17

La anilla de latón

I

Hace muchos años, cuando visité por primera vez Oak Bluffs, me quedé fascinado por el enorme edificio de madera que se hallaba al pie de Circuit Avenue y que albergaba los Caballos Voladores, el tiovivo que presume de ser el carrusel más antiguo de Norteamérica, ya que lleva funcionando desde 1876. La cuestión consistía en convertir la cabalgada en un juego. Había que sentarse de lado e inclinarse a cada vuelta hacia un brazo de madera que permanecía fijo de donde colgaban pequeñas anillas. Al pasar se cogía una anilla y otra la reemplazaba de forma automática. Casi todas las anillas eran de acero, pero la última estaba hecha de latón. Un jinete con fortuna suficiente para atraparla conseguía un viaje gratis. Durante mis primeros y enloquecidos veranos solía montar durante horas, gastando mis monedas una tras otra; dejaba incluso de ir a la playa en mi esfuerzo por dominar los trucos de los chicos mayores (pillar dos y hasta tres anillas de una pasada), pagando vuelta tras vuelta, intentando casi siempre en vano atrapar la anilla de latón y conseguir así un viaje gratis. De pequeño imaginaba que los Caballos Voladores era el único tiovivo del mundo con la idea genial de premiar con una vuelta gratis al afortunado jinete que consiguiera la anilla de latón; pero, cuando me hice mayor, descubrí que estaba equivocado, que la idea de conseguir un premio por atrapar la anilla de latón era cosa frecuente, por no decir vulgar. Intelectualmente, hace tiempo que he hecho las paces con esa situación; pero, emocionalmente, sigo convencido de que la anilla de latón de los Caballos Voladores de Oak Bluffs es la única que cuenta. Puede que el motivo sea que nuestra casa de veraneo en Ocean Park estaba a cuatro pasos del tiovivo. Crecí con los Caballos Voladores a la vuelta de la esquina y con mi libertad de niño para ir cuando quisiera. Una vez dominado el truco, me he pasado el resto de mi vida intentando atrapar otras anillas de latón.

Naturalmente, los Caballos Voladores de la actualidad no son los mismos que en mi juventud. La música de organillo, por ejemplo, proviene de un aparato de CD, y la gente se amontona y se empuja de tal modo que resulta imposible imaginarse que uno pueda pasar todo el día subido dando vueltas. Varios de los corceles de madera han perdido sus colas de crin auténtica; aunque lo cierto es que todo Martha’s Vineyard parece que necesita una mano de pintura, de bayeta y un barrido. La isla ya no es el lugar limpio y acogedor que fue en otro tiempo. Ha sido todo tan repentino, tan repentino… Basta un parpadeo, y el camino de tierra donde jugábamos al marro se ha convertido en una asfaltada y congestionada carretera; dos parpadeos, y en el desierto solar donde hacíamos nuestros partidos de pelota hay una casa enorme; otro más, y las playas de ensueño de la infancia han perdido más de la mitad de su arena por culpa del mar; dos más, y la farmacia donde nuestra madre solía comprar Coricidin cuando caíamos enfermos se ha convertido en una boutique. El juez solía hacer responsable de esas transformaciones a los cambios demográficos. «Los recién llegados» era su término favorito para designar a cualquiera que hubiera descubierto la isla después que nosotros. No obstante, tiendo a ser prudente con ese tipo de generalizaciones, aunque solo sea para no sonar como mi padre. Así que miro a mi alrededor e intento decirme que, después de todo, poco ha cambiado y que si por las calles vuelan muchos más papeles y envoltorios de golosinas se debe únicamente a que la gente nueva aún no ha aprendido a amar la isla, no a que no les importe.

Normalmente, la tercera tarde de mi estancia en Martha’s Vineyard la pasaría en los Caballos Voladores con mi hijo, pero nuestras estancias son por lo general en verano. En este momento nos encontramos en pleno otoño, y el tiovivo está cerrado fuera de temporada. Por suerte, la isla ofrece otras diversiones. Mientras una brigada de limpieza reunida a toda prisa intentaba poner en orden Vinerd Howse nos fuimos los tres a dar un paseo por la isla, es decir hacia su extremo occidental, y pasamos una tarde maravillosa caminando por los acantilados de Gay Head con la fría brisa de noviembre, haciendo picnic en la perfecta playa de guijarros del pueblo de pescadores de Menemsha y conduciendo por los caminos boscosos de Chilmark, cerca de la vasta propiedad que en otro tiempo perteneció a Jacqueline Onassis, haciendo ver que no andábamos buscando ricos y famosos. Cenamos en un agradable restaurante sobre el agua en Edgartown, donde Bentley dejó encantada a la camarera con su cháchara. No sé cuántos demonios exorcizamos, pero no vi rastro de la mujer de los patines, que al fin y al cabo puede que fuera un fantasma, y Kimmer no mencionó lo de su candidatura y solo habló un par de veces por teléfono. También me ha besado con bastante cuidado esta mañana cuando Bentley y yo la hemos acompañado al aeropuerto para que cogiera su vuelo al interior en uno de los aviones de hélice que enlazan la isla con el continente. Bentley y yo nos hemos quedado porque… Bueno, porque lo necesitamos. Kimmer tiene trabajo, yo una semana libre aún, y Bentley necesita descansar y divertirse. También existe otra razón: en Oak Bluffs, al revés que en Elm Harbor, no tendré la tentación de perder de vista a mi querido hijo ni un instante.

En este preciso instante, mi hijo y yo nos estamos preparando para ir al parque. Más exactamente, Bentley está preparado y me espera.

Yo no estoy tan preparado.

Me encuentro sentado a la mesa de nuestra cocina recién limpia (llena de platos y tazas de plástico sacados de los grandes almacenes locales), con la nota de mi padre extendida ante mí, dispuesta a revelarme sus secretos. En la habitación contigua, Bentley está mirando el Disney Channel y de vez en cuando se asoma a la puerta y dice: «Papá, paque ahora. Disite paque ahora», con el tono quejumbroso y bonachón que hace temblar a todos los ocupados padres con un sentimiento de culpabilidad. A lo cual yo respondo con el conocido: «Sí, cariño, enseguida», que todo ocupado padre usa con igual vergüenza.

La noche pasada, mientras mi familia dormía intranquila, con Kimmer enroscada protectoramente sobre nuestro hijo, yo me dediqué a pasear por la casa, desde el vestíbulo a la buhardilla, buscando algo aunque no sé bien qué.

Necesito saber qué ocurre, necesito una pista.

Por desgracia, la pista más a mano, la nota de mi padre, sigue siendo un galimatías:

Querido hijo:

Hay tantas cosas que me gustaría compartir contigo… desgraciadamente, en este momento no puedo. He pedido a un buen amigo que te entregue esta nota si algo llegara a sucederme. Si estás leyendo mis palabras habrá que suponer que así ha sido. Me disculpo por la complejidad de este método de contacto, pero hay otros a los que también les gustaría conocer lo que solo es para tus ojos. Así pues, has de saber lo siguiente: el novio de Angela, a pesar de su deteriorada condición, está en posesión de aquello que quiero que conozcas. No corres peligro, ni tú ni tu familia, pero no tienes mucho tiempo. Es poco probable que seas el único que se interesa por las disposiciones que solo el novio de Angela puede revelar; y es poco probable que seas el único que sepa quién es el novio de Angela.

¡Excelsior, hijo mío! ¡Excelsior! ¡Ya empieza!

Sinceramente,

Tu padre

La caligrafía es sin lugar a dudas la del juez, como lo es la prosa altisonante y florida, incluso la formalidad de su firma. Sorprendentemente, mi irritación hacia mi padre amenaza con desbordarme. «Si quieres decirme algo, ¡dímelo! —aúllo en mi mente con un tono que jamás se me habría ocurrido utilizar ante él—, pero no te dediques a estos jueguecitos». Jack Ziegler, en el cementerio, me preguntó sobre las disposiciones, y por fin sé que mi padre organizó algo. Sin embargo, no sé de qué tratan, y esta pista, este indicio, esta carta post mortem del paranoico de mi padre, signifique lo que signifique, no me resulta de ninguna ayuda.

«¿Excelsior?» «¿El novio de Angela, a pesar de su deteriorada condición…?» ¿Qué es todo esto?

Una cosa está clara: la misión del falso McDermott en Elm Harbor no era para disculparse ni para tranquilizarme, sino para, como supuse, indagar si conozco a la tal Angela. Eso significa que él y seguramente Foreman saben algo del contenido de esta carta. Me pregunto si el mensaje habrá sido la causa de que arrasaran la planta baja de la casa, aunque me cuesta imaginar por qué iban a forzar la entrada y dar con la carta para, acto seguido, dejarla en su sitio.

Y ¿cómo es posible que la carta estuviera donde estaba? Dudo que se le hubiera caído a McDermott, eso suponiendo que hubiera estado aquí. El juez escribió que le había pedido a «un buen amigo» que la entregara si algo llegaba a sucederle. Pero ¿qué clase de «buen amigo» estaría dispuesto a forzar la entrada de Vinerd Howse para entregarla? ¿Por qué no la envió por correo a mi casa o a mi despacho? ¿Por qué no entregarla en…?

¿El comedor de beneficencia?

¿Acaso es posible que el peón esté relacionado con la carta? Hago un esfuerzo para recordar si alguna vez le dije a mi padre que prestaba ese servicio, pero mi memoria me brinda tantas respuestas como posibilidades: se lo dije; no se lo dije; lo intenté; lo mantuve en secreto…

Niego con la cabeza en un gesto de roja furia. Si quería que yo recibiera la carta y el peón, ¿por qué no hizo que me los entregaran a la vez?

Lo cierto es que no importa porque la nota de mi padre no me sirve de ayuda.

Tengo una memoria fatal para los nombres, pero es lo bastante buena para que pueda estar seguro de que no conozco ninguna Angela, y tampoco se me ocurre quién puede ser su novio.

II

—¡Paque ahoha! ¡Atévete! —exclama Bentley.

—Solo un minuto —replico mientras sigo dándole vueltas a la carta: ¿cómo voy a localizar al «novio de Angela», que se halla en una «deteriorada condición»? ¿Significa que debo ponerme en contacto con alguien enfermo, con un moribundo? ¿Es esa la razón de que no disponga de mucho tiempo? Sé quiénes son los «otros» a quienes «también les gustaría conocer» porque me he cruzado con ellos, pero no entiendo por qué el juez se toma tantas molestias en aclararme que ni mi familia ni yo corremos peligro. Se trata de la cuarta ocasión en la que me aseguran algo parecido: primero, Jack Ziegler; luego, McDermott; después, el agente Nunzio y, finalmente, mi padre.

Hago un gesto de impotencia e intento pensar en alguna Angela famosa: ¿Lansbury? ¿Bassett? No sé lo suficiente de ellas para estar al tanto de si tienen marido y, menos aún, novio. Además, mi padre nunca se relacionó con la gente de Hollywood. De hecho ya he ordenado a mi secretaria que revisara el directorio de estudiantes de la facultad de derecho: solo tres Angelas, una negra y dos blancas, a las que jamás he tenido como alumnas ni razones para creer que mi padre pudiera conocer. Puede que sea posible establecer una lista de todas las Angelas que mi padre conoció, pero no sin que eso implique a alguien oficial, como por ejemplo al tío Mal; o a alguien que conociera a sus amistades de cerca, como por ejemplo a Mariah. Pero no me imagino compartiendo la carta con ninguno de los dos.

Aún no.

«Poco tiempo».

Estoy a punto de sonreír. La frase no me dice mucho del novio de Angela. Pero sí del juez: solía utilizar con frecuencia esas palabras en sus discursos para explicar a sus amigos los «virtuosos» por qué era necesaria la… diversidad racial. Le encantaba comentar a sus expectantes auditorios que el americano medio es socialmente conservador y que el americano medio negro es aún más conservador. «Mirad las estadísticas ante las diversas cuestiones —tronaba—. ¿Rezar en el colegio? Los negros norteamericanos están más a favor que los blancos. ¿Aborto? Los negros norteamericanos son más contrarios que los blancos. ¿Cupones? Los negros los apoyan más que nadie. ¿Derechos de los homosexuales? Los negros son más escépticos que los blancos». Los aplausos estallaban entonces entre el público (mayoritariamente blanco) y, acto seguido, los anonadaba con el gran resumen: «Los conservadores son los últimos que pueden permitirse ser racistas porque el futuro del conservadurismo es una Norteamérica negra». Eso los volvía locos. Nunca lo presencié en persona, pero lo vi a menudo en C SPAN. Y, siempre, los «virtuosos» a los que se dirigía se ponían en marcha para reclutar nuevos adeptos porque, tal como insistía, quedaba «poco tiempo». Y casi siempre el reclutamiento fracasaba lamentablemente. Fracasaba porque había algunos detalles que el juez siempre omitía: como que eran precisamente los conservadores los que se oponían sistemáticamente a cualquier legislación en pro de la defensa de los derechos civiles; como que la mayoría de los ricachones que le financiaban las conferencias nunca lo habrían admitido en sus cerrados círculos; como el hecho de que fue Ronald Reagan, el gran héroe de los conservadores, quien dio impulso a su campaña al hablar de los derechos de los estados en Filadelfia, Mississippi, una localidad de resonancias trágicas en el recuerdo de la nación más oscura y el que, siendo presidente, apoyó exenciones fiscales para muchos de los colegios segregacionistas del Sur. Probablemente, el juez tenía razón cuando insistía en que había llegado la hora de que los negros de Norteamérica dejaran de creer en los liberales blancos, que están más cómodos diciéndonos lo que necesitamos que preguntándonos lo que queremos. Sin embargo, tampoco fue capaz de señalar una sola razón que nos impulsara por primera vez a creer en los conservadores.

A pesar de todo, mi padre confiaba en ellos, y ellos le correspondían. Me paseo por el comedor, donde hay una gran mesa de madera que puede albergar a más de una docena de comensales, cosa que en mi infancia sucedía con frecuencia. En la pared principal se encuentra una chimenea de piedra, que nunca se ha usado desde que tengo memoria, encima de la que cuelga una versión ampliada de la atesorada portada del Newsweek de una semana después de su designación, en la que puede leerse: La hora de los conservadores. Y en caracteres más pequeños: ¿UNA NUEVA ORIENTACIÓN PARA EL TRIBUNAL? Bueno, sí. Puede decirse que sí se trataba de una nueva orientación, solo que mi padre no estaba destinado a encabezarla. Examino la imagen. El juez tiene un aspecto audaz, elegante, inteligente; listo para cualquier cosa. Parece vivo. En esos días, por alguna razón, la prensa decidió que le caía bien. Sin embargo, uno no debería enamorarse de los propios recortes de periódico porque está en la naturaleza de la bestia que nos ha encumbrado de lunes a viernes el despedazarnos el fin de semana solo por diversión. Así, de repente, en lugar de fama, uno se encuentra con infamia; en lugar de una vida dedicada al servicio público, una vida dedicada a la amargura en privado; y un hogar convertido en el museo de lo que podría haber sido. De nuevo me viene a la memoria una frase de mi padre: «Las cosas como eran antes». La costumbre de mi familia de vivir en el pasado se me antoja patológica, hasta peligrosa: si toda grandeza reside en el ayer, ¿qué sentido tiene el futuro? No hay forma de dar marcha atrás, y el juez, de entre todo el mundo, tendría que haber sabido mejor que nadie que no debía convertir su casa de veraneo, su guarida, su lugar de reposo en el santuario de sus sueños rotos. Me consta que Kimmer está esperando el momento propicio para hacerme saber que ha llegado el momento de desterrar ese y otros símbolos esparcidos por Vinerd Howse, de enterrarlos en la buhardilla junto con mi vieja colección de cromos de béisbol y los peluches de Abby.

—¡Paque ahoha! —anuncia Bentley desde el umbral de la cocina mientras patea el suelo. Lo miro, dispuesto a enfadarme; sin embargo, sonrío. Lleva su chaquetón azul marino, se ha puesto las zapatillas, pero en el pie equivocado, y arrastra mi abrigo tras él. ¡Dios, cómo quiero a este crío!

—Muy bien, cariño. —Doblo la carta de mi padre, la meto en el sobre y me la guardo en el bolsillo—. ¡Parque, ya!

Bentley se pone a brincar.

—¡Paque! ¡Paque! ¡Atévete! ¡Te quero!

—Yo también te quiero. —Me arrodillo, lo abrazo y le pongo bien las zapatillas. Naturalmente, en ese instante, el teléfono empieza a sonar.

«No contestes», me dice Bentley con sus juiciosos, sinceros y negros ojos porque todavía no sabe decir «Por favor, papá, no contestes». En un primer momento estoy a punto de hacer caso omiso de la llamada. Después de todo es probable que sea Cassie Meadows que llama desde Washington; o Mariah, desde Darien; o el falso McDermott, desde el Canadá. Sin embargo puede que sea Kimmer con buenas noticias; o Kimmer con malas noticias; o Kimmer que quiere decirme que me quiere, o que no me quiere.

Puede que sea Kimmer.

—Solo un minuto —le digo a mi hijo, que me contempla con el mismo desconsuelo con el que los psiquiatras observan a ciertos pacientes—. Probablemente sea mamá.

Pero no lo es.

III

—¿Talcott? Hola. Soy Lynda Wyatt.

La decana. Estupendo.

—¿Qué tal, Lynda? ¿Cómo estás? —Me desanimo rápidamente y soy consciente de que mi voz trasluce mi decepción.

—Yo estoy bien, Talcott; pero ¿cómo estás tú?

—Estoy bien, Lynda. Gracias.

—Espero que estés disfrutando en Martha’s Vineyard. Es un sitio que en otoño me encanta. Pero Dios sabe cuándo podremos ir Norman y yo a nuestra casa. —Eso me recuerda que ella y su marido son los propietarios de una mansión grande y moderna, cerca de las marismas, en West Tisbury, el pueblo del interior donde muchos artistas y escritores pasan sus vacaciones. En realidad, lo que sé de la casa es lo que me explican mis colegas de la facultad: en todos los años que llevamos veraneando en la isla, Lynda Wyatt nos ha invitado a su casa exactamente ninguna vez (yo he mantenido la reciprocidad, así que puede que la culpa sea mía).

—Nos lo estamos pasando estupendamente —admito mientras contemplo a mi hijo con desesperación. Bentley me lanza una mirada furiosa y va a sentarse en un rincón de la cocina.

—Eso es estupendo. Confío en que también hayas podido descansar.

—Sí, un poco —contesto—. Oye, ¿qué ocurre? —La estoy apremiando y seguramente me estoy comportando groseramente, pero se me ocurren un montón de excusas.

—Bueno… La verdad es que te llamo por dos razones: la primera, y no es que sea especialmente importante —lo cual quiere decir que es importantísima—, es que he recibido una llamada de lo más extraña de uno de nuestros graduados que además es uno de los regentes de la universidad, Cameron Knowland. ¿Conoces a Cameron?

—No.

—Bueno, se trata de un gran amigo de la facultad, Tal, de un gran amigo. De hecho, Cameron y su esposa acaban de prometernos tres millones para nuestra nueva biblioteca. Sea como sea, parece que su hijo fue objeto de cierta rudeza por tu parte en una de tus clases. Dice que te burlaste de él o algo parecido.

Estoy que hecho humo.

—Doy por hecho que le habrás dicho a Cameron que se vaya a tomar viento.

El tono de Lynda resulta amistoso.

—Lo que le dije es que seguramente se trataba de una exageración y que todos los estudiantes de primer año se quejan de lo mismo. Le dije que tú no eras de los que se pasan con los alumnos en clase.

—Ya veo. —Aferró el auricular y me balanceo. Me siento anonadado por la miserable defensa que ha hecho la decana de uno de sus profesores. Hecho aún más humo que antes, y la cocina se está poniendo más y más roja. Bentley me observa atentamente y sostiene un auricular imaginario por el que finge decir algunas palabras.

—Creo que resultaría una ayuda que llamaras a Cameron —prosigue Lynda, como si nada—, solo para tranquilizarlo.

—Para tranquilizarlo ¿sobre qué?

—Vamos, Tal. Ya sabes cómo son esos antiguos alumnos. —Es su intento de ponérmelo fácil—. Hay que estar dándoles coba todo el tiempo. No es mi intención inmiscuirme en tu forma de llevar las clases. —Lo cual significa exactamente lo contrario—. Lo único que digo es que Cameron Knowland está preocupado como padre. Imagina cómo te sentirías tú si te enteraras de que uno de los profesores de Bentley se ensaña con él.

Rojo. Rojo. Muy rojo.

—Yo no me he ensañado con Avery Knowland.

—Pues entonces díselo a su padre, Tal. Es todo lo que te pido. Tranquilízalo. De padre a padre. Por el bien de la facultad.

Por tres millones de dólares, querrá decir. Y parece dar por hecho que me importa. Sin embargo, en mi humor actual, me daría lo mismo si la biblioteca se hundiera en el infierno. Gerald Nathanson va a menudo por allí. Dice que es más tranquilo que su despacho y que puede quitarse más trabajo de encima. Otra de las razones por las que no frecuento la biblioteca es para no tropezarme con él.

—Lo pensaré —mascullo sin saber cómo reaccionaré la próxima vez que vea la insolente cara de Avery Knowland.

—Gracias, Tal —responde mi decana sabiendo que eso es todo lo que conseguirá de mí—. La facultad aprecia todo lo que haces por nosotros. —«Nosotros», como si yo fuera algo aparte, aunque en cierto modo lo soy—. Cameron es un buen tipo. Nunca se sabe cuándo puedes necesitar un amigo.

—Te he dicho que lo pensaré —replico en tono glacial. Me estoy acordando de lo que me dijo Stuart Land acerca de las presiones que debería soportar y me pregunto si esta llamada forma parte de ellas, lo cual me hace ser aún menos amable—: Me has dicho que había dos asuntos.

—Sí… —Pausa—. Bueno… —Otra pausa. Doy por hecho que va a comentarme algo acerca de la competición entre Marc y Kimmer, algo parecido a lo que intentó Stuart; solo que Lynda no se rajará. Estoy en lo cierto, pero Lynda es más sutil que yo—: Tal, también me ha llamado otro de nuestros graduados, Morton Pearlman, ¿lo conoces?

—El nombre me suena.

—Bueno, terminó cuatro o cinco años antes que tú. En cualquier caso, en la actualidad trabaja para el fiscal general. Llamó para… interesarse por ti, para saber… si estabas bien.

—¿Si estoy bien? ¿Qué significa eso?

De nuevo, la decana Lynda vacila y se me ocurre que está intentando ser amable como lo sería un médico que estuviera a punto de revelar los resultados de un análisis.

—Dijo que has sido… En fin… que el FBI y otras agencias estatales han recibido un montón de llamadas de tu parte, deduzco que la mayoría por orden tuya; llamadas relacionadas con… con asuntos de tu padre. Preguntas sobre la autopsia, sobre un predicador que ha sido asesinado por un traficante de drogas, todo tipo de cosas.

En el silencio que sigue estoy a punto de estallar y decirle que ha sido mi hermana y no yo quien quería hacer todas esas llamadas y la que de hecho las ha efectuado. Pero soy lo bastante abogado para esperar al final y me limito a contestar:

—Ya veo.

—¿Seguro? Para mí no tiene ningún sentido. —Su tono delata cierta dureza—. Escucha, Tal, nos conocemos hace tiempo, y estoy convencida de que tienes una buena razón para casi todo lo que haces —tomo buena nota del «casi»—, pero tengo la impresión de que lo que Mort se preguntaba con buenas palabras era si no te convendría un descanso.

—Espera. Espera. ¿Me estás diciendo que el ayudante del fiscal general de los Estados Unidos cree que estoy chiflado? ¿Es eso?

—Tranquilízate, Tal. ¿Vale? Yo solo soy el mensajero. No sé en qué estás metido ni quiero saberlo. Me limito a repetirte lo que Mort me preguntó. De hecho no creo que hubiera debido contártelo porque me dijo que era confidencial.

Me obligo a relajarme y a hablar despacio y con calma. No estoy preocupado por Kimmer y su candidatura. Eso puede esperar. Lo que me preocupa es que el FBI deje de tomar en serio mis preocupaciones.

—Lynda, esto es importante. ¿Qué le dijiste tú?

—¿Cómo dices?

—Pregunto qué le dijiste a Morton Pearlman cuando dio a entender que yo necesitada unas vacaciones.

—Le dije que estaba segura de que te encontrabas perfectamente, que sabía que estabas algo afectado y que estarías unas semanas alejado de la facultad.

—No. No le dijiste eso.

—Sí, lo hice. ¿Qué esperabas? No quería complicarte la vida, pero… Tal, me tienes muy preocupada.

—¿Te tengo preocupada? ¿Por qué?

—Creo que… Mira, si necesitas unas cuantas semanas más antes de volver estoy segura de que no habrá ningún problema.

Durante un momento no se me ocurre nada que decir. El alcance de sus maquinaciones me ha dejado anonadado. En otras palabras, si se puede convencer a Morton Pearlman de que el marido de Kimberly Madison está como una regadera, entonces la candidatura de esta al Tribunal de Apelaciones no tiene la más mínima posibilidad. Está claro que el objetivo de la decana Lynda consiste en colgarme esa etiqueta y ayudar así a que Marc consiga sus anheladas aspiraciones. Aunque estoy impresionado por la elegancia con la que actúa, me enfurece que esté utilizando las complicaciones de la muerte de mi padre de ese modo y que me tenga en tan baja estima como para creer que voy a tragarme todo el cuento. Stuart ya me avisó.

—No, gracias, Lynda. Estaré de vuelta la semana próxima, como está previsto.

—Tal, de verdad, no tienes que darte prisa. De verdad, deberías descansar tanto como necesites.

Me gustaría ser más diplomático, tener tacto como Kimmer porque así podría hallar las palabras para calmar la situación; pero ni soy diplomático ni tengo tacto. Simplemente estoy enfadado y soy una de esas extrañas personas que, cuando se enfadan, sueltan alguna que otra verdad.

—Mira, Lynda, te agradezco tu llamada y entiendo por qué no quieres que vuelva todavía; pero estaré ahí la semana que viene.

Su tono se vuelve cortante de golpe.

—Talcott, aprecio tu amistad, pero me molesta tu forma de decirlo y las implicaciones. Estoy intentando ayudarte en una situación difícil y…

—Mira, Lynda… —contesto con la intención de dejar bien claro que ni somos ni hemos sido amigos jamás. Entonces me detengo, me froto las sienes y cierro los ojos porque el mundo está todo rojo y probablemente esté gritando, y mi hijo, asustado, se ha apartado de la puerta y parece encogerse. Le sonrío. Le envío un beso volando con la mano y prosigo en un tono que espero que parezca más razonable—. Lynda, gracias, de verdad. Aprecio tu actitud; pero en cualquier caso ya es hora de que vuelva a Elm Harbor…

—Tus alumnos se lo están pasando en grande con Stuart Land —interrumpe cruelmente.

Yo me esfuerzo en contestar con elegancia:

—Bien. Esa es otra razón para que regrese lo antes posible. No quiero que me olviden.

—¡Oh, claro! Nadie querría eso, ¿verdad? —Está furiosa y yo estupefacto: soy yo quien debería estar furioso. Pero no digo nada. Tras todos estos años en compañía de la temperamental Kimmer, o quizá a causa de ellos, carezco del aplomo para enfrentarme a la ira de una mujer—. En cualquier caso —concluye la decana Lynda—, todos esperamos ansiosamente tu regreso.

—Te lo agradezco —miento.

IV

—Lo siento, cariño —le digo a Bentley mientras estamos sentados en el puesto, esperando nuestras hamburguesas con queso.

—Paque —se queja mi hijo—. Ir a paque.

—Es demasiado tarde, colega —contesto en voz baja, acariciándole el cabello. Él se aparta—. ¿Lo ves? Se ha hecho oscuro.

—Tú disiste paque.

—Lo sé. Lo sé. Lo siento mucho. Papá ha estado ocupado.

—Papá desir paque.

Su tono resulta comprensiblemente acusador puesto que he cometido una de esas faltas paternas que a los niños, con la inocencia de su juvenil integridad, les parece imposible perdonar: he faltado a la promesa que le hice. No hemos llegado a ir al parque puesto que tras mi enfrentamiento con la decana Lynda, cuando hubiera debido coger a mi hijo y salir por la puerta aunque solo fuera para refrescarme la memoria con respecto a lo que es verdaderamente importante, se me ocurrió comprobar los mensajes que me habían dejado en el despacho y me encontré con dos frenéticos recados de una abogada de un bufete de Nueva York que hace poco me contrató como asesor para ayudar a que una avariciosa corporación elaborara una defensa legal para eludir las regulaciones federales referentes al vertido de desperdicios tóxicos: no es que sea un trabajo angelical, pero los profesores de derecho que intentan aumentar sus académicos salarios aceptan cualquier encargo que se les presente. La semana pasada les envié un borrador del proyecto y, según parece, uno de los miembros del bufete tenía unas cuantas preguntas que hacerme. El caso es que decidí llamarla olvidando que los abogados, especialmente los de los grandes bufetes, prefieren charlar por teléfono a cualquier otra actividad. Su lista de preguntas resultó ser interminable, y alguna de ellas especialmente dura de roer. El caso es que estuve ocupado durante hora y media (dos horas de tarifa para él y para mí; la de él es más elevada, pero yo no tengo gastos generales) mientras intentaba apaciguar a mi hijo con galletas y fruta para mantenerlo callado al tiempo que veía que la luz de noviembre iba menguando y me decía cada cinco minutos que solo tardaría otros cinco en acabar.

Mentiras.

Cuando le dije a Bentley que se había hecho tarde para ir al parque, cayó literalmente hecho un mar de lágrimas. No hubo ningún fingimiento, ninguna teatralidad: simplemente se llevó una mano al rostro y se derrumbó como la esperanza al morir.

Mis esfuerzos por consolarlo resultaron infructuosos.

Así pues, eché mano de ese lamentable y perverso truco de los padres de hoy día: lo soborné. Nos envolvimos en nuestros chaquetones y caminamos un par de manzanas desde Vinerd Howse hasta Circuit Avenue, el corazón comercial de Oak Bluffs, unos cuantos centenares de metros de restaurantes, boutiques y tiendas que venden las baratijas propias de un pueblo de veraneo. De haber estado en verano, habríamos ido a la heladería Mad Martha’s para tomarnos unas vainillas malteadas o unos cornetes de fresa, pero estaba cerrada. En vez de eso nos fuimos hasta Murdick’s, la tienda de caramelos, el segundo lugar favorito de la isla para mi hijo después de los Caballos Voladores, para llevarnos una de las especialidades de la casa. Luego, volvimos paseando por la calle, compré el diario local, The Vineyard Gazette, y nos paramos a cenar en Linda Jean, un conocido y tranquilo restaurante, sencillamente decorado y de precios igualmente sencillos que era uno de los establecimientos favoritos de mi padre. En verano, el juez solía ir casi diariamente a tomarse un rollo caliente de langosta, pero nunca cuando el sitio estaba lleno porque, tras su caída en desgracia, le preocupaba siempre que pudieran reconocerlo.

Hace unos años, en el décimo aniversario de su humillación, Time publicó un artículo que indagaba cómo era la vida de mi padre desde que dejó el estrado. La doble página del reportaje pasaba revista a sus furiosos libros, citaba alguno de sus inflamados discursos y, en interés de la imparcialidad periodística, brindaba a algunos de sus viejos enemigos la oportunidad de que se metieran con él. El nombre de Jack Ziegler aparecía mencionado nueve veces; el de Addison, dos; el mío, una; y el de Mariah, ninguna, aunque sí el de su marido para disgusto de mi hermana. Una columna aparte resumía la vida tras las vistas de Greg Haramoto quien, al igual que mi padre, se había negado a que lo entrevistaran. No obstante, la idea principal del reportaje era que, a pesar de la frenética actividad que marcó sus días, mi padre se encontró mucho más solo de lo que sus amigos imaginaron. La revista destacaba que el juez pasaba cada vez más tiempo en «su casa de verano de Oak Bluffs», casi siempre solo. Y aunque Time hacía que la casa pareciera mucho más grande de lo que es («una mansión al lado del mar con cinco dormitorios») y se equivocó con el nombre («conocida en la familia y por los amigos como “The Vineyard House”») acertó a la hora de describir el tipo de vida que llevaba mi padre. El reportaje, con una difusa y deprimente ironía, se titulaba «El emperador de Ocean Park». A mí me repugnó, y a Mariah la puso furiosa; en cuanto a Addison, naturalmente no hubo manera de dar con él. Mi padre se limitó a encogerse de hombros con indiferencia. O al menos a fingirla. «Los medios de comunicación —me dijo una vez en Shepard Street— están dirigidos por liberales, liberales blancos que están decididos a destruirme porque sé cómo son en el fondo. Ya ves, Talcott, los blancos liberales desaprueban a los negros que no pueden controlar. El sentido de mi existencia es enfrentarme con ellos». Dicho lo cual, siguió hojeando las páginas de su periódico.

En cuanto al miedo de mi padre a ser reconocido, debo admitir que no era un asunto menor. A remolque de su fallida designación, los desconocidos se le acercaban en aeropuertos, vestíbulos de hotel o incluso por la calle. Unos querían manifestarle su apoyo incondicional, otros, todo lo contrario. Tengo la impresión de que él los despreciaba por igual dado que, a pesar de que sus ingresos provenían de sus apariciones en público, mi padre era en esencia un hombre celoso de su intimidad. Nunca invitó a nadie a que compartiera su vida. Hace unos años, cuando pasó un fin de semana con nosotros en Elm Harbor, un manifestante lo descubrió y se pasó los dos días paseando ante nuestra casa con un cartel donde se leía: EL JUEZ GARLEN DEBERÍA ESTAR EN LA CÁRCEL. Procuré convencer al hombre para que nos dejara tranquilos y hasta intenté sobornarlo. Él se negó a marcharse, y la policía nos dijo que no podía intervenir mientras el individuo se mantuviera fuera de los límites de nuestra propiedad y no bloqueara los accesos. Mi padre se quedó en la ventana de mi estudio mirándolo y tragándose su furia mientras mascullaba que si la casa hubiera sido una clínica abortista el manifestante habría sido arrestado al instante. No es que fuera un comentario legalmente exacto, pero sí que reflejaba exactamente el deseo de mi padre de que lo dejaran tranquilo. Es la misma razón que explica que en Oak Bluffs comiera y cenara a deshoras. El Linda Jean’s ha sido siempre uno de los lugares favoritos de los buscadores de celebridades, especialmente durante el verano. Spike Lee desayuna allí a menudo, y Hill Clinton solía acercarse para tomar el brunch tras la misa de los domingos; en la vieja época incluso era posible ver a Jackie O paseando con un helado. En una ocasión, mi mujer descubrió a Hellen Holly, la pionera actriz negra que protagonizó durante muchos años la serie televisiva One life to live, y en su estilo característico se acercó a su mesa para presentarse y charlar con ella.

Pero lo mejor del Linda Jean’s es que está abierto todo el año, cosa que no sucede con la mayoría de los restaurantes de moda de la isla.

—¡Eh, compañero! —le digo a mi precioso hijo.

Él me mira, incómodo. Parece satisfecho dando cuenta de su golosina, aunque aún no sé si dispuesto a perdonarme. El perro de peluche que le regaló mi hermano está a su lado, con una servilleta de papel metida bajo la cinta del cuello. Me pregunto si alguna vez he sentido tanto amor hacia mi hijo y al mismo tiempo esta simple y punzante infelicidad.

—Tú desir —susurra Bentley. Tiene los ojos soñolientos: no solo no he cumplido mi palabra, sino que me he olvidado de su siesta y le estoy dando la cena demasiado tarde. Estoy convencido de que debe de haber buenos padres por el mundo. Si pudiera conocer alguno quizá podría explicarme el modo de hacerlo como es debido.

—Lo siento —respondo mientras me maravillo por lo cobarde que se ha convertido la tarea de ser padre en este extraño siglo en que vivimos: jamás recuerdo que mis padres se disculparan con nosotros por no habernos llevado a donde habían prometido. Sin embargo, Kimmer y yo lo hacemos todo el tiempo, al igual que la mayoría de nuestros amigos—. Lo siento, cariño.

—Quero mami —contesta. Quizá sea una esperanza, una preferencia o una amenaza—. Mami besos.

El corazón se me encoge y me acaloro al comprobar que ha aprendido a usar las pocas palabras que sabe para atormentar a sus padres que se sienten culpables; pero me veo salvado de tener que contestar la respuesta de mi hijo gracias a la llegada de nuestras hamburguesas y limonada. Bentley se lanza por la suya olvidándose de lo que tuviera que decirme, y yo del simple alivio le doy un mordisco demasiado grande a la mía y me pongo a toser. Bentley ríe. Y al contemplar su rostro manchado de ketchup me sorprendo deseando que Kimmer esté aquí para ver a su hijo, para que riamos todos juntos, la vieja Kimmer, la amorosa y gentil Kimmer, la espabilada y graciosa Kimmer, la Kimmer que de cuando en cuando aún nos visita. Si el hecho de que mi mujer consiga convertirse en la juez Madison sirve para que esa Kimmer aparezca más a menudo, entonces mi deber es hacer todo lo posible para que consiga su meta. Y una razón de más para no permitir que Marc y Lynda ganen.

«Deber». Qué palabra tan manida… Sin embargo, soy consciente de que debo cumplir con mi deber, no solo con mi esposa, sino también con mi hijo y con ese concepto cada vez más anticuado llamado «familia».

Amo a mi familia.

Amar es una actividad, no un sentimiento. ¿No dijo algo parecido uno de los grandes místicos? O puede que fuera el juez, que nunca se cansaba de señalar que el fundamento de la ética civil radica en el deber y no en la elección. No sé quién acuñó la frase, pero estoy empezando a comprender lo que verdaderamente significa. El verdadero amor no consiste en el simple deseo de poseer el objeto amado; el verdadero amor está en la disciplinada generosidad que deberíamos brindarle al otro cuando seguramente preferiríamos ser egoístas. Al menos así es como he escogido amar a mi mujer.

Le guiño un ojo a Bentley, y él me devuelve una sonrisa mientras mastica una patata frita. Despliego la Vineyard Gazette y estoy a punto de atragantarme de nuevo. DETECTIVE PRIVADO AHOGADO EN LA PLAYA MENEMSHA, escupe el titular. Para la policía se trata de una muerte «sospechosa», aclara el subtítulo. Contemplándome desde la página par hay una pésima fotografía de un individuo identificado como Colin Scott; sin embargo, yo lo conocía como el agente especial McDermott.