16

Los tres peones

I

Tomamos oficialmente posesión de la casa de Martha’s Vineyard a mediados de la semana que siguió al día de Acción de Gracias, tras haber conducido el veloz BMW de Kimmer por Massachusetts, a lo largo del río Cape hasta Woods Hole y cruzado en ferry hasta la isla. El ferry, según mi padre, representa una doble bendición: primero, porque el trayecto resulta tan agradable y tranquilo que al desembarcar en Martha’s Vineyard uno llega con el ánimo relajado; segundo, porque la Steamship Authority, la compañía que controla el servicio, tiene el monopolio y solo mantiene un número limitado de navíos, lo cual significa un número limitado de vehículos y de gente arribando a la isla, especialmente en los meses de temporada alta como julio y agosto. Siempre que alguno de nosotros, sobre todo Addison, mencionaba que esa actitud denotaba elitismo, el juez respondía alegremente con una de sus frases favoritas: «Ser parte de la élite es una de las recompensas por haber trabajado duramente y por haber vivido con rectitud». (Lo cual implicaba que si uno no forma parte de la élite es porque no ha trabajado lo suficiente o vivido con la necesaria rectitud).

Siempre me ha gustado cruzar en barco, y el viaje de este día no es diferente. A medida que vamos dejando atrás Cape Cod puedo notar cómo mis miedos e inquietudes se desvanecen, cómo pierden relevancia a medida que Martha’s Vineyard va apareciendo por la amura de estribor: al principio, una sombra gris verdosa; luego, una visión fantasmal de árboles y playas lo bastante cercanos para poder distinguir las casas, todas de un marrón grisáceo, curtidas y hermosas. Me empapo de esa imagen, igual que un alcohólico se entrega dichosamente a la bebida, mientras el ferry surca serenamente las olas y su cargamento de una docena de vehículos en la bodega se apresta a desembarcar en la isla como una contagiosa explosión de alegría (durante las vacaciones habría un centenar más). Bentley y yo estamos apoyados en el pasamanos. Mi hijo llama a las gaviotas que vuelan en la salobre brisa otoñal como si flotaran, tras haber igualado su velocidad con la del barco, a la espera de poder atrapar lo que nosotros, humanos derrochadores, queramos arrojarles. Un sol invernal y distante lanza sus indiferentes rayos en el agua. Bentley estira las gordezuelas manos hacia fuera, y yo, antes que impedírselo, deslizo un cauteloso dedo por su cinturón e intento convencerme de que realmente ya tiene tres años bien cumplidos y que los cuatro se acercan nadando a toda prisa; que ya no es un bebé, pero que es el primer y último hijo de quien seré padre porque, para Kimmer, otro embarazo ha quedado descartado. Es algo que, aunque nuestro matrimonio hierva en la confusión, ella ha dejado bien claro con glacial frialdad. Parte de su actitud se debe al miedo que le supuso el haber estado a punto de perder a Bentley, lo sé; pero el miedo no es la única explicación: un nuevo hijo supondría renovar un compromiso con un matrimonio del que no está segura. A mis deseos de una familia mayor, ella responde acertadamente que no soy yo quien tendrá que llevar a un niño en el vientre —solo que Kimmer nunca dice «niño», sino «feto» e intenta sin éxito que los demás la imiten—. Mi mujer, que nunca es política salvo cuando lo es, puede olfatear un plan antiabortista antes de que haya sido ideado. El pasado marzo, Querida Dana Worth, que adora a los niños pero nunca tendrá uno, regaló a Bentley para su tercer aniversario Horton hears a who, del doctor Seuss, uno de sus libros favoritos de pequeña. Kimmer le dio las gracias, hojeó horrorizada el libro y lo desterró a la buhardilla sin molestarse en leérselo a nuestro hijo. También me prohibió que yo se lo leyera. «Un tratado contra la libre elección», bufó y, cuando le pregunté de qué estaba hablando, sonrió despectivamente y citó una de las frases clave del libro: «Una persona es una persona sin que importe lo pequeña que sea». «¿De qué crees que estoy hablando?», preguntó.

Es mi turno de sonreír. No importa lo que pueda depararme el resto del mundo: siento que mis estancias en Martha’s Vineyard me hacen revivir y estoy decidido a que esta transcurra pacíficamente. La semana pasada tuve una trifulca con Mariah, la peor hasta la fecha. Apremiado por Meadows hice el largo trayecto hasta Darien y me llevé a mi hermana a almorzar. Intenté sugerirle con toda la delicadeza posible que fuera más discreta a la hora de airear sus constantes invenciones de nuevos complots, le expliqué lo del posible nombramiento para el Tribunal de Apelaciones y que su actitud estaba perjudicando las posibilidades de Kimmer, pero no le revelé la fuente de mis informaciones. Ella replicó que toda la historia de la judicatura —eso de ofrecerle a mi esposa un cargo de juez y amenazar con retirárselo si ella, Mariah, no mantenía la boca cerrada— era en sí una conspiración, una forma de mantenernos callados. Le contesté que me parecía una exageración, cruzamos algunas palabras y de repente volvimos a estar como en la terrible época tras la publicación del libro de Woodward, solo que peor porque el juez no estaba para reconciliarnos con la simple fuerza de su voluntad.

Me quedé resentido. Incapaz de concentrarme en mis clases, pedí unos días libres en la facultad, y la decana Lynda me los concedió de buen grado porque no le caigo bien y porque sabe que así estaré en deuda con ella. Stuart Land se ha avenido a sustituirme hasta mi regreso en mi curso sobre la acción de responsabilidad y ya me ha llamado tres veces, abrumado por mi plan de estudios y por la desorganización de mi despacho. También se ha ofrecido a reorganizar ambos, pero yo he declinado amablemente su ofrecimiento porque no quiero que nadie ande husmeando en los recónditos rincones de mi vida.

A principios de mes asistí al entierro del padre Bishop, mi segundo funeral en Trinity and St. Michael en el plazo de dos semanas. Un sacerdote que estaba de paso, un miembro de la nación más pálida, ofició una ceremonia a la que asistió un puñado de gente. Reconocí algún rostro que recordaba del funeral del juez y me esforcé inútilmente en ponerles nombre. Mariah no asistió. Sin embargo, la sargento Ames sí estuvo, puede que con la esperanza de que apareciera algún otro chico malo. Charlé con ella brevemente antes de que desapareciera por una puerta lateral y solo conseguí enterarme de que el abogado de Conan seguía negociando con el fiscal, cosa que ya sabía por la página web del Washington Post.

Luego, la semana pasada celebramos el habitualmente tenso día de Acción de Gracias con los padres de Kimmer, que siguen esperando con impaciencia que consiga domesticar a la incorregible de su hija sin darse cuenta de que Kimmer es absolutamente indomesticable. Vera y el coronel no dejaron de mirarme mientras Kimmer y su hermana pequeña —y sin hijos— cuchicheaban, y Bentley organizaba un desastre. Si mi mujer no consigue convertirse en juez, sospecho que mis suegros se las apañarán para considerarme responsable.

Pero, principalmente, lo que he estado esperando con creciente expectación ha sido este viaje.

¡Por fin! ¡El ferry!

Es en este momento, al volver el rostro hacia la brisa, mientras el barco rompe el oleaje y me conduce hacia la isla que amo, cuando soy capaz de sonreír ante las excentricidades de Kimmer y ante la propia Kimmer, que se ha refugiado en el bar y mantiene una ocasional conversación de vital importancia a través del móvil. Puede que la charla se refiera a su trabajo o incluso a su candidatura; puede que a algo más íntimo; pero, por una vez, me niego a darle importancia. Desde que compartí con ella las noticias acerca del nerviosismo que reina en el hogar de los Hadley, se ha vuelto tierna y cariñosa, como si quisiera compensar su comportamiento anterior: una metamorfosis absoluta que he presenciado en otras ocasiones; pero en la que, a diferencia de George Samsa, Kimmer es capaz de volver a su estado anterior a placer. No obstante, estoy decidido a disfrutar de ella tanto como dure.

Así pues, aquí estamos, en el ferry, en el día que he estado esperando. Kimmer ha robado cuarenta y ocho horas a las demandas y adelantos de sus clientes para cruzar conmigo el umbral de la casa que desde este momento nos pertenece, y por ese pequeño delito le estoy agradecido. Podría haberme forzado a ir con Bentley o incluso solo. El que no lo haya hecho lo interpreto como una señal de que sigue el armisticio. Mientras nos aproximamos a la maravilla de Martha’s Vineyard me veo pensando, en contra de todo indicio objetivo, en la posibilidad de ser feliz, feliz incluso con mi mujer. Supongo que, en un matrimonio que no funciona, esa es la razón que hace que la fidelidad pueda ser considerada un acto de fe; de fe en las infinitas alternativas de la vida. Estoy seguro de que Rob Saltpeter insistiría en que eso es otra forma de describir la generosidad del Creador. En consecuencia, apoyado en la barandilla, sujetando por el cinturón a mi hijo, que se inclina hacia el oleaje, llama a las gaviotas y ríe y ríe, mientras contemplo a los pasajeros que nos rodean y que no me cabe duda de que están tan contentos como nosotros por llegar a nuestra isla, mi corazón rebosa amor: amor hacia mi hijo, amor hacia mi esposa, amor por la mismísima idea de la familia, amor por…

Y, de repente, allí está.

Justo allí, en cubierta, alta y musculosa, vestida con vaqueros y una cazadora de aviador, apenas a veinte pasos de distancia: la mujer de la pista de patinaje. No puede ser. Es demasiada coincidencia. Debo de estar equivocado, la libido me está jugando una mala pasada. Sin embargo, sé que es ella: la mujer de los patines; la mujer que hace apenas un interminable mes coqueteó conmigo hasta que vio mi anillo de casado. La mujer que pobló mis sueños durante los días siguientes.

Se halla a proa, ligeramente separada del resto de la gente, con la cara vuelta hacia el viento, de modo que solo veo parte de su oscuro perfil. Sin embargo, la suave y ancha mandíbula y esa masa de imposibles rizos no pueden pertenecer a nadie más. Lleva colgado del hombro un reluciente neceser de color púrpura y sujeta un libro de los de verdad, de tapas duras y grueso, cuyo título parece extranjero. Mis ojos alcanzan a deducir que es francés. Quizá una edición de Molière. Me pregunto si será estudiante o profesora, pero sospecho que no es ninguna de las dos cosas porque el texto parece un accesorio teatral. Me siento emocionado de verla, horrorizado, y me quedo apoyado en la barandilla, contemplando boquiabierto semejante aparición, demasiado tímido para…

—Mataría por tener un cuerpo como ese —dice Kimmer.

Estoy tan absorto que no sé cuánto tiempo lleva mi mujer a mi lado, pero el tono entre asombrado y malicioso de su voz es tan doloroso como de costumbre. Por otra parte, soy acusado tanto como culpable.

—Es guapa, ¿verdad?

—¿Quién? —aventuro, teniendo cuidado de no volverme bruscamente, no sea que mi esposa llegue a la conclusión de que estaba mirando en la dirección que ella cree. Todavía sujeto con fuerza el cinturón de Bentley, que sigue inclinado sobre el pasamanos, como hipnotizado por las olas. La mujer de los patines podría estar esculpida en piedra.

—La gigante nzinga de ahí —contesta mi ilustrada esposa, a quien le gusta salpicar la conversación de referencias africanas. Me coge del brazo y señala con la otra mano. El teléfono móvil ha desaparecido—. Esa a la que no puedes quitarle el ojo de encima. —Kimmer se ríe mientras me giro y me espeta en voz baja como a un perro—: Chico malo. —Ha desaparecido toda amabilidad. No hay armisticio después de todo.

—Kimmer, yo…

—¡Eh! Está mirando hacia aquí, Misha. Está mirando. Te está mirando. Date la vuelta y salúdala con la mano.

Me coge por los hombros e intenta obligarme, pero me resisto.

—Déjalo, Kimmer.

—Date prisa, cariño, o perderás la oportunidad —dice bromeando pero también señalando su viejo argumento de que yo también debería tener aventuras para compensar las suyas, que debería enamorarme de alguien y abandonarla para ahorrarle la necesidad de seguir hiriéndome; que mi fidelidad ante sus coqueteos no implica virtudes cristianas sino una secular debilidad de carácter. Hemos discutido esto tantas veces que basta con que ella plantee el más pequeño indicio de la vieja disputa para que el tormento se apodere de mi corazón.

—¡Basta ya! —siseo dejando traslucir mi disgusto.

—Ánimo, Misha —ríe mi esposa haciendo caso omiso de mis sentimientos—. Ve a decirle «hola». ¡Deprisa! —Entonces deja de empujarme y me quita las manos de los hombros—. Demasiado tarde —murmura con burlona tristeza—. Se ha ido.

No puedo evitarlo y me doy la vuelta. La patinadora ha desaparecido. En su lugar hay dos jovencitas, rollizas y blancas, que se atiborran de golosinas de mantequilla de cacahuete y arrojan los envoltorios al mar. Las gaviotas planean en lo alto, sin protestar por la polución y sin esperar bocado. La mujer de los patines se ha esfumado con la misma rapidez con la que se ha materializado. Si Kimmer no me hubiera confirmado su presencia diría que nunca ha estado ahí.

—Pensaba que se trataba de alguien conocido —digo, consciente de lo poco convincente que debo sonar.

—O de alguien que te gustaría conocer —sugiere mi mujer. Entonces, contra todas las evidencias de estos años juntos, se me ocurre que Kimmer está celosa.

—Soy hombre de una sola mujer —le recuerdo, para quitarle importancia.

—Sí, pero ¿de cuál?

Me vuelvo hacia ella de nuevo. Le gusta provocarme con esos argumentos y, aunque intento mantener la serenidad, a menudo lo consigue. Como en este instante.

—Kimmer, ya te he dicho que no me gustan las bromas acerca de mi… fidelidad.

—Vamos, cariño. Solo estaba bromeando. —Me da un beso juguetón en la nariz—. Aunque ya sabes que, por mí, no hay inconveniente si decides que también te gusta otra…

—No me gusta otra…

—No me lo parecía hace un momento.

—Kimmer, me gustas tú. Solo tú.

Mi esposa menea la cabeza y sonríe tristemente.

—Entonces, es que estás loco, eres idiota o…

—Eso está totalmente fuera de lugar —replico con el tono más desgraciado al estilo Garland.

—O la clase de masoquista a quien le gusta que una mujer lo trate como…

Esta tontería podría prolongarse indefinidamente, pero Bentley nos rescata: tras haber pasado sus buenos veinte minutos viendo las olas, seguramente habrá deducido lo que está sucediendo. Tomándonos a mí y a su madre de la mano se balancea hasta quedar de espaldas a la barandilla y, cuando ya está seguro de acaparar toda nuestra atención, nos sonríe y proclama con gran alegría:

—¡Toy en baco!

Nuestra trifulca se desvanece y durante unos segundos nos vemos unidos por un poderoso e incondicional amor paternal hacia nuestro hijo.

Pero el instante pasa y volvemos a ser contendientes. Y Kimmer, como es normal, me gana de largo.

—Sí. Estás en un barco, cariñito. Sí que lo estás —susurra abrazando a un orgulloso y sonriente Bentley contra su pecho—. Sí que lo estás, amor. Estás en un barco y está muy bien. Vayamos dentro para calentarnos. Mamá te pedirá una Coca-Cola.

—Cocolate, mamá. Cocolate caiente.

—¡Chocolate caliente! ¡Qué buena idea, cariño, qué buena idea!

Sin otra palabra para su esposo, mi mujer, la posible futura juez, se lleva a nuestro hijo al interior. La veo alejarse mientras leo dudosos mensajes en el balanceo de sus caderas y en la curva de su espalda. Como sucede con tanta frecuencia en los momentos de frustración matrimonial, algo desagradable y primitivo se remueve en mi interior: un terrible y rojo calor me invade la cabeza, como una indigestión cerebral. Pero, como siempre, una vigorosa y paciente caminata me ayuda a calmar mis demonios. Recorro dos veces el perímetro de la cubierta y una el pasillo interior del piso de abajo antes de sentirme lo bastante tranquilo para reunirme con mi familia en la cafetería. Durante el paseo no veo ni rastro de la patinadora, y eso me inquieta; no solo porque la echo de menos, sino porque estoy convencido de que su presencia a bordo no es casualidad. Está aquí por la misma razón que estaba en la pista de patinaje: porque alguien la ha enviado, y no ha sido Dios.

II

Ocean Park es una amplia pero irregular extensión de césped situada frente a Seaview Avenue, la bulliciosa calle que hay que cruzar para llegar a la desvencijada escalera que conduce a la suavemente erosionada playa conocida como «Inkwell», en cuyas tranquilas aguas la nación más oscura ha retozado. La casa donde pasé los veranos de mi juventud se halla en el lado opuesto, donde se apiñan ordenadamente las pequeñas y caras viviendas victorianas. En uno de los extremos del parque, a la derecha mirando hacia el mar desde nuestro porche, una hilera de viejas casas mucho más grandes que la nuestra y coronadas por torreones de vivos colores y veletas domina el horizonte. En el otro extremo, a la izquierda, justo detrás del campo de visión de nuestro porche se halla el muelle de la Steamship Authority, donde desembarcan algunos de los ferrys en verano (durante los meses de temporada baja, todos los barcos amarran en Vineyard Haven, algo más al norte). Un poco más cerca se encuentra una preciosa iglesia episcopaliana desgastada por los elementos, cuyas puertas se abren en verano hacia el mar y a todas las tormentas de los domingos, y la comisaría de policía que da a una pequeña plaza donde destaca una vieja estatua de bronce que, obedeciendo alguna oscura lógica yanqui, conmemora los muertos del bando confederado. La estatua vigila el final de Lake Avenue, la estrecha y atestada calle que conduce al tiovivo de los Caballos Voladores, que es lo único que interesa a Bentley.

Como muchos hogares de Oak Bluffs, la casa de veraneo de nuestra familia tiene nombre. El nuestro está grabado en una placa de gastada madera que cuelga de una de las vigas del porche. Desgraciadamente, se llama «Vinerd Howse», apelativo escogido por mi hermana Abby de pequeña y casi por accidente. Ella lo escribió en un dibujo que hizo con sus lápices Crayola, una lluviosa tarde en Oak Bluffs; y fue el imperturbable de nuestro padre el que nos sorprendió a todos una semana más tarde colgando la placa. Tras la muerte de Abby, la familia no se vio con ánimos de cambiar el nombre. Sin embargo, al apearnos del blanco BMW en esta luminosa mañana de otoño, lo primero que dice mi querida Kimmer es que ha llegado el momento de quitarlo. Mientras saca a un adormecido Bentley de su sillita en el coche le pregunto si se refiere al nombre o a la placa.

—Cualquiera de los dos —me contesta mi esposa dándome la espalda—. O los dos.

En una ocasión, mi padre propuso cambiar el nombre por el de «Los tres peones»[2], una de sus retorcidas bromas de ajedrecista, pero mi madre se opuso. En todos los años que recuerdo, el juez nunca actuó en contra de sus deseos. Addison insiste en que fue Claire Garland la que decidió que había llegado la hora de dejar de luchar por la confirmación de mi padre para el cargo en el Supremo, aun cuando él estaba dispuesto a llegar hasta el final. Mariah comenta con la boca pequeña que fue Claire la que argumentó que era mejor que el juez renunciara a su cargo tras la humillación de las vistas para poder de ese modo hablar sin cortapisas y limpiar su nombre. Y todos nosotros sabemos que fue tras la muerte de Claire cuando los discursos de mi padre se convirtieron en las venenosas soflamas que todos recuerdan. No fue por lo tanto ninguna sorpresa que al morir nuestra madre mi padre hiciera honor a su memoria —y a la de Abby— conservando el nombre de Vinerd Howse. Sin embargo, en este momento en que Vinerd Howse es mío, es decir, nuestro, mi esposa piensa de otro modo.

Me quedo de pie en la entrada del estrecho jardín, con las llaves colgando del dedo, rememorando los formidables veranos de mi infancia en Martha’s Vineyard, cuando amigos y familiares entraban y salían incesantemente por la doble puerta principal de diminutos cristales de colores —algunos azules, otros rosas, otros claros— emplomados en mi intrincado diseño; rememorando las penosas y solitarias visitas a esta casa durante los interminables meses en los que mi madre estuvo sentada, muriéndose, a menudo sola, en el dormitorio principal de la primera planta; y recordando asimismo lo fácil que me resultó dejar de ir una vez que el juez empezó con sus desvaríos megalómanos. Mientras Kimmer se ocupa de Bentley y yo contemplo la casa de vacaciones de mi juventud me doy cuenta de que me cuesta recordar por qué me alegré tanto al saber que el juez me había legado un cascarón penoso y menudo como ese. Con mis padres fallecidos, a la casa le correspondería estar igualmente muerta, callada e impasible. En cambio, parece algo vivo, diabólicamente sensible, que cavilara perversamente sobre las desgracias familiares mientras aguarda a sus nuevos propietarios; y, de repente, me veo paralizado por algo mucho más primitivo que el pánico, por una nítida certeza que me estremece desde lo más hondo y me dice que hay algo que está a punto de ir mal, muy mal. Temo que mis piernas no me lleven hasta el porche, que mis manos no atinen con la llave o que esta se rompa en la cerradura. En ese instante lo único que deseo es rechazar tan terrible herencia, coger a mi familia y escapar fuera de la isla.

Como de costumbre, es la mundana Kimmer quien me devuelve a la realidad.

—¿Puedes darte prisa en abrir esa puerta? —exige dulcemente—. Lo siento, pero tengo que ir a mear sin pérdida de tiempo.

—No hace falta que seas vulgar.

—Hace falta si es lo que necesitas para decidirte.

En cierto modo tiene razón, y yo me estoy comportando como un tonto. Le sonrío, y ella está a punto de corresponderme, pero se rehace. Sopeso la maleta con una mano, las llaves con la otra, y me lanzo temerariamente hacia los peldaños, indiferente a los demonios que acechan en las sombras de mi memoria. Respiro profundamente, los aparto de mí como un exorcista veterano, meto la temblorosa llave en la cerradura y, justo cuando empieza a girar, me percato de que falta uno de los mosaicos de cristal de la puerta. No es que se haya roto, sino que no está. A través del hueco del emplomado puedo ver la oscuridad del interior. Frunzo el entrecejo, abro la puerta por completo y me quedo petrificado en el umbral de la casa que he amado durante treinta años: los fantasmas no han desaparecido en absoluto. Intento tragar saliva, pero ha desaparecido toda humedad de mi garganta. Mis miembros rehúsan moverse y, a través de una cortina de la más roja furia, veo a mi bella esposa pasar a mi lado con un escueto «lo siento, pero es la necesidad» y noto cómo me entrega la mano de Bentley.

Kimmer da tres pasos hacia el interior antes de detenerse y quedarse muy quieta.

—¡Oh, no! —susurra—. Oh, Misha, no.

La casa es un desastre: los muebles están patas arriba; los libros yacen esparcidos por el suelo; las puertas de los aparadores están rotas; las alfombras hechas jirones. Los papeles de mi padre se encuentran desparramados por todas partes, y la brisa que entra los agita. Echo un vistazo a la cocina: veo unos cuantos platos rotos en el suelo, pero el desastre no es tan completo, y en su mayoría están apilados en la encimera. Mientras Kimmer espera en la sala con Bentley, me obligo a ir al piso de arriba. Allí descubro que los cuatro dormitorios apenas han sido tocados. Como si no hubiera sido necesario, se me ocurre pensar al hallarme de pie al lado de la ventana de la habitación principal, teléfono en mano, hablando con el encargado de la policía. Mientras le explico lo sucedido miro el BMW aparcado ilegalmente al lado del guardarraíl que protege el lado sur de Ocean Avenue, con las puertas aún abiertas y el equipaje por descargar. Algo no encaja: no han arrasado el primer piso. El pensamiento no deja de darme vueltas en la cabeza. Han dejado el primer piso en paz. Como si hubieran tenido bastante saqueando la planta baja. Como si… Como si…

Como si hubieran encontrado lo que buscaban.

Más confundido que asustado bajo a reunirme con mi mujer y mi hijo que, abrazados, me esperan en el salón con ojos desorbitados. La policía, que no tarda en llegar desde la cercana comisaría, declara inmediatamente que el trabajo es obra de los gamberros locales, quinceañeros que pasan la mayor parte del invierno arrasando las casas de los veraneantes. No es que todos los chavales de Martha’s Vineyard sean unos gamberros, ni siquiera una mayoría; pero sí hay los suficientes para que resulten una molestia. Los amables agentes se disculpan en nombre de la isla y nos aseguran que harán todo lo que puedan, aunque también nos previenen de que no esperemos que atrapen a los culpables: los casos de vandalismo son casi imposibles de resolver.

Vandalismo. Kimmer acepta de buen grado la explicación, y estoy seguro de que la compañía de seguros también, y, lo que es más importante, la Casa Blanca. Kimmer promete que les meterá un puro a los de la compañía de alarmas, y no me cabe duda de que cumplirá su palabra. Vándalos. Mi mujer y yo nos ponemos de acuerdo en que ha sido un caso de vandalismo mientras damos cuenta de unas cervezas y pizzas en un restaurante cercano, unas horas más tarde, después de que el hombre que se ocupa de la casa fuera de temporada haya pasado a inspeccionar los daños.

—Haré algunas llamadas —nos hizo saber después de haberse dado una vuelta por la casa.

Vándalos. Claro que han sido vándalos. La clase de vándalos que arrasan una planta y dejan intacta la siguiente. La clase de vándalos que no se molestan en llevarse ni el televisor ni el aparato de música. La clase de vándalos que saben cómo burlar el formidable sistema de alarma que mandó montar el paranoico de mi padre. Y la clase de vándalos que están en contacto con el espíritu de los muertos; porque prefiero no hablar a mi mujer ni a la policía sobre la nota que he encontrado arriba, mientras esperaba; del sobre blanco y cerrado que estaba apoyado en la cómoda del dormitorio principal, con mi nombre y título correctamente mecanografiados y en su interior un sorprendente mensaje escrito con la apelotonada y puntiaguda caligrafía que recuerdo de mi infancia, cuando solíamos dejar orgullosamente nuestros trabajos del colegio en el escritorio del juez y él nos los devolvía, uno o dos días más tarde, llenos de anotaciones al margen que demostraban lo idiotas que habían sido nuestros profesores al habernos otorgado un «sobresaliente».

La nota de la cómoda es de mi padre.