Un paseo en torno al Dupont Circle
La conferencia sobre la reforma de la acción de responsabilidad tiene lugar en el Milton Hotel and Towers de Washington, a unas pocas manzanas de distancia del Dupont Circle.
Tras mi encuentro con el juez Wainwright no regreso al hotel directamente, sino que busco desesperadamente un poco de distracción. Le pido al taxista que me deje en Eye Street y me voy a ver al librero con el que estuve en mi última visita a la ciudad. El hombre no solo me recuerda, sino que me asegura que anda detrás del panfleto de Fisher que le pedí. Charlamos un rato y después camino hacia L Street para dar una rápida vuelta por Brook’s Brothers en busca de la corbata perfecta para que combine con una americana de seda amarilla que Kimmer me ha regalado a su regreso de San Francisco (otro premio que añadir a mi lista por ser el segundo mejor). Compro unos calcetines y cojo otro taxi con la intención de que me lleve al hotel a tiempo para las últimas sesiones.
Mientras el conductor da la vuelta a la manzana y enfila hacia el norte por la calle Veinte, me recuesto e intento relajarme. A pesar de la tensión de mis músculos llego incluso a dormitar un poco. Durante estos tensos últimos días voy dando cabezadas donde puedo.
El taxi gira a la derecha por la avenida New Hampshire, y el conductor me dice de repente:
—No es que sea asunto mío, jefe, pero ¿sabe usted que nos sigue un coche?
Despierto de golpe y me doy la vuelta en el asiento.
—¿Qué coche?
—El verde pequeño. Allí. ¿Lo ve?
Lo veo. Se halla un par de vehículos más atrás. Un sedán de lo más normal.
—¿Cómo sabe que nos sigue?
—Lo he recogido a usted y he dado la vuelta a la calle. —Se refiere a que ha subido la tarifa del viaje porque en Washington no hay taxímetros y lo que cuenta para establecer el precio del viaje es cuántas zonas de tarifa cruza el taxi. Muchos conductores escogen un trayecto u otro para cruzar tantas demarcaciones como sean posibles—. El coche verde ha dado la vuelta. He vuelto a girar a la derecha, y él a la derecha. He girado otra vez a la derecha, y él también. En mi país veo a menudo coches haciendo lo mismo. Los coches de la policía secreta.
Estupendo.
Pienso deprisa. Con Scott muerto no se me ocurre quién puede estar siguiéndome; pero, estando en Washington, no puedo quitarme de la cabeza las imágenes de lo que le hicieron a Freeman Bishop. Conan o no Conan, detenido o no, me recorre un escalofrío.
¡Piensa!
Dentro de treinta segundos mi taxi llegará al exasperante lío de Dupont Circle, donde solo se aventuran los que no conocen la ciudad o los conductores más experimentados porque hay que cambiar de carril a toda velocidad y con precisión según el cruce por donde uno quiera meterse y, al mismo tiempo, dar vueltas en el sentido contrario a las agujas del reloj mientras se esquiva a otros conductores igualmente desconcertados y a los peatones que saltan de una isla a otra. Sigo observando el coche verde. El conductor no es más que un borrón tras el parabrisas. Parece que lleva acompañante, pero resulta difícil de decir.
Seguramente mi taxista se equivoca.
Pero ¿y si no? Puede que alguien quiera averiguar adónde me dirijo. No es muy probable, lo sé. Sin embargo, el coche verde sigue ahí y, sea quien sea, no me gusta.
—Cuando llegue al Dupont Circle métase en el carril de Massachusetts Avenue.
—¿Hacia qué dirección?
—No sé… hacia el sur o el este… No, hacia el Capitolio.
—Quiere decir hacia el Washington Hilton, en Connecticut Avenue.
Nos detenemos en el semáforo antes del Circle. El sedán verde está solo dos coches por detrás. El asiento del pasajero está definitivamente ocupado.
—¿Cuál es la tarifa para el Hilton?
El taxista dice una cantidad.
Meto la mano en la cartera, tomo un billete de veinte y con una mueca se lo echo en el asiento. El tipo comprende al instante que se quedará el cambio.
—Coja por Massachusetts; luego, por la primera a la derecha, tras ese edificio gris. El de la esquina.
Se lo señalo. Conozco bien el sitio porque en otro tiempo, cuando Kimmer y yo hacíamos el tonto a espaldas de su marido creyendo mantener en secreto lo que todo el mundo sabía, ejercí como abogado para un bufete que tenía allí sus oficinas. El taxista no dice nada. Sin duda estará preguntándose por qué huyo del sedán verde. Lo cierto es que yo también. No obstante, trazo mis planes aunque solo sea para el caso de que no me haya vuelto loco.
—Guárdese el cambio —le digo. Sigue sin contestar—. Cuando se meta en Massachusetts vaya todo lo rápido que pueda —prosigo—. Luego, entre en la Dieciocho a toda prisa.
Los fatigados ojos del conductor se encuentran con los míos en el retrovisor. No le gusta la situación. Asocia un coche siguiendo a otro con la policía. En su país, sea cual sea, la policía son los malos. ¿Y aquí, en Norteamérica…?
—Escuche —le digo añadiendo otro billete de veinte de mi disminuido efectivo—, no soy ningún criminal, y los tipos de ese coche no son de la policía, ¿vale?
El conductor se encoge de hombros. No está dispuesto a comprometerse en un sentido u otro, pero no me devuelve el dinero.
El semáforo cambia, y el taxi se lanza hacia delante con tal brusquedad que seguramente esta noche acabaré en alguna sala de urgencias para que me traten el latigazo cervical. Me agacho y miro hacia atrás. Mientras mi chófer serpentea entre el tráfico, el sedán verde nos sigue. Miro al frente. ¡El taxista no se ha metido por donde le he dicho! ¡Ha decidido que no quiere colaborar! Estoy a punto de sacar más persuasión de mi cartera cuando, sin avisar, el taxi salta por encima del bordillo hacia Massachusetts Avenue entre los bocinazos de los atónitos conductores y los peatones que corren en busca de refugio. Mientras dejamos atrás al sedán verde, me pregunto a qué se dedicaría este taxista que le hizo huir a Estados Unidos llevando consigo un conocimiento tan detallado de los procedimientos policiales de su país.
Y de cómo escapar de ellos.
Probablemente será mejor que no me entere.
Volamos por el complicado cruce, giramos bruscamente y nos metemos en Massachusetts. El coche verde se ha quedado atrapado ante un semáforo y en el carril equivocado. La puerta del acompañante se abre de golpe justo cuando doblamos la esquina por detrás del edificio gris.
—Aminore un momento —le digo al taxista tan pronto como el coche verde queda fuera de mi vista. Sé que el pasajero nos acabará cogiendo porque puede ir más deprisa corriendo por entre los coches parados. Solo dispongo de unos segundos. Le doy al conductor un billete de diez. He agotado los de veinte. Niega con la cabeza pero frena a pesar de todo. Abro la puerta y, agachado, me apeo del taxi que sigue rodando.
—¡Váyase ya! —le grito dando un portazo.
No necesito repetírselo.
Mientras el taxi desaparece tras la esquina echo a correr por el estrecho callejón que separa la parte trasera de mi antiguo bufete del viejo edificio de al lado, un instituto privado o algo parecido. El callejón sin salida da a la entrada de servicios del bloque, y sin duda hay cámaras de seguridad vigilando la zona. Me agacho tras un contenedor verde justo cuando mi perseguidor pasa corriendo. Entonces, se me desorbitan los ojos y lucho para controlar el repentino temblor que se ha apoderado de mis extremidades. Aguardo. Mi instinto me dice que todavía no se ha terminado. Miro mi reloj. Pasan tres minutos. Cuatro. El callejón apesta a orines y basura, y me percato por primera vez de que tengo compañía: un vagabundo, con sus pertenencias metidas en bolsas de plástico, duerme profundamente cerca de la plataforma de descarga del bloque de oficinas. Sigo observando la calle. Al final, el coche verde pasa por delante, moviéndose despacio mientras el invisible conductor seguramente va comprobando portales y setos. Me pregunto por qué no han seguido al taxi. Habrán visto que me apeaba. Me oculto entre las sombras. El coche verde ha desaparecido, pero sigo esperando. Un ruido en el contenedor llama mi atención, pero se trata solo de un raquítico gato negro que mordisquea algo putrefacto. No soy supersticioso, al menos no creo serlo. Espero. El vagabundo masculla y estornuda, el típico sonido alcohólico que recuerdo de la época en que el juez solía encerrarse en su estudio. Transcurren diez minutos. Y más. Como era de prever, el pasajero del sedán vuelve a pasar ante mí; sin duda tras haber dado la vuelta a la calle. El coche reaparece. Se abre la puerta. Parece que discuten. El pasajero señala hacia el final de la calle, vagamente hacia mi escondrijo, pero hace un gesto de indiferencia y sube al vehículo. El sedán se aleja. No obstante, sigo esperando. Permanezco oculto tras el contenedor durante al menos media hora antes de incorporarme y unirme al flujo de peatones. Entonces vuelvo sobre mis pasos y meto mi último billete de diez en uno de los bolsillos del vagabundo.
Más dinero culpable.
De nuevo en la acera, cruzo Massachusetts Avenue y me doy un paseo por Dupont Circle, deteniéndome en las mesas de piedra de ajedrez y fingiendo que me interesan las partidas; pero, en realidad, estirando el cuello para comprobar si localizo el coche verde o a su furtivo pasajero. Voy de mesa en mesa, observando las posiciones en los tableros. Los jugadores forman un verdadero arco iris, una mezcla azarosa de razas, edades e idiomas. Algunos de ellos parecen muy buenos, aunque lo cierto es que no presto demasiada atención a sus jugadas. Un viejo chalado empieza a gritar a la joven que lo ha derrotado. La mujer, que tiene tan buen aspecto como mis clientes del comedor de beneficencia, lleva una redecilla en el cabello y unas gafas reparadas con cinta adhesiva. Ella señala con un dedo tembloroso a su vencido oponente, y él lo aparta de un manotazo mostrando sus ennegrecidos dientes. Los mirones toman partido y las otras mesas se quedan sin espectadores. El gentío que se apiña se vuelve bronco. Abogados con móviles en el cinturón forcejean con mensajeros para tener mejor vista de la esperada pelea. Me meto entre la multitud intentando mirar en todas direcciones a la vez. No recuerdo otro momento en que haya disfrutado de una percepción tan aguda. No tengo miedo. Me siento vigorizado. Veo los colores de cada rama y de cada árbol con tal nitidez que es como si pudiera respirar su tonalidad, y soy capaz de examinar el rostro de los cientos de transeúntes que pasan por el parque a cada minuto. Transcurre otra media hora. No hay señales del sedán verde ni de su pasajero. Tres cuartos de hora. Finalmente me alejo y me dirijo al Hilton.
Entonces cambio de opinión. Antes hay una parada que quiero hacer porque tengo algo nuevo que preguntar y sé dónde preguntarlo. Busco un cajero automático y saco otros cien dólares de nuestra menguada cuenta. Ya buscaré la manera de explicárselo a Kimmer. Me meto en una cabina y hago una rápida llamada. Luego, cojo otro taxi y le doy la dirección.
Dejamos atrás el Hilton y tomamos un atajo en sentido este por Columbia Road, cruzando el bullicioso y abigarrado barrio de Adams-Morgan, donde, tras terminar la facultad, viví algunos años en un diminuto apartamento con mis libros, mi tablero de ajedrez, un colchón en el suelo y alimentándome casi exclusivamente de zumo de manzana y de pasteles de carne jamaicanos de una tienda vecina hasta que, gracias a los apremios de Kimmer, me mudé a un vecindario mucho más caro y a un horrible edificio de pisos moderno al final de Connecticut Avenue. Sentado en el asiento trasero de mi cuarto taxi del día niego con la cabeza enérgicamente al recordar que Kimmer seguía casada con André Conway cuando empezó a quejarse de cómo vivía yo. El taxi pasa por delante de mi antiguo domicilio, y me enternezco con tanto sentimentalismo. Llegamos a la calle Dieciséis y giramos hacia el norte, en dirección al corazón de la Gold Coast. Durante todo el camino permanezco alerta ante cualquier señal del sedán verde o del pasajero que me buscaba a pie.
Un pasajero conocido. El pasajero de mis sueños.
La mujer de los patines.