11

Una humilde propuesta

Tu mujer y Marc Hadley aspiran al mismo cargo —me informa Stuart Land tan pronto como tomo asiento en su amplio despacho que está a la vuelta de la esquina del mío.

—Me parece que estoy al corriente —contraataco de modo educado.

—Naturalmente, en Europa semejante situación sería imposible.

—¿Qué situación?

—Allí la judicatura está profesionalizada y uno asciende a lo largo de un escalafón. A ellos el sistema norteamericano, donde alguien que no pertenece a la carrera judicial puede aspirar a un tribunal de apelaciones, se les antoja incomprensible.

—Bueno, me temo que debemos contentarnos con lo que tenemos. —Aunque no me cabe duda de que acaban de insultar a mi mujer me obligo a sonreír porque no quiero empezar una discusión con Stuart Land, el gran anglófilo. Ya tengo demasiados enemigos en el edificio—. Hasta la fecha nos ha funcionado aceptablemente bien: solo un escándalo cada diez años.

Stuart levanta una ceja ante mi frivolidad y se encoge de hombros para indicar que responder a semejante bobada se halla más allá de su dignidad.

—¿Sabes alguna otra cosa sobre quién tiene más posibilidades?

Con eso me está diciendo que cree que mis fuentes son mejores que las suyas, cosa improbable. Con los republicanos en la Casa Blanca, Stuart seguramente habrá tenido la posibilidad de escoger entre un montón de cargos en Washington. Stuart Land, el predecesor de Lynda Wyatt en el cargo de decano, es uno de los miembros más conservadores de nuestra facultad. En los cuatro años transcurridos desde su defenestración, Stuart no ha demostrado guardar rencor hacia Lynda, Marc Hadley, Ben Montoya, Tish Kirschbaum o cualquiera de los profesores que conspiraron para echarlo. Sigue cruzando el país de una punta a otra en busca de dinero para la facultad, y nuestros antiguos alumnos, especialmente los mayores y más adinerados, lo adoran y le siguen abriendo carteras y talonarios siempre que llama. De hecho, muchos siguen llamándolo «el decano», puede que porque en una época pareció que ocuparía dicho cargo hasta su muerte. Si Lynda siente envidia por ese afecto, lo disimula bien.

Es imposible ser íntimo de Stuart; pero algunos de los profesores más conservadores frecuentan su trato, y Lemaster Carlyle, que se lleva bien con todo el mundo, es su amigo. En cuanto a mí, confieso que Stuart nunca me ha gustado aunque siempre lo he admirado, y no solo porque fuera el único miembro de la facultad que testificó a favor de la candidatura de mi padre al Tribunal Supremo. Su integridad está más allá de toda duda. Por eso me sorprendió cuando me llamó al día siguiente de mi regreso de Washington y me sugirió que fuese a verlo para charlar.

Como no tenía nada mejor que hacer a las nueve de la mañana, aparte de sentarme en mi despacho sintiendo lástima de mí, acepté.

Stuart Land es un hombre blanco bullicioso cuyos trajes chaleco a rayas y de anchas solapas le confieren un aire de gángster, pero lleva el cabello corto y ha pasado de los sesenta. Su rostro es redondo y carece de la más mínima afectación, sus ojos son de un pálido gris y brillan con fiera inteligencia. Las gafas en forma de media luna y montura dorada que le adornan la punta de la nariz le confieren un aire más severo que académico. Su lengua siempre está dispuesta para un comentario de punzante desaprobación. No suele caer bien a nadie en un primer encuentro; pero, con el tiempo, su carisma se hace evidente, y pocos estudiantes, incluso los más de izquierdas, consiguen abandonar la facultad sin compartir el cariño que todo el mundo siente por él.

Esta mañana, no obstante, Stuart no resulta para nada cálido y no desprende el más mínimo carisma. Me ha convocado porque quiere decirme algo y, en su más puro estilo Stuart Land, me lo comunica mediante una serie de suaves, comedidas y muy oportunas observaciones. El mismo estilo que usa en sus clases y con el que me dio más de un rapapolvo en la época en que fui su alumno.

—No, Stuart —le informo debidamente. Tengo la mitad de mi atención puesta en Washington, donde Mariah, incapaz de dar con Warner Bishop, le dejó un mensaje. No le dije una palabra del álbum de recortes que faltaba—. No tengo ninguna noticia.

—Ni tampoco Marc. Deduzco que está bastante molesto con todo el asunto.

—Lamento oír eso. —Cosa que es vagamente cierta.

—Marc no es un mal tipo. Hay que conocerlo.

—No tengo nada en contra de Marc. Me cae bien.

Stuart frunce el entrecejo, como si le hubiera sonado a embuste, y tamborilea con los dedos.

—No ha sido el académico que esperábamos que fuera cuando lo contratamos. Ya se sabe, el típico bloqueo del escritor. Pero es un buen colega, Talcott, un profesor fantástico. Una mente brillante. ¿No sabías que cuando te contratamos a ti, Marc fue uno de los que te apoyaron con mayor entusiasmo?

—Yo… no tenía idea —contesto con toda sinceridad.

A diferencia de otras facultades de derecho, la nuestra ha hecho de la confidencialidad una de sus obsesiones, y se considera un verdadero ultraje que alguien hable de quién votó a quién y cuándo. No obstante, me llegaron noticias de que Theo Mountain había sido mi principal valedor, y durante mis primeros años en la facultad fuimos bastante íntimos. Nunca llegó a convertirse en mi mentor —nunca he tenido ninguno—; pero, hasta que el brusco giro a la derecha de mi padre convirtió a Theo en un feroz crítico, pasamos bastante tiempo juntos. Stuart Land, que por aquel entonces era el decano, me convenció para que abandonara la práctica de la abogacía y fuera a Elm Harbor a probar suerte con la enseñanza. Me pilló en un buen momento: Kimmer y yo estábamos en una de nuestras crisis. El que nueve meses más tarde ella me siguiera hasta esta ciudad y se casara conmigo me sorprendió tanto como a nuestras familias y amigos. Siempre me he preguntado —y ambas partes lo han negado— si Stuart fue en cierto modo responsable de haber convencido a mi esposa de que la práctica del derecho en Elm Harbor no era el ladrillo que ella creía.

—Marc es un buen hombre —repite Stuart—, y tu esposa es una buena mujer.

—Sí —murmuro tomando nota mentalmente de la comparación mientras aguardo a que llegue el resto. Stuart me ha llamado por algo, y sé que está a punto de decírmelo. Sin embargo, no tengo las energías necesarias para preocuparme por los sentimientos de Marc Hadley por mucho que haya apoyado mi contratación. El asesinato del padre Bishop, justo tras la muerte del juez, ha agotado mis fuentes de comprensión. Dos noches de discusiones con Kimmer, que todavía sigue convencida de que no hay razones para inquietarse, han acabado con mis reservas emocionales. A pesar de todo, mi principal comentario acerca de Marc es cierto: no concita demasiadas simpatías, pero me cae bien. Marc, que lleva dieciocho años enseñando jurisprudencia en la facultad es, de hecho, un buen tipo. Su hijo Miguel es uno de los mejores amigos de Bentley en la guardería; así que nos relacionamos con Marc y su segunda esposa, Dahlia, en las ocasiones propias de los padres: en el aparcamiento del colegio, en las fiestas de cumpleaños y en las excursiones campestres hasta la estación de bomberos que hay a la vuelta de la esquina. No es que Marc y yo seamos íntimos, pero nos llevamos bien. Aunque Querida Dana opina que Marc está sobrevalorado, para mí es tan bueno como cuenta su leyenda. Basta con pasar un minuto en su compañía para percibir ese formidable cerebro y sus grandes ideas. Pero si su intelecto es motivo de leyenda, también lo es su incapacidad para ponerlo al servicio de una obra erudita. Su altura académica descansa sobre un solo libro que publicó al principio de su carrera. Desde entonces, no ha escrito más. Se diría que ha leído todos los libros del mundo sobre todos los temas posibles y que es capaz de citarlos si la ocasión lo requiere; pero Marc sufre uno de los peores bloqueos como escritor que puedan existir: todavía quedan por ahí revistas jurídicas que llevan más de diez años esperando el artículo que les fue prometido. Por un momento me sorprendo simpatizando con Marc, que seguramente aspira a la judicatura para demostrar que no ha malgastado su carrera. Pero me quito esa idea de la cabeza y me apresto a defender a mi esposa—. Dos buenas personas —repito para demostrar que no he perdido el hilo.

Stuart asiente, se reclina en su butaca y junta lo dedos en señal de que se dispone a soltar un pequeño sermón. Admiro a Stuart, pero odio sus sermones.

—No me gusta que dos miembros de la facultad se enfrenten entre sí —dice con aire triste y en un tono que indica que su opinión cuenta—. No es bueno para nuestro claustro y no es bueno para la facultad. —Señala los ventanales a través de los que se pueden ver las torres, campanarios, la gran mole de la biblioteca, todo el esplendor del campus—. Ante todo, somos una facultad. Eso es lo que significa pertenecer a la universidad. Somos académicos, Talcott, y los profesores titulares se supone que somos los mejores en nuestras especialidades. No políticos, Talcott, sino académicos. A todos nos incumbe la misma responsabilidad: dedicarnos por completo a nuestra disciplina y enseñar a nuestros estudiantes todo aquello que descubrimos. Todo lo que nos distraiga de esa tarea es una afrenta a nuestro común objetivo. Lo entiendes, ¿verdad?

Estoy medio furioso y medio atónito. No puedo creer que Stuart se esté poniendo de parte del hombre que conspiró para apartarlo de su cargo. Nunca pensé que Kimmer contara con muchos apoyos en la facultad, pero siempre creí que Stuart sería uno de ellos.

—¿Lo entiendes? —repite, pero no espera para comprobarlo, sino que alza un dedo admonitorio y prosigue—. ¿Sabes, Talcott?, durante los años que llevo aquí he recibido propuestas de una administración y de otra que deseaban saber de mi posible interés en una designación presidencial: que si un cargo de juez, que si uno de ayudante del fiscal general, que si un puesto en la Agencia… —Sonríe ante el recuerdo—. En una ocasión, durante un escándalo, la gente de Reagan me preguntó si estaría dispuesto a «limpiar» uno de los gabinetes del gobierno. Pero siempre he declinado esos ofrecimientos, Talcott, en todas las ocasiones. ¿Ves? Tengo comprobado tras haberlo visto que el profesor que se deja tentar por la política deja de ser un buen académico; ya no se dedica a investigar el mundo y a enseñar sus descubrimientos. De hecho, empieza a perseguir un cargo y eso afecta a todo, desde los asuntos sobre los que escribe hasta los argumentos que escoge para sustentar sus clases. A partir de ese instante le preocupa dejar un rastro escrito y si lo tiene se pasa el tiempo borrándolo. Como puedes imaginar, cuando dos miembros de una facultad se ven tentados por la política al mismo tiempo y ambos compiten por el mismo objetivo… Bueno. Los efectos perniciosos se cuadruplican.

No puedo permitir que esto prosiga.

—Stuart, escucha, aprecio tus comentarios, pero mi esposa no es miembro de esta facultad.

—Bueno… no, Talcott, tienes razón. —Me habla como si él lo supiera de antemano y yo, lento de reflejos, acabara de darme cuenta—. Oficialmente, no.

—Ni siquiera extraoficialmente.

—Bueno, puede que tu mujer no esté en la facultad, pero forma parte de ella, forma parte de la familia que formamos.

Estoy a punto de reír: si en el mundo ideal de Kimmer no aparece siquiera la facultad, menos aún va a considerarse parte de ella.

—Vamos, Stuart. No importa lo que sea. El hecho de que compita por ese cargo no puede afectar a su trabajo en la facultad puesto que no tiene ningún trabajo en la facultad.

Sus ojos de acero me sostienen la mirada.

—Bueno, eso no da por zanjada la cuestión, Talcott. El hecho de que tu mujer, según tus propias palabras, «compita» puede tener consecuencias sobre ti.

—¿Sobre mí?

—Sí, Talcott, claro. ¿Acaso es tan difícil de entender? Tu mujer quiere ser juez, y tú no deseas perjudicar sus posibilidades. ¿Por qué semejante situación no te habría de conducir a un exceso de prudencia?

—¿A un exceso de…?

—No sé si últimamente eres el de siempre —sonríe para suavizar el golpe—, el Talcott Garland que conocemos y apreciamos. Me parece que no.

Ya es suficiente.

—¡Vamos, Stuart! Mi padre acaba de morir y ahora lo del párroco que ofició el funeral…

—Ha sido asesinado. Lo sé y lo lamento muchísimo. —Se inclina hacia delante y apoya las manos sobre el escritorio—. Pero, escúchame, Talcott, últimamente has estado distraído. Un tanto desorganizado… —Entonces, para mi sorpresa, se encoge de hombros y añade—: Pero la cuestión no es esa.

—¿Que la cuestión no es esa? ¡Pero si acabas de decirme que lo de mi mujer afecta a mi trabajo!

—Puede que estuviera hablando por la facultad. Puede que no sea asunto mío, quizá solo estaba especulando. Lo cierto es que no estaba pensando en tu manera de hacer el trabajo, sino en Marc.

—¿Qué pasa con Marc? —pregunto aún furioso y completamente confundido. Hace un instante, Stuart opinaba que yo era desorganizado y distraído, pero ya no es asunto que lo incumba.

—Marc no está cumpliendo como es debido. Creo que la competición le está afectando demasiado.

—Entonces, ¿por qué me lo dices a mí y no a Marc? —Stuart no contesta y se queda mirándome fijamente, sin apenas parpadear. Me siento un poco mareado, una extraña sensación de déjà vu, aunque no alcanzo a definir lo que estoy volviendo a experimentar—. ¿Ha sido cosa de Marc, te ha dicho que me dijeras todo esto?, porque si ha sido él…

—No ha sido cosa de nadie, Talcott. Mi única preocupación es la facultad. —Habla como si todavía fuera el decano—. Y sé que tú, al igual que yo, quieres lo mejor para ella.

—No estás sugiriendo… No pensarás que… —Me detengo y me trago mi hirviente furia. Lo vuelvo a intentar—. Quiero decir que confío en que no estarás sugiriéndome que aconseje a mi mujer que abandone sus esperanzas de convertirse en juez federal por el bien de una facultad de derecho o de Marc Hadley, porque no va a ocurrir. Lo siento pero no va a ocurrir.

—Es posible, Talcott, que en este caso lo más conveniente para la facultad y lo más conveniente para Marc Hadley sean la misma cosa.

—¿Qué quieres decir con…? Ah, ya.

¿Me he olvidado de decir que Stuart Land es tortuoso? Tendría que haberme dado cuenta antes. Naturalmente que desea ayudar a Marc para que consiga su ansiada plaza. Probablemente, Marc no habría figurado entre los finalistas sin su ayuda: Stuart es el único miembro de la facultad en quien la administración confiaría como garante de que el frecuente comentario de Marc en el que se declara liberal en lo político pero reaccionario en lo judicial resulta cierto. Pero ¿por qué iba a desear Stuart ayudar al hombre que es el mayor responsable de su caída? Pues porque si Marc se convierte en juez, Stuart se habrá desembarazado de él, y la decana Lynda habrá perdido uno de los pilares sobre los que se asienta su poder en el seno de la facultad.

A Stuart aún le queda por hacer un comentario malicioso:

—Puede que la marcha de Marc Hadley de la facultad de derecho para ocupar el estrado beneficie a ambas instituciones.

De nuevo vuelvo a medir mis palabras.

—Aprecio tu punto de vista, Stuart, de verdad; pero Kimmer se merece ese cargo más que Marc. No tengo intención de sugerirle que se retire.

Stuart asiente e incluso logra una medio sonrisa.

—Muy bien. Mi obligación era intentarlo. Estaba bastante seguro de que tu respuesta iba a ser la que ha sido y te respeto por ello; pero, ¿sabes, Talcott?, quizá haya en este edificio quien no lo haga.

—Perdón, ¿cómo…?

—Cuentas con muchos amigos en esta facultad, Talcott; pero también están los que… no te tienen demasiado aprecio. No creo que sea una sorpresa para ti.

El velo rojo cae por fin.

—¿Qué me estás diciendo, Stuart? ¡Suéltalo de una vez!

—No me sorprendería, Talcott, que ciertas presiones cayeran sobre ti para que intentaras convencer a tu esposa de que renunciara y permitiera que Marc consiguiera el puesto. Es un hecho de lo más desafortunado, pero sigue siendo un hecho. Yo preferiría que la facultad fuera de otra manera, que conserváramos nuestra relación de colegas; pero cuando nos muerde la serpiente de la política tenemos tendencia a comportarnos más como niños que como académicos. —Hace una pausa para ver si le río la gracia, pero no lo hago—. Me temo, Talcott, que alguno de esos niños intentarán… persuadirte.

—No lo creo. No creo nada de todo esto.

—Yo no tomaré parte, naturalmente, y usaré mi influencia para protegerte; pero, Talcott, debes comprender que yo también tengo enemigos dentro de la facultad: puede que mi influencia no llegue tan lejos como yo quisiera. —Suspira para dar a entender que la facultad sería un lugar mejor si él estuviera todavía al mando. Puede que así fuera. Uno puede decir lo que quiera de Stuart Land, pero sus únicas ambiciones han sido en beneficio de la facultad.

—Lo entiendo.

Stuart vacila, y me doy cuenta de que el sermón aún no ha acabado.

—Por otra parte, Talcott, si estás decidido a seguir por ese camino, creo que puedo serte de alguna ayuda en Washington.

—¿Ah?

—Me parece que tengo alguna influencia allí. Si así fuera estaría dispuesto a usarla a favor de tu esposa.

Lo cual nos conduce, tal como lo veo, a la cuestión principal de este encuentro. Cansado de tantos rodeos intento ir al grano.

—Y en justa compensación por tu ayuda, ¿qué esperas que haga por ti?

Stuart frunce el entrecejo y junta los dedos. Me preparo para un nuevo sermón. Sin embargo, se pone en pie.

—No todo tiene siempre un quid pro quo, Talcott, no seas tan cínico. Cuando eras joven y no eras profesor numerario resultabas más optimista. Creo que si ese joven regresara sería un beneficio para ti y para la facultad. —Coge el volumen de las obras escogidas de Holmes que estaba leyendo cuando he entrado: señal de despedida. Sin embargo, antes de que haya tenido oportunidad de disculparme, Stuart añade—: Naturalmente, Talcott, es posible que más adelante tengas la oportunidad de devolverle el favor a la facultad. Si se presenta la oportunidad, confío en que estarás a la altura.

—No sé a qué… a qué te refieres exactamente, Stuart.

—Ya lo sabrás cuando llegue el momento.

De repente, en el pasillo, noto un escalofrío y me doy cuenta de a quién me recordaba Stuart hace un momento, durante su sermón: a Jack Ziegler, allá en el cementerio, prometiéndome cuidar de mi familia y pidiéndome a cambio que le contase todo lo que supiera acerca de las disposiciones de mi padre.

Me pregunto, incómodo, si Stuart no se habrá referido a lo mismo.