanto ahínco y por qué mi primer pensamiento fue escapar. La verdad es que estuve tentado de salir de mi escondite y enfrentarme con ella, ya que ni entonces ni ahora creo que la patinadora vaya a hacerme ningún daño. Puede que me esté engañando. Sigo viendo su rostro, no con la irritada concentración de la infructuosa búsqueda, sino con la coqueta y dentona sonrisa de nuestro primer encuentro. Me lo quito de la cabeza. Intentar hallarle sentido es como dar palos de ciego.

Igual que intentar imaginar por qué el juez estaba lo bastante asustado para procurarse una pistola.

Al pasar ante la tienda de regalos espío a dos profesores de derecho, miembros de la nación más pálida, que parecen bastante perdidos con sus franelas y tweeds mientras contemplan a los reunidos con ojos aprensivos. Me saludan con la mano, como si les consolara encontrar un rostro amigo en un vestíbulo que de repente se parece a un pase de modas de Essence. Les devuelvo el gesto y sonrío, pero prefiero no reunirme con ellos para la consabida ronda de chismorreo académico posconferencia porque parecería una forma de rechazar a los míos. En su lugar, decido subir a mi habitación para jugar una partida de ajedrez con mi ordenador hasta que me entre sueño, que es como paso la mayoría de las noches que estoy fuera de casa y también muchas de las que me quedo. Me escabullo entre el gentío, intentando no tropezar con nadie, consiguiéndolo a ratos y saludando con la cabeza a algún rostro familiar. Estoy a punto de alcanzar el ascensor cuando una figura agradablemente redondeada y embutida en un vestido color púrpura ofensivamente ajustado se aparta de un grupo de parlanchines amigos y se dirige decididamente hacia mí.

—¡Tal! ¡No tenía ni idea de que estabas en la ciudad!

Contemplo con estupefacción a Sarah Catherine Stillman, Garland de soltera, apareciendo ante mí.

—¿Sally? —consigo decir—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Que qué estoy haciendo aquí? —La prima Sally suelta una risita, me da una palmada en la mejilla y toma mi mano entre las suyas. Las tiene húmedas. En su mirada brilla el destello de alguna sustancia, de la que sea que está abusando esta semana. Lleva el largo cabello peinado en trencitas con pedrería, algunas negras, otras castaño claro, todas falsas—. Estoy aquí para la recogida de fondos. Pero la verdadera pregunta, cariño, es qué haces tú y dónde está tu esmoquin —replica golpeando mi chaqueta de lana con fingida desaprobación.

—Esto… No he venido para la colecta, sino por una conferencia sobre la reforma de la acción de responsabilidad. —Balbuceo, pero no veo forma de evitarlo—. Somos solo un puñado de profesores. Presenté mi informe ayer. —Hago un gesto en dirección a la escalera que conduce a la sala de conferencias. No me cabe duda de que no tiene ni idea de lo que le hablo.

Sally me escruta de cerca con ojos acuosos.

—¿Estás bien, Talcott? No tienes buen aspecto.

—Estoy perfectamente. Escucha, Sally, me alegro de verte, pero debo marcharme.

Aguardo lo que me parece una eternidad pero no deben de ser más que un par de segundos, y ella me contesta haciendo caso omiso de mi decidido esfuerzo por escapar mientras me dice lo que quiere.

—¡Tal, estoy tan contenta de haberte encontrado! Había pensado en llamarte. —Se pone de puntillas (cosa nada fácil teniendo en cuenta la altura de sus tacones) para susurrarme al oído—: Tal, escucha, necesito hablar contigo acerca de dónde vi al agente McDermott.

Tras los sucesos de las últimas horas, tardo una eternidad en recordar que «McDermott» era el nombre usado por el difunto Colin Scott, y que Sally me dijo el día en que apareció en casa de mi padre que lo conocía de antes.

De repente me siento harto de teorías. Mi padre está muerto pero me deja notas, mi esposa está haciendo Dios sabe qué, y a mí me sigue una misteriosa mujer que estaba en Martha’s Vineyard cuando Scott se ahogó. La mente humana, especialmente bajo presión, solo puede asimilar una cierta cantidad de información, y yo he sobrepasado mi capacidad.

—Te lo agradezco, Sally, pero no creo que este sea el momento ni el lugar para…

Ella me interrumpe, y su aliento a vino me roza el rostro.

—Lo recuerdo de haberlo visto en la casa, Tal, en Shepard Street. Hace años. —Pausa—. Conocía a tu padre.