Últimas noticias telefónicas
I
—Este es el día más feliz de mi vida —parlotea la que es mi esposa desde hace nueve años, en el que pronto se convertirá en uno de los más tristes de la mía.
—Ya veo —respondo en un tono que deja traslucir mi disgusto.
—¡Oh, Misha, madura un poco! No lo estoy comparando con haberme casado contigo. —Hace una pausa—. Ni con haber tenido hijos —añade como de pasada.
—Lo sé. Lo comprendo.
Otra pausa. Odio las pausas por teléfono; pero, claro, aparte de muchas otras cosas, lo que odio es el teléfono. Al fondo, escucho la voz de un hombre riendo. Aunque en la costa Este falta poco para que den las once de la mañana, son apenas las ocho en San Francisco. No obstante, no tengo por qué mostrarme suspicaz: podría estar llamando desde un restaurante, un centro comercial o una sala de conferencias.
O no.
—Pensaba que te alegrarías por mí —dice Kimmer por fin.
—Me alegro por ti —le aseguro demasiado tarde—. Es solo que…
—¡Oh, vamos, Misha! —Se impacienta—. No soy tu padre, ¿vale? Sé en qué me estoy metiendo. Lo que le ocurrió a él no me sucederá a mí. Lo que te ocurrió a ti no le pasará a tu hijo. ¿De acuerdo, cielo?
«A mí no me ha ocurrido nada», me digo, casi mintiendo; pero me contengo porque me gusta el infrecuente y delicioso sabor de ese «cielo». Por una vez que Kimmer está tan feliz, no quiero ser un aguafiestas; y, desde luego, no quiero explicarle que la alegría que me produce su hazaña la enturbia mi preocupación por cómo reaccionará mi padre.
—Solo me preocupo por ti —respondo suavemente.
—Puedo cuidar de mí misma —me asegura Kimmer, una declaración tan absolutamente cierta que intimida. Me maravillo ante la capacidad de mi esposa para ocultar las buenas noticias, al menos a su esposo. El día anterior supo que los años de sutiles presiones y cuidadosas contribuciones políticas habían dado fruto, y que se hallaba en el grupo de preseleccionados para cubrir una vacante en el Tribunal Federal de Apelaciones. Intento no imaginar con cuánta gente habrá compartido su alegría antes de haber llamado a casa.
—Te echo de menos —le digo.
—Te lo agradezco; pero, por desgracia, tengo la impresión de que voy a tener que quedarme hasta mañana.
—Creía que ibas a volver esta noche.
—Y yo. Pero, es que… No puedo, sencillamente.
—Ya veo.
—¡Oh Misha!, no es que quiera estar lejos. Es por mi trabajo. No puedo hacer nada para evitarlo. —Pasan unos segundos mientras los dos sopesamos juntos esas palabras—. Regresaré a casa tan pronto como pueda. Lo sabes.
—Lo sé, cariño, lo sé. —Estoy de pie tras mi mesa de despacho, contemplando el patio y a los estudiantes tumbados en el césped, con las narices metidas en sus apuntes o jugando al voleibol intentando alargar el verano de Nueva Inglaterra, saltando y brincando bajo el moribundo sol de octubre. Mi oficina es amplia y luminosa y está un tanto desordenada, lo cual es un rasgo general en mi vida—. Lo sé —repito una tercera vez, dado que nos hallamos en un punto de nuestro matrimonio en el que parece que nos estamos quedando sin conversación.
Tras el correspondiente silencio, Kimmer vuelve a los asuntos prácticos.
—¿Sabes qué? El FBI no tardará en ponerse en contacto con mis amigos y contigo. Cuando Ruthie me lo dijo, solté algo parecido a «espero que no les cuente todos mis secretos». —Se ríe un poco, de modo cansado y confiado a la vez. Mi mujer sabe que puede contar conmigo y, sabiéndolo, se vuelve repentinamente humilde—: Soy consciente de que están pensando en otras personas —prosigue—. Algunas cuentan con un currículo impresionantemente bueno. Sin embargo, Ruthie asegura que tengo bastantes posibilidades.
Ruthie es Ruth Silverman, nuestra compañera de clase en la facultad de derecho, antigua amiga de Kimmer y, en la actualidad, abogada adjunta en la Casa Blanca.
—Las tienes si valoran los méritos —digo lealmente.
—Suenas como si no creyeras que puedo conseguirlo.
—Creo absolutamente que deberías conseguirlo.
Y es cierto. Mi esposa es el segundo abogado más brillante que conozco. Es socia del bufete más importante de Elm Harbor, lugar que ella considera un pueblecito y a mí me parece una ciudad de respetable tamaño. Solo otras dos mujeres han llegado tan alto, y nadie que no sea de raza blanca.
—Supongo que puede estar amañado —admite.
—Espero que no. Quiero que consigas lo que deseas y lo que mereces. —Dudo y al final me decido—: Te quiero, Kimmer, y siempre te querré.
Mi esposa se resiste a devolverme ese sentimiento y cambia de asunto.
—Debe de haber cuatro o cinco preseleccionados. Ruthie dice que algunos son profesores de derecho. Dice que dos o tres son colegas tuyos.
Eso me hace sonreír, aunque no de alegría. Ruthie es demasiado cautelosa para haber mencionado algún nombre, pero tanto Kimmer como yo sabemos perfectamente que «dos o tres colegas» se refiere a Marc Hadley, al que muchos consideran el miembro más brillante de la facultad por mucho que, tras veinticinco años de enseñanza, solo haya publicado un libro y este apareciera hace veinte años. Marc y yo solíamos ser amigos, y eso que yo no tengo muchos amigos, especialmente en la universidad. Sin embargo, la inesperada muerte del juez Julius Krantz, hace cuatro meses, acabó con cualquier amistad que pudiéramos haber tenido y fue la chispa que encendió el fuego del soterrado enfrentamiento que nos ha conducido hasta este momento.
—Es difícil creer que el presidente pueda escoger a otro profesor de derecho —propongo, solo por decir algo. Marc ha estado ejerciendo su influencia para conseguir una plaza de juez durante bastante más tiempo que mi esposa y ayudó a Ruthie, que en su momento fue su estudiante predilecta, a obtener su actual cargo.
—Los mejores jueces son aquellos que han ejercido de verdad el derecho durante tiempo.
Mi esposa habla como si citara una regla oficial del concurso.
—Estoy bastante de acuerdo.
—Esperemos que el presidente también.
—Sí. —Estiro un brazo, que cruje. El cuerpo me duele en los sitios precisos para impedir que pueda estar sentado y quieto. Esta mañana, tras el desayuno, he dejado a Bentley en su carísimo parvulario y me he reunido con Rob Saltpeter, otro colega —aunque no un verdadero amigo—, para jugar nuestro ocasional partido de baloncesto, no en el gimnasio de la universidad, donde haríamos el ridículo ante nuestros alumnos, sino en la YMCA, donde todo el mundo es de mediana edad como nosotros.
—Ruthie cree que tomarán la decisión en las próximas seis u ocho semanas —añade mi esposa, reforzando mi sospecha de que lo celebra mucho antes de lo debido. Teniendo en cuenta que hace solo quince días Kimmer se mofaba en mi oído de Ruthie llamándola «señorita picajueces», en este momento pronuncia su nombre con notable afecto—. Justo para Navidad.
—Vaya. Me parece que es una estupenda noticia, cariño. Quizá cuando vuelvas a casa podamos…
—¡Oh, Misha, cielo, debo dejarte! Jerry me llama. Lo siento. Te llamaré más tarde.
—De acuerdo. Te quiero —repito. Sin embargo, le declaro mi afecto al vacío.
II
«Jerry me llama». ¿A una reunión? ¿Al teléfono? ¿A la cama? Me torturo con arriesgadas especulaciones hasta que llega la hora de mi clase de las once. Entonces, recojo mis libros y salgo corriendo a enseñar. Tal como habrán deducido, soy profesor de derecho. Rondo los cuarenta años de edad, y hubo una época, entre las brumas del pasado, en que fui abogado en ejercicio. En la actualidad me gano la vida escribiendo artículos eruditos demasiado intrincados para que tengan alguna influencia, y paso unas cuantas mañanas a la semana intentando meter en la cabeza la noción de acción de responsabilidad por culpa extracontractual (primer trimestre) o derecho administrativo (segundo trimestre) a unos estudiantes demasiado inteligentes para contentarse con un simple aprobado, pero demasiado ocupados con sus cosas para perder el tiempo con los aburridos detalles que uno debe dominar para alcanzar el sobresaliente. La mayoría de nuestros alumnos solo persigue el título que otorgamos, pero no el conocimiento que ofrecemos; y, de modo creciente, generación tras generación, nos contemplan como una mera escuela vocacional: la relación que media entre el título que ansían y el deseo de conocer y comprender la ley se hace cada vez más tenue. Puede que semejantes pensamientos no sean los más felices para un profesor de derecho, pero a la mayoría de nosotros se nos ocurre de vez en cuando y parece ser que este día me ha tocado a mí.
Me apresuro en mi clase sobre la acción de responsabilidad —¿qué se puede decir que resulte novedoso acerca del seguro no culposo?— y me despacho con unos cuantos párrafos estupendos, ninguno de ellos propio, que mantienen a mis cincuenta estudiantes con una sonrisa en los labios durante la mayor parte de la hora. A las doce y media me pego una caminata para comer con mis dos colegas: Ethan Brinkley, que es lo bastante joven para sentirse emocionado por su condición de profesor numerario, y Theo Mountain, que nos enseñó derecho constitucional a mi padre y a mí y que, gracias a la ley que impide la discriminación en el trabajo por razones de edad y a su infatigable condición física, puede que también se lo enseñe a mis nietos. Sentado con ellos en uno de los ruinosos reservados de Post (solo los no iniciados lo llaman Casa Post), una cochambrosa charcutería situada a un par de calles de la facultad, escucho a Ethan, que relata algo divertido que Tish Kirschbaum contó en una fiesta en casa de Peter van Dyke la semana pasada, y me sorprendo como tantas otras veces por la idea de que, a mi alrededor, un círculo social de blancos gira tan deprisa que apenas soy capaz de atisbarlo brevemente: hasta que Ethan lo ha mencionado, yo no tenía ni idea de que la semana pasada hubiera habido una fiesta en casa de Peter van Dyke, y desde luego no se me ofreció la oportunidad de declinar su invitación. Peter vive a dos calles de casa, pero en la jerarquía de la facultad se halla kilómetros por encima. En teoría, Ethan está por debajo de mí; pero el color de la piel, incluso en el más liberal de los campus, establece sus propias categorías.
Ethan sigue hablando; Theo, con la blanca barba manchada de mostaza, se ríe a gusto; y yo, mientras hago lo que puedo para unirme a ellos, me pregunto si debo hablarles de Kimmer aunque solo sea para ver cómo desaparece la pomposidad de sus satisfechos rostros caucásicos. Deseo explicárselo a alguien; pero entonces se me ocurre que si hago correr la noticia y al final resulta que es Marc quien se hace con el puesto y no Kimmer —tal como supongo que sucederá por muy inmerecido que resulte—, toda esa arrogancia regresará solo que multiplicada.
En cualquier caso, lo más probable es que Marc lo sepa ya: Ruthie nunca le desvelaría a Kimmer el nombre de Marc, pero me juego algo a que a él le ha revelado el de mi mujer. Al menos eso es lo que me digo a mí mismo mientras regreso solo a la facultad caminando por Town Street. Se ha terminado el almuerzo. Theo, que es lo bastante mayor para tener una nieta en el instituto mientras el resto de nosotros aún tenemos a nuestros hijos en el parvulario, se ha ido a una reunión; Ethan, que es experto en terrorismo y en derecho bélico se ha marchado al gimnasio ya que desea mantenerse en forma por si lo llaman de la MSNBC o la CNN. Yo, sin nada concreto que hacer, vuelvo a la oficina. Los estudiantes pasan a mi lado nerviosamente, todo colores, ropas diferentes, arrastrando los pies con ese insolente modo de caminar que adoptan en la actualidad: la cabeza gacha, los hombros encorvados, los codos pegados a los costados y sin apenas levantar los pies del suelo, pero al mismo tiempo manifestando una sensación de energía dispuesta a ser liberada. «Lo más probable es que Marc lo sepa ya». No puedo escapar de ese pensamiento. Paso ante la gloria granítica de la Sección de Ciencia. Paso ante una panda de mendigos, todos miembros de la nación más oscura, y les doy a todos un dólar. Kimmer llama a esta costumbre mía «el óbolo de la culpabilidad». Brevemente, me pregunto cuántos de ellos serán timadores, pero eso es lo que mi padre solía llamar «un pensamiento indigno». «Vosotros sois mejores que semejantes ocurrencias», nos decía a nosotros, sus hijos, con infrecuente cólera al tiempo que nos mandaba vigilar nuestras ideas.
«Lo más probable es que Marc lo sepa ya», me digo una vez más mientras subo por la escalinata del edificio principal de la facultad de derecho. Estoy dispuesto a apostar a que Ruthie Silverman se lo ha contado todo. Theo también le dio clases a Ruthie, y mi mujer y yo fuimos sus compañeros de clase; sin embargo, al igual que muchos otros estudiantes, ella guarda su más perdurable lealtad para Marc Hadley.
—Ese es el problema con los alumnos —murmuro por lo bajo mientras traspaso el umbral hablando conmigo mismo, costumbre que mi mujer califica como señal de demencia y que he practicado toda la vida—, siempre están agradecidos.
A pesar de todo, la prudencia prevalece, y decido guardar para mí las noticias de Kimmer. Mi mundo, aunque a veces resulte doloroso, suele ser pacífico y así es como me gusta. Que en este soleado atardecer de otoño pueda verse repentinamente alcanzado por la violencia y el terror es algo que se halla fuera del alcance de mi imaginación.
III
En el vestíbulo de altos techos tropiezo con una de mis estudiantes favoritas, Crysta Smallwood, que siente una verdadera pasión por las cifras. Crysta es una mujer grandota y de piel oscura, dotada de un nada despreciable talento. Antes de entrar en la facultad de derecho, se graduó en lengua francesa en Pomona y nunca había tenido que ver con los números. Desde su llegada a Elm Harbor, el descubrimiento de las estadísticas la ha vuelto deliciosamente chiflada. Estaba en mi clase del pasado otoño sobre la acción de responsabilidad y, desde entonces, ha pasado la mayor parte del tiempo dedicada a sus dos pasiones: nuestro centro de asistencia jurídica, donde ayuda a evitar que las madres que viven de la asistencia social sean desahuciadas; y su colección de estadísticas, mediante las cuales pretende demostrar que la raza blanca está condenada a la autodestrucción, perspectiva que sin duda la alegra.
—Hola, profesor Garland —exclama comiéndose las palabras al estilo de la costa Oeste.
—Buenas tardes, señorita Smallwood —respondo formalmente porque la dura experiencia me ha enseñado a no mostrar demasiada familiaridad con los estudiantes. Sigo caminando hacia la escalera.
—¿Sabe qué? —Se entusiasma cortándome toda vía de escape, indiferente ante la posibilidad de que yo me esté dirigiendo a alguna parte. Lleva el cabello muy corto al estilo afro y es una de las pocas de la facultad que lo hace. Soy lo bastante viejo para recordar la época en que casi no había mujer de su edad que lo llevara de otra manera; no obstante, el sentimiento de identidad racial resultó ser menos una ideología que una novedad pasajera. Sus ojos están un poco demasiado separados, cosa que le confiere un aspecto estrábico ligeramente desconcertante cada vez que uno la mira. Para ser una mujer de su envergadura, se mueve con mucha agilidad y, en consecuencia, resulta difícil esquivarla—. Le he estado dando vueltas a esas cifras otra vez. Ya sabe, sobre las mujeres blancas.
—Ya veo.
Atrapado, levanto la vista hacia el techo, decorado con elaboradas esculturas de yeso: símbolos religiosos, guirnaldas de hojas de tejo, alusiones a la justicia, todas ellas pintadas tantas veces que han empezado a perder el relieve.
—Sí, Y… ¿no lo adivina? Pues su índice de fertilidad, el de las mujeres blancas, es tan bajo en la actualidad que para el 2050 no habrá más nacimientos.
—¡Vaya! ¿Estás segura? —Porque Crysta, aunque es brillante también está totalmente chiflada. Como profesor suyo he descubierto que su entusiasmo la vuelve descuidada y que con frecuencia maneja cifras con gran seguridad sin haberse tomado el tiempo de comprenderlas.
—Bueno, quizá en el 2075.
—Todo eso suena poco consistente, señorita Smallwood.
—Es por culpa de los abortos. —Me pongo de nuevo en marcha, pero Crysta mantiene mi ritmo sin ningún problema—. Puede que estén matando a sus bebés. Esa es la razón principal.
—Realmente creo que debería escoger otro tema para su tesina —le respondo, haciéndome a un lado para poder alcanzar la curvada escalinata de mármol que conduce a los despachos de la facultad.
—¡Pero no son solo los abortos! —Su voz me sigue escalera arriba y provoca que uno de mis colegas, el pequeño y nervioso Joe Janowsky, se asome por encima de la barandilla de mármol para ver, a través de los gruesos cristales de sus gafas, quién está gritando—. También están los matrimonios interraciales, porque las mujeres blancas…
Al fin cruzo la doble puerta del pasillo, y las elucubraciones de Crysta se vuelven misericordiosamente inaudibles.
En una época yo era como ella, me digo mientras me escabullo en mi despacho. Estaba tan seguro de que tenía razón acerca de la cuestión de los derechos humanos como lo ignoraba todo acerca de ese asunto. Probablemente ese fue el motivo principal de que me contrataran: cuando era intelectualmente más joven también era intelectualmente más audaz.
Eso y la casualidad de ser el hijo de mi padre, dado que su influencia en el campus solo decayó ligeramente tras el trauma de sus comparecencias públicas. Incluso en la actualidad, cuando ya ha transcurrido una década desde la caída del juez, todavía me veo asediado por estudiantes que quieren escuchar de mis labios que mi padre es realmente quien dicen que han oído que es, y por mis colegas que desean que les explique cómo me sentí al tener que estar allí, sentado miserablemente, escuchando día tras día, impasible, el modo en que el Senado lo destruía con toda minuciosidad.
—Igual que cuando veo a alguien en un zugzwang. —Eso es lo que respondo siempre; pero, dado que no son buenos jugadores de ajedrez, nunca lo pillan. No obstante, siendo como son profesores, fingen lo contrario.
Busco algo para distraerme y hojeo mi correspondencia: un memorando de la oficina del rector con las tarifas del aparcamiento; una invitación para una conferencia, dentro de tres meses y solo si me pago yo los gastos de transporte, sobre la reforma de la acción de responsabilidad en California; una postal de un colega de Idaho, mi contrincante en un torneo postal de ajedrez, que ha dado precisamente con el movimiento que yo esperaba que se le pasara por alto; un recordatorio de Ben Montoya, el vicedecano, acerca de algún jurista de renombre que hablará esta noche; una carta moderadamente amenazadora de la biblioteca de la universidad acerca de algún libro que obviamente he extraviado. Del centro de la pila extraigo el último número de la Harvard Law Review, repaso el índice y la dejo caer a toda prisa tras haber tropezado de nuevo con otro artículo erudito que explica por qué mi infame padre es un traidor a su raza, ya que ese es el nivel al que ha quedado reducida la nación de los más oscuros: incapaces de influir en el curso de ningún acontecimiento en esta Norteamérica de blancos, malgastamos nuestro tiempo y energía intelectual en difamarnos unos a otros, como si el mejor medio de servir a la causa del progreso racial fuera atizando a otros colegas negros de por ahí.
De acuerdo. Ya he hecho mis tareas del día.
Suena el teléfono.
Contemplo el aparato y pienso —no es la primera vez— en lo desagradable, intrusivo y maleducado que resulta: apremia, molesta, interrumpe e invade los pensamientos. Me pregunto por qué a Graham Bell lo consideran un héroe. Su invento ha destruido los dominios de la privacidad. Es un artefacto sin conciencia: suena mientras dormimos, nos duchamos, rezamos, discutimos, leemos, hacemos el amor… O cuando lo que deseamos desesperadamente es que nos dejen en paz. Le doy vueltas a la posibilidad de no contestar. Ya he sufrido bastante, y no solo porque mi temperamental esposa me haya colgado tan bruscamente. Este ha sido uno de esos jueves especiales en los que el teléfono se niega a cesar sus furiosas llamadas de atención: un frustrado editor de una revista jurídica exigiendo que le enviara el largamente debido borrador de un artículo; un infeliz estudiante que pedía una cita; American Express, que reclamaba el pago del último mes… Todos han tenido su oportunidad. La decana de la facultad de derecho, Lynda Wyatt —o «decana Lynda», como le gusta que la llame todo el mundo, estudiantes, facultad y ex alumnos por igual—, me ha llamado al mediodía para asignarme otra de las comisiones ad hoc que está creando sin cesar. «Solo porque te quiero», me ha susurrado con su tono maternal, que es lo que les dice a todos los que no le caen bien.
El teléfono sigue sonando. Espero a que responda la voz del contestador automático; sin embargo, al igual que la mayoría de los aparatos de saldo de la universidad, solo funciona bien cuando no se lo necesita. Decido hacer caso omiso, pero entonces me acuerdo de que mi conversación con Kimmer acabó mal y que puede ser ella que llama para arreglarlo.
O para discutir un poco más.
Preparándome para cualquiera de esas dos alternativas, agarro el auricular y aguardo la voz de mi más que probable arrepentida esposa; sin embargo, se trata solo del gran Mallory Corcoran, el socio del bufete de mi padre, último amigo que le queda y de paso uno de los mejores apañadores de Washington, que llama para decirme que el juez ha pasado a mejor vida.