10

Una trágica coincidencia

I

Esto no tiene nada que ver con su padre —dice la sargento B. T. Ames golpeando la mesa de metal con una gruesa carpeta color marrón.

—No entiendo cómo puede estar tan segura —responde Mariah, sentada a mi lado en una de las duras sillas de madera de la pequeña habitación, al lado de sala principal.

Una única y diminuta ventana situada a la altura del hombro deja entrar tan poca luz que parece que fuera haga mal día. Me resulta difícil recordar el brillante otoño que hemos dejado atrás hace apenas veinte minutos, cuando entramos en el edificio. Es jueves por la mañana, ha transcurrido una semana y dos días desde el funeral del juez, y, aunque nuestras parejas crean que nos comportamos tontamente, los dos estamos asustados. Se me ocurre que es posible que nuestras parejas tengan razón, pero Mariah me rogó que la acompañara. Nos encontramos en el aeropuerto de La Guardia hace unas horas y tomamos el puente aéreo. Mariah, que puede permitirse más gastos que yo, alquiló un coche y los dos nos dirigimos a los suburbios de Maryland para esta entrevista.

—Mi trabajo consiste en estar segura —sentencia la detective.

—Alguien mató a uno de ellos —dice Mariah ante la arqueada ceja del sargento—. Luego, alguien mató al otro.

La sargento Ames sonríe, pero puedo ver su cansancio. Conseguir esta entrevista con un atareado detective de Montgomery County ha requerido varias llamadas de Mallory Corcoran desde Hawai apremiado por una Meadows de la que no me despegaba. La sargento, apoyada contra el austero escritorio de metal, nos ha dicho claramente que está hasta los topes de trabajo y que solo puede concedernos unos minutos.

Aceptaremos lo que sea.

—He examinado todos los informes sobre su padre —nos dice agitando un puñado de faxes—. Murió de un ataque al corazón. —Levanta una mano enorme para anular cualquier protesta—. Sé que tienen dudas. Tienen derecho a dudar; sin embargo, les diré que los informes me parecen correctos y que no pertenece a mi jurisdicción. En cambio, quien sí pertenece a mi jurisdicción es el reverendo Freeman Bishop, y ha sido asesinado. Puede que lo mataran aquí o puede que lo mataran en otro lugar y lo tiraran por los alrededores. En cualquier caso, Freeman Bishop sí es mi caso, y lo que les digo es que los dos casos no tienen nada que ver el uno con el otro.

Miro a mi hermana, pero ella tiene la vista fija en el suelo. Su traje pantalón de marca es negro, al igual que los zapatos y el pañuelo, y la combinación se me antoja algo melodramática. Sea como fuere, es su estilo. Al menos parece relajada. Yo, embutido en la menos tiesa de mis chaquetas de tweed, esta vez marrón, me siento rígido e incómodo.

Está claro que me ha llegado el turno, así que despliego la que espero sea una sonrisa de lo más amistosa.

—Comprendo su posición, sargento; pero me gustaría que comprendiera usted la nuestra. El padre Bishop era un viejo amigo de la familia. Hace apenas una semana ofició el funeral de mi padre. Entenderá que estemos un poco… afectados.

La sargento Ames deja escapar un bufido. Se pone en pie y rodea la mesa de interrogatorios hasta asomarse por la ventana, con lo que bloquea la poca luz que entraba. Es una miembro de la nación más pálida, una mujer corpulenta aunque elegante, con una fuerte mandíbula y el cabello castaño y rizado. Parece todo músculos y nada de grasa. La americana oscura y el pantalón claro están arrugados como suele estarlo la ropa de la policía. Una placa le cuelga del bolsillo del pecho. Su rubicundo rostro está manchado por años de exposición a la intemperie o por una mala alimentación. Puede que por ambos. Podría tener treinta años. Podría tener cincuenta.

—Todos estamos afectados, señor Garland, señora Denton. Ha sido un crimen brutal. —Sigue sermoneándonos desde la ventana y dándonos la espalda—. Matar a un hombre de ese modo y arrojarlo en un parque público… —Menea la cabeza—. No me gusta tener esta clase de situaciones en mi ciudad. Crecí aquí, aquí tengo mi familia. Una de las razones por las que me gusta el lugar es porque no tenemos este tipo de problemas.

Puede que se refiera a problemas raciales o simplemente a los negros. Al fin y al cabo, la ciudad es mayoritariamente blanca.

—Tengo entendido que… —empiezo, pero la sargento B. T. Ames (no conocemos su nombre, solo sus iniciales) alza la mano. Al principio creo que tiene algo que decir; pero entonces me doy cuenta de que ha oído a alguien llamar, porque se dirige hasta la puerta y la abre. Un agente blanco y de uniforme nos mira con aire suspicaz, le susurra algo a la sargento y le entrega otro fax para la colección.

Cuando la puerta vuelve a cerrarse, la sargento Ames regresa a la ventana.

—Han encontrado el coche —dice.

—¿Dónde? —pregunta Mariah antes de que yo tenga la oportunidad.

—Al suroeste de Washington. No lejos de los astilleros de la armada.

—¿Qué podía estar haciendo allí? —insiste Mariah.

Ambos estamos frustrados. Hasta el momento, todo lo que nos ha dicho la sargento Ames es lo que ha salido en los periódicos: el padre Bishop tenía anotada una reunión a las siete en la sacristía la noche en que murió. Llamó para avisar que se retrasaría porque debía visitar a un miembro de la parroquia que tenía problemas. Salió de su casa en su coche alrededor de las seis y media, y los vecinos aseguran que iba solo. Nunca llegó a la iglesia.

La detective se vuelve hacia nosotros, pero se apoya contra la pared y se cruza de brazos.

—Lo lamento; pero, a menos que ustedes tengan alguna información que pueda ayudarnos a descubrir al asesino del padre Bishop, debo volver al trabajo.

He pasado toda mi infancia siendo sumariamente despachado, normalmente por el juez, y de adulto es algo que no soporto, así que protesto sin antes pensarlo.

—Le hemos dicho que creemos que existe una conexión.

La sargento Ames da un paso hacia mí. Su tosco rostro tiene una expresión de pocos amigos, y ella parece haber crecido en tamaño (aunque puede que sea yo quien se ha encogido). Entonces recuerdo que después de todo es oficial de policía y que no le interesan nuestras teorías ni nuestros líos.

—Señor Garland, ¿tiene usted pruebas de que exista alguna relación entre el asesinato del padre Bishop y la muerte del padre de ustedes?

—Bueno, depende de lo que usted entienda por «prueba».

—¿Le dijo alguien que este crimen estaba relacionado con la muerte de su padre?

—No. Pero yo…

—¿Sabe usted por sus propios conocimientos quién ha matado a Freeman Bishop?

—¡Claro que no! —Me siento ofendido pero también un poco asustado dada la ambigua relación que existe entre los hombres negros y el departamento de policía del país. Recuerdo que esta pequeña habitación se usa para interrogar a los detenidos. Los muebles empiezan a emitir un leve resplandor rojizo. Mariah me apoya la mano en el brazo para tranquilizarme y capto el mensaje: al fin y al cabo estamos aquí, y la sargento tiene un trabajo que hacer.

—¿Le ha dicho alguien quién ha matado a Freeman Bishop? —continúa la sargento Ames.

—No. —Recuerdo demasiado tarde lo que se suele decir a los clientes que van a declarar: pónselo fácil, di sí o no y nunca, nunca, digas nada voluntariamente, no importa las ganas que tengas de contarlo.

Y mantén la calma.

—¿Le ha dicho alguien que sabe quién ha matado a Freeman Bishop?

—No.

—¿Le ha dicho alguien que alguien más sabe quién ha matado a Freeman Bishop?

—No.

—Entonces no creo que tenga ninguna información para mí.

—Bueno, yo…

—Un momento.

Lo ha dicho suavemente. La detective se ha hecho con el mando con una facilidad sorprendente. Mis intimidados alumnos no me reconocerían, pero estoy convencido de que Avery Knowland se lo pasaría en grande si me viera.

Mariah y yo aguardamos como nos han ordenado. Al final, para mi decepción, la sargento Ames abre la carpeta marrón, saca una hoja de papel amarillo y lee unas notas manuscritas mientras la lengua se le mueve por la boca en un gesto de concentración. Coge un bolígrafo de la mesa y hace unas marcas en el margen. Por primera vez me doy cuenta de que la detective no me ha interrogado solo para cumplir. Mariah también se ha dado cuenta. Su mano se cierra en mi brazo. La sargento Ames sabe algo o cree saber algo que la lleva a hacer esas preguntas.

Y solo me pregunta a mí, no a mi hermana.

Cuando la sargento vuelve a hablar, está mirando sus notas, no a mí.

—¿Saben ustedes si Freeman Bishop había recibido amenazas?

—No.

—¿Conocen a alguien que sintiera una especial antipatía hacia Freeman Bishop?

—No. —De nuevo, no puedo evitar añadir de mi propia cosecha—: No era la clase de hombre que suscita… esto… pasiones desatadas.

—¿No le conocían enemigos?

—No.

—¿Han sostenido recientemente alguna conversación con Freeman Bishop?

—No. Desde el funeral, no.

—Antes de su asesinato, pero después del funeral, ¿han hablado ustedes con alguien sobre Freeman Bishop?

Dudo. ¿Adónde querrá conducirnos? ¿Qué cree que ha sucedido? Pero dudar durante un interrogatorio es como agitar un trapo rojo ante un toro. La sargento Ames alza sus intensos ojos de la carpeta marrón y los clava en mí. No repite la pregunta. Aguarda, aterradora en su paciencia, como si esperara verme confesar… ¿una conversación?, ¿algo más? ¿No creerá que…? ¡Menuda ridiculez!

—No que yo recuerde —digo por fin.

Me contempla durante un instante, dándome a entender que se ha dado cuenta de mis evasivas, y vuelve a mirar sus notas.

—¿Apreció usted últimamente algún comportamiento extraño en Freeman Bishop?

—No lo conocía lo suficiente.

Levanta la vista.

—Creía que lo había visto la semana pasada, durante el funeral de su padre…

—Bien… Sí.

—¿Y no notó nada extraño en su actitud?

—No. Nada.

—¿Parecía el de siempre?

—Supongo. —Ya no estoy asustado por sus preguntas, sino confundido.

—¿Ha tenido noticia a través de terceros de alguna actitud extraña por parte de Freeman Bishop?

—No.

—¿Le ha comentado alguien algo que pudiera tener relación con este asesinato?

—Yo…

—No se apresure. Piénselo bien. Retroceda unas cuantas semanas si es necesario. Incluso meses.

—La respuesta sigue siendo «no», sargento.

—Usted dijo que existía una conexión entre la muerte de su padre y el asesinato de Freeman Bishop.

—Yo… Sí, nos lo preguntábamos.

—¿Les habló alguna vez su padre acerca de Freeman Bishop?

De nuevo me sorprendo.

—Sí, claro, muchas veces.

—¿Recientemente? —Su tono es amable de repente—. Pongamos que seis meses antes de la muerte de su padre.

—No. No que yo recuerde.

—¿Y hace un año? Retroceda un año.

—Puede. No lo recuerdo.

—¿Fue deseo de su padre que Freeman Bishop oficiara el funeral?

Mariah y yo intercambiamos una mirada. Algo sucede.

—No me parece que llegara a hablar de su funeral —respondo una vez se hace evidente que Mariah no tiene intención de contestar—. No conmigo.

La sargento Ames vuelve su atención a la carpeta. Me pregunto qué puede estar leyendo en ella. Me pregunto qué habrá hecho al enterarse de que iríamos a verla, dónde habrá buscado información, dónde la habrá encontrado. Me pregunto de dónde ha sacado todas sus preguntas. Me veo seriamente tentado de romper las reglas por las que se guía todo abogado que se precie y… simplemente, preguntárselo.

Sin embargo, pregunto otra cosa:

—¿Tienen ustedes alguna pista?

—Señor Garland, debe intentar comprender cómo funcionan estos asuntos. Es la policía la que hace preguntas.

Me está pinchando. Nada me molesta más que me sermoneen de ese modo.

—Mire, sargento, lo siento pero este es el hombre que celebró el funeral de mi padre, ¿sabe? Hace nueve años celebró mi matrimonio. Quizá ahora entienda por qué estamos algo afectados.

—Entiendo por qué están afectados —responde la sargento Ames severamente, sin molestarse en levantar la mirada de sus papeles—. Pero también tengo un crimen que investigar y dado que ustedes han utilizado sus influencias para llegar hasta aquí en un día tan ocupado, espero que al menos colaboren si pueden. Aunque solo sea porque ofició el funeral de su padre, aunque solo sea porque ofició su matrimonio.

Mariah trata de arreglarlo:

—¿Cómo podemos ayudarla, sargento Ames?

—¿Ha escuchado usted las preguntas que le he hecho a su hermano?

—Sí, señora.

Algo se trasluce en el rostro de la sargento. ¿Cómo es que no se me ha ocurrido lo de «señora»? ¿Quizá porque ella es blanca y yo negro? ¿Será la grosería el legado de la opresión? La civilización va cada día más cuesta abajo, y todo lo que los norteamericanos somos capaces de hacer es discutir acerca de quién tiene la culpa.

—¿Tiene usted alguna otra respuesta que ofrecer?

—No, señora.

—¿Está usted segura?

—Sí, señora.

Mi hermana nunca ha parecido tan contrita en su vida. Su táctica da resultados.

—Quiero que le echen un vistazo a esto —dice la detective en un tono más amable, y saca un par de fotografías en blanco y negro de la carpeta—. Son más bien… horribles.

Mariah les echa una ojeada e inmediatamente vuelve la cabeza. Como no quiero quedar mal ante la terrible B. T. Ames, me fuerzo a mirar y obligo a que mi cerebro procese lo que está viendo.

Contemplar esas fotografías supone darse cuenta inmediatamente de que la persona que torturó al padre Bishop lo hizo, al menos en parte, por placer. Una de las instantáneas es un primer plano de una mano. De no ser por toda la sangre no se apreciaría que le faltan tres uñas. La otra muestra lo que parece ser la parte más carnosa del muslo de Freeman Bishop. Brillantes círculos como ampollas aparecen marcados con fuego en la piel: verrugas de dolor, como cráteres lunares. Los cuento: cinco; no, seis. Y solo se trata de una pequeña parte del cuerpo. Intento imaginar qué tipo de persona sería capaz de hacerle esto a otra. Y lo intento durante un rato porque me toma tiempo. También intento imaginar en qué lugar lo habrá hecho para que no se escucharan los gritos. Dudo que una mordaza en la boca hubiera sido suficiente.

—La cosa cambia cuando uno lo ve, ¿no es cierto? —pregunta la detective.

—Ti… Tiene… —balbuceo. ¿No será esto a lo que se refería Jack Ziegler? No puede ser. Vuelvo a empezar—. ¿Tiene usted alguna idea de quién podría hacer algo así?

La sargento Ames me contesta con otra pregunta:

—¿Y usted? —Sus ojos están de nuevo fijos en mí, estudiándome mientras examino las fotos. Capto cierta inquietud en Mariah, a mi lado, pero no estoy seguro de la razón.

—¿Que si yo qué?

—¿Tiene usted alguna idea de por qué alguien pudo haber hecho esto?

—¡Naturalmente que no!

Mis protestas no interesan a la sargento Ames.

—¿Hay algo que le haga pensar que el padre Bishop tenía alguna información en la que alguien pudiera estar interesado?

—No sé a qué se refiere…

—Lo han torturado, ¿no? —La detective señala las fotografías con aire de exasperación—. Normalmente, eso significa que alguien deseaba información.

—A menos que se trate de una tapadera —sugiere Mariah discretamente.

La sargento Ames se vuelve hacia mi hermana con una mirada que denota que está reconsiderando, no el caso, sino a Mariah.

—O la obra de algún psicópata —añado yo inoportunamente ya que no deseo quedarme fuera en el momento en el que la detective empieza a mostrar cierto respeto.

—Cierto. Si resulta que alguien le ha arrancado el hígado y se lo ha comido con habas en plan Hannibal Lecter lo llamaré para hacérselo saber —responde la sargento Ames en un tono aún más mordaz gracias a su indiferencia.

Me irrito ante semejante desplante; pero, antes de que se me ocurra una respuesta, la detective ha empezado otro pequeño discurso.

—Ustedes se preguntan por qué les estoy haciendo todas esas preguntas. Permítanme que les explique lo que ocurre. Supongo que ya han leído lo que ha salido en los periódicos y que saben que el padre Bishop, que en paz descanse, murió de un tiro en la cabeza. Bien, el disparo fue en la base del cráneo en ángulo ligeramente ascendente. Ningún aficionado haría algo así. Un aficionado hace lo que ve en las películas y dispara en la sien o en la boca. Pero, si lo que se quiere es estar seguro, ha de ser en la base del cráneo. También saben que el padre Bishop tenía quemaduras en ambos brazos, en una de las piernas y en un lado del cuello. Saben que le faltaban tres uñas. Saben que fue encontrado con las manos atadas a la espalda. Le hicieron más cosas. No necesitan conocer los detalles, pero este hombre fue torturado, torturado con saña. Como pueden hacerlo, por ejemplo, los traficantes de drogas cuando quieren algo.

Al escucharlo expuesto con tanta crudeza me encojo de miedo porque no puedo evitar pensar en mi familia. Sin embargo, la detective ha escogido sus palabras con cuidado. Mariah se fija en la pequeña pista antes que yo; pero eso se debe a que los miembros de la Asociación de Alumnos Sobresalientes tienden a ser más rápidos deduciendo.

—Pensaba que se traba de un crimen pasional.

—Ya sé por qué lo cree. Los periódicos dicen que es un crimen pasional; la televisión y la NAACP, dicen que es un crimen pasional; el gobernador de este estupendo estado dice que ha sido un crimen pasional, y tengo entendido que incluso el presidente de estos maravillosos Estados Unidos ha sugerido que puede tratarse de un crimen pasional; al igual que los ocupantes de los dos autobuses que vendrán por aquí este fin de semana para protestar y recordarnos el modo terrible de tratar a los negros que tenemos en esta ciudad, aunque no haya absolutamente ninguna razón que haga pensar que el crimen se ha cometido aquí. Pero, ¿saben una cosa? Los crímenes pasionales, incluidos los asesinatos, suelen cometerlos aficionados. Y este no es nuestro caso. —Nos mira de nuevo—. Ahora bien, ustedes no me han oído decir ni le han oído decir a nadie de la policía que se trata de un crimen pasional, ¿cierto?

Mariah, que en su época fue periodista, lo resume:

—Entonces, ¿ha sido un crimen pasional o no?

La sargento Ames traspasa a mi hermana con una mirada fulminante, como si hubiera reconocido demasiado tarde la clase de bichos que ha dejado entrar en su santuario. Los ojos de la detective son dos inexpresivas esferas de obsidiana que desafían a quien sea a mentir en su presencia. Salta a la vista que no le gusta que le hagan preguntas. Cuando habla, su tono es mecánico.

—Señora Denton, no sabemos a ciencia cierta de qué clase de crimen se trata, salvo que es especialmente horrible… y que la persona que lo ha cometido corre por ahí. Primero lo encontraremos y, después, decidiremos de qué tipo de crimen se trata.

—¿No había ninguna nota? —pregunto.

—Está claro que compramos los mismos periódicos, señor Garland. Leí en uno de ellos que había una nota prendida en la camisa del padre Bishop, y algún otro salió con la exclusiva de que la nota era obra de un grupo de blancos de esos que defienden la supremacía de la raza y que eran los responsables.

—En los periódicos… —murmura Mariah con un atisbo de sonrisa. No ha interpretado el comentario de la detective con el mismo desprecio que yo.

—No lo estoy confirmando —sonríe la sargento. Puesto que una y otra se han tomado mutuamente la medida, ya se encuentran cómodas. Otra prueba, si es que hacen falta más, de que el mundo marcharía mejor si lo dirigieran las mujeres.

—No me lo confirma porque si hubiera una nota y usted no la hubiera hecho pública podría usar su contenido para distinguir a los pervertidos que siempre aparecen tras un crimen como este de la gente que sí puede aportar algo para su solución.

—Sí. Esa es una de las razones.

Las miro alternativamente. Hay algo entre las dos, se ha producido algo más que un simple nivel de entendimiento mientras yo estaba dándole vueltas a otras cosas. Ha sido como contemplar una partida entre dos maestros del ajedrez, todas las sutiles maniobras que a un lego se le antojan sin sentido hasta que, de repente, uno de ellos cae vencido.

—La otra razón —prosigue Mariah en el mismo tono discreto— es que la carta podría ser falsa.

—Yo no he dicho tal cosa —interrumpe inmediatamente la detective, cuya sonrisa se ha desvanecido como si hubiera recordado de golpe que las sonrisas están prohibidas en tan deprimente estancia. La tensión vuelve a hacerse palpable. Entonces, bruscamente, sé adónde van.

—Sargento Ames —dice ceremoniosamente mi hermana—, estamos aquí porque tenemos familia y estamos preocupados por ella. —Se frota la prominente barriga para subrayar su argumento: que estamos preocupados por nuestros hijos—. Si puede convencernos de que no existe relación entre lo ocurrido al padre Bishop y lo sucedido a nuestro padre nos marcharemos y no volveremos a molestarla. Se lo prometo. No iremos a los periódicos. He sido periodista y sé cómo mantener la boca cerrada. Jamás revelé una fuente. Mi hermano, como usted sabe, es abogado; así que sabe guardar un secreto. Me consta que cree que hemos usado nuestra influencia para llegar hasta usted. Lo lamento, pero lo hicimos pensando en el bien de nuestras familias. Nada de lo que nos diga saldrá de esta habitación, también se lo prometo. Y si alguna vez podemos hacer algo por usted…

Mariah deja el resto en el aire. ¡Qué estupenda es! ¡Qué buena reportera debió de ser! Sin decir una palabra que pueda comprometerla, se las ha apañado para amenazar indirectamente con convertirse en un estorbo si no obtiene lo que quiere. Y lo más importante, también ha agitado el fantasma de una supuesta influencia familiar, influencia que se debe exclusivamente a la generosidad de Mallory Corcoran.

La sargento Ames capta el mensaje y tiene demasiada experiencia para enfadarse. En vez de eso, le da un mordisco al anzuelo.

—La familia del padre Bishop no ha cooperado demasiado… Parece pensar que… Bueno, el aspecto racial los preocupa.

—Hablaré con ellos —dice Mariah sin dudarlo, como si fuera ella quien controla la Gold Coast, esperanza que mi madre siempre abrigó—. Estuve con Warner Bishop en Jack & Jill.

La detective asiente como si estuviera al tanto de todas las organizaciones benéficas al servicio de los niños negros de Norteamérica.

—Warner Bishop parece creer que por aquí todos somos asquerosamente racistas —dice.

—Hablaré con él —promete Mariah.

La sargento Ames me mira un instante pero se dirige a mi hermana.

—No les enseñaré la nota, no puedo hacer algo así, pero entre nosotros puedo decirles que no existe la más mínima razón para que estén preocupados por sus familias. No existe ninguna conexión entre este crimen y el padre de ustedes. Sin embargo, están ustedes en lo cierto con respecto a lo demás: había una nota, y creemos que es falsa. Es decir, que no ha sido cosa de ningún grupo racista.

Hace una pausa y aguarda a que seamos nosotros quienes demos el siguiente paso. Estoy a punto, pero Mariah levanta la mano antes que yo.

—Sargento, ¿verdad que fue por algo de drogas?

La sargento mira a mi hermana, a mí y de nuevo a ella. Hay auténtico respeto.

—Sí —responde al fin—. Sí. Pensamos que se trata de algo relacionado con drogas, pero que quede entre nosotros. No se lo digan a su familia. Aún no. —Hace una pausa para que el comentario cale. Los detectives de la policía también saben amenazar—. Sin embargo, estamos bastante seguros de que ustedes y su padre y sus familias no están involucrados. Tendremos que esperar un día o dos a los informes de toxicología para asegurarnos, pero por otras pruebas puedo decir que el padre Bishop era consumidor habitual.

La detective calla. No es que se me hayan desencajado las mandíbulas, pero estoy bastante seguro de que el tiempo se ha detenido, de que me ha dejado de latir el corazón y de otras frases hechas por el estilo. Así pues, que el sermón del padre Bishop se extraviara en los meandros de la incoherencia no fue debido a la simple incompetencia. Me siento anonadado y avergonzado por el alivio que me invade.

Pero Mariah sigue con el dedo en la llaga.

—¿Cómo puede explicar eso lo sucedido?

La sargento Ames suspira. Según parece tenía la esperanza de poder librarse sin tantas molestias, pero va a tener que contarnos el resto. A pesar de todo, sigo preguntándome qué motivos tenía para interrogarme. ¿Acaso pretendía intimidarme?

—No hacemos publicidad de esto porque nos da miedo que puedan surgir imitadores, pero en el área de Washington, incluyendo los suburbios, nos encontramos todos los años con una docena de casos parecidos. De la mayoría de ellos ustedes no se enteran ni por la prensa ni por la televisión porque las víctimas no son personajes destacados. El tipo de tortura que ha padecido el padre Bishop… Bueno, es horrible, pero se da con más frecuencia de la que ustedes creen. En concreto, es un procedimiento frecuente que los traficantes aplican a los clientes que se atrasan en los pagos para obligarles a decirles dónde guardan el dinero. Les sacan la información con torturas y los matan de un tiro en la nuca; pero a veces lo hacen por placer. Estamos bastante seguros de que esto último es lo que ha ocurrido aquí, aunque un hombre fuerte apenas habría podido resistir una décima parte de lo que le han hecho a él. Según lo que me han dicho, el padre Bishop, que en paz descanse, no era especialmente fuerte. Si querían sacarle alguna información, supongo que lo consiguieron deprisa. Todo lo demás, se lo hicieron por gusto. —Hace una pausa para que lo asimilemos. La temperatura de la estancia baja de golpe—. No obstante, la cuestión principal sigue siendo la misma: estamos bastante seguros de que el padre Bishop ha sido asesinado porque consumía drogas que no podía pagar.

—¿Bastante seguros? —pregunto por preguntar.

La sargento me lanza una mirada furiosa. Sus ojos me dicen que preferiría verme callado para poder fingir que no me ve. Mariah es de quien se fía. En lo que a la sargento B. T. Ames se refiere, no soy más que parte del mobiliario.

Me doy cuenta de mi error una fracción de segundo demasiado tarde, pero mi hermana es más rápida. Se ha puesto en pie y me ha obligado a imitarla. Le da las gracias a la detective por el tiempo que nos ha dedicado. Las dos se dan la mano, como si cerraran un trato. La sargento Ames pasa a nuestro lado y abre la puerta para que el resto de los policías oigan cómo nos despacha.

—Escuchen, señor Garland, señora Denton, lamento lo de su padre. De verdad. Pero tengo un asesinato entre manos y mucho trabajo por hacer, así que, si me perdonan, debo volver a mis asuntos.

II

Regresamos juntos en coche a Shepard Street, donde Mariah tiene intención de quedarse a dormir. Yo volveré a casa en el puente aéreo por la noche, un poco más tarde, pero estaré de vuelta dentro de una semana para asistir al funeral del hombre que ofició el de mi padre. La casa está extrañamente silenciosa tras el barullo de la semana pasada y resuena como el hogar de un hombre muerto. Nuestros pasos repiquetean sobre el parquet del salón igual que disparos. Mariah hace una mueca y me cuenta que, tras el entierro, envió todas las alfombras orientales del juez a la tintorería. Hace un gesto de disculpa con la mano y pone en marcha el CD. Esta vez suena su música y no la de mi padre: Reasons, la versión larga de Earth Wind & Fire, que en opinión de mi hermana sigue siendo el mejor disco pop que se ha grabado. Al juez le habría parecido fatal. Hago un esfuerzo por recordar que en estos momentos ya se trata de la casa de mi hermana y que no soy más que un invitado, así que puede hacer lo que le dé la gana.

Tras una breve visita de Mariah al cuarto de baño nos volvemos a encontrar en la absurdamente iluminada cocina, sentados a la mesa, sorbiendo chocolate caliente en un confortable silencio, casi —aunque no del todo— como amigos. Me aflojo la corbata y Mariah se quita los zapatos.

—Preferiría que no te quedaras aquí, sola —le digo.

—¿Cómo es eso, Tal? —ríe mi hermana—. No sabía que te importara.

Muchos hermanos identificarían ese momento como la hora en que se dice: «Ya sabes que te quiero». Pero la mayoría de los hermanos no han crecido en mi familia.

—Me preocupo por ti. Eso es todo.

Mariah inclina la cabeza y arruga la nariz.

—No necesitas preocuparte, Tal, ya soy mayorcita, y no creo que nadie vaya a meterse en casa esta noche y a quemarme con cigarrillos. —Dado que eso es exactamente lo que temo, no digo más—. Además —añade ella—, no estaré sola.

—¿No? —Me ha pillado por sorpresa.

—No. Szusza traerá a los niños mañana. —Doy por hecho de que se trata del impronunciable nombre de la canguro—. A algunos en todo caso —corrige, aunque también puede ser que le resulte difícil llevar la cuenta. A mí me lo resultaría—. Y Sally vendrá a dormir.

—¿Sally?

No sabía que mi hermana y ella fueran tan amigas.

—Se ha portado estupendamente, Tal, de verdad. Vendrá cuando salga del trabajo y empezaremos a repasar los papeles de papá. —Mariah me mira fijamente, como si hubiera puesto objeciones a sus planes—. Escucha, Tal, alguien tiene que hacerlo. Debemos averiguar lo que contienen. Por muchas razones. Hay un montón de documentos y archivos que podemos necesitar, acerca de las casas y todo eso. Y… quién sabe, puede que encontremos alguna pista.

—Pista, ¿de qué?

La mirada de Mariah echa chispas.

—Vamos, Tal, ya sabes a qué me refiero. Tú eres el que aguantó los gritos de Jack Ziegler en el cementerio la semana pasada. Él cree que hay algo, algún tipo de… No sé qué. —Cierra los ojos un instante y los vuelve a abrir—. Quiero dar con lo que anda buscando y quiero hacerlo antes de que lo haga él.

Lo medito: «Las disposiciones». Bien. Puede que tenga razón. Es posible que el juez haya dejado algún papel, un diario, algo que nos ayude a comprender por qué el tío Jack estaba tan preocupado y qué andaban buscando los falsos agentes del FBI. O la sargento B. T Ames. «Las disposiciones». Puede que surja un rastro. Lo dudo, pero es posible que Mariah, la periodista, tenga razón.

—Bien. Pues buena suerte. —Es todo lo que se me ocurre decir.

—Gracias. Tengo el presentimiento de que daremos con algo.

Sorbe su chocolate y hace una mueca: demasiado frío.

—Hasta podría ser divertido.

Mariah se encoge de hombros dando a entender su determinación.

—No lo hago para divertirme —contesta para su taza, frotándose inconscientemente la barriga con ella mientras yo me sorprendo al preguntarme qué estará haciendo mi esposa en estos momentos.

—¿Sabes algo de Addison desde el funeral? —pregunto para charlar de algo.

—Nada. Ni una palabra. —Sonríe maliciosamente—. El viejo Addison de siempre.

—No es tan malo.

—Qué va, es estupendo. ¿Quieres creer lo que dijo de papá en el sermón? Que era posible que hubiera motivos para creer que podía haber hecho algo malo…

—Eso no es exactamente lo que dijo —intervengo como Misha «el Pacificador», un papel en el que de algún modo me metí mientras intentaba sobrevivir en el turbulento hogar de mi adolescencia y del que aún no he sabido desprenderme.

—Así fue como lo escuché; y apuesto que ese fue el modo en que lo entendieron la mayoría de los allí presentes.

—Bueno… Puede que le saliera algo ambiguo.

—Era un funeral, Tal. —Sus ojos son inexpresivos—. Eso no se hace en un funeral.

—Te entiendo, chiquilla.

Lo cual no significa que esté de acuerdo, una molestia que mi hermana capta al instante.

—Nunca tomas partido, ¿verdad? Te gusta ver los toros desde la barrera.

—Por favor, Mariah… —replico, ofendido; pero no opongo argumentos porque no los tengo.

Dejamos que el silencio nos envuelva unos momentos, mientras nos refugiamos en nuestros pensamientos. Secretamente furioso contra Mariah por haberme dejado convencer para que la acompañe en este desquiciado viaje, empiezo a sumar las horas de trabajo que me esperan en casa. Todo lo que ha dicho la detective tenía sentido, y ninguna de las teorías de mi hermana parecen ni remotamente probables. Miro de reojo mi reloj, confiando en que Mariah no lo vea, y me llevo la taza a los labios. La aparto en el acto: mi chocolate caliente está tan malo como el suyo.

—¿La creíste? —me pregunta Mariah, como si me leyera el pensamiento—. Me refiero a la sargento Ames, a lo que dijo sobre el padre Bishop.

—¿Me preguntas si creo que estaba mintiendo?

—Pregunto si crees que tenía razón. Por favor Tal, no hagas juegos de palabras conmigo, no soy una de tus alumnas.

Debo ser cuidadoso con la respuesta. No quiero convertir a mi hermana otra en vez en mi enemiga.

—Sé a lo que te refieres —respondo lentamente—. Creo que si no tiene razón, entonces, la alternativa es que fue torturado por… por algo relacionado con el juez. Pero eso no tiene sentido.

—¿Por qué no? —La pregunta es espinosa. De nuevo debo medir mis palabras.

—Bien, supongamos… supongamos que existe cierta información que el juez se llevó a la tumba con él, información que alguien deseaba… Entiéndeme, no es que yo lo crea. Es solo una suposición.

Mariah hace un rápido gesto de asentimiento. Me lanzo:

—Incluso siendo cierto, incluso si existe alguna información… Bueno, dudo que el juez le hubiera confiado algo importante a Freeman Bishop. No es mi intención hablar mal de los muertos, pero, Freeman Bishop…

—Nadie que conociera a papá diría que pudiera contarle algo al padre Bishop.

—Nadie que conociera a Freeman Bishop diría que el juez le confiaría lo que fuera.

Mi hermana se acaricia la barriga, como si protegiera a su bebé.

—Así que no le torturaron… por alguna información… relacionada con papá. ¿Es eso?

—Eso es. Si pensara otra cosa cogería a mi familia y me escondería en las montañas.

—Eso si tu familia te lo permitiera. —Mariah no puede evitar ser maliciosa cuando se trata de Kimmer. Prefiero no hacerle caso.

—La cuestión, chiquilla, el motivo que me hace pensar que la sargento Ames está en lo cierto es que no se me ocurre una razón que explique por qué alguien querría hacerle esas cosas al padre Bishop.

«Prometí que os protegería, y eso haré». Puedo repetir la frase, pero la reiteración no hace que lo crea. No del todo. Lo que me parece cierto es que hay alguien ahí afuera, los «otros» del tío Jack, jugando a no sé qué y esperando a que yo haga… No sé, lo que sea que esperen que haga. No percibo peligro, pero tampoco me tranquiliza.

Mariah asiente.

—Ni yo —contesta, pasándose una mano por los ojos—. Realmente, esa detective era algo serio. Menuda tía dura.

—Bueno… Conseguiste que te dijera que la nota era seguramente falsa.

—Vamos, Tal, déjalo estar. —El tono de Mariah se ha tornado repentinamente cortante. He vuelto a entrometerme en su campo de experta—. No he conseguido nada de ella. Los polis no admiten nada que no quieran admitir. Se limitó a contarnos lo que deseaba que supiéramos. Eso es todo.

—Bien, ahí quiero llegar. —Estoy nervioso—. Ella quería que supiésemos todo ese asunto de drogas. ¿Por qué? Apuesto a que la única razón por la que nos lo ha contado es porque no cree que vayamos a guardar el secreto. Quiere que lo hagamos circular.

—No sabía que fueras tan cínico. —Mariah menea la cabeza como si ella no lo fuera. Cambia de postura en la silla y me apunta con el dedo—. La sargento Ames me cae bien.

—Pero, ¿creíste su historia de los traficantes de drogas?

—No sé. Hallaron su cadáver cerca de los astilleros de la armada, ¿no?

—Apuesto a que hay al menos ciento cincuenta mil personas en el Southwest que no consumen drogas ni las venden.

—Déjalo estar —repite Mariah—. Todo el mundo sabe que el padre Bishop le daba a la coca. O que le había dado. Se sabe desde hace años.

—Que todo el mundo sabe ¿qué?

—Eres tan inocente, Tal. ¿Por qué eres siempre el último en enterarse? —Se echa a reír. Al menos volvemos a llevarnos bien—. ¿De verdad no lo sabías?

Hago un gesto negativo con la cabeza.

—Bueno, es una vieja historia. Laurel St. Jacques lo pilló esnifando, hace unos tres años, en plena sacristía. Recuerdas a Laurel, ¿no? Se casó con André Conway. Seguro que te acuerdas de André. —La maliciosa sonrisa me recuerda que soy el segundo esposo de Kimberly Madison y que el primero fue André.

—Me acuerdo de André —respondo en voz baja.

También recuerdo, aunque nunca lo nombre, mi furia irracional hacia él cuando ganó el primer asalto de nuestra batalla por Kimberly Madison, incluyendo un momento en el que casi llegamos a los puños. En aquella época era un productor de noticias locales llamado Artis. —Su nuevo nombre apareció cuando decidió hacer películas documentales—. Incluso me acuerdo de que se casó con Laurel.

—¿Y te acuerdas de que están divorciados?

—Me suena. —Confío en que no pretenda decirme algo acerca de André y mi esposa. Desatados, mis pensamientos se arrojan en brazos de sus obsesivos miedos: André está actualmente en Los Angeles, y Kimmer en San Francisco. No le costaría tomar el avión e ir a verla…

¡Basta ya!

—Tengo entendido que hubo otra mujer involucrada —comenta Mariah dejando al descubierto una vieja vena cruel.

—Suele haberlas.

Mariah me observa, puede que intentando deducir si la estoy evitando con lo que ella considera despreciativamente que es mi astucia de abogado de universidad de lujo. Como si ella no tuviera la suya. Me limito a mantener mi cara de póquer.

—En cualquier caso —prosigue—, Laurel pilló al padre Bishop hace unos años. Y, siendo Laurel la que es, naturalmente se lo contó a todo el mundo. Aún me sorprende que no lo expulsaran en el acto. Supongo que papá se puso de su parte porque, de lo contrario, Bishop habría desaparecido. Sin embargo, decidieron conservarlo. Supongo que debieron de sentir lástima o algo así. Ya nos conoces a los episcopalianos, Tal. Nos encanta sentir compasión por los demás. No somos felices si no podemos hacer caso omiso de los pecados ajenos para demostrar así lo tolerantes que somos —añade mi hermana que se convirtió al catolicismo de Roma para poder casarse con Howard y que desde entonces, como le gusta señalar a Kimmer, ha seguido al pie de la letra las enseñanzas de la Iglesia acerca del control de natalidad.

—No lo sabía.

—Pues fue un bonito escándalo, Tal. —Agita las manos para dar énfasis a sus palabras, se aparta el cabello como solía hacerlo cuando lo llevaba largo y liso y sigue hablando, feliz de poder compartir un cuchicheo que parece que me he perdido—. De hecho hubo bastante gente que se distanció de la parroquia por esa razón. Los Clifton se marcharon. ¡Estaban furiosos! Y Bruce y Harriet Yearwood, y también Mary Raboteau. No, espera, Mary se jubiló y se mudó a Florida. Estaba pensando en la señorita Lavelle, ella es otra de las que se marchó. Y seguramente dirías lo mismo de Gigi Walter, que es una puritana, pero creo que tenía sus propias razones para quedarse. —Suelta una extraña risita. A mi hermana le encanta ser crítica incluso cuando los que la escuchan no saben lo que critica—. No puedo creer que no te enteraras de todo esto.

—No. Me lo perdí.

—Papá pensaba que el padre Bishop debía retirarse voluntariamente; sin embargo, este se presentó ante la congregación con uno de esos sermones al estilo «Dios todavía no ha acabado conmigo» y eso fue el final. Ah, eso me recuerda algo. —Se pone en pie—. Le he prometido a la sargento Ames que llamaría a Warner Bishop. Pobre hombre, ya no le queda nadie. —Mariah desaparece en el vestíbulo. Un momento después oigo que sube por la escalera hacia el estudio para buscar la libreta de direcciones del juez.

Estoy sorprendido. Había dado por hecho que mi hermana hablaba por hablar cuando dijo que tranquilizaría a la familia del padre Bishop, pero he olvidado lo en serio que se toma sus promesas. Cuando éramos niños solía ir a quejarse a nuestros padres (o a Addison las más de las veces) siempre que yo no cumplía una promesa. En el hogar Garland, no cumplir lo prometido era casi motivo de consejo de guerra. Nuestra madre nos castigaba encerrándonos en nuestros cuartos durante unas cuantas horas, pero nuestro padre hacía algo peor: nos hacía llamar al pequeño estudio que en aquella época tenía en la planta baja y nos soltaba uno de sus insoportables sermones volcando sobre nosotros toda su glacial y desapasionada reprobación mientras nosotros nos manteníamos en posición de firmes: «Las promesas son los ladrillos de la vida, Talcott, y la confianza es el cemento. No llegaremos a construir nada en esta vida si no hacemos promesas, y destruiremos lo que otros han construido si prometemos algo y después no lo cumplimos». Cosas por el estilo.

Intentó hacer algo parecido para explicar ante el Comité Judicial del Senado su relación con Jack Ziegler: «La amistad es una promesa de futura lealtad, de lealtad a prueba de lo que venga. Las promesas son los ladrillos de la vida… Nunca abandonaré a un amigo y espero que mis amigos nunca me abandonen a mí». «Ese es un noble sentimiento, juez, pero no cambia el hecho de que ese amigo de usted está acusado de…» «Con todos los respetos, senador, no se trata de una cuestión de nobleza. Se trata de la clase de mundo que deseamos construir. Eso si es que deseamos construir algo en lugar de destruirlo».

Naturalmente, lo abandonaron muchos de sus amigos una vez se percataron de que tenía muchas más posibilidades de acabar en la cárcel que en el Tribunal Supremo.

Voy al fregadero y lavo las tazas. Cuando el agua deja de correr escucho la voz de Mariah bajando por la escalera. Mariah, que sabe ser cálida y vivaz cuando quiere, será seguramente un buen consuelo para Warner Bishop, el desventurado hijo de Freeman, que en la actualidad es ejecutivo de publicidad en Nueva York, con el que mi hermana dedicó tiempo a Jack &Jill y a los otros grupos de juventud. Feo, grandote y torpe, Warner Bishop, que de adolescente deseaba desesperadamente salir con Mariah, nunca consiguió despertar su interés. Según Addison, Warner ha seguido desde entonces manteniendo viva la llama por ella. ¡Qué mundo tan pequeño y cerrado!

—Traficantes de drogas… —murmuro.

Puede que sí y puede que no. Sea quien sea el que haya sido, no necesito cerrar los ojos para ver las fotos de lo que le hicieron al padre Bishop; a su mano, a su muslo y a otras partes de su cuerpo que no me cuesta imaginar y que la detective prefirió, seguramente por delicadeza, no mostrarnos.

Freeman Bishop, drogadicto, ha encontrado el final de los drogadictos. ¿Cómo es posible que yo haya sido el único que no se ha enterado?

Puede que Mariah tenga razón. O puede que se haya vuelto loca. O puede que me haya vuelto loco yo.

Quizá debería ofrecerle hacer las paces.

Mientras me seco las manos en el horrible trapo de diseño rojo y negro, dudo unos instantes y me pregunto si no habrá llegado el momento de que use la tarjeta que Jack Ziegler me dio en el cementerio. Pero no: tras un asesinato, lo último que necesito es pedirle ayuda a un monstruo. Entonces, se me ocurre exactamente qué hacer. El recuerdo de los sermones paternos me lo ha indicado. Creo que la búsqueda de Mariah en pos de alguna pista oculta no dará resultado, pero no quiero que piense que soy su enemigo. Lo que le ofreceré no será tanto una pista como un recuerdo de la clase de hombre que era nuestro padre, un recuerdo que incluso puede que la convenza de abandonar sus pesquisas. Me encamino por el oscuro pasillo hacia la lóbrega biblioteca del primer piso con sus muebles de cerezo. Tras un avaricioso vistazo al Miró, me siento al escritorio y hago rodar la silla hasta la estantería donde mi padre conservaba sus álbumes de recortes. Rebusco entre ellos antes de desistir, desconcertado. Se me ocurre que Mariah puede haberlo cambiado de sitio o que puede haberlo hecho cualquiera de los que desfilaron interminablemente por la casa: los hijos de Mariah, Howard Denton, Simplemente Alma, la inefable canguro, la señorita Rose, Sally, Addison, su novia blanca, el tío Mal, Dana Worth, Eddie Dozier, la mujer de la limpieza, uno de los infinitos primos… Cualquiera.

El libro azul, el de los recortes de periódico con noticias de accidentes en los que un conductor se dio a la fuga, se ha esfumado.