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Más noticias telefónicas

I

¿No lo sabía? En realidad era de Carolina del Sur —me explica Cassie Meadows—, y su verdadero nombre era Scott.

—Vaya. Ahora están dispuestos a revelarnos su nombre. ¡Cuánta amabilidad por su parte!

—No estoy segura de por qué no querían decírnoslo.

—Bueno, ahora que está muerto no les queda otra elección, ¿no? Me refiero a que su nombre ha aparecido en todos los periódicos de por aquí. No tengo la impresión de que el FBI esté siendo de mucha ayuda en todo esto —le comento a Meadows con amargura.

Es lunes. Han pasado cuatro días desde que abrí la Gazette y vi la foto de Colin Scott; tres desde que tomé el primer ferry de la mañana y corrí a casa para encontrarme con una inquieta Kimmer. Los tres nos quedamos abrazados durante tanto rato en el camino de entrada que al final pensé que mi esposa esperaba una explicación completa, pero me equivocaba: simplemente, nos dijo, se sentía feliz de tener a su familia de regreso. Lo demás tendría que esperar.

—El señor Corcoran opina que los federales están haciendo todo lo que pueden.

—Ya entiendo —mascullo, aunque no entienda nada—. Y, si el FBI se está mostrando tan colaborador, entonces ¿por qué no nos explican qué hacía Scott en esa barca?

Me encuentro en mi estudio, mirando por la ventana como me gusta hacer, deseando que el cielo de este interminable noviembre se despeje lo suficiente para arrojar un poco de sol sobre Hobby Road. Suspiro y me esfuerzo en no buscar culpables, aún no.

—Lo estaba vigilando a usted. De eso no hay duda. Lo ha estado siguiendo durante semanas, me parece a mí.

—Bárbaro.

Meadows ríe por lo bajo.

—No creo que deba preocuparse más por él, señor Garland. Ya sabe a qué me refiero.

—Mmm.

—Los federales no creen que los amigos de Scott tengan nada que ver en el asunto —prosigue con un tono desenfadado—. Eran simplemente unos compañeros de pesca de Charleston. Uno de ellos, déjeme comprobar mis notas… Sí, uno de ellos tiene una gasolinera. Según parece, el señor Scott les dijo que podía ir a pescar en Nueva Inglaterra fuera de temporada, que sabía dónde podían encontrar una lancha… El caso es que fueron a la isla con él. Le contaron a la policía que habían estado bebiendo y que, cuando se cayó por la borda y no pudieron encontrarlo, les entró el miedo y que por eso devolvieron la barca y se marcharon.

—Sí, pero regresaron.

—Más tarde, cuando ya no estaban tan borrachos. Pero no creo que fuera hasta después de ver la historia en los diarios.

—¿Y alguno de ellos encajaba con la descripción de… del agente Foreman?

—Me parece que no. —Ríe—. Sus amigos eran blancos los dos.

—Ya. —Recuerdo uno de los dichos de mi época de abogado en ejercicio: «Hay veces en que una historia que parece demasiado buena para ser cierta resulta ser cierta».

Meadows sigue aportando datos.

—En cualquier caso, los del FBI registraron la oficina de Scott en Charleston y ¿adivina qué? Encontraron su diario y algunos archivos y parece que él le dijo la verdad: alguien lo contrató para que hallara ciertos documentos que supuestamente se encontraban en manos de su padre cuando murió. Por desgracia, el diario no dice quién era su cliente ni de qué tipo de papeles se trataba.

—Qué conveniente —mascullo sintiéndome de repente muy solo. Bentley ha vuelto a la guardería, Kimmer ha vuelto a San Francisco con Jerry Nathanson y yo todavía debo volver a mis clases. Si no fuera por la candidatura de mi mujer, me sentiría tentado de aceptar la maquiavélica oferta de la decana Lynda y desaparecería unas semanas más. Pero claro, si Kimmer no fuera una de las candidatas, no me habrían hecho esa oferta.

—¿Qué?

—Que si no se fiaba lo bastante para dejar constancia escrita del nombre de su cliente…

—¡Ah, ya lo entiendo! —Parece entusiasta—. Supongo que está pensando en Jack Ziegler, ¿no?

—Correcto.

—Mire, señor Garland, no debería preocuparse por el señor Ziegler. El señor Corcoran me avisó de que usted probablemente pensaría que el señor Ziegler estaba detrás de la contratación de Scott y me pidió que le dijera que ha hablado personalmente con él y que el señor Ziegler ha negado tener cualquier relación con el señor Scott. Según parece, el señor Corcoran se inclina a creerlo.

Sonrío ante los constantes tropiezos de Meadows con la palabra «señor», pero la verdad es que el tío Mal dirige un bufete a la antigua usanza, y me pregunto cuánto tiempo seguirá insistiendo en esas pequeñas formalidades y si una nueva generación de abogados, de esos que evitan la corbata porque sus clientes «punto com» tampoco la llevan, serán capaces de adaptarse al estilo Corcoran & Klein.

—También me dijo —prosigue— que le explicara que fue el defensor del señor Ziegler en el caso por perjurio en el noventa y ocho y que sabe cuándo está mintiendo y cuándo no.

—¿Y cómo sabe la diferencia?

—¿Perdón?

—No importa. Escuche, ¿no podría hablar yo personalmente con el señor Corcoran?

—Se encuentra en Bruselas. Sin embargo, puede usted pedirme lo que necesite.

Me pregunto si el tío Mal me evita a propósito e interpone a Meadows para librarse de mí o si, por el contrario, se debe a mi habitual talante hipersensible.

—Escuche, escuche —añade Meadows muy contenta—, aún tengo mejores noticias para usted.

—Pues no me vendrían mal.

—El señor Corcoran me ha contado que la investigación de los antecedentes de su esposa ya ha empezado. De hecho, los federales enviarán a unos cuantos agentes para entrevistarla los próximos días y también para hablar con usted.

—Mi esposa se encuentra fuera de la ciudad. —Me estoy mostrando discutidor por placer, aunque en realidad debería alegrarme por Kimmer.

—Oh, no creo que al FBI le cueste encontrarla. —Parece como si Meadows esperara que yo añadiera algo más, «gracias», quizá; pero tengo uno de esos días en que lo veo todo rojo y meto la pata con mis modales—. Bueno, en cualquier caso, el señor Corcoran quería que usted lo supiera —añade, desanimada.

A pesar de mis esfuerzos por resistirme, la educación de la familia Garland se impone finalmente:

—Son unas noticias estupendas. Gracias, señorita Meadows.

Aunque también es posible que esté siendo amable porque todavía necesito su ayuda.

—Yo no he hecho nada. Y, por favor, llámeme Cassie.

—Muy bien, Cassie.

—Le puedo asegurar que usted es un cliente interesante —añade, y me doy cuenta de que quiere despedirse deprisa y volver a cosas más serias—. Ha sido toda una experiencia.

—Espere…

—¿Sí?

Me tomo un instante para encontrar las palabras adecuadas.

—Verá, Cassie, hay algo que me ronda la cabeza.

—No sé por qué pero me lo imaginaba.

Me consta que procura mostrarse amistosa, pero su sarcasmo resulta igualmente cortante. Odio dar la impresión de necesidad.

—Será porque es buena en su trabajo —contesto suavemente, dándole un poco de coba, pero no sirve.

—¿Qué quiere saber, Misha? —Su tono es formal. Lo cierto es que no tiene motivos para tomarme en serio porque hay un montón de cosas que aún no le he desvelado, ni a ella ni a nadie, ni a Kimmer ni al tío Mal. Meadows no sabe nada del «novio de Angela» y aún menos de la repetición de la palabra «Excelsior». Mi problema estriba en que debo hablar con alguien.

—Verá… ¿Recuerda que Colin Scott dijo que estaba buscando unos documentos que un cliente había dejado en manos de mi padre?

—Desde luego.

Tengo la impresión de que Cassie Meadows tiene la atención puesta en otra parte, seguramente en algún cliente que paga.

—¿Y que me dijo que el FBI cree que es cierto?

—Sí.

—Bueno pues, ¿averiguó quién?

—¿Perdón?

—Que si ha averiguado qué cliente le dejó esos documentos.

—¡Ah…! Bueno… yo… —Intuyo que he tocado un asunto delicado—. Mire, Misha, le aseguro que el bufete es muy cuidadoso revisando sus archivos. —Me pregunto si no habrá sido ella la encargada de revisarlos. Desde luego, una tarea tan ingrata y aburrida explicaría su irritación—. El proceso está prácticamente terminado y no hemos encontrado indicio de nadie que hubiera podido confiar algún documento a su padre. Debe comprender que su padre era un hombre muy ocupado que no solía mantener, esto… el tipo de relación con los clientes del bufete que pudiera conducirlos a confiarle a él y solo a él documentos especialmente delicados.

Incluso a través del teléfono su incomodidad resulta evidente, y capto el mensaje que esperaba: que en lo que se refiere a Corcoran & Klein, el juez no tenía clientes. De repente y con tristeza recuerdo el momento en el funeral cuando le llegó el turno de hablar a Mallory Corcoran. Recuerdo que allí, en pie, ante los escasos reunidos, con voz quebrada y llorosa, no dejó de mencionar la grandeza del juez, y que repitió la palabra una y otra vez hasta que empecé a creer que se refería a una grandeza desaparecida hacía tiempo, quizá porque la actitud política cada vez más radical de mi padre se había convertido en un creciente problema para un bufete que en otra época había pensado que el nombre del juez figuraría con letras de oro junto a otros destacados de senadores y miembros del gabinete.

Tomo nota: ningún cliente. El juez no tenía clientes. Lo registro en un rincón de mi memoria y tomo una decisión.

—¿Es posible que el bufete tenga algún cliente que responda al nombre de «Excelsior»? —pregunto a Cassie Meadows.

—¿Por qué lo pregunta?

—Llámalo intuición.

—Un momento —responde. Oigo que teclea, el clic del ratón y el distintivo sonido de aviso que hace Windows (a menos que se desconecte) cuando no puede encontrar lo que se le pide—. No. —Vuelve a teclear, espera y suena el mismo aviso—. No, tampoco en los archivos confidenciales.

—Bueno, era solo una corazonada.

—Claro. Seguro que ese nombre se le ocurrió porque sí.

—No, no… Es algo que alguien… que alguien mencionó acerca de mi padre. —Nunca se me ha dado bien mentir, especialmente si no tengo tiempo para pensar.

—Bueno, si usted lo dice.

Estupendo. Resulta que he procurado no despertar irritación y, en cambio, lo que he despertado es escepticismo cuando no desconfianza. Sin embargo, tal como al juez le gustaba decir, no me queda más remedio que seguir adelante.

—Todavía tengo un favor que pedirle.

—Eso me suena.

—Esta vez va en serio.

—De acuerdo, Misha, de acuerdo. —En algún instante de la conversación, Meadows ha empezado a llamarme por mi apodo, aunque no me ha pedido permiso. Puede que «profesor Garland» resulte demasiado pomposo, pero hasta Mallory Corcoran, que me conoce de toda la vida, me llama «Talcott». No la he corregido porque las actuales normas de conversación no brindan el modo de pedir a alguien que se dirija a uno con más respeto en lugar de con menos—. Un último favor. —Ríe brevemente—. A ver, ¿a quién tengo que pedir esta vez la información? ¿A la Casa Blanca? ¿A la CIA?

—No se trata de información. La semana que viene debo ir a Washington para dar una conferencia sobre la reforma de la acción de responsabilidad y me gustaría acercarme al bufete para echarle un vistazo al viejo despacho de mi padre.

—Es inútil, Misha. Ignoro lo que anda buscando, pero la habitación está completamente vacía. Ni siquiera hay muebles. Creo que uno de los socios se va a instalar ahí dentro de poco.

—Solo necesito un par de minutos, pero si cree que va a representar un problema puedo llamar al tío Mal…

He usado el apodo para recordarle que tengo cierta influencia con su jefe.

—En absoluto —responde de inmediato—. Estoy segura de que no habrá ninguno. Simplemente avíseme el día que vaya a venir.

Le digo que así lo haré, y puesto que detecto cierta preocupación le aseguro que ya he acabado de pedirle favores. Eso es seguramente mentira, y Meadows es probable que lo sepa. Si los cadáveres que empiezan a apilarse con tanta velocidad no tuvieran todos una explicación tan fácil, la dejaría en paz. O puede que no. Después de todo, sigo sin descifrar la críptica nota del juez; pero se trata de algo que aún tengo pendiente de mencionar a Meadows o al tío Mal.

—Intentaré portarme como es debido —le prometo.

Meadows se echa a reír.

Tras colgar, me quedo sentado, preguntándome hasta dónde quiero saber realmente. Sin embargo, tras lo sucedido en Martha’s Vineyard, la única respuesta posible es «todo lo que pueda». Así pues, llamo a mi compañero de baloncesto, Rob Saltpeter, y le pido que me concierte una cita para cuando yo vaya a Washington, la semana próxima. En este caso, sus contactos son mejores que los míos.

—Desde luego, Misha —me contesta Rob—. Lo que sea que te pueda ayudar.

A pesar de todo, capto en el tono de su voz, como en el de la mayoría de mis amigos últimamente, un matiz que no conocía: el de la duda.

II

Está oscureciendo en el gris atardecer otoñal, y yo estoy de pie en la cocina viendo cómo juega mi hijo. Hace un rato se me ocurrió llamar por fin a Simplemente Alma, a Filadelfia. Ella había predicho a su confusa manera que alguien se presentaría. Sin embargo, nadie parece saber cómo dar con ella. Incluso Mariah, que está en contacto con todo el mundo, solo tiene su dirección pero no su teléfono. Me pregunto por un instante si nuestra loca tía lo tendrá. Finalmente, lo intento con una de sus hijas, una asistenta social que me dice que su madre se ha ido a las islas de diciembre a marzo. Se niega tajantemente a darme su número, pero accede a transmitirle el recado de que quiero hablar con ella. Eso suponiendo que su madre la llame, cosa que, me asegura alegremente, puede que no ocurra.

Hago un gesto con la cabeza ante la descortesía del mundo, aunque yo también he demostrado que tengo la capacidad de ser descortés. En los viejos tiempos, si me encontraba con la agenda de mi esposa abierta sobre la mesa solía hojearla sin pedirle permiso, deteniéndome aquí y allá para preguntarme si un nombre subrayado era un contacto relacionado con su profesión o algo… más. Incluso llegaba a apuntar unos cuantos. Pero recientemente, Kimmer se ha tecnificado y ha sustituido el papel por memoria digital y de ese modo, intencionado o no, ha convertido su lista de teléfonos en inviolable para su marido, que sigue siendo irremediablemente analógico (mi esposa a veces me acusa dulcemente de tener una moral analógica).

Kimmer, lo admita ella o no, es una de las figuras destacadas del bufete y de la comunidad jurídica de la ciudad. Trabaja bastantes más horas que yo, pero también aporta dos terceras partes de los ingresos familiares, cosa que le otorga una considerable ventaja cada vez que señalo que sus excesivos gastos —principalmente vestidos, joyas o el coche, aunque también regalos caros para sus familias— representan un buen mordisco a nuestro maltrecho presupuesto familiar. Parece pensar que no debería quejarme mientras el dinero siga entrando. A Kimmer le encanta ejercer la abogacía, pero nuestras conversaciones sobre su trabajo rara vez pasan de un simple «tengo que quedarme hasta tarde esta noche» o «debo atender una vista». Me duele darme cuenta de lo poco que sé de su vida profesional y de cómo el placer que le proporciona el trabajo con el que se gana la vida se ha convertido en una barrera más entre nosotros. Puede que esa sea la razón de mis sospechas hacia Jerry Nathanson, uno de los más notables abogados de la ciudad y figura irreprochable: cuando mi esposa habla de su trabajo con él los ojos se le encienden y la respiración se le acelera. Me pregunto si en la oficina demuestra las mismas emociones al referirse a mí.

Bentley, en persecución de una paloma, acaba de tropezar con una rama. Me quedo muy quieto, luchando contra el impulso de ir a consolarlo. Efectivamente, no tarda en aparecer, sonriente. Yo también le sonrío. Desde septiembre, y a pesar de las constantes objeciones de Kimmer, he empezado a permitirle que se aventure solo por el jardín de atrás. Bentley está encantado. Su madre, que todavía no ha superado el dolor de haber estado a punto de perderlo la noche en que nació, no deja de recordarme que podría caer y hacerse daño; pero yo siempre he creído que hay que dejar que los niños exploren libremente: otra de las duras lecciones del juez, que predicaba que unos cuantos arañazos y morados son precio pequeño a cambio de disfrutar de las maravillas de los descubrimientos y la independencia. Una de las frases más aplaudidas de mi padre era que el objetivo de un Estado no era crear una sociedad libre de riesgos. A las empresas que lo escuchaban les encantaba porque indicaba menos trabas para sus productos; a los religiosos les encantaba porque indicaba la fragilidad de nuestras vidas materiales; a los colegiados les encantaba porque implicaba una libertad considerable para sus costumbres. Tengo la sospecha de que ninguno de los que lo escuchaban se daba cuenta de la importante catarsis que para mi padre significaba creer en lo que les decía. Y todo ello, al igual que su combativo conservadurismo, tenía sus raíces en la muerte de Abby.

Antes que Abby resultara muerta, mi padre ya era uno de los favoritos de los conservadores, pero solo porque se trataba, tal como dijo alguien en una ocasión para furia del juez, de un «negrata razonable», el tipo de hombre negro con el que uno estaría dispuesto a negociar. Durante los años sesenta el juez todavía no era la persona severa, abstraída y hasta cierto punto deprimida que uno recuerda después de las lamentables vistas. A menudo he pensado que, incluso tras la muerte de Abby, su carrera no habría tomado los extraños derroteros que tomó si hubiera tenido la satisfacción de ver a su asesino —porque esa era su definición para los conductores que se dan a la fuga, «asesinos» y, según él, una definición justa— detenido y en los tribunales. Pero las autoridades nunca dieron con el sospechoso. No obstante, siendo mi padre quien era, un detective de la policía nos mantuvo informados de las pesquisas. «Tenemos unas cuantas pistas —nos dijo tras unas semanas espantosas—, pero nada concreto». La ley había sido el ancla de la fe de mi padre, igual que lo era para muchos abogados partidarios de los derechos civiles durante los años cincuenta y sesenta; así que la incapacidad del poderoso aparato de justicia norteamericano para hallar el coche deportivo que había matado a una niña pequeña lo sorprendió primero y, más tarde, lo enfureció. Acosó a los periodistas, despreció a los policías y, siguiendo el consejo de unos amigos, contrató a un detective privado, uno muy caro de Potomac, cuyas supuestas averiguaciones fueron burlonamente despreciadas por las autoridades ante la irritación de mi padre. Apremió a sus amistades en la Casa Blanca, en el Capitolio e incluso a los amigos del edificio del distrito, la ruinosa estructura que servía de alojamiento al gobierno de la ciudad, pero solo recibió como respuesta unos sentidos pésames. Anunció públicamente varias recompensas, a cual más cuantiosa, pero las llamadas que recibió fueron solo de lunáticos. Según Addison, llegó incluso a consultar con un par de espiritistas, aunque «no los adecuados», añade mi hermano, el rey de las tertulias, que seguramente habría podido proporcionar mejores nombres.

A medida que su ira iba en aumento y sus ideas se evaporaban, mi padre pasaba más y más tiempo encerrado en su estudio de Shepard Street (esto sucedía antes de que tirara las paredes del piso de arriba). Yo me quedaba ante la cerrada puerta, escuchando inquietamente, y pronto se me unía Mariah, que había llegado de Stanford para el verano; pero ninguno de los dos estaba seguro de si podíamos hacer algo. Lo escuchábamos mascullar para sí, probablemente llorando y sin duda bebiendo. Se pasaba hasta la medianoche hablando por teléfono con los pocos amigos que le quedaban y que empezaban a evitar sus llamadas. Casi no comía; descuidó su trabajo de juez; dejó de jugar al póquer con sus colegas. Y mi madre se solidarizó con él a su manera: celebrando sus reuniones, a menudo sola, y representando a la familia en una variedad de situaciones, siempre sola. A pesar de todo, nosotros, los hijos, estábamos aterrorizados.

Cuando llegó el momento del viaje anual a Oak Bluffs, Mariah, que había encontrado un trabajo de verano en Washington, me dejó solo para que soportara lo que yo creía sinceramente que era la locura de mi padre y que temía que fuera contagiosa o hereditaria. Mi madre me brindó innumerables y llorosos abrazos e intentó desesperadamente tranquilizarme, pero no me dio ninguna explicación. Llegó septiembre. Mariah regresó a Stanford, y yo empecé mi último año en el instituto. La casa de Shepard Street se convirtió en un enorme y único silencio. La familia iba de mal en peor, y nadie hablaba del asunto. Dejé de invitar a mis amigos a casa porque me sentía avergonzado. Algunas noches me las arreglaba para pasarlas fuera. Para mi tristeza, mis padres ni siquiera parecieron darse cuenta. Pasó un año, un año y medio, y al final me escapé a la universidad. A partir de entonces, mis padres solo se tuvieron el uno al otro para consolarse, y su matrimonio estuvo más cerca que nunca de irse al garete; al menos eso es lo que mi hermano me aseguró posteriormente. Yo empecé a pasar mis vacaciones lejos de Washington. No tenía ninguna impresión de que me echaran de menos. Y, entonces, de repente, el océano de amargura en el que mi padre se estaba ahogando se secó. Nunca llegué a comprender cómo ni por qué. Lo que sé es que la fuerza de voluntad de la que tanto había hablado a lo largo de los años se impuso. Tal como Addison me explicó después, el juez trazó una línea y puso la muerte de Abby y todo su misterio en el lado marcado con la palabra «pasado». Salió de su estudio rugiendo como un animal enjaulado, de nuevo dispuesto a enfrentarse a la vida y sus alternativas. Empezó a reír y a bromear. Reavivó su antiguo deseo de ser el redactor más rápido del Tribunal de Apelaciones, abandonó su nueva y temible costumbre de beber y reanudó la vieja y tediosa de interferir en la vida de sus hijos. Parecía otra vez el de siempre y no estaba dispuesto a admitir que su momentánea debilidad hubiera existido siquiera. Así pues, cuando su viejo amigo Oz McMichael, el malhumorado senador conservador de Virginia, perdió a su hijo por culpa de otro conductor que también se dio a la fuga y se atrevió a proponer al juez que se uniera al grupo de padres cuyos hijos habían fallecido del mismo modo, este se negó tajantemente y —también en palabras de Addison— le retiró la palabra.

«Un grupo de apoyo». En eso pienso mientras contemplo a mi, en este momento, contemplativo y pequeño hijo. Puede que, una vez desaparecido Scott, necesite superar los prejuicios de mi familia en contra del asesoramiento y buscar algún tipo de consejo. El verano pasado lo intenté y le confesé mis inquietudes maritales a un sacerdote —no el de mi parroquia, porque habría sido demasiado arriesgado—, un buen hombre llamado Morris Young a quien había conocido a través de mis voluntariados para la comunidad.

Y Morris Young me ayudó. Un poco.

Se me ocurre que quizá… Quizá si prometo dejar de perseguir los numerosos misterios que mi padre ha dejado tras de sí, Kimmer y yo podamos ir juntos a ver a algún asesor para que nos ayude a sacar adelante nuestro matrimonio. Naturalmente, sería todo más fácil si el presidente la escogiera para el Tribunal de Apelaciones; pero debo reconocer lamentablemente que esa posibilidad parece desvanecerse un poco más con cada chiflado que se dedica a propagar por Internet teorías lo bastante descabelladas para mantener el asunto en el candelero.

III

Mariah llama mientras Bentley está en la bañera. Me estoy encargando de las tareas nocturnas con mi hijo porque Kimmer, que por lo general disfruta ocupándose de él, está fuera. Y no es que me importe pasar este rato con Bentley. ¡Desde luego que no! Desde que regresamos de Martha’s Vineyard apenas he podido soportar perderlo de vista, aunque la rutina y el trabajo me hayan obligado a ello. Aun así podría pasarme horas escuchando su «atévete», a pesar de que se me encoja el corazón por el dolor que me produce mi fracasado deseo de proporcionarle una infancia normal. Un padre y una madre que se quisieran el uno al otro podría ser un comienzo interesante y radical; pero la simple sugerencia de que un hogar tradicional pueda resultar conveniente para los niños ofende a tantos de nuestros representantes que apenas ya nadie se atreve a proponerlo. Lo cual sugiere que, como bien sabía George Orwell, dentro de una generación a nadie se le ocurrirá semejante idea. Solo perdura aquello que somos capaces de transmitir. La sabiduría moral que permanece en el secreto deja de ser sabiduría.

Por mucho que siga siendo moral.

Cuando suena el teléfono, Bendey está llevando a cabo un delicado experimento: está llenando su barco de plástico rojo con tantas figuras de Playmobil como puede cargar y espera a ver si se hunde. A veces se hunde y a veces no. A veces puede llenarlo con hasta quince figuras, y el barco permanece tranquilamente a flote. Otras, menos de una docena lo envían a pique. Bentley frunce el entrecejo buscando una explicación; y yo tampoco la encuentro, lo cual me complace: no importa cuántos fenómenos del universo intenten explicar nuestros científicos, algunos acontecimientos siguen siendo caóticos y azarosos. El hundimiento del barco rojo de Bendey parece ser uno de ellos.

Vivimos buena parte de nuestras vidas sumidos en el caos. La historia de la humanidad puede contemplarse como la búsqueda sin tregua de un orden superior: todo, desde el lenguaje pasando por la religión hasta la ciencia y el derecho, intenta definir un marco capaz de dar sentido a una existencia caótica. Los existencialistas, de quienes a veces se ha dicho erróneamente que no creen en un orden subyacente, supieron ver los riesgos y el absurdo que implicaba el pretender establecer uno. Hitler, al igual que hicieron otros tiranos demagogos antes que él, demostró lo que ese riesgo supone. Yo enseño a mis estudiantes de derecho que ese riesgo también aparece cuando intentamos regular un fenómeno —el comportamiento humano— que ni siquiera comprendemos. No es que esté argumentando en contra de la ley, añado mientras ellos escriben en furiosa confusión, sino contra la panglosiana presunción de que podemos legislar especialmente bien. La oscuridad en la que vivimos nos condena a hacerlo pésimamente.

Esa es la razón de que, haciendo balance de mi vida, prefiera estar bañando a mi hijo que dando los toques finales a cualquiera de los trabajos que se amontonan en mi estudio del primer piso. Sobre mi escritorio descansa la versión impresa del manuscrito sobre la acción de responsabilidad que hace tiempo prometí y que va a ser publicado en la pomposa revista de derecho de la facultad. A veces me gustaría tener la valentía de mis colegas Lern Carlyle y Rob Saltpeter, dos de nuestras auténticas figuras, que anunciaron mediante una carta conjunta en American Lawyer que nunca más escribirían para las revistas de derecho editadas por estudiantes porque estaban hartos de que chicos recién salidos de la facultad pretendan saber más y escribir mejor sobre leyes que sus profesores. Dado que casi todas las revistas de derecho del país son editadas por estudiantes, eso significa en la práctica que si Lern y Rob quieren que se les tome en serio como eruditos están obligados a escribir libros, cosa que a ninguno de los dos les cuesta hacer. Sin embargo, la mayoría de nosotros trabaja en las trincheras llenando las páginas de las revistas del país con ideas que, para parafrasear al gran teórico del ajedrez del siglo XVIII, François-André Philidor, pasan a toda velocidad de ser demasiado adelantadas a su tiempo para que se las tome en serio a estar demasiado pasadas de moda para que importen.

Sí, hay días en los que me encanta ser profesor de derecho; pero hay otros en los que lo aborrezco.

IV

Bentley alza rápidamente la cabeza ante el sonido del teléfono porque sabe que suele presagiar cierto abandono parental. Cojo el inalámbrico y me lo llevo al baño, una costumbre que he copiado de Kimmer, que no quiere perder la oportunidad de que llame un cliente, y suele secar a Bentley y ponerle el pijama con el teléfono encajado en el hombro, completamente dispuesta a facturar una o dos horas de trabajo mientras realiza sus labores de madre.

Yo intento quedarme en un término medio y sostengo el aparato con una mano y con la otra voy amontonando figuritas de Playmobil en el barco rojo.

—¿Te he despertado? —empieza Mariah con la que es una de sus bromas desde que me casé con Kimmer, cuando llamar después de la cena representaba un riesgo porque había muchas posibilidades de que estuviéramos acostados y no precisamente durmiendo.

—No. No. Estoy con Bentley, que está en la bañera.

—Dale muchos besos.

—La tía Mariah te envía muchos besos —le digo, pero mi hijo hace caso omiso, aparta el barco lleno de muñecos, hunde la cara en el agua y empieza a hacer burbujas—. Me dice que él también.

—¿Cómo estáis, chicos?

—Muy bien. Perfectamente —respondo sabiendo que Mariah no ha llamado para chismorrear. Hicimos las paces después de nuestra última pelea de hace unas semanas, pero pago el tributo de tener que escuchar cualquier cosa que quiera decirme. Me voy con el teléfono hasta el lavabo y lleno de agua un vaso de papel. Esto puede ir para rato.

—Tal, escucha, estoy en Washington y he encontrado algo que puede interesarte.

—¿Por qué será que no me sorprende?

Ambos compartimos una risa tensa y breve, como ese forzado histerismo que sirve para disimular el dolor. En su séptimo mes de embarazo, Mariah ha hecho el viaje de ida y vuelta de Darien a Washington tres veces en cinco semanas desde que enterramos al juez. Tras años de empecinado silencio hacia mí, en estos momentos me llama cada tres o cuatro días, seguramente porque nadie más está dispuesto a escuchar unas teorías que cambia a tal velocidad como para confundir los nombres a media frase. Su marido está demasiado ocupado; su hermano, ilocalizable; y sus amigos… Sospecho que a sus amigos no les apetece charlar con ella. En cuanto a mí, no me importa que me llame si solo habla conmigo. Si soy capaz de mantener sus especulaciones dentro de unos límites razonables, o evitar que las profiera a los cuatro vientos, entonces puedo ayudar a Kimmer y a mi hermana mayor al mismo tiempo.

Además, Mariah podría estar detrás de algo. Después de todo, Colin Scott no huyó al Canadá, sino que nos siguió a mí y a mi familia hasta Martha’s Vineyard y murió allí. Aunque también es posible que esté uniéndome a mi hermana en su precipitado viaje hacia los confines de su fantasía.

La llamada de esta noche es típica. Mariah ha regresado a Shepard Street y al parecer ha estado toda la noche revisando papeles en la buhardilla, actividad que se ha convertido en una obsesión desde la noche en que ella y Sally empezaron a buscar, tras nuestra entrevista con la sargento Ames. Mariah se pasa sentada horas y horas, rodeada de una montaña de contratos, cartas, registros de talonarios, borradores de discursos, menús, antiguos recortes de periódico medio rotos, diagramas de posiciones de ajedrez, notas de los libros del juez, recetas, diplomas sin enmarcar, facturas del tipo que todos los inviernos se ocupa de la casa de Martha’s Vineyard, tarjetas de pésame, folletos de antiguas obras de Broadway, escrituras, borradores de sus opiniones en los olvidados días de su judicatura, instrucciones de un juego desaparecido hace tiempo llamado «Totoply», cuadernos de hojas sin usar, fotografías de nuestra madre, ediciones en rústica de Trollope, memorandos de antiguos ayudantes, viejos mapas de Vineyard, recibos de tarjetas de crédito, agendas de bolsillo y un batiburrillo de revistas y diarios: antiguos números del Washington Post, del Wall Street Journal y de National Review, un puñado de amarillentas portadas de la Vineyard Gazette y, sorprendentemente, dos o tres gastados ejemplares de Soldier of Fortune. Entre todos esos restos se sienta mi hermana vigilándolos como una triste centinela; examinándolos pacientemente, uno a uno; buscando un hilo conductor, una pista, una respuesta; esperando hallar algo que se le escapó a la policía y a los secuaces de Mallory Corcoran, que se pasaron toda una tarde en la casa, tres días después del funeral, a la caza de cualquier documento confidencial que pudiera pertenecer al bufete. Mariah está convencida de que podrá vencerlos a todos. Supongo que el verdadero periodismo de investigación consiste en eso: tamizar detalle a detalle para conseguir un embrollo; luego desentrañar el núcleo del embrollo y, finalmente, conseguir convertirlo en algo inteligible para los lectores.

Últimamente he tenido oportunidad de ver la buhardilla de Shepard Street, que es un rincón triste y polvoriento iluminado por una solitaria bombilla que cuelga del techo. Entré mientras estaba con Kimmer y Bentley en Washington para nuestro patético día de Acción de Gracias. Es necesario trepar por una estrecha escalera que hay tras el cuarto de baño para llegar a lo que el juez llamaba el desván; pero Mariah sube regularmente y no hay rincón que haya escapado a sus pesquisas. He estado allí, de pie y encorvado, dejando que mi mirada vagara por los montones y las pilas de papeles alineados y esparcidos por todas partes. Algunos están sujetos bajo pisapapeles de cristal sacados de la colección de mi madre del piso de abajo, otros apoyados contra la única ventana del techo inclinado, los más están marcados con chinchetas y unidos con hilos de colores —rojo para esto, verde para aquello—, pero no sería justo decir que su creación es un desorden: Mariah me ha explicado el sistema, o al menos lo ha intentado durante nuestras conversaciones nocturnas, y me ha descrito la pequeña libreta donde tiene esquematizadas sus teorías y descritas las conexiones. «“Mi libro mayor” —lo llamó un día—, después de mi familia, mi más preciada posesión». Al ver el caos que a Mariah le parece ordenado me preocupé. Seguramente, el apartamento de Arthur Bremen tuvo el mismo aspecto que esta buhardilla. Y el de John Hinkley. Y el de Squeaky Fromme. He tenido un par de conversaciones con Howard, que me ha contado que está empezando a preocuparse por su mujer; que nunca la ve; que se pasa los fines de semana en Washington; que a menudo se lleva a los niños, incluso a los cinco y a la canguro de turno —porque las despide una tras otra—, y los mete a todos en el Navigator camino de New Jersey. Marshall y Malcolm ya son lo bastante mayores para ayudar un poco con la clasificación, pero los gemelos solo juegan, y Marcus no tarda en cansarse y en acostarse en el viejo dormitorio de mi hermana del primer piso vigilado por una canguro que casi nunca habla inglés, al menos conmigo.

Normalmente, cuando Mariah me llama tras haber pasado unos días en la buhardilla nos peleamos. La conversación siempre empieza de la misma manera: ella masculla malhumoradamente sus descubrimientos, cosas que yo preferiría ignorar como una vieja carta de amor del juez dirigida a una mujer cuyo nombre no recordamos, un premio al mejor bebedor otorgado por sus compañeros de estudios de la facultad o una nota en su libreta de citas con un senador cuyas iniciativas políticas me producen náuseas. Mi hermana siempre arma mucho escándalo ante semejantes hallazgos. Imagina que está reconstruyendo la figura de nuestro padre y que de ese simulacro obtendrá alguna verdad que él nos ha ocultado; que su sombra sigue viva entre ese amasijo de papeles y que al final nos hablará. Yo intento explicarle que esos no son más que viejos restos y que lo que deberíamos hacer es tirarlos, pero estoy hablando con una mujer cuya casa de cinco millones de dólares está decorada de arriba abajo con fotografías de sus poco atractivos hijos y cuyo sentimentalismo podría llevarla, tal como me señaló Kimmer en una ocasión, a conservar los pañales sucios de su prole si se le ocurriera un modo de hacerlo limpiamente. Yo le sugiero con mucha amabilidad que, si no hemos llegado a comprender a nuestro padre en vida, difícilmente conseguiremos entenderlo mejor una vez muerto; pero Mariah, única entre los hijos de Claire y Oliver Garland, nunca ha reconocido que hay cosas que están más allá de su comprensión, razón por la que fue la única de nosotros que siempre sacó sobresalientes en todo. Intento explicarle que no llegaremos a conocer al juez a través de sus papeles, pero Mariah sigue siendo periodista hasta la médula, tiene un máster en historia, y mis palabras constituyen un desafío a su fe. Por lo tanto, al final, incapaz de soportar otra notable conferencia sobre un documento que solicita una recalificación urbanística para poder instalar en Vinerd Howse una fosa séptica no autorizada, acabo diciéndole que tengo mis propios problemas. Entonces, ella me replica que la sangre es más espesa que el agua —una de las frases favoritas de nuestra madre y que Mariah repite a menudo, aunque de niña dijera que la odiaba—. Mi hermana y yo nos pasamos la mayor parte del tiempo hablando del pasado; pero, con tregua o sin ella, seguimos llevándonos tan mal como siempre.

En consecuencia, cuando me dice que ha encontrado algo de lo que tenemos que hablar, me preparo para lo peor; es decir, para algo trivial, aburrido o insignificante. O para lo aterrador; es decir, más historias sobre fragmentos de bala. O para lo más probable, es decir, que se ha enterado de la muerte de Scott-McDermott y que quiere contarme cómo encaja eso en sus teorías de conspiración.

Sin embargo, las palabras que salen de su boca me cogen por sorpresa.

—Tal, ¿sabías que papá tenía una pistola?

—¿Una pistola?

—Sí. Una pistola. Un revólver. Lo encontré la otra noche, en el dormitorio, en el fondo de un cajón. Estaba buscando documentos y encontré la pistola. Estaba dentro de una caja con… con unas cuantas balas. Pero no es por eso que te llamo. —Hace una pausa para acrecentar el efecto dramático pero no hace falta porque cuenta con toda mi atención—. Tal, escucha: he hecho que esta tarde la examinara un experto y resulta que ha sido disparada. Hace poco, Tal.