Dos historias
I
—El distrito de Columbia tiene seguramente la legislación sobre armas de fuego más estricta del país —me asegura Lemaster Carlyle—. Resulta prácticamente imposible obtener un permiso allí. —Pausa—. Por otra parte, Virginia está al otro lado del río, y es el lugar del mundo donde resulta más fácil conseguir legalmente una pistola. La gente las compra allí y se las trae constantemente.
—Ah. —Es mi sesuda aportación.
—Por lo tanto, si yo tuviera un pariente que viviera en el distrito de Columbia y falleciera dejando tras él una pistola, supondría que la compró en Virginia y se la trajo saltándose las leyes.
Con su humor caribeño me ha devuelto mi ingenua hipótesis. Hago un gesto afirmativo. Mi sándwich de pollo asado que es la especialidad de la casa en Post se ha quedado a medio comer y está frío y gomoso. Lemaster es un antiguo fiscal y conoce el tema, pero su información encaja con lo que yo intuía. Una vez más, mi padre parece haber vivido al borde de la ley. Preferiría no descubrir tantos de esos deprimentes indicios, pero no puedo evitar ir tras ellos.
—Naturalmente, debes devolver el arma.
—¿Cómo?
—La pistola. Todavía sigue sin estar registrada y carece de permiso. Nadie puede tenerla legalmente. Hay que devolverla.
—Oh.
Lemaster Carlyle es una persona de tal integridad que sospecho que su consejo seguiría siendo el mismo aunque no hubiera estado tres años trabajando como ayudante del fiscal general antes de pasarse al mundo académico. Lo observo mientras picotea su ensalada de gambas. Nunca parece comer mucho y nunca parece engordar un gramo. Sus trajes le sientan perfectamente. Se trata de un hombre pequeño con un cerebro enorme, algo más viejo que yo, graduado por la facultad de derecho de Harvard, que en su época fue estudiante de teología antes de unirse a nuestra especialidad. Su delgado rostro, a la vez sabio y jovial, es de un color negro casi púrpura, típico de las Indias occidentales. Julia, su perfecta esposa, es tan pequeña, oscura y encantadora como él. Viven en uno de los barrios de mejor tono con sus cuatro perfectos hijos. En la jerarquía no escrita de la facultad, se halla a años luz por encima de mí, y todo el mundo lo adora, incluso los ex alumnos, porque también es un estupendo político. Aunque se autocalifica de progresista, Lern ha votado a los republicanos en las últimas elecciones argumentando la oposición de los demócratas a las subvenciones escolares, iniciativa que para él representa la única salida para los chicos de los barrios bajos. Fue el fundador (y por lo que sé el único miembro) de una organización que nadie recuerda llamada Liberales para Bush. Sus jugosas y ajustadas columnas de opinión salpican las páginas del New York Times y del Washington Post, y aparece en televisión cada dos por tres. También se dice que es un tipo inquieto. Muchos de nuestros colegas le ruegan que aguarde pacientemente a suceder a Lynda Wyatt y convertirse en nuestro primer decano negro. Sin embargo, radio macuto comenta que Lern está aburrido de la enseñanza como de la mayoría de las cosas que ha conseguido y que pronto nos dejará para ocupar un alto cargo directivo en una cadena de televisión. En el funeral del juez, la gente no dejaba de hacerle fiestas. Con frecuencia deseo parecerme más a él y envidiarlo menos.
—¿Y si la persona que ha encontrado la pistola no la devolviera? —insisto.
Da un sorbo a su vaso de agua —nadie le ha visto beber otra cosa— y hace un gesto negativo con la cabeza. Sus ojos me sonríen por encima del fino bigote.
—Encontrarla no es ningún delito. Poseerla, sí.
Por lo tanto recomendaré a mi hermana que se deshaga de ella. Caso cerrado.
Pero Lemaster lo reabre.
—Escucha, Talcott, ese pariente tuyo, ¿sabes para qué quería el arma?
—Ni idea.
—La mayoría de la gente las compra para protegerse, incluso quienes las adquieren de forma ilegal. Pero otras las compran para delinquir, naturalmente.
—Claro.
Se limpia los labios con la servilleta de papel y la dobla con cuidado antes de depositarla al lado del plato. No habrá comido más de cuatro bocados.
—Si fuera familiar mío, no me interesaría de dónde ha sacado la pistola o lo que podría pasarme por tenerla. Lo primero que querría saber es por qué la compró.
II
De vuelta al Oldie, mientras me encamino hacia la escalinata central, intento convencerme tontamente de que deseo dejar atrás todo eso; pero ya no soy yo el que busca la verdad: en estos momentos parece ser la verdad la que me persigue. ¿Para qué podría querer mi padre una pistola? Para protegerse o cometer un crimen, eso es lo que ha dicho Lemaster Carlyle, y ninguna de las dos posibilidades es una feliz alternativa. ¿En qué podía andar metido mi padre? Pienso en Jack Ziegler, en el cementerio. Pienso en Scott-McDermott, considerado inofensivo por su sheriff, pero no obstante muerto en circunstancias sospechosas. Me siento abatido. La candidatura de Kimmer se me antoja a cientos de kilómetros de distancia, y me asalta la necesidad de correr escalera arriba para ir a ver a Theo Mountain porque necesito que me levanten el ánimo. Sin embargo he de evitar convertir a mi antiguo mentor en mis muletas permanentes.
Dejo atrás a un grupo de estudiantes: Crysta Smallwood discute acaloradamente con otras «mujeres de color», como les gusta llamarse en la actualidad. Unas cuantas palabras me llegan a través de la distancia: «Intersticios dialécticos…», «actitudes de outsider…» y «terceros recompuestos…». Echo de menos los días en que los estudiantes discutían sobre las reglas de los procesos civiles o el estatuto de limitaciones, cuando las principales facultades de leyes del país creían que su obligación consistía en enseñar derecho.
Al acercarme a mi oficina veo que Arnold Rosen, uno de los más duros liberales de la facultad, se me acerca deslizándose en su silla de ruedas eléctrica. Me sonríe con su habitual aire de superioridad, y yo le devuelvo la sonrisa a regañadientes porque no somos amigos. Lo admiro intelectualmente y por su fidelidad a sus principios; pero no estoy seguro de que él admire algo en mí, especialmente siendo yo hijo de uno de los grandes héroes conservadores. Arnie se unió a nosotros hace una década, procedente de Harvard, en uno de los fichajes maestros de Stuart Land y se dice que es el único competidor de Lem Carlyle para sustituir a la decana Lynda cuando esta caiga.
Frena la velocidad de su silla de ruedas con un movimiento del dedo sobre una palanca. Sus claros ojos me observan con un aire distante y crítico.
—Hola, Arnie. —Llevo las llaves de mi despacho en la mano con la esperanza de que entienda que en este momento no estoy para conversaciones.
—No creo haber tenido la oportunidad de decirte lo mucho que siento lo de tu padre.
—Gracias —contesto en voz baja, demasiado cansado para que me moleste su hipocresía.
Arnie da clases de ética jurídica, imparte una variedad de cursos sobre derecho mercantil y es un prodigioso académico que, no obstante, reserva lo mejor de sí para las tres grandes causas de la izquierda contemporánea: el aborto, los derechos de los homosexuales y la estricta separación de la Iglesia y el Estado. Hace unos meses, Shirley Branch, la primera mujer negra que hemos contratado, leyó un artículo durante el almuerzo quincenal de la facultad en el que subrayaba que el tipo de separación que los intelectuales damos por hecho es demasiado estricto y que, por ejemplo, podría haber perjudicado al movimiento de defensa de los derechos civiles. Arnie no estuvo de acuerdo y comentó que la visión de Shirley nos retrotraería a la época en que Norteamérica era una nación cristiana. Los dos se enfrentaron en una acalorada discusión hasta que Rob Saltpeter, el moderador, desactivó el problema con un astuto comentario:
—El problema de Norteamérica no es que sea una nación cristiana, sino que con demasiada frecuencia no lo es.
Rob, al igual que Lern, tiene clase.
—¿Sabes, Talcott? Uno de nuestros colegas me fue a ver el otro día para hablarme de ti —me dice en voz baja, mirándome a los ojos.
—¿De mí? ¿Para qué?
—Bueno… Para algo especial. Opinaba que podías haber violado las normas de ética profesional. Pero lo puse en su sitio. Te lo aseguro.
—¿Qué norma? ¿De qué estás hablando?
—¿Verdad que estás trabajando como asesor de una importante compañía? ¿No se trata de un caso de acción de responsabilidad con respecto a unos vertidos tóxicos?
—Esto… Sí. Sí, es cierto.
—Verás… Nuestro colega me preguntó si era correcto que continuaras escribiendo acerca de una materia cuando resulta que te pagan para que la interpretes en un sentido concreto.
—¿Qué?
—Estoy seguro de que entiendes el problema. Los profesores de derecho se supone que hemos de ser objetivos. Ese es el mito y a él nos aferramos. En cualquier caso, o lo procuramos o mejor nos dedicamos a otra cosa. Esa es la razón de que a la facultad le guste tan poco que hagamos de asesores.
—Eso lo entiendo, pero…
Arnie da marcha atrás con su silla y agita la mano en un gesto de quitar importancia.
—No te preocupes, Talcott. Es una equivocación frecuente. No existe ninguna norma que lo prohíba. No existe ninguna normativa ética que afecte al profesorado. Además…
—Además, yo no arriesgaría mi puesto por unos simples honorarios como asesor.
—Eso es lo mismo que yo dije. —Asiente—. No obstante, nuestro colega parecía bastante convencido de sus argumentos. Tengo la impresión que este asunto aún no ha terminado.
Mascullo algo. Incredulidad, quizá. O puede que simple enfado. ¿Es esta la presión a la que se refería Stuart Land?
—Arnie, escucha, ¿quién fue a verte? ¿Quién ha sido el que ha levantado la liebre?
—Ah, Talcott —responde haciendo un gesto con las manos—, me gustaría decírtelo, pero no puedo.
—¿No puedes? ¿Por qué no puedes?
—Ya lo sabes: confidencialidad entre abogado y cliente.
Sin dejar de sonreír, da media vuelta y desaparece por el vestíbulo.