Una entrega especial
I
Elm Harbor fue fundado en 1682, construido en torno a una factoría situada en la desembocadura del río State. El nombre original del asentamiento era Harbor on the Hill debido a que el terreno llano cerca del agua es muy pequeño y enseguida se empina; también por la influencia de un sermón de John Winthrop, cincuenta años antes, sobre la resplandeciente ciudad de la colina. Los padres de la ciudad fueron austeros miembros de la Iglesia congregacionalista que llegaron bordeando la costa en busca de libertad religiosa y que de inmediato promulgaron leyes para prohibírsela a los demás. Así pues, entre otras cosas, prohibieron la blasfemia, el papismo, mostrar los tobillos en público, la idolatría, la usura, desobedecer al padre y hacer negocios durante el Sabbath. Aunque se habrían horrorizado si hubieran sabido que estaban adorando una imagen, trazaron la ciudad en forma de cruz y la erigieron alrededor de dos largas avenidas: una en dirección este-oeste, conocida en aquella época como la East-West Road y en la actualidad como Eastern Avenue; y otra en dirección norte-sur, llamada North Road, posteriormente rebautizada como King’s Road y conocida en nuestros días como King Avenue.
La universidad abrió sus puertas treinta años más tarde, en esencia como academia para los severos congregacionalistas que deseaban estudiar —aparte de sus Biblias— retórica, griego, latín, matemáticas y astronomía. El campus original lo componían dos edificios de madera en el óvalo que King Avenue forma al seguir la curva del río State. Esa preciosa franja de terreno frente a la orilla es actualmente propiedad de la facultad de medicina. A lo largo de los tres siglos que siguieron, el campus se extendió como un agresivo cáncer por la parte oeste de King Avenue, invadiendo manzana tras manzana, demoliéndolo todo a su paso o adaptándolo a las necesidades de la universidad. Las casas de madera desaparecieron junto con fábricas, colegios, tiendas, fondas, almacenes, burdeles, tabernas, tenerías y bloques de alquiler. En su lugar aparecieron bibliotecas, laboratorios, aulas, dormitorios, oficinas y espacios abiertos, enormes extensiones de espacios abiertos. A la universidad le gusta describirse como el primer promotor de zonas verdes de Elm Harbor, por mucho que nadie de la ciudad se atreva a pisar ninguno de los preciosos parques de ninguna de las facultades. La universidad ha construido museos, un acuario y el principal centro de actividades artísticas de la región. Su hospital se cuenta entre los mejores del mundo. La universidad invierte en la comunidad aportando capital para construir nuevas viviendas y que se abran nuevos negocios. Ninguna institución de la zona proporciona tantos empleos.
Al menos eso es lo que dicen los folletos.
La universidad también compra calles enteras, las cierra al tráfico, levanta enormes edificios de aparcamiento destinados exclusivamente a los vehículos de los estudiantes y del personal, y, junto con sus servicios privados de seguridad —que gozan de plenos poderes para detener— crea una isla de relativa tranquilidad rodeada de un muro casi visible que mantiene fuera a los habitantes de la ciudad.
Elm Harbor es demográficamente compleja. Alrededor de un treinta por ciento de sus habitantes son negros; otro veinte por ciento son hispanos y el resto, blancos pero ¡tan diferentes! Tenemos griegoamericanos, italoamericanos, irlandoamericanos, germanoamericanos y rusoamericanos. Los ciudadanos a quienes la oficina del censo ha etiquetado arbitrariamente como «hispanos» son principalmente de origen puertorriqueño, pero muchos otros provienen de América Central, lo mismo que muchos de los negros cuyos orígenes se reparten por igual entre los que provienen de las Indias occidentales o del profundo Sur. Que la ciudad está irremediablemente dividida por estas diferencias es algo que se comprueba cada tres años, con ocasión de las elecciones municipales, en un ayuntamiento que parece un arco iris multicolor y donde hasta cuatro o cinco grupos étnicos distintos llegan a presentar candidatos a la alcaldía por el Partido Demócrata (el Partido Republicano local es una payasada). Solo dos cosas unen a los multiétnicos habitantes de Elm Harbor: un compartido odio hacia la universidad y la esperanza igualmente compartida de que, algún día, sus hijos puedan estudiar en ella.
A Kimmer no le gusta vivir en este lugar, y la universidad, aunque sea su cliente ocasional, es una de las razones.
¿Y a mí? A mí no me gustan las ciudades, y Elm Harbor, con sus muchos problemas, no me parece peor que otras. Lo que con los años he aprendido de mis colegas —especialmente del gran conservador que es Stuart Land y del gran liberal Theo Mountain— es que los miembros de la comunidad universitaria compartimos la responsabilidad de mejorar lo que a Theo le gusta llamar «la metrópoli». El concepto de responsabilidad, me consta, está pasado de moda, especialmente la idea de obligación hacia aquellos que Eleanor Roosevelt solía llamar «los menos afortunados que nosotros»; pero el juez educó a sus hijos en esa idea, y ninguno ha podido sustraerse a su influencia. El juez creía que su conservadurismo social exigía que prestara un servicio a cambio: si el papel del Estado iba a ser pequeño, el del voluntariado tenía que ser grande. En consecuencia, Mariah recauda con sus fiestas para los infantes sin hogar; Addison hace de tutor de niños en los barrios pobres, y yo… Yo sirvo comidas.
II
El comedor de beneficencia donde de vez en cuando presto mis servicios como voluntario sirve comidas calientes a mujeres y niños a las doce y media del mediodía, siete días por semana, en el sótano de una iglesia congregacionalista, situada a una calle al este del campus, que es el lugar perfecto para que me olvide de los problemas del misterio y la muerte dado que las dificultades por las que atraviesan sus clientes son mucho más graves que las mías.
Estaba en mi despacho preparando las próximas clases sobre la acción de responsabilidad por culpa extracontractual, tras la desconcertante conversación con Stuart Land, y he notado su llamada. Luego, mientras intentaba explicar a mis aburridos alumnos las complejidades de la negligencia comparativa, me he dado cuenta de que la estaba pifiando y de las furibundas miradas que me lanzaba Avery Knowland cada vez que le daba la espalda. Cuando la clase ha acabado, he arrojado los libros en mi escritorio y me he marchado a toda prisa.
El comedor de beneficencia es justo lo que necesito.
Atender, me digo mientras bajo los peldaños del sótano, todos estamos llamados a atender. No solo hemos de dar dinero, predica Theo Mountain, ni limitarnos a intentar cambiar las leyes, ya que para Theo la ley es una causa perdida, sino que hemos de atender a la gente de carne y hueso que sufre, llora y nos desafía.
La directora del comedor, una viuda teutónica y setentona que insiste en que la llame Dee Dee me da la bienvenida con una reprimenda ya que llego cuando faltan apenas unos minutos para que se abran las puertas. Golpeando con el bastón el suelo de vinilo, Dee Dee me sigue hasta la cocina donde el resto del personal corta varias pizzas donadas y horneadas el día anterior, que están más secas que un desierto.
—Esto empieza a las doce —me riñe mientras me pongo unos guantes desechables de látex—. Esperamos que los voluntarios lleguen a las once y cuarto.
—Tenía una clase, Dee Dee, lo siento.
—Una clase.
—Sí.
Intento imaginar cómo se llevaría Addison con Dee Dee. Apuesto a que mal.
Dee Dee, cuyo nombre auténtico me han dicho muchas veces y no consigo recordar, es una mujer menuda de cabellos blancos cuidadosamente recogidos y anchos hombros que viste faldas de flores, calcetines hasta las rodillas y calza robustos zapatos. Su largo y pálido rostro parece haber sido esculpido en alguna piedra clara, y sus sorprendentes ojos azules pueden conseguir que un no iniciado crea que puede ver. Pero Dee Dee es completamente ciega. También está completamente decidida a que nuestros invitados (así los llama) sean tratados con todo respeto. Tenemos manteles de tela de colores que Dee Dee lava personalmente dos veces a la semana, jarrones con flores en las mesas y unas estrictas normas que establecen que la comida ha de servirse de las bandejas y nunca de los envases o de las ollas que están en el fuego. Dee Dee insiste en que nuestros invitados digan «por favor» y «gracias» y que nosotros contestemos «es un placer». Los voluntarios que se muestran groseros reciben un primer aviso y, tras el siguiente, ya no son bienvenidos. Dee Dee no tiene autoridad para impedir que los invitados sean maleducados con los voluntarios, pero una mirada de sus ojos desconcertantemente directos y sin vida basta para mantener a raya a los más esquizofrénicos. Dee Dee reconoce alegremente que es muy estricta dirigiendo. Su ceguera no afecta a su capacidad para detectar en el acto, como si fuera un poco telépata, cuál de sus voluntarios está siendo negligente a la hora de cortar porciones de lasaña o cuál se ha metido una manzana bajo el jersey.
O cuál ha llegado tarde.
Dee Dee apoya sus grandes manos en sus pequeñas caderas y tuerce la boca.
—¿Me estás diciendo que tu clase es más importante que dar de comer a esas pobres infelices?
Entonces sonríe y me da una palmada en el hombro con increíble precisión para hacerme saber que casi está bromeando.
Casi.
En un día como este, le agradezco su agudeza.
Ocupo mi puesto en el mostrador, en la zona de ensaladas. Algunos voluntarios me saludan. Me llaman «profesor», una especie de broma entre nosotros, aunque es el mismo apodo que tenía en el instituto. «¡Eh, profesor!», me llaman tanto los clientes como los voluntarios. «¿Cómo va?, “profe”».
Acudo a este comedor de caridad por un millar de razones. Una de ellas, la más evidente, es por el simple deber cristiano de ayudar al prójimo. Otra, siempre, es para no perder de vista la diversidad de la raza humana en general y de la nación más oscura en particular, porque los estudiantes y profesores que representamos a la Norteamérica africana de la universidad solo abarcamos de Oak Bluffs a Sag Harbor. También puede que esté aquí para hacer penitencia por haber intimidado al infeliz de Avery Knowland, cuya insolencia difícilmente es culpa suya. Sin embargo, sigue siendo una explicación incompleta. Es posible que este sea uno de esos martes en los que la compañía de este feliz grupo resulta preferible a la compañía de mis colegas, y no porque exista algún fallo en ellos, sino en mí. Hay días en los que las horas en la oficina son como las horas pasadas con el juez, aunque esté muerto y enterrado. En el Oldie me hallo rodeado de gente que recuerda a mi padre siendo ellos estudiantes: Amy Hefferman, su compañera de clase; Theo Mountain, su profesor; Stuart Land, que iba dos cursos más atrás; y otros. A pesar del escándalo que hundió su carrera, el retrato de mi padre, como todos los retratos de los graduados que han logrado ascender hasta sentarse en el estrado, cuelga de la pared de la gran sala de lectura de la biblioteca de derecho, razón por la que no paso demasiado tiempo allí. A veces siento que el papel que me ha tocado representar me asfixia. —«¿Realmente era Oliver Garland tu padre? ¿Qué se siente?»—, como si solo estuviera en el campus para ser exhibido. Nunca tendría que haber permitido que el juez me convenciera de cursar estudios de derecho en la misma facultad que él. No sé qué pudo ocurrirme para que yo decidiera que era el lugar adecuado.
Quizá fue el hecho de que no se me presentaron alternativas más interesantes.
O porque me lo dijo mi padre.
Fui un hijo obediente en casi todo. Mi único acto de rebeldía consistió en casarme con Kimberly Madison, con quien fui a la facultad, cuando mis padres preferían a su hermana, Lindy, con quien había ido al instituto. Kimberly, naturalmente, recuerda lo que pensaban mis padres, tal como me lo demostró hace dos semanas cenando en el restaurante de K Street, y hay momentos en que ese conocimiento la enfurece; hay otros en los que ella me dice que desearía que yo hubiera hecho lo que esperaban de mí. El problema estriba en que jamás estuve enamorado de Lindy, independientemente de lo que los de la Gold Coast pensaran. Tampoco Lindy sentía nada por mí. De haberlo sentido, seguramente yo me habría casado con ella tal como mis padres deseaban, y mi vida habría sido distinta —no mejor, solo diferente—. Por ejemplo, no tendría a Bentley, cosa que la haría muchísimo peor. Por otro lado, algunos asuntos se habrían mantenido invariables: el juez habría muerto igualmente de un ataque al corazón; todo el mundo seguiría preguntándome qué disposiciones había hecho; Freeman Bishop habría sido asesinado igualmente; y a Mariah se le seguirían ocurriendo las mismas descabelladas teorías.
Y yo seguiría sintiéndome emocionalmente agotado.
Kimmer y yo discutimos la pasada mañana, no por lo que ella pueda estar haciendo o dejando de hacer con Jerry, sino por un asunto de dinero. Todos los otoños tenemos la misma pelea porque el otoño parece ser la época en la que nos damos cuenta de que nuestro minucioso presupuesto para el año se ha convertido en una broma pesada. En ese aspecto, lo hacemos igual de bien —o mal— que el gobierno federal. De pie delante de la puerta del vestidor, mientras Kimmer, vestida solo con sujetador y bragas, escogía su traje para el día, se me ocurrió sugerirle que recortáramos gastos. Ella, sin darse la vuelta, me preguntó cuáles. Yo, con pies de plomo, señalé que sus gastos en ropa y joyas. Exasperada, me replicó que como abogada de un importante bufete debe vestir de acuerdo con su posición. Así pues, mencioné los ruinosos plazos de su BMW Alpina M-5 blanco con el que va como un rayo por la ciudad mientras yo me conformo con trotar en mi aburrido pero fiable Camry. Resultó que el coche era una prolongación de su ropero. Le propuse que considerara la posibilidad de mudarnos a una casa más pequeña. Kimmer, deslizándose en su falda, repuso que nuestra residencia forma parte de su todo profesional. Moví la cabeza en un gesto de derrota, y ella me miró por encima del hombro y me sonrió de ese modo que tanto me gusta. Entonces me lo puso aún más difícil y me recordó ásperamente que acabábamos de convertirnos en propietarios de una casa en Oak Bluffs: no teníamos más que venderla para resolver nuestros agobios financieros de golpe. Le respondí con muy poco tino que la casa de Martha’s Vineyard era una necesidad para mi persona y que venderla equivaldría a rechazar mi herencia. Como ha sucedido todos los años, la discusión acabó en empate.
Ese mismo día, Rob Saltpeter me reprendió cuando él, Theo Mountain y yo fuimos a almorzar a un sitio llamado El Cadáver, una antigua funeraria convertida en restaurante, cerca de la universidad, caro y con camareros especialmente seleccionados por su extraña apariencia. Rob propuso que yo debía volver otra vez y pronto porque necesitaba recuperarme. Incluso me sugirió que le echara un vistazo al Libro de Job. Theo Mountain, que nunca se muerde la lengua, dijo que no era agotamiento y que yo no necesitaba leer «un puñado de versos bíblicos», en su opinión yo estaba deprimido.
Theo está probablemente en lo cierto: estoy deprimido. Y casi me gusta. La depresión tiene su encanto: incomoda, le toma el pelo a uno, lo asusta y lo tienta con su promesa de dulce olvido; luego lo arrolla con una fuerza casi sexual, derriba cualquier defensa, diluye la voluntad y se adueña del ánimo de tal forma que uno ya no recuerda haber vivido de otro modo. Con una perfidia diabólica, la depresión le convence a uno de que se ha dejado invadir por gusto, nubla la capacidad de razonar y de distinguir entre el bien y el mal. Se apodera de uno con sus cálidos placeres, culpables y odiosos; y, lo peor de todo, se convierte en algo familiar. De repente uno se encuentra convertido en esclavo de lo que más teme. El trabajo se derrumba, las amistades se derrumban, el matrimonio se derrumba; sin embargo uno apenas lo percibe: estar deprimido implica estar medio enamorado del desastre.
—Sal de todo eso —exclamo en voz alta para mis adentros, sobresaltando a uno de los voluntarios que está repartiendo galletas caseras de hace una semana en el mostrador de al lado. Sonrío para disculparme ante su perplejidad y sigo con mi trabajo. «Puede que estés deprimido», me dijo Theo, de quien se rumorea que en cincuenta años que lleva en la facultad no ha faltado ni un solo día a clase. En la peculiar interrelación familiar de Elm Harbor, Theo y Dee Dee son parientes lejanos, y fue Theo el primero que me sugirió en un momento especialmente complicado de mi matrimonio que me presentara de voluntario al comedor de beneficencia como método para levantarme el ánimo. «A mí me funcionó», proclamó Theo, cuya esposa descansa bajo tierra desde que yo era estudiante.
Mientras calculo la cantidad de ensalada que pongo en los pequeños platos, me yergo ligeramente y, durante un rato, gracias a este acto de servicio, consigo olvidar.
III
Dee Dee dirige una breve oración y ya estamos listos. Enchufa un aparato de música, un reproductor de CD portátil con grandes y arañados altavoces. Durante un tiempo intentó que fuera música clásica (sus gustos en la materia no pasan de Bach, Beethoven y Brahms), pero al final no tuvo más remedio que rendirse a las presiones de la actualidad. Lo que suena es algo de jazz ligero, aunque de vez en cuando también se atreve con algo más duro. Casi todas las mujeres son negras y pocas se molestan en cuidar su apariencia. Casi todas aparecen con el pelo aplastado y retorcido, con sucias camisetas y gastados vaqueros. Tienen mugre bajo las pintadas y agrietadas uñas. Unas pocas conservan los dientes blancos, pero la mayoría de ellas los tienen amarillentos e incluso negruzcos. Varias tienen problemas con las drogas y aspecto de seropositivas. Las mujeres se arrastran en una fila como espectros que se aprestaran a cruzar la laguna Estigia. No parecen entusiasmadas ni remisas, tampoco fatalistas o indignadas. En su mayoría están desprovistas de emociones: no sonríen, no lloran, ni se quejan. Simplemente hacen acto de presencia. En el instituto, nosotros, presuntos revolucionarios, imaginábamos que algún día los oprimidos se alzarían en un poderoso ejército que acabaría con los capitalistas, derribaría el sistema y establecería una sociedad más justa. Bien, pues aquí está un grupo de los individuos más oprimidos de Norteamérica, todos alineados para recibir su comida, y la mayor emoción de la que son capaces es discutir breve pero acaloradamente sobre a quién le ha correspondido la mayor ración. Puede que la mitad de ellos estén muertos en un par de años. Si no fuera por la esperanzada e inocente belleza de sus hijos, que aún devuelven la sonrisa, dudo que pudiera soportarlo.
Algunas mujeres quieren ensalada, aunque otras me hacen descaradas proposiciones al pasar: «Ensalada, no; pero, ¡mmm!, un buen pedazo de lo tuyo, eso sí». Me entran ganas de llorar.
Esto es lo que han conseguido los conservadores mediante sus recortes en el gasto social y su indiferencia ante los ruegos de los que no son como ellos, dicen mis colegas de la universidad. Esto es lo que los liberales han conseguido al alentar una mentalidad victimista y con su indiferencia ante los valores tradicionales de trabajo y familia, solía decir mi padre ante su extasiado público. En mis momentos de amargura me sorprende que ambos bandos parezcan más interesados en tener razón que en aliviar el sufrimiento del prójimo. Servir, atender. Theo Mountain tiene razón: solo ahí radica la respuesta.
—Talcott…
Me doy la vuelta con las viejas cucharas para la ensalada aún en la mano.
—Dime, Dee Dee.
—Talcott, hay alguien en la entrada que pregunta por ti.
—¿No puede entrar?
—No quiere. —Una sonrisa burlona se dibuja en el rostro de Dee Dee y descubre unos hoyuelos que seguramente fueron espectaculares.
—Un minuto.
Regreso a la cocina para encontrar a alguien que esté dispuesto a sustituirme en mi impopular mostrador. Me quito el delantal y tiro los guantes a la basura. Tras recuperar la americana sigo a Dee Dee mientras se orienta con el bastón hacia la escalera de cemento que conduce a la entrada, donde Romeo, el otro voluntario varón, vigila la puerta. La piel de Romeo es de un marrón tan oscuro como el tronco de un árbol en una noche sin luna. Es un hombre de edad indefinida, grande en las tres dimensiones. Puede parecer gordo, pero no lo es. Como resultado de algún trastorno nervioso, sus grandes manos no dejan de moverse, lo cual le confiere un aspecto amenazador. A menudo es un poco lento, pero su patois vagamente sureño nunca resulta difícil de entender. Ignoro de dónde ha salido su nombre, ni si es el suyo de verdad. Tal como lo cuenta, durante una época estuvo en la calle —queriendo decir que estaba metido en drogas— pero consiguió encontrar a Jesús sin el inconveniente previo de pasar por la cárcel. Su rostro redondo y bien afeitado tiene un aspecto ajado, y es mucho más amable de lo que parece; sin embargo, la iglesia confía en su aspecto para ahuyentar a todo aquel que pretenda infringir la norma que solo permite la entrada a las mujeres y los niños.
—Ella se ha marchado, señorita Dee Dee —murmura mientras se frota las inmensas manos—. Dijo que no podía esperar.
—¿Qué aspecto tenía?
—Una chica blanca —responde Romeo mientras Dee Dee nos escucha a los dos—. Limpia —añade queriendo decir que no se parecía a las de dentro.
—Una mujer blanca —repito, preguntándome de quién puede tratarse y también corrigiéndole inconscientemente por culpa del tiempo que llevo en un campus políticamente correcto.
—No, no. Una chica blanca. —Pero su énfasis resulta poco informativo: en la tipología de Romeo es necesario alcanzar la edad de Dee Dee para convertirse en una mujer. Romeo bizquea en su intento de hallar el adjetivo apropiado—. Dulce —dice por fin.
«Dulce» es uno de los términos de Romeo para decir «atractivo». Yo pienso en «estudiante», pero no se me ocurre por qué una de mis alumnas me seguiría hasta este lugar o por qué, habiéndome encontrado, no me ha esperado.
—¿La habías visto antes, Romeo? —Dee Dee hace la pregunta que tendría que habérseme ocurrido a mí.
—No, señorita Dee Dee… ¡Ah, sí! —Un súbito destello le brilla en los ojos y en una de sus manazas aparece un sobre blanco—. Dijo que alguien le había pagado para que entregara esto al «profe» —añade, refiriéndose a mí.
—¿Qué es? —me pregunta Dee Dee.
—No lo sé —reconozco—. Una especie de sobre.
Lo cojo de manos de Romeo y lo examino. Mi nombre completo y título aparecen escritos a máquina en el anverso. No hay sello. No hay remitente. Lo sopeso y lo palpo. Dentro hay algo duro y pequeño, como una barra de labios. Frunzo el entrecejo. Todas las universidades del país han advertido a sus profesores que no deben abrir correspondencia de origen desconocido, pero siempre he sido un fisgón.
Además, de algo hay que morir.
—¿Dijo quién le pagó? —pregunto para ganar tiempo.
—No.
Mi entrecejo se arruga aún más. Alguien ha pagado a alguien para que me entregue un sobre en el comedor de beneficencia; pero ¿cómo podía saber que yo estaba allí? Hace una hora ni yo mismo lo sabía. ¿Se lo habré mencionado a alguien? Lo dudo. Al salir del despacho no me he cruzado con nadie. ¿Me habrán seguido? Meneo la cabeza. Si Romeo no sabe quién lo ha entregado, ¿cómo voy a saber yo quién lo envía? Si la persona que lo ha entregado era una estudiante, resulta que hay tres mil solo en este campus, y otras cinco mil en la universidad del estado, a pocos kilómetros de aquí.
—Vaya —digo inteligentemente.
Dee Dee hace un gesto de indiferencia y regresa escalera abajo: tiene un almuerzo que dirigir. Así pues, Romeo es mi única compañía mientras rasgo el sobre —por el lado, no por la solapa, porque no hay razón para correr riesgos— y vuelco su contenido en la palma de mi mano: un cilindro de papel de unos cinco centímetros de longitud.
No hay notas, nada escrito, solo el pequeño bulto. Una tira de cinta adhesiva lo envuelve en espiral. Alguien se ha tomado muchas molestias para proteger lo que haya empaquetado.
—Ábralo, «profe» —dice Romeo como un niño una mañana de Navidad.
Despego la cinta lo mejor que sé, desdoblo el envoltorio y dentro encuentro el peón blanco que faltaba en el juego de piezas de ajedrez de mi padre.