XIV. El ángel ausente

Lola dejó el catalejo en su regazo y suspiró. Desde que el ángel se había ido, cualquier gaviota volando al atardecer le aceleraba el corazón. Incontables veces había imaginado su vuelta, de incontables maneras. A veces lo veía llegar maltrecho y arrepentido, sucias y deslucidas las alas, ajado el cuerpo y enredada y sin brillo su cabellera rubia. O canoso y enflaquecido. O gordo y calvo y con las alas peladas y cubiertas de feos cañones. Triste, derrotado, avergonzado de su comportamiento. Viejo y cansado, pero deseoso de hacerse perdonar, de volver al refugio del acantilado, a las largas horas tranquilas en las que ella le cepillaba las alas o volaban juntos al ponerse el sol.

Y a veces también lo veía volver deslumbrante de hermosura y de gracia y desenfado, como la primera vez, más hermoso que en sus últimos recuerdos, cuando a él empezaban ya a caérsele plumas, y a engrosársele la cintura y las caderas. E incluso lo veía convertido en un ángel maduro y razonable, que sabe que no puede pasarse la vida de la Ceca a la Meca, que todo tiene un precio, la libertad y la seguridad, y que no se puede hacer siempre el gusto y el capricho, sin ataduras, sin compromisos y sin tener en cuenta el daño que se causa. Un ángel irreconocible, a decir verdad, pero que ella reconocía bajo su aspecto resignado, igual que a través de sus arrugas y de la calva y de los michelines y de las peladuras de las alas seguía viendo al ángel que había sido, irresponsable y caprichoso, tierno, débil, divertido, imprevisible y guapísimo. Y siempre, como la primera vez, ella le abría la puerta y le decía: «Pasa».

Aquel día, aquella noche tenía que haberle dicho: «Vete. Esta casa no es para ti». O quizá la primera vez que él dijo «vámonos», ella, en vez de preguntar adonde, cómo, y horrorizarse de lo que él proponía, debía haberse desnudado, haberse abrazado a su cuerpo y haberse ido con él.

—Hubiera sido mucho mejor —decía Belén—. Porque así serías tú la que te cansarías de andar por ahí haciendo de pájaro sin nido y lo habrías dejado tú. Y ya se sabe: es más fácil el olvido para el que abandona que para el abandonado.

Ni lo había considerado. La idea de dejar su casa e irse por ahí de isla desierta en selva virgen le pareció tan descabellada que ni se paró a meditarlo. Incluso pensó que tampoco a él le apetecía, que lo decía por decir y que en el fondo se había acostumbrado a los paseos a la luz del crepúsculo o de la luna, a las comidas ordenadas, a la casa caliente, y hasta a la televisión donde se pasaba las horas muertas. A veces se le veía aburrido o melancólico, pero ella creía que echaba de menos el Más Allá y no su vida anterior de ángel desterrado.

—Lo tenías que haber tomado como lo que era —decía Julia—: Como un ave de paso. Un ave del paraíso o algo así, una rareza maravillosa, pero poco adaptable. Ya te lo advirtió, que lo habían echado por veleta, y que se aburría de estar mucho tiempo en el mismo sitio. Así que lo que se dice engañar, no te ha engañado. Tú te empeñaste en meterlo en tu vida, en domesticarlo y en verlo como un objeto de tu exclusiva propiedad, y te equivocaste.

Según y cómo se mirase. Las opiniones de Julia no eran imparciales. A Julia le hubiese encantado compartir el ángel. Pensaba que, dada su naturaleza angélica y voluble, no sujeta a las normas sociales del mundo, eso hubiera sido lo esperable. Y atribuía a prejuicios de Lola el carácter exclusivo de su relación. Y no era así. Hay cosas difíciles de decir a una amiga, pero la verdad era que en esas cuestiones el ángel había hecho siempre lo que le había apetecido y ella se había limitado a aceptarlo, embobada desde el primer momento por su gracia y por su naturalidad. Apareció en su terraza con los perendengues al aire y ella ni se desmayó ni se puso a dar gritos, como otras. Se los quedó mirando como si fueran el tesoro de Tutankamón, con el mismo arrobo y la misma admirativa curiosidad, sin que se le pasase siquiera por la cabeza la idea de decirle que cubriese aquellas partes que en el mundo no era normal llevar al descubierto. Y en cuanto a la cama, había sido él quien marcó las pautas, desde el principio y de un modo que no dejaba opciones. Ella le ofreció el cuarto de los gemelos para pasar la noche y él —lo recordaba como si lo estuviese viendo: su mirada, su sonrisa, la forma en que cogió sus manos y la atrajo hacia sí— le contestó como si le estuviese transmitiendo un mensaje del Más Allá:

—¿Viene un ángel a tu casa y lo mandas a dormir al cuarto de los chicos?

A ella le habían sonado como las palabras del evangelio: «¿Con un beso vendes al Hijo del Hombre?». Y, avergonzada de su desatención, le había dejado meterse en su cama y hacerle el amor, sin rechistar. Una prueba irrefutable de aquel dominio que no dudaba en calificar de angélico era que ella, que para cumplir sus deberes conyugales le había exigido a Juan el uso del condón, cosa comprensible por otra parte dadas sus continuas infidelidades, ella, le recalcó con énfasis a Julia, ni siquiera pensó en decirle al ángel que se pusiera un preservativo de los que, por precaución, tenía siempre en la mesita de noche. Y hubiera sido de lo más prudente, porque el ángel había ejercido como gigoló en sus momentos de necesidad, y en absoluto estaba claro que fuese inmune a los virus. No se acatarraba, por eso andaba tan desnudo, pero por cualquier cosa le salían ronchas; así que estaba por ver que no llevase encima un sidazo como una catedral. Pero todo esto habían sido reflexiones tardías. Desde el primer momento él marcó las pautas de su relación y ella las aceptó sin cuestionarlas: le hizo el amor, se quedó en la casa porque le gustaba, eligió a las personas a quienes quiso conocer, y si las cosas no llegaron a más con Julia fue porque no le gustaba físicamente, aunque la encontraba simpática y se divertía mucho con ella. Igual que dijo: «Un ángel no puede dormir solo», hubiera dicho: «Un ángel necesita más de una mujer», y ella lo hubiera dado por bueno, sin creerlo, convencida de que no era una necesidad sino una forma de justificar sus deseos, pero lo hubiera aceptado como aceptó su decisión cuando él dijo: «Me aburro; no estoy a gusto aquí».

—Pues ni tanto ni tan calvo —dijo Julia cuando se enteró de que las coqueterías del ángel eran sólo pólvora en salvas, una especie de puesta a punto, de ejercicio de entrenamiento al que se entregaba con cualquier mujer sin más finalidad que la de comprobar el buen estado de sus armas de seducción—. Una cosa es que le obligases a ponerse pantalones para estar en casa, incluso después de despedir a la muchacha, o que lo tuvieses medio secuestrado, y otra que lo dejases marcharse de rositas. A fin de cuentas tú cambiaste muchas cosas en tu vida para complacerlo y él se fue igual que vino, un poco más gordo y con menos plumas, pero eso no era culpa tuya. Yo le hubiera soltado una perdigonada en cierta parte que se lo iba a pensar dos veces antes de volver a meterse en una casa decente.

Alguna razón tenía en eso Julia, aunque lo dijese amoscada por la frivolidad del ángel. Ella había intentado complacerlo en todo e incluso había sido injusta por no contrariarlo. Por él había tenido que prescindir de sus dos más fieles servidores, de Pepita, que le resolvía todos los problemas domésticos, y de Vicente, su marido, el chófer de toda la vida, que había preferido quedarse con ella en vez de irse con Juan, que le pagaba un sueldo más alto. Fue muy triste despedir a dos personas tan eficaces, tan fieles y que llevaban tantos años en la casa.

—Tampoco exageres —decía Belén—. El Vicente se quedó contigo porque con Juan se pasaba la vida en la carretera, levantándose de madrugada y acostándose a las tantas. Y contigo estaba todo el día rascándose la barriga. Y Pepita, desde que llegó el ángel, se convirtió en una mosca cojonera, no había forma de quitársela de encima. Y una cosa es que abrace a los chicos, que los ha visto nacer como quien dice, y otra que le meta mano al amante de la señora, por muy ángel que sea, y que no eran las alas lo que le acariciaba, por cierto.

No, no eran las alas, pero lo hacía con tanta naturalidad que era difícil decirle que no lo hiciera. Pepita se había criado en la montaña y tenía la concepción ancestral del sexo de las campesinas gallegas: es algo bueno y placentero que se disfruta sin inhibiciones. En cierto modo la misma concepción del ángel, que no parecía sentirse molesto por los sobetones, acompañados siempre de gozosas exclamaciones de alabanza, que Pepita le propinaba en sus partes íntimas cada vez que se cruzaba con él o se le ponía a tiro: «¡Ay, qué bonitiño lo tiene, qué bendición de Dios, nunca viera yo cosa más guapiña!». Era más o menos lo mismo que les decía a los niños cuando eran pequeños y los bañaba, y él recibía los elogios y las caricias con la misma naturalidad y satisfacción que los niños. La única diferencia apreciable era que los niños parecían dudar de las palabras de Pepita y solían mirarse la colita y preguntar «¿de verdad?, ¿más bonita que nadie?», mientras que al ángel se le veía plenamente convencido de la veracidad y justeza de las palabras de la muchacha y no necesitaba ni pedía confirmación. Así que, por lo que se refiere a Pepita, no hubiera habido problema para que las cosas siguiesen igual. Lo malo había sido Vicente. Vicente y el ángel se habían caído mal, quizá porque el chófer estaba predispuesto en contra por los comentarios de Pepita. El caso es que dudaba de la naturaleza angélica del ángel, y el ángel era muy sensible, muy suspicaz ante cualquier actitud que no fuese de rendida aceptación.

—Lo del Vicente se comprende —decía Julia—. A ningún hombre le hace gracia que un tipo se pasee desnudo por la casa donde su mujer trabaja, y más si la mujer se lanza a hacerle cucamonas como si fuese un bebé o un cachorrillo. Y en cuanto a su desconfianza, pues la verdad es que, aparte de las alas y de «la guapura», el ángel no tenía nada de ángel, en eso toda la razón es de Vicente: ni hacía milagros, ni adivinaba el porvenir, ni protegía de los peligros, y tenía las mismas necesidades fisiológicas que cualquier ser humano. Y además era vanidoso, frívolo, irresponsable y vago. O sea, que si no fuese ángel diríamos que era un desastre de persona. Guapísimo, eso nadie lo niega, y encantador cuando quería; pero tenía razón el Vicente: «¡Vaya una plepa!».

No, no era cierto. Vicente tenía celos y envidia; celos de aquella alegría que le daba a Pepita cuando se encontraba al ángel desnudo, y envidia de verlo siempre ocioso, que era como él hubiera querido estar y no limpiando el coche o haciendo recados. El ángel era un poco vago, eso era verdad. Desde que se instaló en la casa no volvió a hablar de trabajar en el circo, Lola sospechaba que sólo había sido el pretexto para acercarse a ella. Tampoco volvió a referirse a ningún otro tipo de actividad posible. Pero ¿a qué podría dedicarse con aquellas alas? Por otra parte, era comprensible que no quisiera eliminarlas: una cosa son unos michelines o un poco de piel sobrante y otra quedarte sin los órganos más característicos de tu naturaleza; eso cualquier mujer puede entenderlo. Y en cuanto a su coquetería o su frivolidad, Julia no dio muestras de que la molestase mientras coqueteaba con ella. A todos nos viene bien sentirnos atractivos y deseables, y el ángel conseguía crear en tomo a él ese clima: un juego sutil de seducción que satisfacía la autoestima y que no iba más allá de las miradas y las palabras.

Lo único que Lola le reprochaba era que le hubiese hecho creer que iba a quedarse para siempre. Ella le había hablado de su padre, de cómo desapareció de su vida sin considerar el vacío que dejaba, sin tener en cuenta que ella lo quería y lo necesitaba. Le habló del sentimiento de pérdida y de inseguridad que desde entonces no había podido superar: aquella sensación de que nada es firme ni duradero, de que en cualquier momento puedes perder lo que más amas, lo que te da alegría y ganas de vivir. Estaban en la isla, cerca del lugar donde su padre había hundido su barco y Lola no había podido contener las lágrimas al evocarlo. Y el ángel entonces había escrito en la arena: «Yo estoy y estaré siempre a tu lado». Y la había besado y habían hecho el amor allí mismo. Después el mar borró las palabras y el ángel las olvidó.

—Pues eso es lo que yo he dicho siempre —decía Belén—, que es un frívolo y un irresponsable, que no se hace cargo de los compromisos que contrae. Por él mandaste a los chicos a estudiar fuera, cambiaste tu modo de vivir y tus costumbres. Te dejó sin familia, sin criados y casi sin amigos a fuerza de estar siempre pendiente de él y de hacer aquella vida tan rara. Y cuando se aburrió de la casa y del acantilado se largó a buscarse a otra incauta que lo entretenga y lo mantenga durante otra temporada. Y así hasta que se caiga de viejo.

En realidad y para ser justa, él nunca dijo «quiero irme». Se adivinaba en su actitud, pero no lo dijo. Había sido ella la que finalmente, al verlo tan mohíno, le había propuesto que se fuese, si era eso lo que deseaba. Y él encogió los hombros en un gesto de desconcierto y dijo, como hablando consigo mismo: «¿Adónde me voy a ir?». Y ella, no sabía aún por qué, si por orgullo o por dignidad o por no verlo así de abatido y de apático, le había dicho: «Puedes volver a hacer lo que hacías antes de venir aquí».

—Eso es como ser puta y pagar la cama —decía Julia—. No le sueltas la perdigonada y encima le das ideas. Mira, en estas cosas hay que hacer caso a las madres: no dar nunca facilidades. Nosotras vamos de emancipadas y así nos luce el pelo, a mí por lo menos, porque tú le sacaste una buena tajada a Juan, y Belén se gana el dinero tan ricamente contando nuestras historias. Pero en cualquier caso: no hay que dar facilidades. Si quería irse, que se lo currase él solito y que pasase por el mal trago de decírselo él a la niña. Y ¿quién sabe?, como era tan veletilla igual cambiaba otra vez de opinión y no se iba. Te lo digo como lo pienso, yo no lo hubiera admitido en mi casa, pero una vez dentro no le hubiera abierto la puerta para que se fuese tan tranquilo.

Se hubiera ido igual, estaba convencida. Pero sobre todo no podía soportar verlo triste y deprimido y pensar que ella era la causa. Ya no la llevaba volando hasta la isla abrazada a su cuerpo, ni se bañaban juntos en alta mar, ni siquiera le apetecía salir, con las alas disimuladas por una larga capa, hecha exprofeso para él, en el Land Rover inmenso que sustituyó al viejo Mercedes para que él estuviese más cómodo. Se le veía siempre tristón y malhumorado y, cuando ella le preguntaba, decía que se aburría, que se le caían las plumas, que estaba poniéndose gordo por la falta de ejercicio y que le gustaría ir a un lugar donde pudiera volar sin necesidad de esconderse, donde pudiera hacer lo que quisiera sin temor a acabar sobre una mesa de disección. Y un día cuando estaban en esas él había dicho ¡vámonos!, y ella preguntó sobresaltada: ¿Adónde? Y él: ¡A África!… A algún pueblo primitivo de árboles altísimos y praderas inmensas, con leones que rugían por la noche y flamencos rosados entre los que él volaría con sus blancas alas desplegadas. ¡Vámonos!, había dicho aquella primera vez.

Ella, de entrada, se había horrorizado y había preguntado qué iban a hacer ellos en una tribu primitiva de África, y además la familia, y la niña tan pequeña aún, y su casa y los amigos y todo eso. Pero después empezó a pensar que podía vender las acciones de Telefónica y comprar un velero, y costeando, costeando, llegar hasta África, con cuidado de no acercarse a los rugientes cuarenta por supuesto, pero costa abajo hasta encontrar el sitio donde él pudiese sentirse feliz. Y cuando ella se había hecho ya a la idea, él dijo que no, que aquello no era vida para una mujer, y que ella tenía obligaciones con sus hijos, sobre todo con la pequeña, y que, en efecto, una tribu primitiva no era el lugar adecuado para una persona como ella…

—Que no le apetecía irse contigo, maja —decía Julia—. Como a cualquier marido: les dices que los acompañas en ese viaje de trabajo, o al fútbol o al partido de tenis y se les demuda el color. Aunque no tengan ningún asunto de faldas: lo que buscan es libertad, estar con los amigos y a ver si salta la liebre por algún lado: la posibilidad de la aventura, ¿comprendes? Y si te vas con ellos, les fastidias la esperanza, porque sólo es eso; casi nunca pasa nada, pero tienen la sensación de que puede pasar y eso los anima. Y el ángel lo mismo, pero peor, porque no estaba acostumbrado a lazos ni ataduras. Y además que no era un ángel como Dios manda, que eso se veía venir, que no me explico cómo le dejaste entrar en tu casa y entrometerse en la vida de tus hijos. Tenía que haberse quedado en la isla y, si a ti te gustaba, ir tú allí a hacerle visitas. Pero meterlo en casa, sólo a ti se te ocurre.

Debía de ser cosa de los genes, porque ya de niña le había pasado con el lenguado que Javi desenganchó del anzuelo y consiguió mantener vivo en la bañera, y más tarde con la abubilla, que les llenó el jardín de mierda y de un olor pestilente, pero a la que aguantaron hasta que se fue por propia voluntad; y sobre todo con la golondrina, que tuvo la ocurrencia de anidar en el canalón del tejado, y durante años, por respetarle el nido, no pudieron arreglar la cañería. En los días de lluvia entrar en la casa era como atravesar una cascada, muy divertido, decían los niños, que disfrutaban metiéndose bajo el chorro que caía del tejado; un verdadero incordio, porque se acababa formando un lodazal alrededor de la entrada. Pero así siguieron, cómo iban a destruir el nido de la golondrina. Hasta que un año no volvió, y al siguiente tampoco, y ella se decidió a arreglar el canalón, aunque los niños y los viejos decían que siempre volvían, y la seguían echando de menos, y sin saber siquiera si la golondrina era una desagradecida o si había muerto o le había pasado cualquier desgracia que le impidió volver. Quizá también el ángel se arrepintiera alguna vez de haberlos abandonado, a ella y a la familia. Sobre todo a la niña. Eso era lo que no podía perdonarle, lo único que le llenaba el corazón de rencor: que su hija estaba sufriendo la misma sensación de pérdida que ella sufrió con su padre, y que ya nunca podría superar aquel miedo a perder lo que más quieres, lo que más necesitas. Si no iba a quedarse con ellas, ¿por qué se dejó querer? ¿Por qué le dijo tantas veces, hasta conseguir que ella se lo creyese, que estaría siempre a su lado? ¿Por qué dejó que ella le transmitiera a la niña aquella ciega confianza en su cariño?

—Tampoco es para tomárselo así —decía Belén—. A fin de cuentas eso es el pan de cada día. Todos prometimos ante el altar estar juntos hasta que la muerte nos separase, y ya ves, aquí estamos nosotras tomándonos una cervecita, tan contentas, y ellos con sus nuevas parejas, que si no se han casado por la Iglesia es porque no les ha dado la gana, que hoy con dinero se consigue todo; así que no hay que ser más papista que el Papa, ni dar tanto crédito a lo que se dice cuando se está enamorado. Que tú, Lola, siempre has sido muy crédula. Los tíos son infieles por naturaleza. ¡Y un tío con alas! ¡A quién se le ocurre creer en lo que dice!

Las cosas no eran así. Ella nunca había dejado a nadie sumido en la desolación más absoluta como el ángel las dejó a ella y a la niña. Ni siquiera a alguien que la necesitase para ser feliz. Lo de Juan era un asunto distinto. Juan no la necesitaba, ni había estado nunca enamorado de ella. Le había venido mal la separación porque no entraba en sus cálculos y porque se había acostumbrado a que ella le resolviese los asuntos domésticos, pero le había puesto los cuernos con cuanta mujer se le puso a tiro. Hasta con Julia y con Belén. Aunque de eso mejor no hablar, ni darle vueltas en la cabeza; a fin de cuentas Julia y Belén eran sus amigas desde siempre, y seguían a su lado cuando su padre y Juan y el ángel habían desaparecido de su vida, y un momento de debilidad lo tiene cualquiera, a quién iban a decírselo, si todo había arrancado de aquella tarde en el desván cuando Juan empezó a besarla y ella se había dejado arrastrar y todo se complicó. Si se hubiera resistido o si no se hubiera quedado embarazada, sabe Dios cómo hubiera sido la vida de todos, quizá Belén se habría casado con Juan, y ella con Jacobo, que entonces era demasiado joven, pero eso se pasa con los años, y ella sólo buscaba alguien que llenase aquel vacío que su padre había dejado.

—Buscabas un padre, alguien que te protegiese y en quien confiar —decía Belén— y te ligaste primero a un pichabrava y después a una veleta con alas. Eso es ojo clínico. ¿No será que cuando te gusta un tío no te paras a considerar las consecuencias? Porque a Juan y al ángel se les veía venir, ninguno era precisamente del tipo paternal. Y para ayuda y consuelo ya tenías a Jacobo.

Belén a veces no era objetiva, igual que Julia, pero había que comprenderlas. En la pandilla Juan les gustaba a todas. Él tonteaba mucho con Julia, pero lo más seguro es que hubiese acabado con Belén, que se pasaba el tiempo discutiendo con él, pero que se notaba que era la que más le interesaba, a la que más atención prestaba, incluso después de casado: que si Belén dice, que si a Belén le parece; la única mujer de cuya opinión se fiaba. Y a Belén, aunque le llamase machista y pichabrava, le gustaba Juan, esas cosas no pueden ocultarse. Pero pasó lo del desván y tuvieron que casarse. Y Belén pensaría que había sido una treta para cazarlo, cuando lo único que ella quería era alguien que la quisiese y la protegiese. Ojo clínico, desde luego, en eso tenía razón. Pero ella no había buscado a Juan ni al ángel. Los dos se habían metido en su vida inesperadamente, Juan en el desván a empujones y el ángel presentándose de súbito cuando ella estaba contemplando la puesta de sol. ¡Cómo iba a cerrarle la puerta en las narices, si era tal cual un ángel de Fra Angélico, un enviado divino! ¡Y tan guapo!

—Mira —decía Belén—: Hay que tirar para delante y no estar siempre dando vueltas a las cosas: a lo que pudo ser, a lo que fue y salió mal, y a lo que salió bien y se acabó. O disfrutas del momento o no vale la pena vivir, porque el futuro es siempre incierto, y el pasado, pasado está.

—Eso —decía Julia—, que nunca vamos a ser más jóvenes, y hay que aprovechar. Y que nos quiten lo bailado, y al ángel y a todos los otros que los folle un pez.

Tenían razón, y Belén lo decía muy bien, sobre todo cuando escribía, y también Julia a su manera. Pero no siempre se puede olvidar, no depende de la voluntad. Ella no había podido superar aquella sensación de desconfianza que le había dejado la muerte de su padre; porque su padre no se había muerto, eso lo habría podido aceptar mejor. Su padre se había matado, que es distinto. La había abandonado, lo mismo que el ángel: los dos habían destruido su felicidad. Y eso era lo que quería que entendiesen: una cosa es tomarse una cervecita tan contenta con las amigas, y saber que están ahí, a Dios gracias, y que eso es, en efecto, lo que te permite tirar para delante y seguir disfrutando de lo bueno de la vida: los hijos, los amigos, el trabajo… Pero otra cosa es la felicidad, ese no sé qué imposible que alguna vez fugazmente aparece en nuestra vida, y que, cuando se va, ya no puede olvidarse nunca.

Lola plegó el catalejo que tenía en el regazo y suspiró. Desde que el ángel se había ido, cualquier gaviota solitaria volando al atardecer le ponía el corazón en la garganta y le llenaba la cabeza de quimeras. Debía de ser cosa de la menopausia…