20

El palacio de justicia

I

¡Misha, qué alegría verte! Pasa. Pasa. Nos abrazamos porque él es un hombre y yo también. Mi padre decía que en la actualidad los jueces temen abrazar a sus asistentas, pero algunas de esas frases se las inventaba.

Wallace Warrenton Wainwright se hace a un lado y me ruega que me reúna con él en su despacho. El fornido bedel negro que me ha acompañado desde la recepción ha desaparecido, y, cuando se cierra la puerta del antedespacho solo quedamos Wallace Wainwright y yo. Es un hombre alto, por lo menos un metro noventa, de hombros más anchos que musculosos y cabello castaño canoso que empieza a escasear, cuyo afable rostro posee un aire deliberadamente ascético. Parece una persona satisfecha de ser tan inteligente como es. Tiene más aspecto de fraile —franciscano, sin duda— que de juez, y si uno se sentara a su lado en un avión nunca diría que Wallace Warrenton Wainwright es magistrado del Tribunal Supremo; pero así es como pasará a la historia.

Fuera de su espacioso despacho zumban los ordenadores, las impresoras sisean, los ayudantes van de un lado a otro y los teléfonos suenan sin estridencias; todos ellos son los sonidos —que el juez Wainwright calificaría de tumulto— de la justicia en curso. Y, si bien es cierto que el Tribunal Supremo ha hecho justicia, no ha sido tanta como la gente en general cree, ya que durante la mayor parte de su historia se ha comportado más como un seguidor de los cambios que como su promotor. A nosotros, los profesores de derecho, nos gusta hablar y escribir como si el pasado hubiera sido de otro modo, como si los jueces solo recientemente hubieran abandonado su papel tradicional de defensores de los débiles frente a los poderosos.

Decimos y escribimos tonterías.

Como cualquier otra institución, el Tribunal Supremo se ha convertido principalmente en el aliado de los iniciados; idea que no debería sorprender porque solo los iniciados tienen la oportunidad de convertirse en los presidentes que designarán a los jueces o en los senadores que los ratificarán o en los candidatos de entre los que resultarán elegidos. Los liberales citan los casos de «Brown versus la Comisión de Educación» y «Roe versus Wade» como si así hubieran identificado el papel adecuado del Supremo en el seno del gobierno de la nación cuando lo único que han hecho ha sido destacar un período concreto de su historia en el que los jueces se dedicaron a intentar cambiar Norteamérica en lugar de conservarla como estaba. Esa época pasó, y el Supremo no tardó en dejar de ser el motor de la evolución social, cosa que probablemente habría hecho muy felices a los padres de la Constitución. Al fin y al cabo, Madison y Hamilton también formaban parte de los iniciados.

El juez Wainwright, el excelentísimo juez Wainwright —como lo habrían llamado según la vieja y sexista tradición— es sin duda un iniciado porque conoce a todo el mundo; es decir, a todo el mundo importante en Washington. No es de extrañar, por tanto, que fuera el único de entre los magistrados del Supremo que asistió al funeral de mi padre. Al fin y al cabo, si va a todas las bodas, ¿por qué no va a ir a todos los entierros?

Mientras contemplo la amplia estancia, con su moqueta azul y el enorme escritorio, mis ojos se posan en la pared donde cuelga el ego de su propietario: un conjunto de fotografías del juez con todo el mundo, desde Mihaíl Gorbachov hasta Bob Dylan, pasando por el Papa. Hay una de un severo Wainwright con su uniforme de la marina, y un marco con todas sus condecoraciones. Hay otra de un sonriente Wainwright con un puñado de bebés en su regazo (sus nietos, supongo). Las demás paredes están cubiertas de estanterías repletas de ejemplares encuadernados en color crema con los Informes de Estados Unidos, todas las actas oficiales de las decisiones del Tribunal Supremo, y eso a pesar de que en nuestra era digital ningún abogado de menos de treinta años abre nunca un libro, puesto que todo lo que se encuentra en ellos también está disponible on line (al menos, eso creen por desgracia los jóvenes letrados). Meneo la cabeza en un vano esfuerzo por imaginar este despacho convertido en el de mi padre de haber transcurrido los acontecimientos de otra manera, y me asalta una oleada de fatalismo, la noción de que nada de lo que se hubiera podido hacer habría alterado el desenlace.

Nada.

Wallace Wainwright, con su fino olfato político, se da cuenta de mi incomodidad, me toma por el codo y me conduce hasta un mullido sofá azul mientras él se acomoda en una dura butaca de madera situada diagonalmente respecto a mí. Por encima de su hombro y a través de la alta ventana veo una parte del edificio del Capitolio y su enorme cúpula gris, azotada por la helada llovizna que es parte predecible de los diciembres de Washington. A pesar del tiempo, disfruto de la deliciosa libertad del haragán: esta lluviosa tarde estoy haciendo novillos en la conferencia sobre la reforma de la acción de responsabilidad que me paga los gastos del viaje a la ciudad. No soy lo bastante importante para que me echen de menos. Sin embargo, sentado en los aposentos de Wainwright, en la cita que me concertó Rob Saltpeter, que hace unos años fue su asistente, me esfuerzo por hallar el modo de empezar. Estoy tan nervioso como un estudiante de primer año al que se le pidiera que recitara un caso.

Wallace Wainwright espera. Y espera. Puede permitirse esperar o no, como le plazca. Sabe quién es: está sentado en la cima del mundo del derecho y no tiene que impresionar a nadie. Su traje es de un color pardusco e informe, el tipo de conjunto que uno esperaría encontrar en las tiendas de ropa de segunda mano del Southeast antes que en la persona de un magistrado del Tribunal Supremo. Lleva la estrecha y vieja corbata torcida, y su camisa azul aparece mal planchada y fuera de sitio. A pesar de su impresionante nombre, Wallace Wainwright proviene, como solía decir con cierta sorpresa mi padre, de unos orígenes indefinidos. Según el juez, la familia Wainwright eran unos muertos de hambre de un campamento de caravanas de Tennessee. Wallace, el mediano de cinco hermanos, mintió, dio coba y se abrió camino hasta que consiguió entrar en la facultad de derecho Vanderbilt con una beca; durante sus primeros años como abogado mandaba la mitad de su sueldo a su casa, a veces más si algún miembro de su extensa familia necesitaba una operación o un adelanto para un coche. No obstante, en la actualidad vive en un pequeño pero caro edificio de pisos de Georgetown y tiene una impresionante casa de campo para los fines de semana: diez hectáreas con caballos para que monten sus hijas, cerca del pueblo de Washington, a veces llamado «Pequeño Washington», en pleno territorio de caza de Virginia. Mi padre solía manifestar su asombro ante el hecho de que su antiguo colega se hubiera casado tan bien.

El excelentísimo Wallace Warrenton Wainwright, el destacado intelectual.

El hombre del pueblo.

El niño mimado de la comunidad jurídica.

El último de los grandes liberales.

Y lo más parecido a un amigo de verdad que mi padre llegó a tener mientras estuvieron juntos en el Tribunal Federal de Apelaciones por el distrito de Columbia, razón por la que estoy ante él. A pesar de sus marcadas diferencias en lo político, ambos hombres estaban unidos por la creencia de que sus mentes eran superiores a las de los otros jueces de la sala, una noción de superioridad que con frecuencia se traslucía en sus enfrentadas opiniones. Se me ocurre que un tribunal puede parecerse a una facultad de derecho; por ejemplo, a la mía: está lleno de niveles, al menos en la mente de aquellos que se asignan los más altos. Los jueces Garland y Wainwright estaban convencidos de que ocupaban merecidamente un nivel para ellos solos, cosa que, según he oído decir a Eddie Dozier, creaba cierto resentimiento entre sus colegas. Aunque mi padre era diez años mayor que Wainwright, solían tratarse fuera del tribunal y jugaban al golf, al póquer e iban de pesca; todo eso antes de que el escándalo acabara con la carrera de mi padre. Incluso después, Wainwright intentó mantener el contacto —al menos eso me dice Addison—; pero, al final, las presiones sobre mi padre pudieron más. El juez empezaba a ir cuesta abajo, y su viejo amigo Wainwright aún seguía ascendiendo. Cuando los demócratas reconquistaron la Casa Blanca todo el mundo dio por hecho que Wainwright ocuparía la primera vacante del Tribunal Supremo.

Todo el mundo tenía razón.

Permanecemos sentados en silencio un momento más mientras me obligo a seguir adelante. Sin embargo, la depresión que ha caracterizado mis últimos meses se ha vuelto a apoderar de mí, entorpeciendo mi razonamiento y aumentando mis miedos y dudas. Esta mañana he ido a Corcoran & Klein, donde Meadows, como había prometido, me ha dejado ver el vacío rincón de mi padre, al final del pasillo del de tío Mal. La señorita Rose, que fue su secretaria de toda la vida, hace tiempo que se marchó, jubilada, y se mudó a Fénix. El despacho estaba vacío. Después de la pintura, la moqueta y las cortinas nuevas no quedaba rastro ni del fantasma de mi padre. Pero la inspección solo era una tapadera: en realidad he ido a ver a Cassie Meadows y a invitarla a un café para poder contar con toda su atención y ser testigo de su reacción al preguntarle si mi padre había dejado por ahí una de esas notas «para el caso de que me ocurra algo».

Meadows ni parpadeó. Lo meditó mientras se daba golpecitos sobre los casi inexistentes labios con un dedo.

—Si lo hizo no creo que me hubiera enterado. Algo así hubiera sido competencia del señor Corcoran antes que mía.

Justo la respuesta que esperaba. También sabía la respuesta a mi siguiente pregunta antes incluso de formularla: «No. El señor Corcoran no está. Se encuentra de viaje por Europa durante unas semanas».

II

—Ha sido muy amable de recibirme —empiezo, sintiéndome torpe e infantil ante este recuerdo físico y tangible de todo lo que mi padre ambicionó alcanzar y nunca consiguió.

—Bobadas —replica echándole una subrepticia mirada a su reloj (un Timex porque es un hombre del pueblo) antes de acomodarse en su incómoda butaca, cruzar las huesudas piernas y enlazar las grandes manos sobre una rodilla que empieza a balancear—. Lamento que no hayamos tenido la oportunidad de charlar desde hace tanto.

—Sí. Ha pasado mucho tiempo —reconozco.

—¿Cómo está tu encantadora esposa? —me pregunta el juez a pesar de que me consta que nunca le ha puesto los ojos encima a Kimmer. Wallace Wainwright es famoso por la amable aunque torcida sonrisa con la que me obsequia, y su importancia ha llegado a ser objeto de sesudos estudios—. Tengo entendido que tienes un par de hijos, ¿o era solo uno?

—Solo Bentley. Tiene tres años.

—Una edad maravillosa —responde llenando el rato con trivialidades. No sé si está intentando que me sienta cómodo o pretende desconcertarme—. Me acuerdo de cuando las mías tenían esa edad. No todas a la vez, claro —añade con pedantería—, pero me acuerdo de todas ellas.

—Tiene usted tres hijas, si no recuerdo mal.

—Cuatro —me corrige amablemente poniendo punto final a mis esfuerzos por demostrar que yo también soy un ser social—. Todas chicas de una intrigante gama de edades diferentes.

Vuelve a esperar.

No me queda más remedio que lanzarme.

—Verá, señor juez, si no tiene inconveniente me gustaría hablar con usted acerca de mi padre. —Alza las cejas en señal de sorpresa y aguarda—. Sobre los últimos años que pasó en el estrado. Antes de… antes de que ocurriera lo que ocurrió.

—Claro, Misha, claro. —Es encantador como siempre. Hace unos años, haciendo honor a su amistad con mi padre, lo invité a que me llamara por mi apodo y desde entonces no ha dejado de hacerlo—. Fueron años difíciles. No puedo imaginar cómo habrán sido para ti. No sabes cuánto lo lamento.

—Gracias, señor juez. Sé lo que su amistad representaba para el… para mi padre.

El juez Wainwright vuelve a sonreír.

—¡Ah, es que era un hombre muy especial! Significaba mucho para mí. Un gigante, un completo gigante. El mejor artista del derecho que he tenido el placer de conocer. Supongo que habría que decir que fue mi mentor en el estrado. Sí. Lo que sucedió… Bueno, lo que sucedió no ha alterado para nada mi admiración hacia él. —Hace una pausa tras su breve discurso—. Sí. Y bien, ¿qué te gustaría saber?

Allá vamos.

—Verá… me preguntaba, no sobre el período posterior al escándalo, sino antes: cuando propusieron su nombre. En lo que sucedió entonces y en lo que hubo o dejó de haber con Jack Ziegler.

—¿Sabes? Resulta interesante. Interesante. Nadie me ha preguntado nada de eso, ni siquiera cuando el Congreso estaba investigando. —Su forma de expresarse es parte de su afectación, igual que lo son sus calculadas repeticiones para darse tiempo a pensar—. Quizá algún periodista que se hizo con mi teléfono… Periodistas… Naturalmente nunca hablé con ninguno.

Igual que muchos jueces, Wallace Wainwright contempla a los periodistas del mismo modo que a ciertas bacterias intestinales: sabe que las necesita para funcionar como es debido, pero en cierto modo no le importaría que alguien le matara unas cuantas.

—Ha habido un gran silencio en torno a la figura de tu padre, Misha —prosigue—. Sí, un silencio. Y me refiero a cómo eran las cosas en la época del tribunal. Puede que sea lo mejor.

Dudo. ¿Me está previniendo o animando? No lo sé porque no soy capaz de interpretar las señales. Así pues, continúo.

—Eso es lo que me gustaría saber. Cómo funcionaban las cosas en el tribunal; cómo era mi padre en aquellos días.

—Cómo era… —Repitiendo mis palabras y las suyas, el juez descruza y entrecruza las piernas y se reclina en la butaca. Ya no me mira, sino que contempla el techo, donde puede que esté descifrando las corrientes y los meandros de su memoria—. Bueno… Sí. Debes tener presente que, cuando sucedió todo, tu padre era candidato al Tribunal Supremo.

—Lo sé.

Se da cuenta de mi impaciencia y me corrige pacientemente:

—Lo sabes y no lo sabes. No has de perder de vista en lo que se convierte un tribunal cuando alguno de sus miembros apunta a lo más alto de la judicatura o cuando los demás así lo creen, que para el caso es lo mismo. He pasado por ello varias veces. Varias veces: cuando lo de Bob Bork, cuando lo de Oliver Garland o lo de Doug Ginsburg. —Sonríe—. Naturalmente, al repasar esos nombres uno podría decir que las posibilidades no estaban a favor del distrito de Columbia.

Le devuelvo la sonrisa.

—No obstante, aunque ninguno de esos candidatos resultara finalmente elegido, cuando el anuncio se hizo público, el ambiente adquirió un tono… especial.

—¿Especial? ¿En qué sentido? —pregunto.

—Bueno… Bueno, para empezar, cuando Reagan dijo que iba a seleccionar a tu padre a nadie le sorprendió. No obstante, seguía reinando cierto nerviosismo. Tu padre… Bueno, tu padre siempre había sido una figura impresionante, pero entonces, al saberse la noticia, cada vez que entraba en la sala o nos lo encontrábamos por los pasillos, parecía como si… Cortaba el aliento. Eso, cortaba el aliento, y lo digo en sentido literal. Era como si el aire a su alrededor se vaciara de oxígeno. No sabría qué palabra emplear, «magia» tal vez. No es que la gente se deshiciera en lisonjas a su alrededor, no. Ahora que lo pienso, era al revés. La gente se retiraba con respeto, como si él se hubiera elevado a otro plano de existencia y nosotros, los simples mortales, ya no resultáramos compañía adecuada. Ya no. No es que fuera como un rey, pero sí como si lo hubieran coronado. Tenía una especie de aura. Irradiaba. Sí, irradiaba.

Hago un gesto de asentimiento, confiando en que aborde el núcleo del asunto. Las sentencias de Wainwright tienen el mismo tono inconexo, llenas de alusiones y extrañas metáforas. Los profesores de derecho recompensan su confuso estilo diciendo que escribe elegantemente. Puede que sea mi tendencia a la concisión la que me hace ser envidioso.

—Bueno, el caso es que tu padre lo manejó estupendamente. Puede que los demás jueces, y especialmente los auxiliares, se mostraran más respetuosos; pero él siguió siendo tan amigable como siempre. —Otra blanda sonrisa. Me pregunto si me está tomando el pelo, porque mi padre era muchas cosas, algunas de ellas admirables; pero lo que se dice amigable, no—. ¿Sabes? Ahora que lo pienso, supongo que tu padre tuvo mucho tiempo para hacerse a la idea, para pensar en cómo reaccionaría si llegaba el gran momento. Puede que recuerdes que no constituyó ninguna sorpresa. Tu padre figuraba en todas las listas, su nombre aparecía en los diarios y, además, la gente llevaba tiempo hablando de él, desde los ochenta, justo tras las elecciones presidenciales. Sí, justo tras las elecciones. Ahora que lo pienso, cuando Reagan salió elegido, uno de esos conservadores… perdona, no es una ofensa para tu padre; alguien de esos think tanks tan terriblemente conservadores salió en los periódicos hablando de tu padre, diciendo algo así como «confío en que Thurgood esté guardándole la silla caliente a Oliver», o algo parecido.

Había olvidado el ambiente de aquellos años, pero el relato del juez Wainwright acaba de devolvérmelo de golpe. Incluso recuerdo, por primera vez desde hace mucho, la cita que acaba de mencionar. A mí me indignó lo mismo que a toda la gente que conocía; incluyendo a mi padre, supongo que ofendido por la presunción de que solo pudiera haber un juez negro en el mismo período y por la idea de que el confidente pudiera tutearlo, tanto a él como al gran Thurgood Marshall. Eso sin contar con el toque racista de llamar a ambos juristas por su nombre. A nadie se le habría ocurrido decir algo como «confío en que Lewis le guardará la silla caliente a Bob», no cuando el juez y el posible designado son ambos de raza blanca. Mi padre, durante un breve y brillante instante de sacrificio sopesó la posibilidad de renunciar a cualquier posible nombramiento para el Tribunal Supremo por respeto hacia el juez Marshall. Pero eso fue antes de que su ambición se impusiera.

—Lo recuerdo. —Es todo lo que se me ocurre decir.

—Fue algo terrible que nunca debió ser dicho, Misha, algo terrible. Tu padre se puso furioso. Pero, en fin… Ese tribunal… siempre ha tenido un ambiente como de circo con las designaciones, desde hace décadas. Es algo que se remonta a Bandeis, puede que incluso a Salmon Chase o Roger Taney. Naturalmente, ¡ya sabes el revuelo que ocasionaron sus designaciones! Bueno, todo esto es ir muy atrás y me temo que te estaré aburriendo. Tú no quieres saber cómo se vivían los acontecimientos en el tribunal. Lo que tú quieres saber es cómo estaba tu padre por aquella época, ¿no?

—Sí. Lo que tenga a bien contarme.

Wainwright desvela entonces un nuevo tic nervioso: se mesa los ralos cabellos mientras tamborilea con los dedos en el brazo de la butaca. Hacer ambas cosas a la vez representa una impresionante demostración de coordinación motora, igual que el equilibrista que al mismo tiempo hace malabarismos.

—Ya te lo he dicho, Misha, tu padre parecía como dotado de un aura; pero no fue así siempre. Hubo momentos, antes del escándalo, cuando podías encontrarlo con la guardia baja, en los que me dio la impresión de estar… Supongo que «estresado» es la palabra; preocupado por algo. Sí. Cuando coincidíamos en los ascensores lo veía tenso y le preguntaba si algo iba mal, le recordaba que debía sentirse como si flotara. Sí. Pero él se encogía de hombros y comentaba que en las vistas podía suceder cualquier cosa. «Mira a Fortas —me dijo una noche en que bajamos juntos al aparcamiento—. El hombre acepta dinero perfectamente limpio de una fundación y se lo cargan por ello». —Wainwright hace una mueca de disgusto—. El problema de Fortas no fue de legalidad, claro, sino que aceptó dinero de una fuente… dudosa. —Se sienta muy derecho—. Supongo que comprendo la comparación.

Me quedo perplejo.

—¿No estará usted diciendo que… que mi padre…?

—¿Que cogió dinero? Oh, no. Nada de eso. Lo siento, Misha, no deseaba causar esa impresión. —Se ríe—. ¿Tu padre aceptando dinero? Esa sí que es buena. Me consta que circularon algunos rumores de ese tipo, pero yo conocía a tu padre tanto como los demás. Durante años me senté con él a lo largo de cientos de casos. Me habría enterado. Lo habría sabido. De ninguna manera. No. ¡Qué idea tan tonta! Lo que intento decirte es que tu padre estaba nervioso, que le inquietaba que algo pudiera descubrirse, algo perfectamente inocente que pudiera distorsionarse hasta acabar convertido en algo por completo distinto.

—¿Tenía usted alguna idea de qué podía tratarse?

—No. ¿Cómo iba a tenerla? Tu padre era… ¿Cuál era la vieja frase…? Eso, un hombre de una rectitud intachable. Tenía un currículo impecable, un matrimonio estupendo, unos hijos magníficos. Una carrera ejemplar. A nadie se le podía ocurrir asociar su persona con el escándalo. Tu padre, Misha, independientemente de lo que hiciera, fue un gran hombre. No has de olvidar su grandeza.

Está intentando tranquilizarme, lo sé; pero su engreimiento me desconcierta. El día del funeral, Mallory Corcoran habló de la grandeza de mi padre y tuve la impresión de que se refería a ella en pretérito. Me pregunto si Wallace Wainwright no estará haciendo lo mismo. Por un incómodo instante me molesta su suficiencia. Lo sé bien, me molesta porque es blanco e intocable. ¿Era mi padre igual de soberbio? ¿Lo habría sido si hubiera sido confirmado en el cargo? Sí, supongo que lo era; y sí, supongo que se habría vuelto, solo que peor. Pero se habría portado de modo distinto. Y no porque fuera mi padre. Tras todos estos dolorosos siglos sigue habiendo una distancia, un abismo entre la soberbia de un hombre blanco de éxito y la soberbia de un hombre negro de éxito. Supongo que a los blancos les resulta más tolerable la primera. No así a los negros. Al menos, no a mí.

Sí, debo ir al grano. No estoy aquí para juzgar al juez Wallace Wainwright. Estoy aquí en busca de información. Estoy aquí por las disposiciones, porque hay «poco tiempo». Porque debo saber.

III

—Juez Wainwright, si está de acuerdo, me gustaría preguntarle qué ocurrió cuando… Cuando se destapó el escándalo.

—Sin duda. Sin duda. —Apoya las manos en las rodillas con todo el aspecto de un colegial dispuesto. Pero su generosidad parece forzada, como si yo estuviera abriendo una vieja herida, y puede que lo esté haciendo.

—¿Se acuerda de los registros de seguridad durante las vistas y cómo quedaron anotadas las visitas de Jack Ziegler?

Él asiente despacio.

—Ojalá no me acordara. Fue un momento muy triste.

«Si fue triste para ti, imagina lo que fue para nosotros», estoy a punto de contestar. Hasta que aparecieron los registros, yo creía en las declaraciones bajo juramento de mi padre, en las que negaba haberse entrevistado con Jack Ziegler, y estaba dispuesto a aceptar de buen grado que Greg Haramoto, ya fuera por algún extraño trastorno mental o por simple maldad, fuera un perjuro. Incluso después de que los demócratas aparecieran con los registros, cuando mi madre ya había dejado de hablarnos del asunto, Mariah y yo nos quedábamos sentados durante horas por la noche, discutiendo sobre si podían haber sido falsificados (como mi hermana aseguraba). Pero a Wallace Wainwright no puedo contarle nada de esto.

—Sí, lo fue. Fue un momento terrible. Pero déjeme que le haga una pregunta. ¿Cree usted que mi padre estaba mintiendo cuando dijo que no se había reunido con Jack Ziegler en las dependencias del tribunal?

Wainwright parece definitivamente nervioso. Seguramente es una materia que preferiría evitar. Entonces se me ocurre, demasiado tarde, que es posible que nos parezcamos porque a mí también me desagrada tener que dar personalmente malas noticias. Mientras espero, reparo en una fotografía que, para mi sorpresa, he pasado por alto: Wainwright y mi padre, de pie en una pequeña embarcación, mostrando el pez que habían capturado. El que Wainwright haya mantenido colgada de la pared del tribunal esa foto me conmueve profundamente y me doy cuenta de que su afecto hacia mi padre no es fingido, que Wallace Wainwright no rompió con él como hicieron tantos amigos suyos, y que asistió al funeral porque estábamos enterrando a un hombre al que él admiraba. Por voluntad propia no dirá nada malo de mi padre. Así que, antes de que empiece a hablar, ya sé a grandes rasgos lo que me va a contar.

—Misha, debes entender que tu padre estaba en una situación difícil. Sí, en una situación difícil. Es evidente que no concedía demasiada importancia a las visitas que pudieran hacerle en el tribunal. Perdóname, pero fue la primera vez que vi a Oliver abrumado. Él no podía comprender que la gente estuviera organizando aquel escándalo por un asunto así. Para él, para tu padre, las visitas eran simples actos de amistad, ocasiones para confortar a algún viejo compañero de estudios que se había metido en algún lío. ¿Te acuerdas de lo que solía decir tu padre sobre la amistad? ¿De los ladrillos y el cemento?

Tengo las palabras en la punta de la lengua.

—Sí: la amistad es una promesa de futura lealtad, de lealtad por encima de lo que haya de venir. Las promesas son los ladrillos de la vida, y la confianza es el cemento.

—Sí. Eso es. Los ladrillos y el cemento. —Reaparece la torcida sonrisa que le otorga ese aspecto angelical que sus seguidores adoran—. Me entiendes, ¿verdad? Para tu padre era todo tan terriblemente injusto… Por televisión, ante todo el país y bajo el escrutinio de los medios de comunicación, las visitas resultaron siniestras; pero, para tu padre, no eran más que manifestaciones inocentes de amistad. Sí, inocentes. Creo que llegó a la conclusión de que no había forma de que pudiera explicarlo. Es decir, que dijera lo que dijera, no tendría sentido ante aquella comisión; y, naturalmente, acabó negando las visitas. Has estudiado semiótica. Sabes lo que estoy intentando decirte. Sí. Tu padre no pretendía negar la existencia de esas reuniones, lo que negaba era que las reuniones fueran lo que sus críticos pretendían que eran. Si la pregunta que le hicieron hubiera sido: «¿Y se reunió usted con Jack Ziegler por motivos de lealtad y amistad con la intención de darle ánimos en un momento difícil?», o algo parecido, entonces creo que Oliver habría dado una respuesta más aceptable. —Se da cuenta de algo en mi expresión—. Lo siento, Misha, sé que no es exactamente la respuesta que deseabas.

—Solo quiero comprender. Está usted diciendo que mi padre mintió. Si prescindimos de florituras es eso, ¿verdad? Que mintió bajo juramento.

—Sí, Misha —suspira Wainwright—. Lo siento. Creo que tu padre mintió.

—Así pues, Jack Ziegler estuvo en la sede del tribunal… No sé, tantas veces como fuera.

—Tres, creo. Greg Haramoto solo sabía de una visita. Los registros explicaron al país las otras.

—Creo que así es. Tres reuniones y todas fuera de horas.

—Sí. Fuera de horas.

Es mi turno de ver algo en su expresión. Baja la mirada, y no entiendo qué puede incomodarlo hasta que, de repente, lo sé.

—Usted… ¡lo sabía! —murmuro, asombrado.

—¿Cómo dices?

—Usted lo sabía. Usted… debió verlos en los pasillos o en alguna parte. Quizá se pasó por el despacho de mi padre y se topó allí con Jack Ziegler. No sé cómo, pero usted lo sabía. Sabía que mi padre se había reunido con Jack Ziegler.

Wainwright aparta la mirada y contempla a través de la ventana, como si la visión de la biblioteca del Congreso pudiera rescatarlo del dilema en el que se ha metido.

—Supongo que esto es off the record, ¿verdad? ¿No estarás escribiendo algo para el Atlantic o algo así?

—Sí. Es off the record —acepto. Aceptaría lo que fuera con tal de que siguiera hablando.

—Lo negaré todo si sacas a relucir mi nombre.

—Lo comprendo.

Wallace Wainwright suspira.

—Sí, Misha, lo sabía —contesta mirando a la pared—. Los vi juntos, tal como has dicho. No en un pasillo, sino en el ascensor. El ascensor privado de los jueces, por la noche, tarde. Debían de ser, no sé… las diez, quizá más tarde. No me fijé en la hora porque en ese momento no le di importancia. En cualquier caso, recordarás que las dependencias de tu padre y las mías estaban en el mismo piso. Llamé al ascensor y, cuando se abrió, allí estaba tu padre con un hombre que al principio no reconocí. Ambos parecían sorprendidos de verme. Retrospectivamente, supongo que tu padre creía que los otros jueces ya se habían marchado, de modo que utilizar el ascensor privado podía ser un buen método para introducir a Ziegler y minimizar las posibilidades de que alguien lo viera. No lo sé. En cualquier caso, allí estaban. Como te digo, bastante sorprendidos. Sí, bastante sorprendidos. Pero a Oliver nunca se lo pillaba en falso. Nos presentó y me describió a su acompañante como un antiguo compañero de estudios. En un primer momento no le di importancia al nombre.

—¿En un primer momento?

—Puede que aquella noche yo estuviera un poco torpe. Me di cuenta unos días después. El hombre del ascensor no era un Jack Ziegler cualquiera. Era el mismísimo Jack Ziegler. Un tipo acusado de asesinato, extorsión y no sé cuántas cosas más, allí, con un juez federal. La cosa me puso en una situación difícil, por decir algo, y también sin saber qué hacer. Puede que hubiera debido ir a hablar con tu padre directamente. La verdad es que no estuve muy brillante. No dije nada a nadie. Imagino que creí que tu padre tendría sus motivos. Al fin y al cabo lo respetaba y lo consideraba un hombre de enorme integridad. Y sigo considerándolo.

—Incluso aunque mintiera bajo juramento.

—Eso fue un terrible error por su parte, Misha. Un terrible error. Para serte sincero del todo me pareció inadmisible. ¡Mentir bajo juramento! Te he dicho antes que lo comprendía, pero no quiero que pienses que lo aprobaba. En absoluto. Tu padre hizo bien retirándose. Fue lo correcto. O lo habría sido si hubiera mostrado cierto… bueno, cierto arrepentimiento. Sí, arrepentimiento. Tu padre… Sé que esto es duro para ti, Misha. Pero el hecho es que nunca dio la impresión de aceptar que había hecho algo malo, ya fuera llevando a un sospechoso de asesinato al tribunal o mintiendo bajo juramento. Por desgracia, al igual que muchos otros candidatos derrotados, en lo único en que tu padre podía pensar era en la gente que había desenterrado el secreto de esas reuniones. Lo siento. Debo disculparme otra vez. Tú has venido en busca de garantías y yo te he soltado un discurso bastante doloroso.

—No pasa nada. Sabía que mi padre había mentido. Pero hay algo que no entiendo. Si usted sabía lo de Jack Ziegler desde el comienzo, ¿por qué no se lo dijo a nadie cuando el asunto salió a la luz durante las vistas para la confirmación?

Me responde tan deprisa que me doy cuenta de que me ha leído el pensamiento.

—Nadie me preguntó nada. Ya sabes, el FBI nunca interrogó a los demás jueces.

—Podría haber declarado voluntariamente. Le habría ahorrado un mal trago a Greg Haramoto.

—Pero qué dices, Misha. ¿Un juez acusando a otro? Eso es impensable. Algo que no se hace, así de sencillo. Ni siquiera está en el espíritu de la Constitución. El legislativo cede la comprobación de los candidatos a la judicatura. No habría sido correcto por mi parte, siendo miembro de una de las ramas, haber influenciado en el desarrollo de las vistas.

Wallace Wainwright me cae bien, quizá porque le caía bien a mi padre, pero su presunción me deja pasmado, tanto en lo que hace referencia a su persona como a sus opiniones según las cuales una ley debe ser inconstitucional solo porque no es de su agrado.

—Me hago cargo —respondo al cabo de un momento, aunque no estoy nada convencido y me pregunto si Wainwright no se mantuvo al margen del escándalo de mi padre precisamente para protegerse. Ignoro si es apropiado o no que un juez inculpe a otro; pero lo que tengo claro es que yo no pondría nada de mi parte para que ninguno de los dos accediera al Tribunal Supremo—. Sin embargo, necesito saber algo más.

—Naturalmente —contesta Wainwright, luchando contra su impaciencia.

—Cuando… Cuando mi padre se vio con Jack Ziegler… Eso fue por la noche.

—Sí. Y bastante tarde, como ya he dicho.

—Eso no era algo infrecuente, ¿verdad? Me refiero a que mi padre se quedara hasta tan tarde en el tribunal.

—¿Infrecuente? —Sonríe—. No, Misha, para nada. Yo también trabajaba lo mío, pero nada comparado con Oliven Has de recordar la clase de hombre y la clase de juez que era. Ya conoces la frase «maniático para los detalles». Recuerdo un caso de apelación por un asunto penal en el que el abogado del condenado cometió el error de intentar halagar la vanidad de tu padre citando en su favor cierta opinión que tu padre había manifestado al comienzo de su carrera como juez. Tu padre le preguntó: «Letrado, ¿sabe cuántas veces este punto se ha tratado en este tribunal desde que escribí esas palabras?». El pobre hombre no lo sabía. Tu padre contestó: «Diecisiete veces. ¿Y sabe usted cuántas veces el tribunal ha rechazado dicho planteamiento?». Aquel pobre abogado hizo lo que ningún estudiante de primer curso debe hacer: intentó adivinar. «¿Diecisiete, señoría?» Ya ves, se metió directamente en la trampa. Tu padre contestó: «Ninguna. Suscribo totalmente las opiniones que ha citado». La sala entera estalló en carcajadas, pero no el abogado ni tu padre. Oliver no estaba bromeando, sino impartiendo una lección y no pudo resistirse a rematarla: «Abogado, mis opiniones no tienen importancia. En un Tribunal Federal de Apelaciones usted debe citar las leyes del distrito, no los puntos de vista del juez encargado. Quizá lo recuerde de la facultad».

Cierro los ojos un instante e imagino fácilmente al juez sacando ventaja de su talento porque era algo que hacía constantemente.

Wainwright aún no ha terminado.

—Pero, Misha, la mayor parte del tiempo la actitud detallista de tu padre no incomodaba a la gente de ese modo. Por ejemplo, si nos llegaba un caso que hacía referencia a un estándar de la Agencia de Protección del Medio Ambiente, él insistía en leerse toda la normativa al respecto personalmente en lugar de dejar que fueran sus auxiliares los que le prepararan un resumen como hacíamos la mayoría de nosotros. Y te estoy hablando de miles de páginas. «Si soy capaz de leer a Trollope, entonces puedo leerme eso», solía decir. O pongamos el caso de que una de las partes fuera una compañía tapadera domiciliada… digamos que en las islas Caimán o en las Antillas holandesas; pues tu padre exigía que se aportara —aunque con carácter confidencial— una lista de los accionistas propietarios de verdad, no de los ficticios. O en el caso de una fundación, habría solicitado el nombre de los donantes.

A pesar de las razones por las que me encuentro aquí, estoy fascinado.

—¿Realmente podía hacer algo así?

—Bueno, no él personalmente; pero pedía una orden al plantel de magistrados encargados del caso. Dado que el plantel lo componían tres miembros, dos debían dar su conformidad. Sin embargo, en todos los casos que recuerdo, siempre hubo unanimidad. Cuestión de cortesía entre jueces, supongo.

—Y las compañías o lo que fuesen, ¿entregaban los documentos?

—¿Qué otra cosa podían hacer? ¿Apelar al Tribunal Supremo? Incluso suponiendo que este lo admitiera, lo cual es poco probable, y suponiendo que lo tramitara, lo cual es aún menos probable, ¿qué habría conseguido esa compañía apelando? Te lo diré. Como poco habría molestado a un magistrado y puede que hasta a dos o a tres. Incluso en el caso de que la petición fuera atendida por el Supremo y la compañía pudiera evitar la entrega de los documentos solicitados, al final estaba obligada igualmente a ver su caso resuelto por el mismo plantel de tres jueces. Y dime una cosa, ¿quién quiere sentarse ante tres magistrados sabiendo que acaba de cabrearlos por haber apelado una petición aparentemente inofensiva? —Su excelencia ríe suavemente al recordarlo—. ¡Qué bien nos lo pasábamos con tu padre en el estrado! ¡Qué juez tan estupendo! Sí. Qué juez tan estupendo.

Pero sé lo que está pensando. Lo mismo que yo: «Y qué pérdida. Qué pérdida». Al contemplar la tristeza en el rostro de Wainwright me siento tentado por un momento de preguntarle si no recuerda haber oído a mi padre mencionar la palabra «Excelsior» o a una mujer llamada «Angela» que tuviera «novio». Me pregunto si sabrá que el juez tenía una pistola o por qué quiso tenerla. Sin embargo no me siento capaz de plantear esas preguntas; quizá porque me sentiría demasiado como aquel reportero de Ciudadano Kane, buscando el significado de «Rosebud». Así pues, paso a la pregunta que constituye la verdadera razón de mi visita.

—Juez Wainwright… —Me he dado cuenta de que a pesar de la larga amistad familiar, no me ha invitado a que lo llame de otro modo—. Esto… no me resulta fácil. —Él hace un gesto magnánimo, y yo prosigo—. Hace un momento usted comentó algo acerca de… dinero.

—Permíteme que me adelante, Misha. Te estás preguntando lo mismo que se preguntó la prensa durante unos cuantos años tras las vistas: si había algo más que simple amistad entre Ziegler y tu padre. Es eso, ¿no? Lo mismo que querían saber todos esos comités del Congreso. Me estás preguntando si creo que tu padre le hizo desde el estrado ciertos favores a su antiguo compañero de estudios. Me estás preguntando si, dinero aparte, creo que tu padre era un juez corrupto.

Una vez pronunciadas, las palabras se me antojan menos terribles y me veo capaz de asimilar la respuesta.

El juez Wainwright frunce el entrecejo y tamborilea con los dedos sobre la mesa. No es que aparte la mirada, sino que la dirige hacia la pared donde cuelga su ego, donde la fotografía de él y del juez en su excursión de pesca me sigue sorprendiendo, ya que uno diría que alguien con el olfato político de Wallace la habría retirado hace mucho tiempo. Entonces recuerdo que le ofreció a mi padre informes favorables cuando las vistas empezaron a tomar mal cariz y que incluso se brindó a declarar a favor de la honradez del juez sin tener en cuenta si podría perjudicar su carrera. Mi padre, aunque agradecido, rehusó tajantemente.

Wainwright sigue meditando, y dejo que el momento pase. Al final la calva cabeza se vuelve hacia mí con su torcida sonrisa.

—No, Misha. La respuesta es no. Todas esas investigaciones, todos esos periodistas, todos esos comités, ninguno dio nunca con nada.

Debes recordarlo. No encontraron nada, ni lo más mínimo. Y la razón fue que no había nada que pudieran encontrar. Tal como te he dicho, tu padre era un hombre de gran integridad. Es algo que, independientemente de lo que hiciera, no debes perder de vista. —Me doy cuenta de que se refiere a las actitudes políticas de mi padre, a su posterior trayectoria como conferenciante, no al escándalo—. Por favor, no pienses ni por un momento que tu padre estaba actuando en contra de la ética judicial. Por favor, no pienses en él como en alguien corrupto. Quítate eso de la cabeza. Tu padre no habría vendido su voto en un caso más de lo que… —Hace una pausa mientras busca la sonrisa adecuada y me sonríe maliciosamente para indicarme que ha dado con ella—. Más de lo que lo habría hecho yo —acaba diciendo con un gesto de autodesprecio, quizá dándose cuenta de que ha representado perfectamente el papel de moderado egomaníaco.

Casi he terminado. Solo me falta aclarar una pequeña confusión.

—Entonces, si mi padre era una persona de tal integridad e inteligencia… —Dudo. ¿Ha dicho Wainwright en algún momento que mi padre era inteligente? No lo recuerdo. Y, cuando es un intelectual blanco el que habla sobre un intelectual negro, la cuestión tiene su importancia—. Si era tan listo y honrado, ¿por qué invitó a Ziegler al tribunal? Podría haberse encontrado con él en cualquier otro lugar: en casa, en el golf, en un aparcamiento… ¿Por qué correr ese riesgo?

Los ojos de Wainwright se hacen distantes y la triste sonrisa reaparece. Cuando finalmente habla tengo la impresión de que está contestando algo distinto hasta que me doy cuenta de que necesita trazar un preámbulo.

—¿Sabes?, Misha. Nunca le planteé la cuestión de Jack Ziegler a tu padre; pero sí que me la planteó él a mí. Una noche nos fuimos a cenar, debió de ser unos ochos meses después de que se retirara de la judicatura. Sí. Por esa época aún no era el agrio polemista en el que iba a convertirse. Aún estaba alterado y confuso. No podía entender cómo las cosas habían cambiado a su alrededor tan bruscamente. Entonces, me preguntó. Me pidió por primera vez consejo y me preguntó qué habría hecho yo en su lugar con respecto a Jack Ziegler. Le dije que no sabía cómo habría tratado el asunto. Supongo que por mi parte intentaba ser político. Entonces, me di cuenta de que lo había interpretado mal. «No, no —me dijo—. No me refiero a durante las vistas. Me refiero a antes. Si hubiera sido tu amigo, ¿lo habrías abandonado?» Me di cuenta de que hablaba de las visitas al tribunal y me pregunté lo mismo que tú ahora. Le contesté que si hubiese querido verme con un amigo que estuviera en dificultades y a cuyo alrededor flotara el más leve aroma de escándalo, lo habría hecho en privado. Tu padre asintió. Parecía muy abatido. Pero me dijo lo siguiente, Misha: «No tenía elección». Algo así. Le pregunté a qué se refería, por qué tenía que llevar a Ziegler a sus dependencias del tribunal; pero se limitó a negar con la cabeza y a cambiar de tema. —Hace una pausa antes de contarme la última verdad—. Esa noche no era el de siempre, Misha. Probablemente no sabía lo que decía. —Wainwright calla bruscamente, y me pregunto si estaba a punto de decirme que mi padre había vuelto a la bebida. Se tapa la boca con la mano un instante; luego, sonríe tristemente—. Recuerda su grandeza, Misha. Eso es lo que yo intento hacer.

De repente, sorprendentemente, me veo furioso. Furioso con el juez por su indescifrable nota; furioso con el tío Mal por no responder a mis llamadas; furioso con el difunto Scott por haberme incordiado, furioso con Lynda Wyatt, con Marc Hadley y Cameron Knowland y todos los que me han conducido a esta situación. Pero principalmente con Wallace Warrenton Wainwright.

—Yo quiero recordar a mi padre como realmente era —respondo con calma. Lo que no añado es que primero debo averiguar quién era realmente.

Diez minutos más tarde abandono el edificio por la entrada principal, bajando por la escalinata de mármol y dejando atrás grupos de temblorosos turistas que aguardan para atisbar dentro del templo de nuestro oráculo nacional. Sí, el excelentísimo Wallace Wainwright es un egomaníaco, pero es precisamente en su ego en lo que confío. Si Wainwright está dispuesto a mantener a mi padre en su grandiosa compañía, es que cree en lo que dice.

Conclusión: el juez no vendió su voto a Jack Ziegler y a sus amigos.

Entonces, ¿qué hizo? He comprendido lo que Wainwright quería decirme al final, aunque no pudiera hacerlo expresamente: que opina que el juez llevó a Ziegler al tribunal porque quería que alguien los viera juntos. En otras palabras: quería que lo descubrieran. Pero si está en lo cierto, la pregunta es: ¿que lo descubrieran haciendo qué?