Distintas libertades de expresión
I
Los martes, tras el almuerzo, me reúno con los miembros de mi seminario sobre Regulación Legal de Estructuras Institucionales. El seminario trata de todo, desde los reglamentos sobre seguridad hasta el derecho canónico, pasando por las normas que gobiernan la elección de los consejos estudiantiles, y juega siempre a la semiótica, intentando deducir no lo que cada norma establece sino lo que significa. El curso atrae a las mentes más brillantes de la facultad, y probablemente es la clase con la que más disfruto. Esa tarde se presenta el jovial enfrentamiento entre dos de mis favoritos: la brillante aunque ligeramente aturullada Crysta Smallwood, que todavía sigue intentando averiguar cuándo se extinguirá la raza más pálida; y el igualmente talentoso Víctor Méndez, cuyo padre, un cubano emigrado, es todo un poder dentro del Partido Republicano, lo cual lo sitúa a la derecha del propio Víctor. Mi papel es de árbitro, mientras Víctor y Crysta debaten ante la mesa del seminario si el acoso sexual representa un fracaso de las instituciones o de los individuos. Cuando finalmente levanto la sesión al cabo de una hora, declaro vencedora por puntos a Crysta. Crysta sonríe, radiante. Los otros estudiantes ríen y le dan palmadas en la espalda. Les recuerdo que la semana siguiente no habrá clase porque estaré en Washington para una conferencia y les pido que entreguen a mi secretaria los borradores de sus trabajos del primer trimestre antes de mi regreso. Con estudiantes de ese calibre no se oye el más leve murmullo de queja.
Realmente, hay días en que me encanta enseñar.
Subo satisfecho por la escalera hacia el despacho de Dorothy Dubcek donde recojo mensajes y faxes y regreso a mi pequeño rincón de la facultad. Antes de entrar en mi despacho le digo «hola» alegremente a la anciana Amy Hefferman, mi vecina en el Oldie, que fue compañera de mi padre en la facultad. Sus cansados ojos parpadean mientras me comunica que la decana Lynda me busca, y yo hago un gesto afirmativo, como si estuviera debidamente impresionado. Una vez a salvo dentro de mi despacho, lo dejo todo en el escritorio y compruebo el contestador automático. Nada importante: una periodista que quiere saber algo acerca de la acción de responsabilidad, no sobre el juez; American Express (he vuelto a retrasarme); y una de las asistentes de la decana. Como me ha dicho Amy, quiere hablar conmigo, seguramente acerca de la competición entre Marc Hadley y Kimmer. No, gracias. En cambio, llamo al centro infantil para asegurarme de que Bentley está bien, y la irritación de la profesora encargada atruena por el teléfono. Sonrío ante su enfado: mientras ella esté furiosa, mi hijo se encontrará perfectamente.
Mi estado de ánimo me sorprende. Me correspondería estar desanimado. Ha pasado una semana desde mi encuentro con el falso McDermott, una semana desde que me entregaron el peón en el comedor de beneficencia, una semana desde el arresto de Sharik Deveaux. Hace cinco días, Kimmer regresó de San Francisco y me tranquilizó amorosamente. Besándome suavemente murmuró que estoy que salto a la mínima; y, mientras preparaba una agradable cena, me dijo que debo contemplar la situación racionalmente. Si el peón es un mensaje y no la broma de mal gusto de alguien, entonces, quienquiera que lo haya enviado no tardará en comunicarme su significado, susurró con la cabeza apoyada en mi hombro mientras contemplábamos una vieja película. «¿A qué hay que tener miedo?», me preguntó suavemente mientras yacíamos en la oscuridad del dormitorio, sorprendentemente cómodos el uno con el otro. El asesino está en prisión, y McDermott, que ha aparecido y se ha esfumado, ha sido declarado inofensivo por el FBI. Día tras día, Kimmer ha repetido los mismos argumentos; ha sido persuasiva y ha aportado consuelo. Y yo he pasado de estar asustado a estar preocupado y de ahí a sentirme simplemente implicado. He intentado serenarme; he intentado no sospechar que la verdadera razón por la que mi esposa desea verme relajado radica en que desea mantener intactas sus posibilidades de acceder a la judicatura.
Nada o casi nada puede deprimirme. Se ha puesto a hacer buen tiempo —las temperaturas rondan los diez grados, y eso que estamos en pleno otoño de Nueva Inglaterra— y mi humor ha subido con ellas. Por primera vez desde la muerte del juez me siento como un profesor de derecho de verdad. Disfruto en el aula y mis alumnos también (salvo Avery Knowland, cuya asistencia a mis clases sobre la acción de responsabilidad se ha vuelto episódica y ha dejado de participar en clase. Tengo que hacer algo al respecto). Recuerdo que fui yo quien escogió esta profesión y no ella a mí, y que he tenido un éxito razonable.
De hecho, tarareo algo de Ellington mientras repaso los mensajes y descubro que uno de mis individuos favoritos en este mundo, John Brown, ha estado intentando ponerse en contacto conmigo. John, un compañero de clase que en la actualidad enseña ingeniería en el estado de Ohio, es el hombre más recto que conozco. Le devuelvo la llamada inmediatamente esperando escuchar los detalles de la visita que él, su esposa y sus hijas van a hacernos a Elm Harbor dentro unas semanas. Intercambiamos unas cuantas bromas, me comenta la ilusión que les hace venir a vernos y entonces revela el motivo de su llamada: un agente del FBI ha ido a interrogarlo para una investigación sobre los antecedentes de mi esposa con motivo de un «posible nombramiento federal de alto rango». John quiere saber de qué va el asunto y por qué él y Janice, su esposa, tienen que ser los últimos en enterarse.
El único problema es que Mallory Corcoran me ha asegurado que la investigación de antecedentes todavía no ha comenzado. El día que ha empezado siendo tan tranquilo y luminoso amenaza tormenta.
—John, escucha, esto es importante. Por favor, dime que el agente que te ha entrevistado no se llamaba McDermott.
Mi viejo amigo se echa a reír.
—No te preocupes, Misha, no era ningún «McAlguien». Estoy bastante seguro de que su nombre era Foreman.
Intento no alarmarlo y le escatimo algunos detalles mientras procuro deshacer el nudo que se ha apoderado de mi estómago. No puedo mentir a John, así que le cuento que el tal Foreman no es realmente del FBI, que se trata de algún investigador privado y que está infringiendo la ley al hacerse pasar por lo que no es. Le digo que seguramente el FBI querrá hablar con él porque van detrás del tal Foreman. Aguardo a que John se muestre glacial conmigo; sin embargo, lo que me pregunta es si estoy metido en algún lío. Le contesto que no lo creo y prometo explicárselo todo en su próxima visita. Cuando finalmente cuelga, entierro el rostro entre las manos notando el peso de la depresión sobre mis hombros. Me quedo sentado, meneando la cabeza y preguntándome cómo he sido tan estúpido para creer que todo había acabado.
Así es como me localiza Mariah, aún en mi despacho, para comunicarme las increíbles noticias acerca de cómo fue asesinado el juez.
II
—¿Fragmentos de bala? —repito asegurándome de haber escuchado correctamente a mi hermana.
—Eso es, Tal.
—¿En la cabeza del juez?
—Exacto.
—¿Fragmentos que en la autopsia alguien pasó por alto?
Estoy moviendo furiosamente el ratón, intentando encontrar la página web que Mariah me está describiendo por teléfono con tanto ánimo. Esto es lo último que necesito. Hay once mil cosas que preferiría estar haciendo en lugar de esta; pero, tal como a Rob Saltpeter le gusta decir: la obligación hacia la familia es un envase que no se puede devolver.
—Que alguien pasó por alto a propósito, Tal. —Mariah parece repentinamente impaciente—. No accidentalmente. No querían que lo supiéramos, no querían que nadie lo supiera.
—En este caso, «ellos» son…
—No lo sé. Por eso creo que necesitamos ayuda.
—Entonces, ¿cómo es que no había rastros de sangre en la casa? —Estoy orgulloso por haber formulado una pregunta razonablemente inteligente. Al menos, la discusión con Mariah ha conseguido distraerme de la circunstancia de que Foreman y McDermott sigan sueltos.
—Los limpiaron.
Claro.
—O movieron el cuerpo —sugiero burlonamente, pero Mariah se lo toma al pie de la letra.
—¡Exacto! Hay cantidad de posibilidades.
A la universidad le gusta invertir en sus departamentos científicos, pero la tecnología de saldo de la facultad de derecho incluye unos ordenadores prehistóricos que son los culpables de que la descarga de imágenes de la autopsia de mi padre esté tardando una eternidad. Debo darme prisa porque ya es casi la hora de ir a recoger a Bentley a la guardería. Se lo menciono a Mariah, y me contesta que solo tardará un minuto. Mientras aguardo me levanto y me estiro. Me he pasado las últimas dos semanas escuchando las cada vez más demenciales teorías de mi hermana sobre lo que realmente ocurrió. A pesar de que el resultado de la autopsia no dejaba lugar a la ambigüedad, Mariah sigue insistiendo en que había tanta gente interesada en quitar de en medio al juez que lo más seguro es que una combinación de algunos de ellos haya conseguido acabar con él. Ha estado informándose de las sustancias que pueden causar un ataque al corazón. Durante unos días se trató de un envenenamiento por cloruro potásico: el forense no buscó debidamente pinchazos de jeringuilla; luego, fue ácido prúsico: el forense tampoco había llevado a cabo la preceptiva prueba de saturación de oxígeno. Cada vez que se demuestra que se ha equivocado, mi hermana se saca de la manga otra historia y, si se la presiona, acaba confesando que su información procede de Internet. Recuerdo algo porque a Addison, que es propietario de varias páginas de la red, le gusta decir que la web está compuesta por «una tercera parte de comerciantes, una tercera parte de porno, y una tercera parte de mentiras».
—¿Qué clase de ayuda crees que necesitamos? —pregunto a Mariah.
—Hay un montón de gente que quiere ayudar —proclama ella alegre pero crípticamente—. Cantidad de gente. —Tuerzo el gesto y me pregunto qué le habrá pasado por la cabeza sentada todo el día con todos esos niños en «su palacio», como lo llama Kimmer, en Darien. Probablemente, Mariah ha recibido las mismas extrañas llamadas que yo procedentes de una variedad de organizaciones de extrema derecha de esas que se dedican a demostrar que se trata de una conspiración siempre que salen perdiendo y desde luego siempre que uno de sus valiosos baluartes es prosaicamente eliminado. A los hombres de verdad los asesinan. Los ataques de corazón son para los débiles.
—¿Y qué quieren hacer exactamente, chiquilla?
—Bien, para empezar van a iniciar una campaña de anuncios en los periódicos solicitando una investigación.
—Estupendo. ¿Y cuándo planean poner en marcha tan brillante idea? —pregunto con la esperanza de poder tratar el asunto con el tío Mal o con alguna de las amistades de mi padre en Washington para impedir que tal cosa ocurra.
—No hables en ese tono, Tal. Espera a ver las imágenes. —Hace una pausa—. ¿Las has visto ya?
—Dentro de un minuto. —Regreso a mi asiento—. ¿Cuándo será el anuncio, Mariah?
—Pronto —murmura dudando de que yo sea su aliado.
—Mariah, ya sabes… Vale, espera. —La descarga se ha completado por fin: se trata de cuatro truculentas fotografías que no me dan motivo para pensar que puedan ser auténticas. Tres de ellas no muestran el rostro del cadáver, cuya hechura no parece coincidir con la del juez; tampoco el color de la piel, que resulta demasiado oscuro en todos los casos. La única que parece de mi padre aparece lo bastante granulada para que no esté claro qué hace ahí o qué conspiración pretende demostrar. Frunzo el entrecejo y me acerco mientras me subo las gafas con la punta del dedo. Una de las fotos sin rostro muestra las marcas negras a las que Mariah se ha referido. Imagino que podría tratarse de fragmentos de bala si supiera qué aspecto tienen los fragmentos de bala. Solo que… Un momento.
—Mariah…
—¿Sí?
—Mariah, oye… ¿No podría ser suciedad en la lente?
—¿Lo ves? Eso es lo que dijo la forense.
Hago un esfuerzo para no olvidar que Mariah es mi hermana mayor y que la quiero.
—Mariah, chiquilla. Por favor, dime que no has preguntado a la forense sobre esto…
—Oh, no, Tal. Claro que no.
—Bien.
—No necesitaba preguntarle. Sus declaraciones aparecen en la prensa de esta mañana.
Estupendo. En la prensa. El juez debe de estar retorciéndose en la tumba. Me pregunto si Kimmer se habrá enterado.
—Bueno, si la forense dice que se trata de suciedad…
—¿No iras a creerla?
—¿Por qué no?
—Bueno, aunque solo sea porque es demócrata.
La verdad es que Mariah no bromea.
Así pues, tras mirar el reloj le digo lo que sé que desea escuchar:
—Llamaré al tío Mal y le pediré que le eche un vistazo.
No le digo que el gran Mallory Corcoran ya no responde a mis llamadas, lo cual significa que me despacharán pasándole la llamada a Cassie Meadows. Tampoco que Meadows está probablemente cansada de mí y que no le dedicará más esfuerzo al asunto que el de una única llamada.
Abrigo la esperanza de que con una sea suficiente.
III
Para mi sorpresa, Meadows no solo está libre para hablar, sino que tiene buenas noticias: el FBI ha averiguado quién es el misterioso McDermott. Se trata de un detective privado con domicilio en Carolina del Sur, que ha estado molestando a la gente que conocía a mi padre, especialmente en la zona de Washington, preguntándoles si conocían a una mujer llamada Angela. Es un viejo conocido de su sheriff local, que lo considera un tipo tenaz y puede que turbio pero desde luego no peligroso. Incluso tiene nombre y apellidos verdaderos, pero la Agencia no le ha comunicado a Meadows cuáles son.
—¿Por qué no se lo han dicho?
Ella vacila. Le gustaría ser una figura en Washington como Mallory Corcoran y por lo tanto no le gusta tener que admitir que no tiene acceso a ciertos círculos de información.
—Dijeron que no era necesario que lo supiéramos —confiesa por fin.
—¿Y no dijeron el motivo?
Otra pausa.
—Para serle sincera, no lo pregunté. Quizá tendría que haber sido más insistente.
—No importa. —Le hago un breve resumen de mi conversación con John Brown—. ¿Le dijeron algo acerca de Foreman?
—Foreman trabaja para él. También es una especie de detective, y también lo consideran inofensivo.
Por fin me permito un suspiro de alivio.
—¿Algo más?
—Solo que los dos han escapado de su jurisdicción. Han salido de Estados Unidos. Según parece el FBI anda tras ellos en Canadá.
—¿En Canadá? ¿Qué puede tener el FBI contra ellos que los haya obligado a marcharse al Canadá?
—Eso fue lo que me dijeron.
Confundido pero aliviado, recuerdo la razón de haberla llamado y le cuento lo de Mariah y los fragmentos de bala. Meadows se echa a reír.
—¿Dónde está la gracia? —Miro el reloj, preocupado por mi hijo.
—Lo añadiré a la ficha.
—¿Qué ficha?
—El señor Corcoran me ordenó que abriera una ficha para asuntos como ese. Tenemos todas las cartas de todos los lunáticos, todos los mensajes aparecidos en Internet, todos los panfletos de los derechistas, todos los comentarios de los que llaman a las tertulias de la radio y la televisión con sus teorías acerca de la muerte de su padre. En una ficha francamente voluminosa, señor Garland. —Otra risita—. De hecho ya tenemos unas cuantas fotos de presuntas autopsias.
—¿Y qué es lo gracioso?
—Oh, bueno… Es que disponemos de un apartado lleno de mensajes electrónicos de su hermana. —Meadows baja la voz—. No me he atrevido a molestar al señor Corcoran con ellos.
—¿Ma… Mariah se ha puesto en contacto con usted?
—¿Me creerá si le digo que unas dos veces por semana? —Otra carcajada, solo que en esta ocasión desprovista de humor—. Supongo que imagina que siendo la ahijada del señor Corcoran y todo eso… —Meadows deja las palabras en el aire y adopta un tono más serio—. Alguien debería hacer algo con ella, señor Garland. Mis amigos del Capitol me dicen que, si su hermana no deja de dar la lata…, su esposa no tendrá la más mínima oportunidad.