15

Dos encuentros

I

«Bentley», «Hogar». ¡Dos de mis palabras favoritas! Llego a recoger a mi hijo con veinte minutos de retraso por culpa de la conversación con mi hermana y debo soportar las furiosas miradas de los profesores —todas mujeres, todas blancas— cuyo severo silencio me dice que están pensando en denunciar ante los servicios del Departamento de Familia a la pareja Garland-Madison por sus retrasos para que la declaren incapaz de hacerse cargo de su hijo. A pesar de todo, obtengo cierto consuelo del hecho de que Miguel Hadley siga aún allí, prueba evidente de que sus padres son tan incapaces como los de Bentley. Miguel, un chaval gordinflón que es increíblemente inteligente pero poco bullicioso, parece desacostumbradamente serio y le da un abrazo a Bentley para despedirse. La escuela fomenta que los niños se abracen como una iniciativa al servicio de algún principio ideológico: por ejemplo, que los niños no crezcan convertidos en la clase de personas que tiran bombas a inocentes civiles. Sin embargo no sé por qué se molestan. Los chavales de la universidad son los que tienen más probabilidades de convertirse en los hombres que algún día se sentarán en la Casa Blanca y ordenarán a otros que lancen las bombas mientras felicitan a sus superiores.

Me quedo de pie, esperando a que los dos niños deshagan su abrazo (el colegio ruega a los padres que nunca los separen a la fuerza), y miro por la ventana hacia el aparcamiento con la esperanza de que ese pequeño truco me evite tener que dar conversación a las profesoras. Como es típico de los blancos liberales de su clase, están todas cargadas de buenas intenciones. El problema estriba en que habiendo llegado a la conclusión de que han superado todo racismo (defecto que a sus ojos solo aflige a los conservadores), no se percatan del altanero elitismo con el que tratan a los padres negros que pueden permitirse pagar el colegio. Tampoco serviría de nada explicárselo: sus desesperadamente sinceras disculpas no harían más que empeorar la situación al poner de manifiesto, tal como suelen hacerlo todas las disculpas de los liberales, que los miembros de la nación más oscura son tan débiles de carácter que no puede haber mayor pecado que insultar a uno.

Naturalmente, los liberales blancos están convencidos de que son de otra pasta. Esa es la razón por la que con frecuencia apoyan normas que castigan severamente los comentarios desagradables de los blancos hacia los negros y enseguida olvidan los comentarios desagradables de los negros hacia los blancos.

Meneo la cabeza y lucho contra la roja y furiosa dirección que toman mis pensamientos. ¿Acaso toda esta diatriba refleja de verdad mis creencias? Araño el borde descolorido de una pegatina en forma de flor mientras me pregunto por qué esas profesoras, con sus forzadas sonrisas de bienvenida a todo rostro negro, sacan lo peor que hay en mí, y por qué condeno únicamente a los liberales. Las actitudes de los conservadores no son mejores y con frecuencia resultan peores. Esas profesoras, a pesar de su arrogancia o condescendencia, no son de las que escriben «KKK» con pintura barata en las taquillas de los estudiantes negros en los institutos ni envían dinero a la Asociación Nacional para el Progreso de los Blancos. ¿De dónde me sale tanto vitriolo? ¿Es acaso posible que solo esté rememorando vagamente alguno de los discursos del juez? Es curioso lo difícil que me resulta saberlo; como si mi padre, desde la muerte, controlara mis pensamientos más que en vida.

Me pregunto si alguna vez conseguiré escapar de él.

Mientras medito en el rincón y espero a que las profesoras decidan que Bentley ha aprendido su lección antibélica, antimacho y proabrazo del día observo que un monovolumen negro marca Mercedes salta sobre los baches del estropeado aparcamiento. Dahlia Hadley, la madre de Miguel, acaba de llegar con su habitual precipitación y entra como un torbellino, un pequeño y delgado vendaval de sonrisas. Las profesoras, tan incómodas con mi presencia, vuelven a estar radiantes porque todo el mundo adora a Dahlia. Es inevitable.

—Talcott… —murmura jadeante, tan pronto como ha saludado a su hijo con la mano—. Me alegro tanto de verte. Había pensado llamarte. ¿Tienes un minuto?

—Naturalmente —respondo, intuyendo que se avecina algo desagradable.

Dahlia toma mi gran mano en la pequeña suya y me conduce a un rincón de la estancia, donde unos bloques de madera yacen desparramados: dejadez disfrazada de creatividad juvenil.

—Tiene algo que ver con nuestro mutuo problema —me dice mirando a su alrededor. Sus vaqueros azules y su jersey a juego son un poco llamativos, pero así es Dahlia—. ¿Sabes a qué me refiero?

Naturalmente que lo sé, pero todavía soy libre para fingir lo contrario, porque el Elm Harbor Clarion, que no es ningún lince desenterrando historias que no tengan que ver con la corrupción municipal (de las que el municipio tiene cantidad), todavía debe abordar el obligatorio artículo sobre los preseleccionados al cargo de juez del Tribunal de Apelaciones. No obstante, prefiero no hacerme el tonto.

—Yo… diría que sí.

Ella titubea, me mira a los ojos y vuelve a sonreír. Dahlia Hadley es, a sus treinta y pocos años, una boliviana morena y llamativa que ni siquiera mi mujer puede evitar que le caiga bien. Tal como a Dahlia le gusta señalar siempre que hay alguien dispuesto a escucharla, ella y Marc se conocieron cuando el matrimonio de él ya había naufragado (pero antes de que abandonara a su esposa, añade Kimmer sin ninguna compasión). La primera mujer de Marc fue Margaret Store, una muy distinguida historiadora un año más joven que él con quien tuvo dos hijos: la más pequeña se llama Heather y es alumna en la facultad de derecho; el mayor es Rick, un poeta que con frecuencia publica en el New Yorker y que vive en California. Margaret era corpulenta, callada y distante, incluso imponente. En cambio, Dahlia es delgada, ruidosa, gregaria y le encanta bromear. Pero no es un simple trofeo. A pesar de que no dispone de un contrato a tiempo completo —cosa que en la universidad la convierte en una ciudadana de segunda clase—, posee un doctorado en bioquímica por el MIT y, financiada por varias becas de importantes empresas, trabaja en un oscuro rincón del bloque de ciencias, probando curas para enfermedades desconocidas y matando apasionadamente cientos de ratones de laboratorio. La mayor amenaza para los pobres, según Dahlia (que ha sido una de ellos), no es ni política ni económica ni militar, sino biológica: el progreso científico y la naturaleza no dejan de liberar en el ecosistema nuevos microbios que matan primero y más deprisa a los pobres. Dahlia cree que la justicia se halla en el fondo de un tubo de ensayo. En una ocasión, un grupo de defensores de los derechos de los animales invadió su laboratorio, rompiendo reactivos, liberando de sus jaulas roedores infectados y esparciendo peligrosos gérmenes. La mayor parte del personal escapó a toda prisa, pero Dahlia se mantuvo en su sitio y llamó «racistas» a los que protestaban, que primero se sintieron confusos y enseguida derrotados. El cabecilla del grupo, esforzándose en replicar, aún empeoró las cosas cuando se le ocurrió establecer un paralelismo entre la situación de los ratones y de la gente de los barrios bajos: había dado por hecho que Dahlia, cuya piel es cobriza como la arcilla del desierto, era de origen mexicano. Ella lo corrigió furiosamente en dos idiomas. La policía del campus apareció justo cuando el cabecilla intentaba vanamente dejar constancia de su solidaridad hacia el oprimido pueblo boliviano que, desgraciadamente para su argumento, vive actualmente en democracia.

Posteriormente, Dahlia testificó en el juicio. Habló de los experimentos que el individuo había arruinado y de la gente que podía morir. No fue un testimonio normalmente admisible, pero el fiscal argumentó que la doctora Hadley se estaba limitando a describir los daños recibidos. El juez le permitió proseguir. Dahlia recibió un montón de correspondencia de gente que prefiere los animales a las personas, pero también un generoso aumento de los fondos destinados a la investigación por parte de la compañía farmacéutica que la financia.

Dahlia es una sabia mujer.

—Este no es un momento fácil para nosotros —me comenta, y me pregunto por un momento si me ha llevado a un aparte para discutir otro asunto o si Ruthie ha mantenido en secreto lo que es secreto y no le ha dicho a Marc que su rival para el apetecido cargo es mi esposa, y si, de habérselo confesado, este se lo habrá dicho a su mujer. Es Dahlia la que contesta a mi inexpresada pregunta diciendo con toda naturalidad—: ¿Sabes, Tal? El FBI ha empezado a molestar a todos nuestros amigos. Supongo que os pasará lo mismo a vosotros.

—Oh, sí, claro —balbuceo, pillado por sorpresa y me veo obligado a preguntarme por qué no me han llamado más amigos para compartir la noticia. John Brown y el asunto de Foreman no cuenta, evidentemente. Puede que el FBI todavía no haya empezado. La verdad es que ningún agente, al menos ningún agente de verdad, ha ido a hablar con Kimmer. ¿Se habrán entrevistado con Marc? De ser así, significa que la competición ya está decidida y, con ella, posiblemente mi matrimonio.

—En estos momentos Marc está muy tenso. ¿Cómo lo lleva Kimmer?

—¿Hummm? Bien, bien.

Miguel llama a su madre en español. Dahlia se medio vuelve y le responde: «En un minuto, cariño», pero no me suelta la mano. Lanza una mirada a las profesoras, que no han dejado de observarnos y que en este instante miran hacia otro lado. Me lleva más hacia el rincón. Se diría que no quiere que puedan oírla. Las profesoras sin duda se preguntan qué clase de tête-à-tête están presenciando. La mayoría de la gente opina que Dahlia es una mujer bastante atractiva; pero a mí sus facciones me parecen demasiado blandas e indefinidas; además, para ser bella hace demasiada ostentación de sus ambiciones.

—Es tan difícil conseguir enterarse de algo. —Se pone de morros—. ¿No habéis tenido ninguna noticia?

Entonces me doy cuenta y me quedo estupefacto: Marc no sabe más de lo que sabemos nosotros. Todo ese montaje de Dahlia no ha sido más que un torpe intento de pescar algo para su marido. ¡No hay nada decidido en absoluto! Me entran ganas de reír de puro alivio, pero como de costumbre controlo mis instintos y mis músculos faciales.

—Ni una palabra, Dahlia. —Apenas he visto a Marc durante las pasadas semanas, solo un tenso «hola» cuando nos cruzamos por los pasillos, así que decido hacer un poco de investigación por mi parte—: Supongo que no nos queda más remedio que esperar.

Dahlia no parece haberme oído. Vuelve a mirarme. Ya no sonríe.

—¿Conoces a Ruth Silverman?

Tomo nota de que no ha dicho «Ruthie».

—Sí. La conozco.

Dahlia cierra los ojos un instante. Hay en ese gesto una inocencia infantil. Fuera, en el aparcamiento, un grupo de padres está en plena y acalorada discusión acerca de los respectivos méritos de los Jets y los Giants. Me apetece formar parte de ese universo, no del de Dahlia.

—Bien. Ella fue alumna de Marc, y él le consiguió su actual trabajo; sin embargo, no quiere decirnos nada. Es una ingrata —afirma meneando la cabeza.

Las inquietas profesoras nos lanzan subrepticias miradas y miradas furibundas al reloj, probablemente estupefactas ante lo que interpretan como un acto de intimidad por nuestra parte, presurosas por llegar a casa y chismorrear con esposos, amantes o amigos, porque Elm Harbor, a pesar de toda su sofisticación de universidad de lujo, no es más que una pequeña ciudad: «¡No sabes a quiénes he visto juntos hoy en la universidad!». Me doy cuenta de que soy hipersensible a las apariencias, pero mi relación con Kimmer me ha dejado con esa carga.

—Marc no deja de repetirme que su obligación es no decir nada —prosigue Dahlia—, pero me educaron en el principio de que hay que corresponder a los favores.

Me ha soltado la mano, rechina sus perfectos dientes y sus dedos se cierran como puños. Me doy cuenta de que se ha mordido tanto las uñas que las tiene descarnadas.

—Dahlia, Marc está en lo cierto. Ruthie… Ruth no puede hablar de su trabajo.

—Ha sido todo tan repentino… —explica. Y yo interpreto que Ruthie ha debido de contarle algo a Marc pero que, por alguna razón, ha dejado de hacerlo. Las siguientes palabras de Dahlia me lo confirman—. Hace tres semanas, Marc era el candidato principal. Eso fue lo que Ruth Silverman dijo. Luego, nos dijo que el presidente estaba contemplando otros nombres en interés de la «diversidad».

Lo ha dicho subrayando el término de un modo que sugiere lo poco que debería contar cuando hay en juego algo verdaderamente importante. El año pasado escandalicé a mis alumnos del seminario de ley y movimientos sociales al sugerirles la siguiente hipótesis: «Toda persona blanca que crea realmente en la acción afirmativa debería estar dispuesta, por ejemplo, a prometer que, si sus hijos son admitidos en Harvard o Princeton, escribirá en el acto a esas universidades diciendo: “Mi hijo no asistirá. Por favor reserven la plaza para un miembro de alguna minoría”». La consternación de mis alumnos confirmó mi creencia de que muy pocos blancos, incluso entre los más liberales, están dispuestos a apoyar la acción afirmativa si al final les supone perder algo importante. La iniciativa les gusta porque así pueden decir de sí mismos que trabajan en pro de la justicia racial al tiempo que hacen ver que no les cuesta nada; pero la culpa no es suya porque ¿quién cree en el sacrificio en la actualidad?

«Diversidad». Pienso en esa palabra, normalmente tan carente de contenido que cualquiera puede suscribirla sin comprometerse a nada. Sin embargo, en estos momentos para Kimberly Madison significa claramente algo más. Sin duda, Marc se ha dado cuenta; y Dahlia, también. Las posibilidades de mi esposa son mejores de lo que yo creía y de lo que ella ha imaginado… Eso suponiendo que podamos mantener la tapa cerrada de todo lo demás. Una imagen de Jerry Nathanson me pasa por la mente y domino mi enfado contra mi esposa, no tanto por haber roto sus votos como por haber corrido un riesgo como ese cuando hay tanto en juego.

—Estoy convencido de que el presidente escogerá a la persona que crea que será mejor juez —le digo, aunque hasta el momento ningún presidente ha designado a un juez basándose en ese criterio.

—No estoy tan segura —dice Dahlia. Pero claro, ella piensa que Marc sería el mejor juez. Poco importa que no haya ejercido nunca—. Para serte sincero, Tal…, Marc no es el mismo últimamente.

—Lo siento, Dahlia.

—No es propio de él faltar a la fiesta de su hijo. —En algún punto de la conversación, Dahlia ha pasado del modo interrogativo al declarativo, pero no recuerdo cuándo. Se da cuenta de mi distracción—. Te acuerdas, ¿no? El domingo pasado, el cumpleaños de Miguel…

Lo recuerdo. Acabé acompañando a Bentley porque Kimmer, que había prometido a nuestro hijo que ella lo haría, tuvo que marcharse a San Francisco por la mañana. Mi mujer y yo nos peleamos por eso, como nos peleamos por muchas cosas. También recuerdo que Marc no se encontraba allí y que Dahlia se excusó por él: tenía que asistir a una conferencia en Miami, algo relacionado con Cardozo. Incluso me pareció advertir que no parecía demasiado feliz con aquello.

—Lo siento —respondo por decir algo.

Dahlia contempla la desteñida moqueta marrón. Los ojos le brillan de lágrimas.

—Normalmente Marc es tan cariñoso conmigo y con Miguelito… Pero toda esta tensión… —Hace un gesto con la cabeza—. Se ha vuelto malhumorado. No me habla…

Ignoro la razón de que Dahlia se haya decidido a confesar los asuntos íntimos de su familia, pero no es una carga que me apetezca llevar. Por desgracia, sigo refugiándome en vaguedades.

—Es un momento difícil para todos —descubro.

Pero Dahlia apenas me escucha.

—Eres afortunado, Tal. Kimberly es joven. Si no lo consigue esta vez lo conseguirá la próxima. En cambio, la vida para Marc ha sido con tanta frecuencia un desengaño… Todo lo que no ha conseguido acabar de escribir… Estoy preocupada por lo que pueda sucederle si ese cargo va a parar a otro. Temo por él.

Así que los tiros van por ahí: «Marc es capaz de suicidarse si no lo consigue, y Kimmer tendrá otras oportunidades. Por favor, ¿por qué no convences a tu esposa para que se retire?». ¡Cuánta desesperación! Me acuerdo de que Stuart Land se quejaba de que Marc no estaba cumpliendo con su trabajo por lo afectado que se encontraba, y de su comentario de que podría ayudar a Kimmer en Washington. Quizá lo haya hecho.

—No es fácil para ninguno de nosotros. Estoy seguro de que se resolverá de la mejor manera. —Supongo que resulto un poco frío, pero ¿qué le hace pensar a Dahlia que es asunto mío el consolarla? Sin embargo, no se da por vencida.

—Tú no lo entiendes, Talcott. No es un caso de miedo. Marc está preocupado. Sí, esa es la palabra: «preocupado». Y no me dice por qué. Siempre lo hemos compartido todo, desde que empezamos a ir juntos. En cambio, ahora se guarda cosas, me oculta algo, y eso lo está carcomiendo. —Menea la cabeza y hace un gesto con la mano hacia su hijo, que está dibujando con Bentley—. Está acabando con mi familia, Talcott.

No estoy seguro de cómo responder, pero quiero decir lo correcto porque la repentina visión de su dolor me ha quitado de la cabeza la idea de que no me corresponde a mí consolarla. Puede que Dahlia no me esté manipulando. Puede que esté realmente preocupada por su marido. Puede que sí haya motivo para inquietarse.

—Lo siento, Dahlia —contesto finalmente apoyándole una mano en el hombro—. Lo siento de veras.

Ella se aferra a mi chaqueta y, por un aterrador instante, su cabeza se bambolea como si fuera a apoyarse en mi hombro. Entonces, Dahlia se envara, más avergonzada que molesta por haber permitido que la conversación se le fuera de las manos y preocupada por lo que las profesoras puedan estar pensando.

—Oh, Talcott, yo también lo siento. —Me ha soltado la mano y se está sonando con un pañuelo. Las lágrimas le ruedan por el rostro, aunque no sabría decir cuándo ha empezado a llorar—. No tengo derecho a molestarte. Anda, ve a buscar a tu hijo, llévatelo a casa y abrázalo. Eso hace que todo vaya mejor.

—Haz tú lo mismo, Dahlia, y no te preocupes.

—Tú tampoco. Ah, y gracias —contesta secándose las lágrimas—. Eres un buen hombre —añade en un tono como si no conociera muchos.

Cruzo pesadamente la habitación para ir a recoger a mi hijo, y las profesoras dan un paso atrás para dejarme pasar: mi furtiva conversación con Dahlia me ha convertido en una celebridad.

Mientras ato a un adormecido Bentley en la sillita del coche, que probablemente se le ha quedado pequeña, echo una mirada al colegio que estoy empezando a odiar. Miguel y su madre se hallan en la puerta cogidos de la mano. Dahlia, que ha recobrado la compostura, charla con una de las profesoras y la hace reír. Miguel se despide arrogantemente con la mano, igual que su padre. Esquivo los baches y consigo rascar el fondo del coche solo un par de veces al tiempo que me maravillo por los avatares de la fortuna. Si es cierto que McDermott ha huido a Canadá y que Conan Deveaux fue quien asesinó a Freeman Bishop, entonces Kimmer está en lo cierto: es el momento de que deje de inquietarme. Solo queda conseguir que mi hermana se olvide de toda esa historia sin sentido de la conspiración. Si Addison ayuda, yo también.

«El esqueleto». Me acuerdo de él mientras la imagen del enfermizo rostro de Jack Ziegler acude a mi mente. Marc está preocupado por «el esqueleto».

II

Cinco minutos más tarde meto el Camry por el camino de entrada de nuestra casa victoriana de doce habitaciones, en pleno corazón del gueto de la facultad. Tal como Kimmer me recuerda a menudo, nos encontramos rodeados por todos lados por la facultad de derecho. Querida Dana Worth vive a dos calles de distancia en Hobby Road; a la vuelta de la esquina está Tish Kirschbaum, nuestro feminista; y Peter van Dyke, nuestro fascista, vive al otro lado de la calle (los apodos son cosa de Kimmer, no mía). El patio trasero de Theo Mountain linda con el de Peter. Otros cuatro miembros de la facultad viven en un radio adicional de unas tres calles.

En una época, las mansiones de Hobby Street eran carísimas y solo resultaban asequibles para los profesores más veteranos y, de entre estos, solo a los adinerados; sin embargo, hace quince años que el mercado inmobiliario de Elm Harbor no deja de bajar, así que los profesores más jóvenes de las especialidades financieramente aventajadas —derecho, medicina y económicas— han podido comprar las viviendas antiguamente reservadas para los maestros en Mencius, Shakespeare y la curvatura del espacio.

¡Hogar, no obstante! El número 45 de Hobby Road es una gran casa construida a finales del siglo XIX, con espaciosas habitaciones, altos techos y elegantes molduras. Una casa para lucir invitando, aunque nunca invitamos. Una casa para albergar las risas de los niños, aunque nosotros nunca tendremos más que uno. En todas partes el suelo está hundido, los paneles de madera agrietados y las cañerías hacen ruido, pero son nuestros suelos, nuestros paneles y nuestras cañerías. Somos la tercera familia negra que ha vivido en la zona de la ciudad conocida como Hobby Hill, dieciséis manzanas de elegancia, y las dos anteriores dieron la causa por perdida mucho antes de que llegáramos. No sé cuántos propietarios habrá tenido la casa exactamente, pero ha sobrevivido a todos ellos e incluso ha mejorado: alguien convirtió el sótano en zona de juegos; alguien renovó la cocina; alguien añadió un garaje donde Kimmer, a pesar de mis súplicas, se niega a aparcar su BMW por temor a que la estrecha entrada le raye la deslumbrante pintura blanca; alguien renovó los cuatro cuartos de baño, incluyendo el de la doncella en la buhardilla. Sin embargo, me gusta pensar que la casa apenas ha cambiado desde que la construyeron. Ocho años después de haberla comprado aún me emociona entrar por la puerta principal porque sé que el primer propietario fue el longevo rector de la universidad, un temperamental doctor en griego y latín llamado Phinneas Nimm, que falleció en los años de la Primera Guerra Mundial. Hace casi un siglo, respondiendo a la encuesta de un profesor de Atlanta llamado W. E. B. Dubois, el rector Nimm escribió sin rodeos que ningún negro, fuera cual fuera su currículo académico, sería bienvenido como estudiante. Siendo alumno descubrí una copia de la carta en los archivos de la universidad y la robé. Tras todo este tiempo, la ironía de ser el propietario de la casa de Nimm aún me produce una agridulce satisfacción.

Mientras oscurece, Bentley y yo jugamos a pelota en el jardín de atrás, bajo la mirada de aprobación de Don y Nina Felsenfeld, nuestros ancianos vecinos que están sentados en el porche bebiendo limonada como suelen hacer siempre a esta hora. En su día, Don fue uno de los mayores expertos del país en física de partículas, y Nina, siguiendo la tradición judía del hesed, sigue siendo una experta en dar la bienvenida a los desconocidos: no había pasado ni una hora desde nuestro desembarco con el camión de mudanzas, hace ocho años, que ya estaba en la puerta de casa con una bandeja de bocadillos de queso y jalea. Con el paso de los años nos ha ido llevando otras bandejas, incluyendo una hace tres semanas, tras el fallecimiento de mi padre, porque la educaron en el tipo de familia donde, cuando alguien moría, lo que los vecinos hacían era llevar comida. Don y Nina opinan que no hay nada más importante que la familia; y a Don, que con frecuencia pasa las tardes derrotándome amistosamente al ajedrez, le gusta decir que nunca ha habido nadie que se fuera a la tumba sin haberse arrepentido de no haber pasado más tiempo con los hijos y menos en el trabajo.

Kimmer opina que son unos molestos entrometidos.

Y evidentemente están a punto de entrometerse de nuevo, porque tan pronto como me parece que mi hijo está cansado para seguir jugando, Don se pone en pie, abre la puerta del porche y me indica que me acerque al seto que separa nuestras parcelas. Hago un gesto de asentimiento, cojo a Bentley de la mano y voy hacia el frente de la casa, que es el único camino para rodear el tupido seto. Don y yo nos encontramos en la parte delantera de su jardín; y, durante un instante, él juguetea con su pipa.

—¿Cómo va nuestro pequeño colega? —pregunta por fin.

—Bentley está estupendamente —respondo.

—¡Tupendo! ¡Tupendo! —balbucea mi maravilloso hijo tendiendo la mano hacia Don.

—Sí —contesta Don de lo más serio, haciendo desaparecer los pequeños dedos de mi hijo entre los suyos—. Sí, eres un muchachito de lo más «tupendo».

Bentley ríe y se abraza a la huesuda pierna de Don.

Don Felsenfeld es un hombre alto y extrañamente delgado, desmañado y reservado, hijo de un granjero judío de Vermont. Se dice que en su juventud sabía más de partículas subatómicas que nadie en todo el planeta, y una de las perogrulladas del campus dice que tendría que haber ganado el Premio Nobel por lo menos dos veces. Socialista a ratos y ateo permanente, Don escribió en una ocasión un libro de éxito cuyo título bromeaba con la famosa y difícil cita de Einstein y se llamaba La ciencia del escepticismo: cómo el universo juega a los dados con Dios. En estos momentos tiene casi ochenta años, se viste siempre con el mismo pantalón caqui y el mismo cárdigan azul y dedica la mayor parte del tiempo a la jardinería, a fumar en pipa o a las dos cosas a la vez.

—Has pasado unas cuantas semanas de las buenas —me dice. Nada de sonrisas, pocas palabras. Puede que Don sea judío, pero también es típico de Nueva Inglaterra.

—Eso diría.

—Nina está cocinando para ti.

—Es un encanto.

—Sí que lo es.

Por un momento, ambos nos quedamos en silencio, apreciando a su mujer. Entonces, Don vuelve a juguetear con su pipa, como tiene por costumbre hacer tras haber lanzado un devastador ataque en el tablero de ajedrez, y me doy cuenta de que nos aproximamos al núcleo de la cuestión.

—Talcott, escucha… —Escucho—. ¿Tienes algún tipo de problema?

—No lo sé… No creo. —Hago un esfuerzo para tragar y pensar. McDermott ha estado incordiando por ahí y haciendo preguntas, o Foreman, o el FBI—. ¿Por qué lo preguntas?

Don no me mira. Sigue dando chupadas a la pipa y parece muy interesado en el gorrión de cuello blanco que da saltitos en la acera y que ha debido de quedarse atrás cuando las grandes bandadas emigraron hacia el sur.

—Ha sido un otoño precioso, ¿no te parece? —pregunta Don lentamente. Confundido, asiento. ¿Seguirá pensando en el pájaro?—. El tiempo ha sido bueno, no demasiado frío, agradable.

—Sí, ha hecho bueno.

—De hecho, ha sido uno de los más cálidos desde que tú llegaste.

—Puede ser.

—El tipo de clima en el que la gente deja las ventanas abiertas por la noche para que entre la brisa.

—Sí. Cierto.

A lo largo de estos años, Don y yo hemos charlado con detalle de todo: desde la política de la universidad con respecto a la titularidad de las patentes, hasta los méritos respectivos de John Updike y John Irving; sobre la relación entre los niveles de impuestos de los rendimientos del capital y su incremento; sobre cómo se habría enfrentado Bobby Fisher a la nueva hornada de campeones de ajedrez o cómo el Libro de Isaías, que los cristianos creen que prefigura el nacimiento y el ministerio de Jesús, predice el nacimiento de uno o dos infantes. Sin embargo, nunca habíamos sostenido una larga conversación sobre el tiempo. Lo cual me hace pensar que se avecina algo importante.

—Ya sabes, Talcott, que no hay matrimonios perfectos.

—Nunca he pensado que los haya.

—Tus ventanas están abiertas en esta época del año, y las nuestras también.

Me asalta una repentina certidumbre. Lo miro fijamente, pero él sigue contemplando algo en la distancia. Sé lo que se avecina y sé que ha sido Nina quien lo ha incitado ya que Don, al igual que el juez, nunca hablaría de sentimientos y menos aún admitiría tenerlos.

—Esto… Don, escucha…

Con su amable pero tozudo estilo, el viejo físico ni me presta atención. Igual que cuando jugamos al ajedrez.

—Las voces viajan, Talcott. No pudimos evitar oíros la otra noche. A ti y a tu mujer, me refiero. Tuvisteis un buen encontronazo.

Hace tres noches. Lo recuerdo: el sábado. La única nota amarga de una semana por lo demás agradable. Kimmer me anunció que a la mañana siguiente se iba a San Francisco, y yo le pregunté estúpidamente sobre su promesa de llevar a Bentley a la fiesta de cumpleaños de Miguel Hadley para que yo pudiera acercarme al campus, tras la misa, y llegar al final de la conferencia de Rob Saltpeter sobre el efecto de la inteligencia artificial en el derecho constitucional. Ella me contestó que no tenía opción, que era su trabajo. Le repliqué que lo mío también lo era. Me dijo que no se trataba de lo mismo y que se había comprometido. Le pregunté con quién y ella me preguntó qué insinuaba con aquella pregunta. Le contesté que no me apetecía hablar del asunto, y ella dijo que el tema lo había sacado yo. No me cuesta trabajo imaginar que Don y Nina pudieran escucharme. Hablábamos ciertamente alto. Al menos, Kimmer.

—Lo lamento si os molestamos.

—Ni se te ocurra pensarlo, Talcott. —Me pone la mano en el hombro, de hombre a hombre, como mi padre solía hacer. Bentley, que ha percibido la seriedad de la conversación, se ha alejado y está en el jardín de los Felsenfeld, examinando los cuidados parterres de flores, en su mayoría cubiertos en previsión del frío del invierno. He intentado que mi hijo deje de arrancar los brotes, pero a Don y a Nina no parece importarles—. Solo quería que supieras que estoy a tu disposición si algún día te apetece hablar. A veces, hablar de ciertas cosas es el paso más importante. Nina y yo… Bueno, hemos tenido algún problema a lo largo de los años pero lo hemos superado. Tú también lo superarás si dejas que tus amigos te ayuden.

Durante un momento me siento demasiado humillado para decir nada. «Al fin y al cabo hay normas —solía decir mi madre— y nadie debería sospechar que uno no vive de acuerdo con ellas». En cuanto a la idea de «hablar las cosas», mi padre siempre se burló de la capacidad de aconsejar. Para él no era más que una forma de mimar a los débiles de espíritu. «Trazas una línea, Talcott, y pones el pasado a un lado y el futuro al otro. Entonces, decides en qué lado quieres vivir y te mantienes fiel a tu decisión». En mi familia, los problemas eran asuntos secretos, así que ninguno de nosotros recibimos entrenamiento para saber qué hacer en el caso de que se descubriera que teníamos alguno.

Sin embargo, me las compongo para reunir el valor necesario y contestar alegremente:

—Oh, Don, gracias; pero lo del sábado por la noche no fue nada. Deberías escuchar a Kimmer cuando se enfada de verdad.

También le habría guiñado el ojo de haber sabido cómo.

Don sonríe levemente y me observa como el juez solía hacerlo cuando yo me ponía a hacer bromas sobre titulaciones, cátedras, política o cualquier otro asunto que mi padre considerara importante y que yo no quisiera discutir. Los chispeantes e inteligentes ojos de Don me transmiten la implacable opinión de un hombre que ha pasado sus más de siete décadas en la tierra intentando hallar las respuestas adecuadas. Adoro a Nina, pero no a Don, quizá porque me recuerda demasiado al juez. El hecho de que mi padre fuera, a falta de una palabra mejor, un tory, y que Don sea todo lo contrario, no cambia la básica similitud de sus naturalezas, especialmente esa siniestra autosatisfacción con la que envían al infierno a todos aquellos infelices que osan mantener opiniones políticas que no concuerdan con las suyas.

—Aquí estaré por si cambias de parecer —me dice Don.

Es algo que el juez también decía, solo que yo nunca cambiaba y él nunca estaba.