13

Un rostro conocido

I

Lo más extraño de la situación es que no tengo a nadie a quien explicársela. Camino de vuelta a la facultad y, mientras el atardecer de noviembre se torna gris y frío, me percato con sorpresa de hasta qué punto he conseguido crearme una existencia sin amigos. Dejo atrás las cafeterías, las tiendas de fotocopias y las de ropa de moda que parecen bordear todos los campus del país; dejo atrás apresurados grupos de estudiantes que, a pesar de su orgullosamente proclamada diversidad, cada día se parecen más y piensan más igual puesto que el abanico de opiniones aceptadas en el campus se estrecha de modo deprimente año tras año. Dejo atrás los atestados solares periféricos que representan la respuesta de la universidad al problema del tráfico en el campus: algunos burócratas anónimos han decidido que, si convierten el aparcar en un engorro insufrible, tanto estudiantes como empleados dejarán sus coches en casa. Las interminables hileras de vehículos aparcados frente a los parquímetros de Town Street y Eastern Avenue simbolizan el rechazo de tal idea. Pero la administración de la universidad se parece a un transatlántico: es incapaz de cambiar de rumbo con rapidez o agilidad, incluso aunque haya hielo por proa.

Y, puestos a pensarlo, también yo.

He sacado dos veces el peón de mi bolsillo para examinarlo, como si la figura fuera a mutar en cualquier momento. Se me ocurre que debería llamar al FBI o a Cassie Meadows para informar oficialmente, pero curiosamente no me decido. No me siento amenazado en ningún sentido. El peón no es una advertencia, sino un mensaje, y me gustaría dedicar un poco de tiempo a desentrañar su significado.

¿En quién podría confiar? No en Addison, que parece haberse ocultado y no hay forma de dar con él; no en Mariah, que se está poniendo cada vez más histérica con el asunto de la muerte del juez. Si la llamara convertiría el peón en el equivalente de una bala o de un frasco de veneno.

«No tengo a nadie a quien decírselo», murmuro para mis adentros.

Cruzo el frío campus con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de mi ligera gabardina Burberry’s. Al llegar al Cuadrilátero, que así se llama el lugar donde se levanta el más antiguo de los edificios de la universidad que aún sigue en pie, sigo revisando mis escasas opciones. Quizá podría hablar con Kimmer cuando regrese de San Francisco, adonde ha ido una vez más por trabajo con Jerry Nathanson; pero con ella se supone que debo dejar morir el asunto. Quizá podría contárselo a Querida Dana, que lo convertiría en una broma, o a Rob Saltpeter que…

Me están siguiendo.

Al principio no estoy seguro. El hombre del anorak verde y de rostro alarmantemente familiar ha aparecido justo en el momento en que pasaba bajo uno de los cuatro arcos de piedra que delimitan el Cuadrilátero. Me detengo para decir «hola» a una socióloga cuya hija va a la guardería con Bentley. Me comenta algo referente a la construcción del nuevo museo de arte en la esquina y ambos nos damos la vuelta para mirar. Allí está él, cerca de un grupo de estudiantes, y no hace el más mínimo intento de ocultarse: simplemente se limita a devolverme la mirada fijamente.

Incluso a esa distancia, desgraciadamente no me cabe duda de quién es: McDermott, el hombre que hace dos semanas, en el salón de casa de mi padre en Shepard Street, se hizo pasar por agente del FBI.

Sin embargo, en un primer momento, hago un esfuerzo para convencerme de que puedo estar equivocado porque, cuando se lo señalo a mi amiga, el hombre ha desaparecido, se ha esfumado con la misma rapidez que mi paga mensual. «Son los nervios», me digo cuando la socióloga se ha marchado; pero entonces vuelvo a localizarlo al llegar a la mole de hormigón del bloque de ciencias. Esta vez está delante de mí, sentado tranquilamente en los peldaños del edificio de biología, con el anorak en el regazo mientras lee el diario del campus. La marca de nacimiento escarlata de su mano brilla con el pasar de las páginas. De acuerdo, me ha engañado por un momento. Un buen truco, lo admito; pero yo conozco el campus y él no. Sin saber qué instinto me guía, pero pensando seguramente en Freeman Bishop, decido evitarlo. Tomaré un atajo hasta la facultad de derecho y llamaré a Cassie Meadows o quizá al FBI directamente. Un estrecho paseo peatonal entre el edificio de biología y el centro de ordenadores conecta el bloque de ciencias con el de administración. Me interno rápidamente por él, esquivo a un par de estudiantes y me apresuro por la entrada lateral del centro de ordenadores blandiendo mi identificación ante el obeso guardia de seguridad que apenas levanta la vista del ejemplar de People. En mis días de estudiante, antes de que una dirección más despierta (es decir, más empresarial) decidiera recaudar unas cuantas decenas de millones para esta nueva instalación, el centro de ordenadores estaba ubicado en un ruinoso almacén situado en el indefinido límite del campus y los barrios pobres de la ciudad. Miro por encima del hombro: ningún McDermott. Sin embargo, ya me ha engañado una vez. Corro por un falso pasillo formado por tabiques de mediana altura que dividen los bancos de terminales hasta que llego a la escalera contra incendios. Subo dos pisos casi sin resuello y aparezco en las oficinas de la facultad. Los profesores con los que me cruzo son todos hombres, todos blancos y todos están calvos o llevan el pelo hasta los hombros. Se diría que no hay término medio. Me miran con escepticismo cuando paso a toda prisa a su lado: la ciencia informática está tan libre de representantes de la nación más oscura como el departamento de literatura eslava, y ninguno de ellos considera ni por un instante que pueda ser de los suyos. Doblo una esquina y llego al puente peatonal de vidrio y acero que cruza por encima de Lowe Street a una altura de dos pisos (los estudiantes lo llaman «Low Road») hasta el departamento de física, donde tomo el ascensor hacia la primera planta y salgo de nuevo a los peldaños de la entrada.

McDermott, tal como he predicho, ya no está.

Me enderezo la gabardina, me ajusto el pantalón y me inclino para aspirar profundas y agradecidas bocanadas de fresco aire otoñal. Los músculos de mi abdomen emiten un alud de quejas, y mis muslos no están de mejor humor. Tengo la camisa empapada. Me parece increíble haber corrido los cinco mil metros en mis días del instituto. Por supuesto, no los corría bien; pero los corría, absurdamente impulsado por la necesidad de competir con mi atlética hermana pequeña. Es cierto lo que Kimmer no deja de repetirme: que debo ponerme en forma y que un par de sesiones semanales de baloncesto con Rob Saltpeter no bastan. A pesar de todo, sigo sin comprender qué hace McDermott en el campus. Mientras bajo los escalones no puedo evitar una leve sonrisa de triunfo.

Pero resulta que no he triunfado en absoluto porque tan pronto como me alejo del bloque de ciencias y me apresuro por Eastern Avenue hacia la facultad de derecho, desde donde llamaré como mínimo a la policía de la universidad, McDermott se pone a caminar a mi lado.

No es un truco de mi imaginación.

—Tengo entendido que me andaba buscando —me dice, y puedo percibir en su monótona voz el orgullo del sesentón que le ha ganado fácilmente la partida a un tipo veinte años más joven.

—No. La verdad es que no —mascullo echando mano de mis largas piernas para mantenerme por delante de él—. Es el FBI, el verdadero, quien le busca a usted. Quieren meterlo en la cárcel.

—Sí, lo sé. Creo que tendré que hacer algo al respecto.

Lo que me asusta lo bastante para dejar de caminar es la seriedad con la que lo ha dicho, una seriedad que demuestra su convicción de que realmente puede hacer algo.

Me doy la vuelta y me encaro con él.

—Escuche, señor McDermott o como se llame, no quiero hablar con usted. Además, como seguramente ya sabe, cuando llegue a mi despacho tengo intención de avisar a la policía del campus y decirles que es usted peligroso. A continuación llamaré al FBI y les contaré que me ha estado siguiendo.

Él asiente sobriamente.

—Eso está bien —contesta como dándome permiso—. Puede hacer lo que quiera, pero el caso es que no le sigo: solo he venido para entregar un mensaje.

—No me interesa. —Empiezo a alejarme, y me pone la mano en el brazo. Me la quito de encima, pero tiene toda mi atención.

—Profesor Garland, escúcheme…

—No. Escúcheme usted. —Doy un paso hacia él. Soy al menos diez centímetros más alto, pero no parece intimidado—. Usted me ha enviado el peón, ¿no es cierto? Lo cogió de casa de mi padre y me lo ha mandado. Lo que quiero saber es por qué.

—¿Un peón?

—Usted me ha mandado el peón y ahora me está siguiendo para ver qué hago con él. —Sin embargo, las palabras se me antojan absurdas con solo pronunciarlas. ¿Por qué iba a creer él que yo querría o sabría qué hacer con un peón del juego de ajedrez de mi padre? Me convenzo yo solo. Al fin y al cabo, si robó el peón y me lo ha hecho llegar al comedor de beneficencia, ¿por qué iba a desear delatarse y llamar la atención sobre su persona? Todo suena a la más increíble paranoia en el mejor estilo de Mariah… Solo que el peón se halla en mi bolsillo y el señor McDermott ante mis narices, en carne y hueso.

—No sé de qué me habla. —Parece sincero, pero también lo parecía cuando fingía ser un servidor del FBI—. Ya sé que no hay nada que yo pueda hacer para que me crea, pero quiero que comprenda que no soy su enemigo.

—No, claro. Todos los que aparecen por mi casa tras el funeral de mi padre para mentirme son mis mejores amigos.

Suelta un suspiro. Cierra los ojos un momento y vuelve a mirarme con una expresión vacía.

—Profesor Garland, admito de buen grado que no soy tan listo como usted y que puede pasarse todo el día sumando puntos por ser más brillante. Muy bien. No tengo por qué caerle simpático; sin embargo, el hecho es que estamos en el mismo bando. Ambos deseamos lo mismo.

—Estupendo, porque lo que yo deseo es que me deje en paz. —Normalmente no soy tan desagradable ni tan cortante; pero, habiendo superado el miedo que me inspira este individuo, he perdido ligeramente el control. Supongo que es lo que uno siente al emborracharse.

Él me señala con un dedo admonitorio.

—Ya he dicho que es usted listo. No hace falta que se muestre hostil. Es cierto que compartimos intereses comunes.

Vuelvo a molestarme. Nunca me ha gustado que me llamen «listo», especialmente los miembros de la nación más pálida, porque no quiere decir lo mismo que «inteligente» o «brillante» y suele implicar cierta malicia animal. Puede que sea el semiótico que anida en mí el que me hace reaccionar de este modo y asumir que las conversaciones tienen un fondo racial; pero lo cierto es que muchas lo tienen.

—No le soy hostil —replico—. Simplemente no me gusta usted.

McDermott se encoge de hombros, como indicando que ha sobrevivido al rechazo de gente más importante que yo.

—No he venido hasta aquí para discutir con usted —anuncia. Su habla es más fluida que en Shepard Street, aunque su acento aún me resulta difícil de ubicar. Sureño, puede, con algo más—. He venido para decirle que lamento verle metido en esto. Nunca conocí a su padre, pero lo admiraba mucho, así que lamento que mi colega y yo fuéramos con nuestro engaño a su casa tan pronto tras el entierro. Sin embargo, era… necesario.

Estamos bloqueando el paseo, y los grupos de estudiantes pasan a nuestro lado, deshaciéndose y recomponiéndose una vez superado el obstáculo.

—Necesario, ¿para qué?

McDermott resopla y espira despacio. Tiene las manos en los bolsillos del anorak y parece más frágil que hace unos minutos. Se me ocurre que puede ser más viejo de lo que había creído, y eso hace más embarazoso aún el hecho de que me haya atrapado tan fácilmente.

—Soy detective privado —dice por fin—. Recupero cosas para los demás. Así me gano la vida. La gente pierde cosas y me contrata para que se las devuelva.

—¿Qué clase de cosas? —interrumpo tontamente.

—Cosas como… Cosas. —Hace un amplio gesto como abarcando el campus y su mundo profesional—. Digamos que joyas, personas, puede que documentos. Eso es lo que fui a hacer a su casa: a buscar documentos.

—¿Documentos?

McDermott mira a lo largo de la calle, hacia la facultad de derecho; luego, de nuevo a mí.

—Sí, documentos. Mire, profesor, su padre es… era abogado. Uno de sus clientes le confió ciertos papeles. Unos papeles muy delicados. Su padre le prometió que estarían a salvo y que lo organizaría para que le fueran devueltos en caso de que llegara a ocurrirle algo. Eso fue lo que dijo, que había dejado dispuesto que le fueran devueltos. Entonces murió. Lo lamento. Murió y los papeles no fueron devueltos. Por eso me contrataron.

—¿Por qué no podía su cliente llamar al bufete y pedirlos?

—No tengo ni idea.

Aguardo, pero esa parece ser explicación suficiente y satisfacerle como respuesta.

—¿Sabe su cliente que usted ha infringido la ley al intentar recuperarlos?

—Mi cliente no pregunta por mis métodos. Y no admito haber quebrantado la ley.

—Esos papeles, ¿son valiosos?

—Solo para mi cliente.

—¿Qué son? ¿Qué contienen?

—No tengo autoridad para decírselo.

—¿Quién es su cliente?

—Tampoco puedo contestar a eso.

—Trabaja usted para Jack Ziegler, ¿verdad?

Un rastro de emoción se deja entrever en su voz.

—No todo lo que le dije en Washington era mentira. Jack Ziegler es basura, y yo no trabajo para la basura. —Lo curioso es que al decir esas palabras capto un leve indicio, telepatía si se quiere, de otras: «Ya no».

—Muy bien, ¿y por qué yo? Usted busca unos documentos que su cliente le entregó a mi padre. ¿Por qué no se dirige a mi hermano o a mi hermana? ¿Por qué a mí?

—Fue idea de mi cliente —contesta tranquilamente.

—¿Su cliente se lo dijo? ¿Qué motivos puede tener su cliente para creer que yo sé algo de ese asunto?

—No tengo ni idea, profesor, pero debía intentarlo.

Meneo la cabeza con incredulidad.

—Entonces, ¿a qué venían todas esas mentiras? ¿Por qué no se limitó a pedirme lo que necesitaba y a explicarme las razones?

—Puede que me equivocara —reconoce el hombre cuyo apellido desde luego no es McDermott. No parece ni remotamente incómodo. Incluso se permite una retorcida sonrisa que no le he visto antes y que me muestra la pequeña cicatriz en la comisura de los labios, como la herida de una pelea con cuchillo—. Se lo repito, lamento haberlo molestado en un momento tan delicado; pero le garantizo una cosa: usted y su familia están completamente a salvo, y nunca volverán a saber de mí.

Algo en el tono me resulta fuera de lugar, como si quisiera darle un doble significado. ¿Por qué me ofrece seguridades que no he pedido?

—A salvo, ¿de qué?

De nuevo medita largamente, como si sopesara lo que puede decir y lo que no.

—A salvo de lo que pueda ocurrir.

No me gusta ni un pelo.

—¿Y qué es exactamente lo que puede ocurrir?

—Cualquier cosa. —Sus claros y cansados ojos se quedan fijos en la distancia. Luego, me mira de nuevo—. Déjeme que le diga algo, profesor. ¿Quiere que le diga algo sobre los peones? Usted y yo somos pequeños. Hay grandes hombres que, en este mismo instante, se están enfrentando, y usted y yo somos sus peones. Nuestras preferencias carecen de importancia. A mí me manipulan, y a usted lo manipulan.

—Me está poniendo nervioso —confieso.

—Mi intención es la contraria. Lo que intento es tranquilizarlo, así que supongo que tendré que disculparme de nuevo. —La torcida sonrisa reaparece brevemente—. Lo lamento, de verdad. No soy su enemigo. De hecho, usted y yo tenemos intereses comunes.

—No. No los tenemos. —El enfado me ha rescatado de mi temor inicial y recuerdo mi guión—. No tenemos nada en común y no tengo razones para confiar en usted, ni siquiera para hablar con usted. Así pues, si tiene a bien disculparme…

—De acuerdo. De acuerdo. —Alza las manos en un gesto de rendición—. Sin embargo todavía tengo un trabajo que hacer. Debo hallar esos documentos.

—No, si yo los encuentro antes —replico imprudentemente.

Los ojos del presunto McDermott se dilatan de satisfacción, como si al fin hubiera conseguido provocar la reacción deseada.

—Confío en que los encuentre, profesor, de verdad —responde subrayando sus palabras con un asentimiento—. Sin embargo, si me lo permite, me gustaría hacerle aún otra pregunta.

Entonces me doy cuenta de que toda la conversación solo tenía como objeto llegar hasta este punto.

—No me interesa ninguna de las preguntas que pueda hacerme.

—Es sobre su amiga, Angela.

Durante un instante repaso mi breve lista de amistades.

—No creo tener ninguna amistad con ese nombre.

Creyendo que se trata sencillamente de una cuestión previa sigo esperando la pregunta. Entonces me percato de que esa era la pregunta.

—Gracias —dice el presunto McDermott—. Ahora debo marcharme. No volveré a molestarlo.

—Espere un minuto. Espere. —Le pongo la mano encina y me doy cuenta por la alarma de sus ojos que, al igual que a Dana Worth, no le gusta que lo toquen.

—¿Sí? —finge un tono paciente, pero está visiblemente molesto. Habiendo hecho lo que tuviera que hacer, el falso agente del FBI tiene prisa por librarse de mí.

Me parece bien. Pero yo también estoy irritado: me ha mentido en casa de mi padre, ha aparecido en pleno campus para preguntarme sobre una tal Angela y sigo sin saber nada de él.

—Escuche, he respondido a sus preguntas. Ya que lo lamenta tanto quizá quiera contestar a una mía.

—¿Cuál?

—¿Cuál es su verdadero nombre?

El hombre del anorak verde, el hombre cuyo trabajo consiste en hallar objetos perdidos, el hombre cuya edad no le impide seguirme la pista enarca sus delgadas cejas en señal de sorpresa.

—Para serle sincero —contesta tras una pausa para realzar el efecto—, no creo que tenga ninguno.

Me amonesta una vez más con el dedo, da media vuelta, se mete entre la multitud de estudiantes y desaparece.

II

Cuando llego a mi despacho estoy temblando.

No soy especialmente macho, pero tampoco me asusto fácilmente: los hombres de la familia Garland destacan —y también puede que los desprecien— por su frialdad.

McDermott me ha asustado.

La razón, me consta, no radica tanto en el misterio que lo rodea o en su habilidad para aparecer cuando menos se lo espera, sino por lo ocurrido a Freeman Bishop. La sargento Ames parecía muy segura de que el asesinato no estaba relacionado con mi familia, pero…

Pero McDermott está aquí.

El miedo que se apodera de mí mientras me siento a mi escritorio, estrujándome las manos e intentando decidir qué llamada hacer primero, no es miedo por mi integridad física. Los que me preocupan son mi mujer y mi hijo. El hecho de que McDermott haya aparecido para asegurarme que mi familia está a salvo no ha hecho más que aumentar mi inquietud. Por el momento me he olvidado del mágico peón. Tengo una familia que proteger.

Decido recoger temprano a Bentley en la guardería y llamo para avisarlos de que estén listos. Bajo ninguna circunstancia, añado, deben permitirle salir si no es acompañado por mi esposa o por mí. Previsiblemente, a los profesores, más pendientes de su ego que de la preocupación de un padre, les molesta que les recuerde sus obligaciones.

Una llamada menos.

A continuación me pongo en contacto con uno de los agentes del FBI que me entrevistaron tras la visita de McDermott a Shepard Street y que me dijo que lo avisara si sabía algo más, un tipo corpulento y simpático llamado Nunzio. Se conecta su contestador y le dejo un mensaje. Acto seguido marco su busca y su móvil, cuyos números me escribió en su tarjeta. El móvil no responde, así que le dejo mi teléfono en el busca.

«Piensa», me digo.

Sopeso y descarto la posibilidad de avisar a la policía del campus: ¿qué iba a decirles?

La más sensata de las alternativas que me quedan es llamar al tío Mal, pero soy reacio. He hablado dos veces con él durante la pasada semana para ponerme al corriente de la investigación del asesinato de Freeman Bishop y empiezo a tener la sensación de que más que escucharme me tolera: tiene un montón de trabajo que hacer por el que le pagan; dedicarse a atender los improbables miedos del hijo de un antiguo socio está poniendo a prueba los límites de su generosidad. La segunda vez que hablé con él me sugirió que para «asuntos de rutina» como aquel me pusiera en contacto con Meadows. Me dijo que andaba mal de tiempo y que en lo sucesivo se ocuparía solamente de lo relacionado con la candidatura de mi esposa. Quizá sea mejor así: estoy cansado de pedirle favores. Una de las reglas que mi padre nos metió en la cabeza era que debíamos evitar la equivocación de tantos miembros de la nación más oscura que se pasan la vida yendo a ver a sus poderosos amigos blancos, sombrero en mano, en busca de ayuda.

No obstante, no tengo alternativa.

No he hecho más que descolgar cuando Dorothy Dubcek, mi maternal secretaria, me avisa de que el agente Nunzio está al teléfono.

—Estaba hablando con una amiga suya, Bonnie Ames —me dice con su brusquedad habitual, sin molestarse en preguntar por qué lo he llamado.

Tardo un momento en captarlo. Nunca he sido bueno con los nombres. Kimmer dice simplemente que soy antipático, Querida Dana asegura que es algo genético y lo llama mi «predisposición social», y Rob Saltpeter afirma que acordarse de los nombres no es importante si uno reverencia a Dios en los demás.

La respuesta de Rob es mi favorita; pero Kimmer me conoce mejor.

—¿Bonnie Ames? —pregunto como un tonto.

—Sí. La sargento Ames. Ya la conoce.

—¡Ah, claro! —Se hace una pausa mientras cada uno espera que el otro hable. Empiezo yo—. Y… y ¿de qué estaban hablando?

—Me decía que han detenido a un sospechoso —responde hablando en plan policía.

—¿Qué?

—Sí, en el caso del asesinato de Freeman Bishop.

—Vaya. ¿Y quién es?

—Algún traficante de drogas.

—¿Bromea? —Una sensación de alivio me invade al darme cuenta de que al fin y al cabo no fue McDermott quien lo hizo. Al instante, una oleada de vergüenza la sustituye: no ha sido McDermott.

—En el departamento no se permiten las bromas.

—Muy gracioso.

—Ames quiere que usted la llame; quiere darle los detalles en persona. —Me recita el número que ya tengo—. ¿Para qué me ha dejado un mensaje?

El repentino cambio de asunto me desconcierta un momento. La urgencia de mi primera llamada me parece repentinamente menor, pero no al agente Nunzio. Cuando le digo que me he topado con McDermott, me lanza una serie de preguntas para saber desde el color de los zapatos del falso agente hasta la dirección por la que se marchó. Mis respuestas no lo satisfacen, y me pregunta si realmente creo que McDermott ha hecho el viaje hasta Elm Harbor solo para averiguar si tengo una amiga llamada Angela. Le contesto que eso es lo que parece. Me pregunta si se me ocurre alguna razón por la que McDermott podría creer que tengo una amiga llamada Angela, y reconozco que no se me ocurre ninguna. Me pregunta si, de hecho, tengo una amiga llamada Angela y le digo que no recuerdo ninguna. Me dice que lo llame si me acuerdo de alguna, y le digo que así lo haré.

—Podría ser importante —me previene Nunzio.

—Ya lo había supuesto.

—No quiero que se inquiete, profesor Garland —añade, inesperadamente locuaz—. Si McDermott es uno de esos investigadores privados, no me cabe duda de que lo atraparemos y también a su cliente. Los tipos como él son un estorbo, pero estoy seguro de que es inofensivo.

—¿Cómo lo sabe? —El nerviosismo pone un tono de urgencia en mi voz. No me tranquiliza que McDermott me haya dicho prácticamente lo mismo: «Usted y su familia están completamente a salvo de… lo que pueda ocurrir». Tengo la impresión de que todo el mundo dispone de una información de la que yo carezco. No obstante, el hecho de que el asesino de Freeman Bishop haya sido arrestado hace que me sienta más seguro. Más seguro por mi familia. Al menos, un poco—. Si no han dado con él, ¿cómo saben que es inofensivo?

—Porque siempre se trata del mismo tipo de individuos. Mienten para conseguir información, siguen a la gente, husmean aquí y allá como comadrejas; pero eso es todo. —Vacila—. A menos que tenga pruebas de lo contrario, sobre McDermott, quiero decir.

—No.

—¿Me lo ha contado todo?

—Sí. —Igual que me sucedió con la sargento Ames, tengo la sensación de estar siendo interrogado, pero no sé para qué.

—Bien. Entonces, como le he dicho —recapitula—, no tiene nada de qué preocuparse. Puede seguir con… con lo que sea que tenga entre manos.

—Agente Nunzio…

—Llámeme Fred.

—Fred. Fred, escuche, usted está en Washington, yo estoy aquí y McDermott también… Le mentiría si le dijera que no…

—Está preocupado.

—Sí.

—Lo entiendo, pero mis medios son limitados y, por otra parte, no es que ese tal McDermott lo haya amenazado…

—No. Solo apareció por casualidad haciéndose pasar por agente del FBI.

Casi puedo oír cómo piensa: no solo la logística, sino también la política: quién debe qué a quién y por qué.

—Le diré algo. No creo que deba tener motivos para estar preocupado. Quiero insistir en ello. Pero si eso le hace sentir mejor haré unas cuantas llamadas. No tenemos muchas oficinas aquí, pero veré qué puedo hacer. Puede que consiga que la policía envíe alguna patrulla por su casa hasta que consigamos echarle el guante al tal McDermott.

Me doy cuenta de que me están ablandando y también de que no tengo motivos para la inquietud. No obstante, me siento agradecido.

—Se lo agradecería.

—Será un placer, profesor. —Una pausa—. Ah, espero que las cosas le salgan bien a su esposa.

Solo tras haber colgado se me ocurre que no le he contado nada acerca del peón. Pero es posible que no quisiera realmente hacerlo.

III

Lo cual me deja a Bonnie Ames.

Habiendo adquirido nombre, la sargento resulta menos intimidante. Sin embargo, cuando doy con ella, se muestra tan brusca que llego a preguntarme por qué habrá querido que la llame. Una de dos: o le sigue molestando la influencia del tío Mal o está alimentando su necesidad de demostrar lo infundadas de nuestras sospechas. Los arrestos en el caso de la «masacre y tortura», en palabras de la prensa, del padre Bishop, han tenido lugar esta mañana, me dice.

Nada de hombres del Klan, nada de cabezas rapadas, nada de neonazis, nada de falsos agentes del FBI, solo un traficante de crack de Landover, Maryland —un donnadie, según la sargento—, llamado Sharik Deveaux cuyo apodo en la calle es Conan, y otro miembro de su pandilla. Mientras la sargento me cuenta la historia, yo la voy siguiendo en la página web de Usa Today. La sargento disfruta informándome de que Conan es negro, cosa que yo ya había imaginado. «Lo cual descarta móviles raciales», como si hubiera sido yo y no los medios de comunicación el que lo hubiera sugerido. El señor Deveaux, prosigue la sargento, admite que vendía regularmente al padre Bishop las preciosas piedrecitas. Naturalmente, niega haber cometido el crimen, pero el otro pandillero —palabras de la sargento— reconoce haber ayudado a Conan a deshacerse del cuerpo una vez cometida la fechoría, y alguien más oyó a Conan presumiendo de la hazaña. «Y tiene antecedentes de ese tipo de cosas», añade sin más detalles.

Durante una fracción de segundo, visualizo lo ocurrido: a Freeman Bishop, maniatado y amordazado, en cualquier caso inmovilizado, mientras esos dos abrasan, tajan y apuñalan la indefensa forma que se retuerce, cuyo dolor es la única finalidad del ejercicio y cuya fe está siendo finalmente puesta a prueba en ese potro de tortura que lo sumirá en el olvido. «Por el juicio de nuestras almas…» En ese instante, cuando el fin resulta inexorable, todos nosotros, creyentes o agnósticos, santos o pecadores, descubrimos lo que realmente abrazamos, lo que realmente sabemos, lo que realmente somos. ¿En qué me convertiría yo, con mi débil e intermitente fe, en ese momento? Es mejor descartar semejantes pensamientos.

—Este asunto… ¿acabará en los tribunales? —pregunto tímidamente.

La sargento Ames parece más divertida que molesta. Me asegura que el caso es tremendo, pero que no llegará a ese extremo. Tarde o temprano el abogado de Deveaux convencerá a este para que se declare culpable y así pueda eludir la pena de muerte.

—¿En Maryland se ejecuta a los asesinos?

—No muy a menudo. Pero el señor Deveaux fue lo bastante estúpido para matar al padre Bishop en Virginia. Solo entró en la ciudad para deshacerse del cuerpo.

—¿Por qué?

—Tendría que preguntárselo usted. Y ni se le ocurra.

—¿Cuál sería la condena con la que saldría, en caso de declararse culpable, me refiero?

—Cadena perpetua sin condicional es lo mejor que puede esperar. Y si lo que quiere es un juicio en Virginia… Con algo así, probablemente le aplicarían la inyección.

Su tranquila seguridad produce escalofríos.

—¿Está usted convencida de que fue él? ¿Completamente segura?

—No. Por aquí arrestamos a la gente al azar, especialmente en los casos de asesinato. Es más tarde cuando nos ocupamos de hacer que las pruebas casen. ¿No es eso lo que les enseñan en sus universidades de pago?

—No pretendía ser poco respetuoso.

—Fue él, señor Garland, fue él.

—Gracias por…

—Debo marcharme. Salude a su hermana de mi parte.

Llamo a Mariah para compartir con ella el alivio de saber que el asesinato del padre Bishop no tenía nada que ver con el juez, pero el ama de llaves (a quien no hay que confundir con la canguro o el cocinero) me comunica que mi hermana ha regresado a Washington. La llamo al móvil y le dejo un mensaje. Pruebo en Shepard Street, pero nadie contesta. Puede que lo mejor sea no poder localizarla: seguramente me diría que el arresto es un montaje y forma parte de la conspiración. Así pues, lo intento con Addison, en Chicago y, para mi sorpresa, lo encuentro en su casa de Lincoln Park. Las noticias lo entristecen más que alegrarlo. Murmura algo que no llego a entender acerca del dios hindú Varuna, se descuelga con una cita de Eusebius y me reconviene por alegrarme ante el sufrimiento ajeno, incluso el de los pecadores. Cuando por fin llega mi turno de hablar le aseguro que no disfruto lo más mínimo con ese asunto, pero él me replica que no puede seguir hablando porque debe tomar un avión, lo cual es probablemente mentira. Basándome únicamente en sus antecedentes, sospecho que hay una mujer en su cama; puede que sea Beth Olin, aunque dos semanas con la misma amiga sería demasiado tiempo para mi hermano.

—Deberíamos reunirnos pronto —murmura tan solemnemente que casi llego a creer que lo dice en serio—. Llámame la próxima vez que vengas al Medio Oeste.

—Nunca respondes a mis llamadas. —Es el quejica del hermano pequeño quien habla.

—Seguro que mi gente extravía los mensajes. Lo siento Misha. «Mi gente». Si Kimmer lo oyera…

—La verdad es que tengo unas cuantas cosas de las que querría hablar contigo —insisto.

—Está bien. Está bien. Escucha, hermano, me pillas con prisas. Te llamaré más tarde.

Y Addison se esfuma. Quizá su gente ha ido a recogerlo para llevarlo al aeropuerto. No he tenido oportunidad de contarle que la mayoría de mensajes que le dejo se los dejo en su casa.