Una visita a la costa
I
Llego a Washington el viernes por la tarde, un día después de la muerte de mi padre; dejo el equipaje en casa de Miles y Vera Madison, los discretos y educados padres de mi esposa, y me voy a la casa de Shepard Street para descubrir que Mariah, en su metódico quehacer, ya ha hecho casi todo lo que debe hacerse. (Mediante un acuerdo tácito, ambos sabemos que la familia no puede confiar su funcionamiento al voluble Addison, que todavía tiene que organizar sus planes de viaje). Tiempo atrás, Mariah fue una muchacha regordeta y desordenada, con un terrible complejo de inferioridad hacia la piel clara de su hermana menor. La obsesión por la pigmentación es, todavía en la actualidad, la maldición de nuestra raza, especialmente en familias como la mía. A medida que se fue haciendo mayor, Mariah se convirtió en una belleza majestuosa, casi regia, en la que, no obstante, los hombres de la Gold Coast (así es como describimos a nuestra estrecha franja de clase media alta de la nación de los más oscuros) seguían sin fijarse. Puede que en estos momentos tienda a una cierta gordura, pero eso es lo que se espera cuando se han parido cinco hijos, al menos eso dice la amargada Kimmer, abogada profesional y diletante gurú de fitness (Kimmer ha tenido un hijo, un accidente no del todo planeado al que llamamos Bentley en honor a la criada de su abuela materna). La Mariah adulta es también una persona increíblemente bien organizada, la única de entre los hijos del juez que lo iguala en ese aspecto y no cree en el descanso. Sin embargo, un momento después de haber cruzado yo el umbral de la destartalada y fea casa de Shepard Street, donde los dos pasamos nuestra adolescencia, Mariah me adjudica el resto del trabajo. Diría que lo hace no por pena, malicia o miedo al agotamiento, sino por el mismo rasgo que la llevó a dejar la carrera de periodismo y a dedicarse a educar a sus hijos: una voluntariosa deferencia hacia los hombres que heredó de nuestra madre quien, dado que opinaba que existían tareas inapropiadas para su sexo, prefería que sus hijas tuvieran una buena compostura a que desempeñaran un papel relevante. Kimmer odia ese rasgo de mi hermana y ha llegado a acusarla —en una ocasión cara a cara— de malgastar el talento que en una ocasión le valió un puesto en la Asociación de Alumnos Sobresalientes durante su primer año en Stanford. Kimmer se lo soltó en esta misma casa, durante una celebración navideña a la que acudimos estúpidamente hace un par de años. Mariah le respondió, con total calma y una sonrisa, que sus hijos se merecían los mejores años de su vida. Kimmer, que apenas había modificado su rutina profesional tras el nacimiento de Bentley, lo interpretó como un ataque personal y así se lo hizo saber, lo que nos brindó a mi hermana y a mí otra razón, por si hubiéramos necesitado alguna más, para no dirigirnos la palabra.
Hay que comprender que en muchos sentidos quiero y respeto a mi hermana. Cuando éramos más jóvenes, Mariah era, en opinión de todos, la más dotada intelectualmente de los cuatro hijos de nuestros padres, y la más sincera y devotamente entregada a la imposible tarea de conquistar su aprobación. Sus éxitos en el instituto y la universidad alegraron el corazón de mi padre; para alegrar el de mi madre, Mariah se casó una sola y feliz vez —después de que su antiguo novio, que resultaría un desastre, se largó con su mejor amiga— y proporcionó nietos con una regularidad y entusiasmo que deleitó a mis padres. Su marido es blanco y aburrido: un banquero especialista en inversiones diez años mayor que ella al que conoció, según confesó a la familia, en una cita a ciegas (aunque la dulce Kimmer asegura que solo pudo haber dado con él a través de un anuncio por palabras). Si he de reconocer la verdad, Mariah siempre ha preferido a los blancos. Ya los prefería en sus años de instituto en Sidwell Friend, donde, bajo la escrutadora mirada de mi padre, empezó a tener sus primeras citas.
En Shepard Street, Mariah da la bienvenida a las visitas en el vestíbulo, muy seria y formal con su vestido azul oscuro y un collar de una sola tira de perlas, muy en su papel de señora de la casa, tal como lo habría expresado mi madre. De algún lugar de la casa surge el espantoso mal gusto de mi padre para la música clásica: Puccini con un libreto cantado en inglés. El vestíbulo es pequeño, oscuro y está lleno de muebles de madera maciza desparejados. A la izquierda, da al salón; a la derecha, al comedor; y, al fondo del pasillo, conduce a la cocina y a la sala de juegos. Una ancha pero vulgar escalera sube desde la puerta del comedor hasta una galería en el piso superior, donde yo solía agazaparme para espiar las fiestas de mis padres y sus partidas de póquer y donde, en una ocasión, Addison me obligó a esconderme para demostrarme que Santa Claus no existe. Más allá de la galería se encuentra el cavernoso despacho donde mi padre ha fallecido. Para mi sorpresa, veo a dos o tres personas allí arriba, apoyados contra la barandilla, como si les perteneciera. Lo cierto es que en la casa hay más gente de la que suponía. Todo el primer piso parece lleno de trajes oscuros, una amplia porción de esa Norteamérica africana acomodada que la mayoría de blancos cree que solo existe en el mundo del deporte y del entretenimiento. Me pregunto cuántos de los invitados están más contentos con la muerte de mi padre de lo que sus rostros atestiguan.
Cuando cruzo la puerta principal mi hermana no me ofrece un abrazo, sino un beso distante en cada mejilla y susurra: «Cuánto me alegro de que hayas venido…», como lo habría hecho con cualquiera de los colegas de mi padre o de sus compañeros de timba. A continuación, cogiéndome de los hombros en lo que sigue sin ser un abrazo, mira hacia el descansillo con ojos cansados pero brillantes.
—¿Dónde está Kimberly? —Mariah se niega a llamarla «Kimmer», porque, según me dijo en una ocasión, suena a falsa niña bien. No obstante, habiendo ido al colegio Miss Porter, hay que decir que mi esposa ha hecho los méritos precisos para ser toda una niña bien.
—Está de camino desde San Francisco —respondo—. Había ido a pasar unos días por trabajo. Bentley está con unos vecinos —añado demasiado apresuradamente—. Lo recogí ayer temprano en el parvulario y lo he vuelto a dejar esta mañana para poder venir porque supuse que hoy estaría demasiado ocupado para poder pasar algún tiempo con él. Kimmer lo recogerá esta noche, y mañana llegarán en tren.
Al dar cuenta de todos esos detalles logísticos experimento una sensación de vacío que espero que no se me refleje en el rostro, ya que añoro a mi esposa de un modo que no estoy dispuesto a admitir ante mi familia.
No obstante, no debería haberme molestado en ocultar mis emociones puesto que Mariah ya tiene bastante con ocuparse de las suyas y no hace ningún esfuerzo por ocultar su dolor ni su confusión: se le acaba de olvidar que estábamos hablando de mi mujer.
—Me cuesta entenderlo —me dice en voz baja al tiempo que menea la cabeza y me clava los dedos en los brazos; pero, de hecho, estoy convencido de que Mariah lo entiende a la perfección: hace justo un año, el juez se hallaba en el hospital para que le arreglaran el impreciso resultado de su operación de bypass de dos años antes, circunstancia que mi hermana conoce tan bien como yo. Puede que la muerte de nuestro padre no fuera algo esperado, pero no ha resultado en absoluto imprevista.
—Podría haber sucedido en cualquier momento —murmuro.
—Ojalá no hubiera ocurrido precisamente ahora.
A eso tengo poco que añadir, aparte de mencionar la voluntad de Dios, algo que en nuestra familia nadie hace. Hago un gesto de asentimiento y le acaricio la mano, cosa que parece molestarle. Cierra los fatigados ojos, recupera el control y cuando vuelve a abrirlos ya es nuevamente una Garland. Suspira y echa la cabeza hacia atrás como si aún llevara el cabello largo, como cuando era adolescente y luchaba con él; acto seguido añade sin miramientos:
—Lo siento, no dispongo de sitio para vosotros en esta casa. Tengo a los niños en el sótano y a la mitad de los primos en la buhardilla. —Mariah hace un gesto como diciendo que no tiene alternativa, pero intuyo lo que se esconde detrás de esos arreglos: está dejando bien clara su posición de dominio y me reta a que la desafíe.
No lo hago.
—Conforme —le digo sin perder esa sonrisa que parece confundirla.
Sin embargo, el rostro de mi hermana no da muestras de triunfo. Con esa victoria tiene un aspecto más desgraciado que nunca, ya que no sabe qué contestar. No sabría decir cuándo he visto a Mariah menos segura de sí. Pero, claro, quería mucho al juez, aunque hubiera momentos en que no pudiera soportarlo.
—Eh, chiquilla… —le digo suavemente. «Chiquilla» es como la llamaba cuando éramos adolescentes e intentábamos caernos bien—. Vamos… Todo se arreglará.
Mariah asiente, dubitativa, en absoluto tranquilizada por las palabras que han salido de mi boca. De todos modos, si tenemos en cuenta que no confía en mí, no resulta sorprendente. Se muerde el labio superior —gesto que nunca haría delante de sus hijos—, se pone de puntillas y me susurra en tono agudo:
—Tengo que hablar contigo, Tal. Se trata de algo importante. Algo… Algo no marcha bien.
Mientras inclino mi sorprendida cabeza, Mariah lanza un vistazo a ambos lados del vestíbulo como si temiera que la escucharan. Sigo su mirada, y mis ojos, a la vez que los suyos, tropiezan con lejanos parientes y amistades ocasionales —incluyendo algunos que mi familia no había visto desde la mortificante lucha de mi padre por ser ratificado—, hasta que finalmente se posan en su marido, Howard Denton, que tiene un aspecto próspero y saludable y no parece fuera de lugar a pesar de su blancura. Howard venera el culturismo. Incluso a los cincuenta años sus anchos hombros tienen aspecto de flotar por encima de su estrecha cintura. Adora a Mariah. También adora el dinero. Aunque de vez en cuando lanza reverentes miradas a mi hermana, Howard está principalmente ocupado en una animada conversación con un puñado de hombres y mujeres jóvenes a los que no llego a reconocer. De su educada energía y de su elegante atuendo —y del hecho de que uno de ellos aferra una tarjeta— deduzco que incluso en este instante y lugar están haciendo negocios.
Lo mismo solía ocurrir con mi padre, incluso tras su caída en desgracia: entraba en una habitación y de repente todo el mundo quería algo de él. Emanaba cierta aura y enviaba el mensaje subliminal de que se trataba de una persona a cuyo alrededor y a través de quien sucedían cosas, una persona que resultaba beneficioso conocer. Y aquí está entre todos el elegante Howard, el del cabello castaño que empieza a ralear, los trajes a medida e ingresos de siete cifras —o puede que ya sean de ocho— ejerciendo el mismo efecto. Así pues, me toca a mí ser el ofendido, no tanto en nombre de mi familia como en nombre de la raza: mi visión se nubla con vivas manchas rojas, algo que me ocurre ocasionalmente, cuando mi vínculo con la nación de los más oscuros se ve violentamente estimulado. La estancia se desvanece a mi alrededor. A través del rojo velo aún puedo ver débilmente a esos ambiciosos jóvenes negros con sus ambiciosos trajes, gente joven no mucho mayor que mis estudiantes buscando el favor de mi cuñado solo porque es uno de los directores generales de Goldman Sachs. Entonces comprendo el ardor con el que muchos negros nacionalistas de los años sesenta que se oponían al enfrentamiento directo porque decían que eso privaría a la comunidad de sus mejores líderes potenciales, los enviaron a las universidades más prestigiosas convirtiéndolos en… Bueno, en jóvenes ejecutivos tan integrados en la sociedad como en sus trajes de Brooks Brothers, deseosos de contar con el favor de los poderosos capitalistas. Nuestros futuros líderes, argumentaban, serían persuadidos para perseguir otros objetivos: títulos académicos de moda y dinero aún más de moda para unos pocos sustituirían la justicia para muchos. Y esos nacionalistas tenían razón: yo soy uno de esos pocos, mi mujer es de esos pocos, mis estudiantes son de esos pocos, los jóvenes que meten sus tarjetas en los bolsillos de mi cuñado son de esos pocos.
El mundo se vuelve de un rojo tan brillante. Tengo las piernas como de piedra. Tengo el rostro como de piedra. Permanezco muy quieto, dejando que esa roja oleada pase sobre mí, boqueando del mismo modo que alguien que hubiera estado a punto de morir de sed boquearía en la ducha, absorbiendo por todos los poros, notando las células del cuerpo empaparse y la carga eléctrica del aire como un portento, como un símbolo de la tormenta que se avecina, reviviendo y maldiciendo en ese infinito instante de furia todas y cada una de las manzanas a las que he sacado brillo para cualquier blanco que pudiera ayudarme a salir adelante.
—Déjalo estar, muchacho —parece decirme la conciencia, aunque en realidad es Mariah en un tono curiosamente paciente y poniéndome la mano en el hombro—. Es su forma de ser.
Bajo la mirada y veo que los dedos se me han enroscado formando puños. Sé que casi no ha pasado el tiempo, apenas uno o dos segundos. El tiempo nunca transcurre cuando el velo rojo me nubla la visión, y con frecuencia tengo la impresión de que soy capaz de obrar a voluntad y mantener en suspenso esos instantes durante una eternidad y quedarme atrapado para siempre entre un segundo y el que le sigue, viviendo en un universo de gloriosa y roja furia. Es la sensación que tengo en ese momento. Luego, levanto la mirada y veo, a través de la roja bruma, el dolor —no, la necesidad— en los ojos castaños de mi hermana. ¿Qué será lo que Howard no le proporciona? Me pregunto, y no por primera vez, qué puede ver ella en él (a parte del dinero). Mi mujer opina que Mariah escapaba de algo cuando escogió a su pareja; pero todos los hijos de mis padres han escapado de algo tan deprisa como han podido, huyendo de la misma cosa o del mismo alguien. Sin embargo, ni Addison ni yo nos hemos casado nunca con nadie tan soso como Howard.
Por otra parte, el de mi hermana es un matrimonio feliz.
Mariah murmura mi nombre y me toca la cara y, por un segundo, no es mi adversaria, sino mi hermana. El rojo ha desaparecido. La habitación vuelve a aparecer. Estoy a punto de darle un gran abrazo, cosa que no he hecho desde hace más de diez años, y tengo la impresión que me lo permitiría. Sin embargo, la ocasión pasa.
—¿Podemos hablar más tarde? —me pregunta apartándome claramente a un lado—. Ve a decirle «hola» a Sally —añade al tiempo que se vuelve para dar la bienvenida a otra visita—. Está llorando en la cocina.
Hago un gesto afirmativo, medio aturdido, aún no del todo seguro de por qué me asaltan esos sentimientos, e intento acordarme de cuándo fue la última vez que me sobrevino la enfermedad. Cuando doy media vuelta y me adentro por el triste pasillo, Mariah ya le está diciendo a alguien lo estupendo que resulta que haya venido y plantándole un beso en cada mejilla. Saludo a Howard al pasar, pero él está demasiado ocupado con su colecta de tarjetas para hacer más que una mueca y saludarme con la mano. Un breve destello rojo baila sobre su cabeza y se desvanece. Me vuelvo. Los infinitos primos, como mi padre solía llamarlos, parecen ocupar todo el espacio disponible del primer piso. Infinitos porque el juez nunca se tomó la molestia de saber quiénes y cuántos eran. Presidiéndolos a todos, como de costumbre, se halla la sempiterna Alma, o «tía Alma», como nuestros padres insistían en que la llamásemos aunque ella, secretamente y mientras nos abrazaba entre nubes de perfume, nos ordenara que la llamáramos «simplemente Alma», cosa que de vez en cuando hacíamos literalmente pero nunca en su presencia: «Mariah, ¿ha llegado “Simplemente Alma”?». Y a veces: «¡Papá, mamá!, “Simplemente Alma” al teléfono». Simplemente Alma, que es prima segunda de mi padre, o tía abuela o algo parecido, reconoce tener ochenta y pocos años, aunque con toda probabilidad ha vivido más que eso. Es enjuta como la rama de un árbol, ruidosa y divertida, nunca se está quieta y se comporta elegantemente según los ritmos de jazz que han sostenido a la nación más oscura desde sus coaccionados orígenes. De niño la buscaba en todas las reuniones de la familia porque siempre estaba sacando monedas de unos invisibles bolsillos y metiéndolas en los nuestros. En la actualidad la busco porque, desde que nuestra madre murió, se ha convertido en la fuerza gravitacional de la familia, atrayéndonos hacia ella como si fuera capaz de curvar el espacio.
—¡Talcott! —grita Alma al verme apoyándose en su retorcido bastón y sonriendo con un gesto coqueto—. ¡Acércate por aquí!
La beso suavemente, y ella me da un rápido abrazo. Siento cómo se le mueven los frágiles huesos y me maravillo de que los vientos de la vida no se la hayan llevado volando todavía. El aliento le huele a cigarrillos Kool’s, que es lo que lleva fumando desde que protagonizó un legendario acto de protesta cuando iba al instituto en Filadelfia, hace casi siete décadas. Durante más de cincuenta años estuvo casada con un predicador que era toda una fuerza política en Pensilvania y cuyo responso fue pronunciado por el vicepresidente de Estados Unidos.
—Qué alegría verte, Alma.
—¡Ese es el problema! Lo único que los jóvenes guapos quieren hacer conmigo es verme —carcajea mientras me da una palmada en el hombro. Alma, a pesar de su menudo esqueleto, ha criado a seis hijos que todavía viven, cinco de los cuales son graduados universitarios, cuatro aún disfrutan de un primer matrimonio, tres trabajan para la ciudad de Filadelfia, dos son doctores y uno es gay. Existe algún principio numérico en todo eso. Sumados, los hijos de Alma y sus nietos y bisnietos, forman el conjunto más numeroso de los infinitos primos. Ella vive en un atestado apartamento de uno de los barrios menos recomendables de Filadelfia, pero pasa tanto tiempo visitando a sus descendientes que está más tiempo fuera de su casa que dentro.
—Probablemente serías demasiado para mí, Alma.
Le doy otro rápido apretón y me dispongo a proseguir, pero Alma me agarra del antebrazo y me inmoviliza. Tiene los ojos medio cubiertos por unas gruesas cataratas amarillentas, pero su mirada es viva y despierta.
—Ya sabes que tu padre te quería mucho, ¿verdad, Talcott?
—Sí —respondo, aunque con el juez lo del amor era pura especulación.
—Tenía planes para ti, Talcott.
—¿Planes?
—Por el bien de la familia. Ahora eres el cabeza de familia, Talcott.
—Yo diría que eso le corresponde a Addison —contesto poniéndome a la defensiva. Me siento ofendido y no sé exactamente por qué.
Ella niega con la cabeza.
—No, no, no. Addison, no. Tú. Así es como lo quería tu padre.
Frunzo los labios intentando averiguar si habla en serio. Me siento halagado y preocupado al mismo tiempo. La idea de convertirme en cabeza de la familia Garland, signifique eso lo que signifique, tiene un extraño atractivo: sin duda se trata de la manifestación dominante de algún gen masculino.
—De acuerdo, Alma.
Me estrecha con más fuerza negándose a dejarse convencer.
—Talcott, tu padre tenía planes para ti. Quería que fueras el único que… —Alma parpadea y se distancia de nuevo—. Bah, es igual. No te preocupes. Ya te lo hará saber.
—¿Quién me lo hará saber?, Alma.
Pero ella prefiere responder a otra pregunta.
—Tienes la oportunidad de hacer lo que es debido, Talcott. Puedes arreglarlo.
—¿Arreglar qué?
—La familia.
Meneo la cabeza.
—Alma, no sé de qué estás hablando.
—Tú sabes a qué me refiero, Talcott. ¿Recuerdas los buenos ratos que solíamos pasar en Oak Bluffs?, vosotros los chicos, tu padre, tu madre, yo, el tío Derek, cuando Abigail estaba todavía con nosotros… —Alma termina bruscamente, sorprendiéndome con un breve sollozo.
Le tomo la mano.
—No creo que los seres humanos puedan arreglar ese tipo de cosas —digo.
—Puede. Sin embargo, tu padre te dirá lo que debes hacer cuando llegue el momento.
—¿Mi padre? ¿Te refieres al juez?
—¿Tienes algún otro padre?
Eso es otra cosa que todos dicen de Alma, que ya no rige del todo.
Finalmente consigo escapar y recuerdo que se supone que debería estar buscando a Sally. Pienso en todas las locas mujeres Garland: ¿serán los hombres Garland los que les provocan semejantes neurosis o se trata de una simple coincidencia? Me abro paso entre la multitud. Me pregunto por qué está allí toda esa gente, por qué no han podido esperar al velatorio. Quizá Mariah no haya previsto ninguno. Unos desconocidos me tienden la mano, alguien susurra que el juez no sufrió y que deberíamos considerarnos afortunados, y a mí me entran ganas de darme la vuelta y preguntar: «¿Estabais allí?». En cambio, hago un gesto de asentimiento y sigo caminando, como habría hecho mi padre. Otro alguien, otro rostro blanco, masculla que el testigo ha cambiado de manos y que todo depende de los hijos, pero omite especificar el «todo». Justo fuera de la cocina frunzo el entrecejo ante el vigoroso apretón de manos de un anciano ministro baptista que ocupa un lugar importante en el consejo de una de las más antiguas organizaciones pro derechos civiles, un hombre del que estoy seguro de que declaró contra mi padre en su comparecencia ante el Tribunal Supremo y que tiene la desfachatez de fingir que comparte nuestro dolor. El apretón se me antoja interminable, sus viejos dedos se mueven por mi piel, y finalmente me doy cuenta de que está intentando transmitirme el secreto saludo de alguna fraternidad, puede que sin saber que el haber rechazado las proposiciones de esos grupos fue uno de mis pocos actos de rebelión contra el estilo de vida de mis padres; una vida de la que con frecuencia pienso que fui rescatado por Kimmer, mi rebelde compañera de rebelión. Pero no me apetece aclarárselo. Solo deseo escapar a su falsa untuosidad y puedo sentir que el velo rojo está a punto de reaparecer. No me deja marchar y empieza a hablar acerca de lo íntimos que él y mi padre habían sido en el pasado, de lo mucho que lamenta lo que ocurrió. Me dispongo a responderle con un comentario muy poco cristiano cuando un torbellino de cuerpos menudos pasa a nuestro lado casi tirándonos al suelo: los cinco críos Denton, de edades comprendidas entre los cuatro y los doce años, precipitándose en su carrera por arrasar alguna otra zona de la casa. Se numeran como Malcolm, Marshall, los gemelos Martin y Martina, y el más pequeño, Marcus. Me consta que Mariah va a la caza desesperada de un nombre para el muy visible sexto Denton, que nacerá a últimos de febrero o principios de marzo, pero que se halla perdida en su intento de hacer honor a nuestra historia y a su constante. En cualquier caso, este último embarazo es un escándalo, al menos entre las cuatro paredes de mi casa. Hace un año, cuando Mariah tenía cuarenta y dos, le confesó a mi asombrada esposa que deseaba tener un hijo más, asunto que en privado mi mujer me comentó que le parecía un capricho y una irresponsabilidad. Al igual que mi padre, Kimmer valora más a quienes difieren menos de ella.
II
La nuestra es una vieja familia, lo cual, entre la gente de nuestro color, es una referencia que tiene más que ver con el estatus legal que con el social. Nuestros antepasados eran libres y trabajaban para ganarse la vida cuando la mayoría de los miembros de la nación más oscura llevaban cadenas. No todos nuestros ancestros eran libres, naturalmente, solo algunos; pero a la familia no le interesan los otros: hemos enterrado un poco de nuestra memoria histórica con la misma eficacia que el resto de Norteamérica ha enterrado su mayor crimen. Y como buenos norteamericanos no solo nos olvidamos del crimen de haber esclavizado nuestras posesiones personales, sino que enaltecemos a los criminales. Mi hermano fue bautizado en recuerdo de un antepasado en particular, Waldo Addison, a menudo considerado nuestro patriarca, un esclavo liberado que, una vez libre, tuvo sus propios esclavos hasta que se vio obligado a huir al norte en 1830, después de que la rebelión de Nat Turner llevara a la Commonwealth de Virginia a reconsiderar la categoría de los negros libres —con minúscula—, tal como los llamaban entonces. Se detuvo por un breve tiempo en Washington D. C., donde vivió en la barriada infestada de mosquitos conocida como George Town; más brevemente aún pasó por Pensilvania y al final acabó en Buffalo, donde completó su conversión de granjero a barquero. La historia no registra lo que fue de los seis esclavos negros de Waldo; sin embargo, sabemos algo del personaje. El abuelo Waldo, como a mi padre le gustaba llamarlo, se vio involucrado en el movimiento abolicionista. Mi padre siempre decía que el abuelo Waldo conoció a Frederick Douglass, aunque resulta difícil imaginar que pudieran llegar a ser amigos o que, de hecho, llegaran a tener algo en común aparte de haber sido esclavos.
A mi padre le gustaba especular con la posible vinculación del abuelo Waldo con el ferrocarril subterráneo y decía con ojos chispeantes de esperanza que su trabajo en los lagos y canales lo convertían en lógico candidato. A medida que mi padre se fue haciendo mayor, la especulación fue convirtiéndose en certeza, y solíamos sentarnos en el porche que rodeaba la casa de Martha’s Vineyard, en el frescor de la tarde, bebiendo limonada rosada y espantando los mosquitos mientras él relataba las increíbles hazañas del abuelo Waldo como si las hubiera presenciado: los riesgos que corrió, los planes que urdió, la confianza que se granjeó: pero nunca hubo ninguna prueba. Las pocas evidencias de las que disponemos indican que el abuelo Waldo fue un canalla borracho, egoísta y ladrón. Los cuatro hijos que tuvo, por lo que sabemos, fueron también unas sabandijas. Su encantadora hija, Abigail, se casó con otra, y fue su pésimo marido, un trabajador textil de Connecticut, el que nos dio el apellido. El único hijo de Abigail se convirtió en predicador, el hijo mayor de este en profesor de universidad, y el segundo hijo de este fue mi padre, que ha sido muchas cosas, entre ellas y en el momento culminante de su vida, juez federal, consejero de dos presidentes, y casi juez del Tribunal Supremo. En sus horas bajas fue el nunca acusado pero públicamente humillado objetivo (Mariah, con su propensión al melodrama, dice «víctima») de las pesquisas de todos los periódicos y televisiones del país, por no nombrar a dos Grandes Jurados y tres comités del Congreso.
Pero ha muerto. La muerte es una prueba importante para las antiguas y me atrevería a decir que arrogantes familias como la nuestra: reprimir la angustia nos resulta tan natural como conducir coches alemanes, participar en la Boule, veranear en Oak Bluffs y amasar dinero. A mi padre no le habrían gustado las lágrimas. Siempre fue partidario de dejar atrás el pasado. «Trazar una línea», lo llamaba. «Trazas una línea, te pones a un lado y dejas el pasado en el otro». Mi padre tenía un montón de epigramas como ese y cuando estaba del humor adecuado nos los recitaba en un tono de autoridad, como si esperara que tomáramos notas. Al final, mis hermanos y yo aprendimos a no acudir a él con nuestros problemas, dado que lo único que podíamos esperar a cambio era su rostro severo y su voz grave soltándonos un sermón acerca de la vida, la ley o el amor; especialmente sobre el amor, ya que él y nuestra madre formaban uno de esos grandes matrimonios y él en consecuencia se atribuía la condición de gran experto. «Nadie puede resistir la tentación todo el tiempo —me advirtió el juez en una ocasión, cuando creyó erróneamente que yo estaba pensando en tener una aventura con la hermana de mi futura mujer—, el truco reside en evitarla». Naturalmente, no se trataba de un pensamiento especialmente profundo u original; pero mi padre, con su porte grave y judicial era capaz de conseguir que la más trivial de las observaciones sonara como la mayor de las sabidurías.
Debería advertir que Talcott es el nombre con el que me bautizaron, no Misha. Mis padres lo escogieron para homenajear al padre de mi madre, de quien confiaban que a cambio nos dejaría algún dinero, cosa que hizo debidamente; pero lo he odiado desde que tuve edad suficiente para ser objeto de las burlas de mis compañeros de colegio, es decir desde hace muchísimo tiempo. Aunque mis padres no toleraban el uso de diminutivos, mis amigos y parientes lo acortaron piadosamente hasta dejarlo en «Tal». Sin embargo, mis íntimos me llaman «Misha» que, como habrán deducido, es la versión inglesa de un nombre ruso, el diminutivo de «Mijaíl», y que ha sido de tiempo en tiempo uno de mis motes. No soy ruso, no hablo ruso y mis padres no me pusieron un nombre ruso porque, aparte de unos pocos entregados comunistas, ¿a qué otros padres negros se les habría pasado por la cabeza? Pero yo tengo mis propias razones para preferir «Misha», por mucho que a mi padre le desagradara.
O puede que fuera justamente por eso.
Mi padre, como la mayoría de padres, también ejerció un efecto sobre nosotros. Mis hermanos y yo hemos sido en parte definidos por nuestra rebelión ante su autocrática imposición y, al igual que la mayoría de rebeldes, con frecuencia no llegamos a darnos cuenta de lo mucho que nos parecemos al objeto que pretendemos despreciar.
III
Necesito un descanso.
Para complacer a Mariah, paso unos minutos en la cocina con la llorosa Sally, que fue educada por el difunto tío Derek, el único hermano de mi padre a quien el juez aborrecía por sus ideas políticas. Es prima nuestra por matrimonio: era hija del primer matrimonio de Thera, la segunda esposa de Derek, pero Sally se refiere a Derek como a su padre. Sally se ha convertido en una mujer solitaria y gordinflona de ojos tristes y saltones y extravagantes peinados. Al consolarla ya no veo rastro de la audaz y agresiva quinceañera que fue tiempo atrás, de la secreta amante de Addison. En la actualidad, Sally trabaja en el Capitolio para algún desconocido subcomité, ocupación que consiguió gracias a las menguadas influencias de mi padre cuando ya no tuvo a nadie a quien acudir. Sally, que ha pasado por dificultades, enfoca cualquier conversación, a los segundos de iniciarse, bajo el prisma de lo mal que la han tratado todas las personas que ha conocido. Lleva unos vestidos siempre demasiado ajustados y de alarmantes temas florales; y aunque ya no bebe como solía, Kimmer asegura que la ha visto tomar grandes cantidades de píldoras que saca del enorme bolso que arrastra a todas partes. En este instante, tiene el bolso con ella. Mientras le doy palmaditas en la ancha espalda intento averiguar por el tono pastoso de su voz la dosis que puede haber tomado de lo que oculta y me recuerdo a mí mismo que en una época fue cálida, vivaracha y divertida. Acepto un húmedo beso demasiado cerca de mis labios y por fin escapo al vestíbulo. Oigo el agudo parloteo de Mariah, pero no me doy la vuelta. Me fijo de nuevo en Howard, que sigue haciendo negocios, y en el nimbo rojo que todavía le flota sobre la coronilla. Necesito escapar, pero Mariah se pondrá furiosa si me marcho, y nunca se me ha dado bien enfrentarme a la furia de las mujeres. Añoro el sencillo y rejuvenecedor placer del ajedrez, aunque sea jugado on line, en el portátil que he dejado en casa de los Madison.
No obstante, por el momento tendré que contentarme con un poco de simple intimidad.
Me escabullo hasta la habitación que en una época fue el estudio de mi padre, desde entonces convertido en una pequeña biblioteca de bajos anaqueles de cerezo que ocupan dos de las paredes y, frente a la ventana, un pequeño y antiguo escritorio con un teléfono de doble línea. Los paneles de madera que cubren las paredes son también de cerezo y están decorados no con fotografías de autoalabanza, sino con varios elegantes cuadros de autores desconocidos junto con una acuarela de Larry Johnson —no la mejor— y un pequeño pero espléndido boceto de Miró, obsequio reciente de algún millonario conservador. En un momento de avaricia me pregunto a manos de cuál de los hijos irá a parar el Miró, pero supongo que irá incluido con la casa.
—Y los ricos se hacen más ricos —murmuro poco caritativamente.
Cierro la puerta y me siento al escritorio. En los estantes, tras la butaca giratoria de cuero rojo, hay docenas de álbumes de recortes, unos lujosos y otros no, todos llenos a rebosar de fotografías, ya que mi madre era la meticulosa cronista de la vida familiar. Escojo uno al azar y descubro toda una serie de imágenes de Addison recién nacido. El segundo es de Abby. La página por donde abro me la muestra a la edad de unos diez años con el uniforme de la liga del colegio, la gorra echada hacia atrás y el bate al hombro. Recuerdo que mis padres tuvieron que amenazar con una demanda para conseguir que la dejaran jugar: los viejos tiempos. Independientemente de lo que estuviera haciendo, mi padre nunca se perdía un partido. El juez solía hablar de esos días con cariño: «Tal como eran las cosas antes», decía en sus raros momentos de nostalgia, refiriéndose a antes de que Abby muriera. A pesar de todo, trazó una línea, dejó atrás el pasado y siguió adelante.
Sigo hojeando los álbumes. El tercero está lleno de fotos de nuestras graduaciones: la mía, la de Mariah, la de Addison… Todos los estadios de nuestra educación junto con instantáneas de Mariah y de Addison recibiendo distintos premios. En especial, Addison. Yo, no; pero, claro, yo nunca he ganado nada. Forzando una sonrisa, sigo pasando las hojas. La mayor parte del cuaderno está vacío. Puede que sea un espacio para fotos de los nietos. Lo dejo. El siguiente tiene unas tapas de lo más bonitas, cuero azul oscuro manchado de viejo, y está lleno de recortes de periódicos que parecen ser de…
¡Oh, no!
Lo cierro a toda prisa y también los ojos, pero despacio, y veo a mi padre saliendo de la casa rápidamente, una tarde de primavera, ordenándole a mi madre: «No hagas nada, Claire, quédate aquí. Tenemos otros tres hijos de los que ocuparnos. Te llamaré desde el hospital». Y, más tarde, a mi madre contestando al teléfono de pared de la cocina con mano temblorosa, soltando un maternal lamento mientras se desplomaba contra el aparador para, acto seguido, adoptar una actitud indiferente y distante, cosa que mis padres eran capaces de hacer en un abrir y cerrar de ojos. Yo fui el solitario testigo de la demostración. Mariah y Addison se hallaban lejos, en la facultad, y Abby estaba por ahí. Con quince años, Abby siempre daba la impresión de estar por ahí y discutiendo con nuestros padres. Mi madre me hizo vestir apresuradamente y me dejó en casa de unos vecinos, aunque a mis casi diecisiete años ya era perfectamente capaz de quedarme en casa sin vigilancia. Se marchó con rápidos y desesperados besos y desapareció con el otro coche hacia un inexplicado pero obviamente trágico asunto. Era medianoche cuando mi padre llegó para recogerme, me hizo sentar en el salón de Shepard Street y me contó, con una voz vacilante y totalmente distinta de su tono habitual de locutor de radio, que Abby había muerto.
Desde el día del funeral hasta el momento de su propio fallecimiento, mi padre apenas volvió a mencionar el nombre de Abby.
Sin embargo, conservó un álbum de recortes. Un álbum decididamente extraño.
Abro los ojos de nuevo y paso las páginas.
Y me doy cuenta de que hay algo que no encaja.
Solo las cuatro primeras hojas se refieren a Abby: las noticias aparecidas dando cuenta de su muerte; el funeral de rigor; un artículo de una semana después informando a los lectores de que la policía no tenía pistas; otro artículo dos meses más tarde dando cuenta de las mismas tristes noticias…
En aquella época mi padre estaba muy irritado, muy irritado todo el tiempo. Y empezó a beber. Solo, como suelen hacerlo los verdaderos alcohólicos, encerrado en esta misma habitación. Puede que inmerso en la contemplación de este álbum.
Paso la página. La siguiente, fechada unos meses después, recoge la muerte de un niño pequeño en un accidente de carretera, en Maryland, donde el conductor se dio a la fuga. Me estremezco. La hoja que sigue contiene otro clip con recortes: un joven seminarista víctima de otro conductor que escapó. Sigo pasando. El contenido me hiela la sangre: recortes y más recortes de periódicos de todo Estados Unidos acerca de gente inocente víctima de conductores que se dieron a la fuga. Dos y casi tres años de noticias: una anciana que salía de un supermercado de pueblo; un policía que dirigía el tráfico en una gran ciudad; un estudiante de buena familia y con conexiones políticas, cuyo descapotable fue aplastado por un camión remolque; un periodista que fue arrollado por una caravana mientras cambiaba una rueda pinchada, en el arcén de una atestada autopista; el entrenador del equipo de fútbol de un instituto, atropellado por un taxi; una pobre madre de seis hijos, un escritor famoso, un empleado de banca, un cirujano cardiovascular, un ladrón reclamado por la justicia, una adolescente que se dirigía a cuidar niños, el hijo de un destacado político… Todo un muestrario de la tragedia americana. Algunas de esas historias llevan el tampón de las agencias que se dedican a enviarlas a quienes se lo piden, antes de que se pudiera investigar por Internet. La mayoría no son más que un breve párrafo sacado del Post o del viejo Star, y unas pocas, muy pocas, están marcadas con un asterisco de desteñida tinta azul y garrapateadas en los márgenes con fechas, por lo general muy posteriores a la de publicación de las noticias. Repasando hacia atrás a partir de otros sucesos conservados en el álbum no tardo en comprender que los asteriscos señalan los casos en los que el conductor que huyó fue finalmente arrestado. Unas cuantas crónicas de esos arrestos contienen furiosas anotaciones del puño y letra de mi padre: «Espero que frían a ese bastardo». «Ojalá tengas un buen abogado, amigo». «Por fin a unos padres se les ha hecho justicia».
Voy hasta la última página del libro. La colección se acaba a finales de los setenta, más o menos cuando el juez dejó de beber. Tiene sentido. Pero lo demás no lo tiene.
Este no es el nostálgico álbum de recortes de un padre que añora a su hija: es el producto de una mente obsesionada, y se me antoja como algo diabólico en el sentido cristiano tradicional del término, una obra del demonio. Las vibraciones que desprende son las de una mente enferma, como si esos papeles estuvieran poseídos del espíritu enloquecido que los reunió o de la locura que le llevó a hacerlo. Devuelvo rápidamente el libro a su lugar, vagamente temeroso de que pueda contagiarme su desenfrenada locura. Me resulta extraño que esté ahí, entre los recuerdos felices. Una demencia de ese tipo, aunque temporal, no es precisamente lo que un hijo desea saber acerca de sus padres ni lo que los padres quieren que un hijo conozca. Los Garland tenemos muchos pequeños secretos y este es uno de ellos: cuando Abby murió, mi padre se volvió algo loco y, más tarde, se recuperó.
Cierro los ojos otra vez y me recuesto en la butaca. Se recuperó. Eso fue lo importante. Se recuperó. El hombre al que enterraremos la semana que viene no es el mismo que se sentó en esta pequeña y fea estancia, bebiendo noche tras noche hasta perder el sentido, pasando las hojas de ese malsano álbum de recortes, aterrorizando a la familia no con furia o violencia sino con el terrible silencio de la miseria emocional.
Se recuperó.
Y, no obstante, mi padre, que siempre fue un fanático defensor de la intimidad, conservó ese libro, el testimonio de su pasajera locura, donde cualquier visitante podría haber tropezado con él. Estoy dispuesto a admitir que el juez creó ese cuaderno durante su locura; pero que lo conservara durante todos estos años me parece una temeridad que no encaja con su carácter. Cualquier otro indicio fue borrado hace muchos años. Por ejemplo: nada de botellas de licor en casa.
Afortunadamente para la reputación de mi padre, nadie se topó con el libro durante sus comparecencias ante el comité judicial del Senado.
De repente, se abre la puerta del pequeño despacho. Sally está de pie allí, con su vestido gris inverosímilmente ajustado, jadeando pesadamente y con una sonrisa extasiada y algo desvalida asomando entre las lágrimas. Parece ligeramente confundida, como si le sorprendiera encontrarme en el primer lugar donde ha buscado. Por fin, anuncia que Addison ha llamado. Sus ojos se ven brillantes, extáticos, como si compartieran su alegría. «Addison está de camino», añade feliz, indiferente a la posibilidad de que otros puedan no estar tan emocionados como ella. «Llegará mañana, como muy tarde». Parpadeo, haciendo un esfuerzo para aclarar mi visión. Parece un personaje de Beckett. Me pongo en pie, asintiendo y tapando la estantería con el cuerpo, absurdamente preocupado por que pueda ver el enfermizo libro de recortes del juez. «Addison llega», repite. Transformada por la noticia, ha adquirido un repentino atractivo. «Llegará pronto —me asegura Sally—. Muy pronto».
Por el tono absurdamente lisonjero, se diría que está anunciando la inminente llegada del Mesías. Sin embargo, si se preguntara a las muchas mujeres de mi hermano, probablemente lo describirían como todo lo contrario.