XV. Lucila varios meses después

Nunca sabremos lo que pasó.

Ena apareció en la playa de Valdemar con una brecha en la cabeza, sin gorro y sin gafas, pero con el bañador puesto. La encontraron unos pescadores de la zona que llamaron a la Guardia Civil. Estaba sin sentido y cuando lo recuperó lo único que recordaba era un número de teléfono: el de Kostka.

Es extraño. Obviamente es el número al que más ha llamado en su vida, pero es extraño que recordase el número y no el nombre de la persona. Kostka, en todo caso, está desde entonces que no cabe en sí de satisfacción, se le ve materialmente esponjado, parece una gallina clueca. Es muy posible que esto lo anime a continuar para el resto de sus días en su papel de pretendiente inmune al desaliento.

A Luis le ha sabido a rayos que fuese a Kostka a quien avisaron. Se enteró en el Centro Médico de Valdemar de que lo único que recordaba al abrir los ojos la mujer con quien ha vivido tantos años era el teléfono de su mejor amigo. Eso lo une a lo que ahora sabe de la aventura del ángel y la conclusión es que él no ha pintado nada en la vida de Ena.

Ha pintado cinco hijos, pero eso no lo consuela. Elvira le ha dicho que es una tontería, que el único número que ella no consigue recordar nunca es el de su casa, porque es el que menos marca, y que el número de Kostka es como el del supermercado. Y eso sí que lo consoló. Elvira siempre sabe decirle lo que más lo halaga. Y no creo que lo haga por cálculo, le sale espontáneamente; se entienden bien en todo, y tienen gustos similares. Lo más sensato sería que se casase con ella, en vez de ir de jovencita en jovencita o de empeñarse en un capricho ya rancio. Nosotros sólo nos entendemos en la cama, y eso cada vez tendrá menos importancia en nuestras vidas, no sé cómo no se da cuenta. Le aburre todo lo que a mí me apasiona y pensamos de forma opuesta en casi todo lo de este mundo, y lo del otro también. De qué vamos a hablar, qué vamos a hacer cuando no nos apetezca acostarnos, ¿cuánto nos van a durar las ganas cuando ya no haya obstáculos, cuando podamos hacer el amor hasta hartarnos? Prefiero no probar. Prefiero que las cosas se queden así y seguir teniendo un amigo con el que discutir de vez en cuando que un amante resentido al que no ves nunca.

Por lo demás, parece que todo va a seguir igual: Ena ha vuelto, como Kostka aseguró, y con ella ha vuelto la normalidad.

Ena actúa como si lo ocurrido hubiese sido un pequeño accidente sin importancia, como si se hubiese torcido un tobillo o dado un capón subiendo por las escaleras del acantilado. No parece preocuparla lo que pueda haber sucedido en ese barco. O, mejor dicho, da la impresión de que no cree haber estado en ningún barco. No lo niega, no puede negarlo, pero no parece interesada en averiguar lo que pasó.

La herida de la cabeza pudo habérsela hecho al golpearse contra las rocas de la costa, lo mismo que las moraduras que tenía por el resto del cuerpo, pero tampoco se puede descartar que la golpearan en el barco y la echaran al mar. Lo último que ella recuerda es que estaba haciendo largos por la playa, y desde ahí hasta el hospital donde se despertó no hay nada. No recuerda cómo llegó a Valdemar, ni siquiera haber visto un velero. Y eso es señal de que algo raro le ocurre, porque el velero no pudo inventárselo Xío. Confundirla a ella con otra mujer es posible, pero sacarse de la manga un velero noruego aparejado en queche y con un tripulante rubio sería demasiada invención. Se subiese o no a él, Ena tenía que recordar que un velero cruzó por delante de la isla mientras ella nadaba. Pero lo ha borrado de su memoria. Desde ese momento hasta el hospital sólo hay en su mente un vacío absoluto. Una amnesia que al comienzo fue total, con la excepción del número de teléfono de Kostka, y que después de unas horas se circunscribió exclusivamente a aquel último episodio de su vida. Quizá lo que pasó en ese lapso de tiempo prefiere no recordarlo.

Cuando llegamos nosotros nos reconoció perfectamente. Fuimos los cinco, porque Kostka, hay que decirlo en su honor, tuvo el buen gesto de avisarnos a todos en vez de salir él corriendo. Y tampoco nos dijo por qué lo habían avisado a él. Dimos por supuesto que era el único que estaba en casa y él nos lo dejó creer. Luis, Elvira, Xío y yo estábamos en una lancha buscando el cadáver de Ena. Cuando llegamos a Valdemar nos dijeron que se había recuperado de la amnesia casi por completo. Y Luis preguntó:

—¿Amnesia?

Entonces le explicaron que había estado varias horas sin sentido y que, al volver en sí, lo único que había podido recordar era un número de teléfono, al que habían llamado y donde les habían informado de su identidad y de su desaparición.

Entonces Luis se volvió hacia Kostka y sólo dijo:

—El tuyo.

Y Kostka, que todavía no había entrado en la fase eufórica, hizo un leve encogimiento de hombros:

—El de las emergencias…

Luis asintió con la cabeza y le dio una palmada en el hombro sin mirarlo, como quien reconoce algo evidente:

—Siempre estás ahí.

Es, en efecto, el número que Ena dejaba siempre a los chicos cuando ella faltaba de casa, y el que está permanentemente en el tablón del teléfono del pasillo, junto al del supermercado y el de la farmacia: el teléfono al que hay que avisar «si pasa algo». Así que quizá sea lógico que en un momento de peligro Ena retuviese en su memoria ese número, pero todos sentimos, y Elvira también, aunque haya dicho lo que dijo para consolar a Luis, que aquello significaba mucho más. Incluso Xío se dio cuenta.

Xío se vino con nosotros a Valdemar. Se añadió de forma tan espontánea que no hubo opción. Y con nosotros se fue a Santiago cuando decidimos trasladarla en ambulancia para que le hicieran un reconocimiento a fondo. Xío es en cierto modo la única prueba de que aquello no fue un accidente. Si él no llega a decir que la vio subirse al velero hubiéramos pensado que el mar arrastró a Ena hasta Valdemar, cosa verdaderamente inusitada e improbable, pero que, al no existir otra explicación, hubiéramos dado por buena. Ena pudo golpearse en la cabeza con algo: a veces hay objetos flotando en el mar, tablas o bidones sueltos que, si estás nadando, no se ven hasta que los tienes encima. Pudo darse un golpe y ser arrastrada después por la resaca. La falta de recuerdos del accidente sería un caso vulgar de amnesia postraumática. Los que se dan un trastazo en el parapente no recuerdan por qué se lo han dado, si les falló el aparato o si se desmayaron previamente: la amnesia rodea al golpe antes y después, como un colchón protector. Y lo mismo pudo sucederle a ella.

Esa es la versión que Ena prefiere. Nos habló incluso de una puerta que su padre había sacado del mar cuando ella era niña: una enorme puerta de iglesia antigua con grandes clavos de hierro, que encontró flotando y que vendió a un anticuario de Madrid. Del velero noruego prefiere no hablar. Se podía haber intentado localizarlo, pero Ena no tiene el menor interés. Y Xío, después de haber hablado con ella en el hospital, ha cambiado de actitud. Pasamos de uno en uno a verla, sólo unos minutos, para no fatigarla y para que los médicos comprobasen que nos reconocía a todos. No sé de qué hablarían, pero todavía cuando íbamos camino de Valdemar Xío mantenía su versión de los primeros momentos, y después, cuando Luis sugirió que deberíamos localizar al velero, escurrió el bulto. Dijo algo como:

—Bueno, lo importante es que Ena ha vuelto y que está bien, ¿no?

Entonces a Luis le asomó la veta facha y le dijo de malos modos:

—¡Menudo guardaplayas, que no se entera de lo que pasa delante de sus narices!

Y el chico, que tampoco es manco en chulería, sacó pecho y le soltó:

—El que no se entera de lo que pasa delante de sus narices eres tú.

Y menos mal que estaban allí Elvira, que tiene muy buena mano para esas situaciones, y Kostka, que desde el asunto del número de teléfono está hecho mieles y derrama afecto y simpatía a su alrededor. Entre los dos pusieron paz, que si no, a estas alturas Luis estaría con algún diente de menos o alguna costilla rota; o sea, según sus propias palabras, cornudo y apaleado.

Xío, curiosamente, dice ahora lo que yo le dije cuando Ena desapareció: que la perdió de vista mientras nadaba y que vio a una mujer en bañador subirse a un velero, pero que, si tuviera que declarar ante la policía, no podría jurar que aquella mujer era Ena. No sé si la tranquilidad de verla viva le ha hecho recapacitar o si el cambio se debe a que Ena no quiere que siga diciendo que se subió a un velero desconocido. Yo me inclino por esta última versión, y cada vez más, en contra de lo que antes pensaba, creo que sí era ella la mujer que subió al velero. No encuentro otra explicación al hecho de aparecer en Valdemar. Es imposible que llegase nadando y menos aún que el mar la llevase allí desvanecida. Está demasiado lejos de la playa y sólo pudo llegar a bordo de un barco.

La impresión que todos tenemos es que Ena no quiere indagar en este asunto, ni tampoco hablar sobre ello. Ha sido Elvira la que, como siempre, sin ambages, a su manera directa de ir al grano, le dijo hace unos días:

—¿No te acuerdas, o no quieres acordarte?

Y Ena se quedó un momento pensativa y después contestó:

—No me acuerdo, desde luego. Pero no sé si quiero acordarme.

Y ésa es también la conclusión a la que ha llegado la doctora que la trata: que no conviene forzar el recuerdo, que es algo que le produce inquietud y que hay que dejar que aflore de modo natural a la conciencia, cuando ella se encuentre con fuerza para afrontarlo.

Algo que produce inquietud no quiere decir necesariamente algo malo, como un rapto o una agresión. Puede ser algo que su conciencia le reprocha. O una decepción. Elvira tiene su idea sobre el asunto:

—Quizá el ángel, después de tanto esperarlo, no era como creía. Han pasado quince años y puede estar hecho una ruina. O al hablar otra vez con él se ha dado cuenta de que no es como pensaba. Y por eso prefiere olvidar lo que vio.

Muy freudiano, como diría Kostka. Él tampoco tiene gran interés en indagar en lo sucedido. Para él lo importante es que lo único que Ena recordó al volver a la vida fue su número de teléfono. Trivializa todo lo demás. Admite que se haya subido a un velero, pero no cree que fuese el ángel el tripulante. Ena debía de estar aburrida de nadar a lo largo de la playa y se subió al velero noruego en una especie de travesura. Algo que podía contarnos aquella misma noche: «¿Sabéis dónde he estado? ¡En un velero noruego!». Nosotras diríamos: «¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Un velero noruego! ¡Cuéntanos!». Y nos reiríamos mucho entre todas… Siempre según Kostka, Ena no pretendía repetir la aventura del ángel, lo único que quería era tener algo que contarnos, un paseo en barco con un navegante solitario. Pero en algún momento la situación se le fue de las manos y tuvo que despedirse a la francesa: un salto al agua y allí se quedó el galán con las ganas. Por eso, dice, no llevaba el gorro, pero sí el bañador, que no tendría puesto si la cosa hubiera pasado a mayores. ¿Y cuál ha sido entonces el trauma que le impide recordar los hechos? Según Kostka no hay trauma psicológico sino físico. No recuerda a causa del golpe que se dio en la cabeza en las rocas de Valdemar. Al comienzo no recordaba nada (¡excepto su número!, ¡el número del amigo del alma, del dilecto, del siempre amado y siempre presente en su vida, del elegido de su corazón!, ¡ah, ah, ah!) y después fue recuperando la memoria de todo lo importante. Lo único que se le borró fueron unos pocos minutos, los más recientes, un episodio intrascendente. Voilà.

Luis, por el contrario, da por supuesto que el tipo del barco la violó o al menos lo intentó. Y, como va siempre al aspecto más práctico, lo que ha recomendado es que se haga las pruebas del sida.

Lo que a mí me parece más plausible es que Ena huyó de ese barco, se tiró al mar para escapar de algo que sucedió allí. ¿Quiso retenerla el noruego por la fuerza?, ¿era el ángel?, ¿era otro hombre que abusó o intentó abusar de ella? No creo que fuese el ángel porque sería inútil huir de ese modo. Él ya sabía dónde encontrarla. Tuvo que ser otro tipo. Un navegante solitario, probablemente no joven y con ganas atrasadas, que debió de recibir como agua de mayo a una mujer que se sube a su barco de forma tan inesperada. ¿Por qué fueron a Valdemar? Quizá Ena quiso repetir con él la aventura del ángel y marcharse después sin explicaciones, sin que él supiese quién era. Por eso se lo llevó lejos de su casa para acostarse con él, y después se echó al mar para llegar a la playa. En Valdemar con buen tiempo suele haber siempre algún barco o gente bañándose hasta última hora del día. Debió de contar con eso para volver a casa: alguien con un móvil para hacer una llamada y que alguno de nosotros fuese a recogerla. Y quizá por eso lo único que recordaba era un número de teléfono, que fue lo último en lo que debió de pensar antes de golpearse contra las rocas de la playa. Eso no encaja del todo mal. Y mientras ella se va, el noruego retoma su propio rumbo pensando que ha hecho el amor con una sirena: una mujer que sale del mar y que vuelve al mar…

No vale la pena darle más vueltas. Nunca sabremos lo que pasó, aunque Ena recupere la memoria y quiera contarlo. Lo que ella cuente será sólo su versión de lo que pasó, una parte de la realidad, deformada por su manera de pensar, por sus deseos, por el peso de los recuerdos y por lo que, incluso sin querer, se calla. Porque en todas las historias hay una parte que no se cuenta…

Por ejemplo, en la historia de Lola y su ángel veleidoso, no se cuenta que ella sentía pena del ángel, de aquel ángel que estaba perdiendo el pelo y las plumas y echando tripa. No se cuentan episodios como el de un día en que el ángel se enredó en los rosales trepadores de una forma ridícula. Fue a coger unas flores y se le engancharon las alas, y cuanto más intentaba liberarse, más y más se le llenaban las plumas de ramas espinosas que lo sujetaban. Hizo un verdadero estropicio cortando ramas desatinadamente y acabó pidiendo auxilio. Lola le ayudó a salir de aquella trampa en la que había caído y cuando lo vio libre se puso a llorar. El ángel tenía un aspecto más bien ridículo, pero Lola en vez de reírse se puso a llorar, y el ángel, aunque lo disimuló, se enfadó muchísimo, porque no soportaba que se riesen de él pero menos aún que lo compadeciesen; necesitaba la admiración como el aire para volar, y sin volar y sin admiración no le valía la pena vivir.

Eso no se cuenta porque para Lola aquel episodio fue algo sin importancia; ella quería al ángel veleta y pensaba que llorar al verlo lleno de espinas, igual que comprarle productos contra la calvicie o ponerlo a régimen, eran también manifestaciones de amor. Pero para el ángel aquellas lágrimas, lo mismo que las lociones capilares y las acelgas viudas, eran jarros de agua fría a su autoestima y señal inequívoca de que tenía que irse porque la ilusión se había acabado…

Se podía haber contado esa historia desde el punto de vista del ángel, pero sería igualmente una visión parcial. El ángel hablaría de la libertad y del cansancio y de la necesidad del cambio; de las personas que son como percebes y de las que son y quieren ser libres. Quizá en un momento de sinceridad diría que Lola le hacía sentirse viejo y que no soportaba que llorase cuando él hacía el ridículo, ni que le buscase remedios para la calva y los michelines. Él era el Amor, y al Amor no se le pone a régimen ni se le dan friegas, y, sobre todo, no se le mira como a un inválido o un minusválido, ni como a un viejo que acabará inspirando ternura compasiva. No lo podía soportar, sobre todo cuando había tantas mujeres para quienes aún podía seguir siendo el Amor…

De modo que, se cuente como se cuente, siempre faltará algo. Para saber de verdad lo que ha pasado, para conocer la realidad completa habría que ser Dios. No colocarse en la postura de Dios, sino ser Dios en persona. O sea que es imposible. Así que lo único que se puede hacer es ir dando los puntos de vista de todos los que han estado implicados en el asunto, y también el de quien cuenta la historia, para que el lector pueda sacar su propia conclusión y no sentirse engañado por un narrador que se enmascara y no dice lo que piensa.

Lo que yo, Lucila Monterroso, natural de Brétema y novelista, pienso de esta historia es que alguna vez en la vida de algunas personas aparece algo que nos lleva a descubrir una realidad distinta a aquella en la que nos habíamos movido hasta entonces; algo que rompe o desborda los esquemas de nuestra vida cotidiana, que amplía el horizonte de nuestras expectativas, que nos hace asomarnos a formas de existencia que no sospechábamos o que no nos atrevíamos a indagar; algo que nos hace desear lo que ni siquiera habíamos intuido, y nos hace sentir que la felicidad es algo más que un sueño imposible. A ese algo que aparece en nuestras vidas y las transforma y las trastrueca, yo le llamo el Ángel.

El Ángel toma casi siempre la figura de un hombre o de una mujer, pero a algunas personas se les manifiesta de modo más abstracto e inconcreto, porque el Ángel es sobre todo una forma distinta de ver, de sentir, de conocer, de vivir. Lo que derribó a Saulo cuando iba camino de Damasco era sin duda el Ángel; y también fue él quien empujó a Gauguin a abandonar su familia y su trabajo para irse a pintar y a morir a las islas Marquesas.

El Ángel no es un hombre ni una mujer especial aunque lo creamos así cuando nos enamoramos de él. El Ángel es sólo un enviado, un mensajero que nos trae un mensaje que nunca conseguimos descifrar, quizá porque el amor, como bien supo ver Cernuda, es una pregunta cuya respuesta no existe, una hoja cuya rama no existe, un mundo cuyo cielo no existe.

El Ángel lleva siempre aparejado el dolor de su pérdida.

Su aparición nos deslumbra, pero pronto se revela incompatible con la realidad en la que ha irrumpido, con nuestro trabajo, nuestras obligaciones, o la simple rutina de la vida diaria. Al comienzo pensamos que va a ser eterno e indestructible, pero enseguida comprobamos su carácter efímero. Nos resistimos a admitirlo, tendemos a pensar que hemos hecho algo mal y que por eso se ha ido, pero lo propio del Ángel es su fugacidad. El Ángel no es permanente, aunque sus consecuencias o sus secuelas puedan serlo. El milagro sucede y después vuelve la normalidad. El Ángel es siempre una figura transitoria: aparece, nos encanta, nos hace conocer la felicidad, a veces nos transforma… y se va. El Ángel nunca envejece a nuestro lado. No se sabe por qué, pero es así. Quizá sean órdenes del Mandamás.

Se va el Ángel y nosotros volvemos a la vida diaria, igual que Lola y Ena. Después del milagro se vuelve al cansancio y la rutina, pero también a la otra felicidad posible y duradera, a la familia, a los hijos, al trabajo, a los amigos y las amigas que están ahí y no fallan. Se vuelve a la tranquilidad.

Pero en los ojos de quienes han visto al Ángel queda siempre, como huella indeleble de su paso, un sentimiento de nostalgia, una sombra que nada puede borrar.