XII. El ángel veleta

Primero creyó que era un pájaro. Estaba sentada en la terraza contemplando la puesta de sol y vio la silueta recortándose a contraluz. Pensó: ¡Un águila! Y se extrañó, porque Brétema no es tierra de águilas, aunque con los cambios climáticos pasan tantas cosas raras que quizá alguna se hubiera despistado. Como la luz le impedía ver con claridad se puso las gafas de sol y enfocó el catalejo de su abuelo el almirante para confirmar que se trataba de un águila. Pero el pájaro volaba en lentos círculos justo delante del sol y los reflejos le provocaban lagrimeo y le impedían distinguir con nitidez su figura. Dejó el catalejo y siguió contemplando la puesta de sol, especialmente hermosa aquella tarde por las nubes ligeras que cubrían el horizonte hacia el oeste y que se iban tiñendo de mil tonos de rojos y malvas. Podía ver al mismo tiempo, sin fijar en él la mirada, las evoluciones del pájaro, que seguía girando en círculos, como en una danza ritual, con las enormes alas desplegadas por delante del sol poniente. Parece un ángel, pensó Lola, que se sintió sobrecogida por un sentimiento religioso ante la belleza del espectáculo.

Cuando el último segmento rojo de sol desapareció en el mar, el pájaro se quedó inmóvil unos instantes. Después con poderosos aletazos comenzó a volar en dirección a tierra. Lola cogió de nuevo el catalejo y lo enfocó. ¡Oh, no!, dijo, y lo retiró de la cara para calcular a ojo a qué distancia se encontraba aquella cosa con alas que volaba hacia el acantilado. Estaba bastante cerca, apenas a unos minutos de vuelo, y su primera reacción fue la de meterse en casa y cerrar la puerta de la terraza. Estaba harta de que cayesen en su finca toda clase de locos empeñados en hacer deportes aeronáuticos. Aquello debía de ser algún nuevo artilugio mecánico; no se veía que lo arrastrase ninguna motora y las alas eran distintas a las del parapente.

Se puso en pie y cogió de nuevo el catalejo para comprobar si era hombre o mujer lo que se acercaba. Le había parecido ver una melena rubia y un cuerpo esbelto, sin ropa, o quizá con una malla muy ceñida, que, por volar a contraluz, no permitía determinar el sexo. En todo caso, fuese mujer u hombre, lo más seguro era que necesitase ayuda, por eso volaba hacia la casa y no hacia la costa. Tendría que llamar por teléfono a los de Auxilio en el mar y, mientras llegaban, darle una manta y algo caliente. Como siempre.

Acomodó el catalejo en su ojo derecho, que era en el que tenía una mayor agudeza visual, y después de unos segundos exclamó en un susurro: ¡Dios mío!

Dejó el catalejo sobre la butaca de mimbre y retrocedió dos pasos involuntariamente, como para hacer sitio a la figura que en vuelo majestuoso se acercaba a la casa. El viento que levantaban sus alas agitó el pelo de Lola cuando el extraño ser apoyó los pies en la barandilla de la terraza para saltar después suavemente y sin ruido al suelo. Lola cruzó los brazos sobre el pecho en un gesto que recordaba las imágenes de la Anunciación y se quedó en silencio y estupefacta: ¡era un ángel! Un ángel de extraordinaria belleza. Un ángel masculino, eso sí, porque el sexo que mostraba sin ningún pudor no dejaba dudas sobre ello. Pero tampoco dejaban dudas acerca de su condición angélica las alas enormes de un blanco resplandeciente que surgían de su espalda. Y sobre todo la belleza. Lola nunca había visto un rostro tan hermoso y un cuerpo tan perfecto; un cuerpo de hombre, pero de una belleza sobrehumana.

Sintió que las piernas no la sostenían y se dejó ir hacia el suelo hasta quedar sentada sobre los talones. Confiaba en que al ángel no le pareciese una postura poco respetuosa, pero se sentía sin fuerzas para mantenerse erguida y para hablar, aunque eso de momento no la preocupaba demasiado porque lo esperable era que fuese él quien hablase primero. Los ángeles son mensajeros y aquél debía de traer algún encargo del otro mundo para que ella lo hiciese público. ¡Qué responsabilidad, Señor! ¡Y en qué mal momento! Tendría que explicárselo al Páter, que no se lo creería, pensaría que eran alucinaciones por empeñarse en leer a los místicos. Sería mucho mejor que el ángel le diese el mensaje directamente al Páter, que al fin era un sacerdote y más crédito iba a tener que una señora separada. Y además aquello entraba en las obligaciones de su cargo, predicar la buena nueva, mientras que ella, ¿qué iba a hacer? ¿Reunir a las amigas para tomar el té y contarles lo que el ángel le dijese? El Páter podía predicar en la iglesia y desde el púlpito, que era un lugar más apropiado.

Echó una ojeada al ángel que la miraba con los brazos cruzados sobre el pecho y las alas recogidas en la espalda. Era realmente guapísimo. ¿Y a quién se le ocurriría decir que los ángeles no tenían sexo? ¡Vaya si tenían!

El ángel echó las alas hacia delante y todo su cuerpo quedó cubierto hasta los pies por un manto de plumas blancas. Lola bajó los ojos, ruborizada. El ángel debía de estar pensando que era una desvergonzada por mirar de aquella forma, pero debería hacerse cargo de que una no está acostumbrada a un espectáculo de tal naturaleza, ni es normal en este mundo mostrar sin ningún recato las partes íntimas; aunque también era posible que entre los ángeles no se diese más importancia a aquellos apéndices que a la nariz, por ejemplo, o a los dedos de los pies, y lo que le había parecido un gesto de pudor fuese sólo una forma de acomodar aquellas hermosas pero enormes alas que, una vez en tierra, debían de resultar un tanto engorrosas. En cualquier caso, concluyó abatida, no era digna de estar en presencia de un ángel. Era cobarde, intentaba escurrir el bulto pasándole al Páter la papeleta del mensaje y además se dedicaba a contemplar las partes verendas del mensajero, cuando podía haber mirado sus hermosos ojos del color del cielo. «Ego non sum digna», murmuró entrecortadamente.

—Eso me suena.

Lola levantó los ojos para mirar el rostro del ángel y se lo encontró sonriendo. Una leve sonrisa que se diría de burla, lo cual desconcertó aún más a Lola.

—Perdón. ¿Cómo dice?

El ángel suspiró con cierta impaciencia.

—No tiene importancia. Era una broma.

Lola se puso de pie y miró con desconfianza al intruso. ¿Una broma?, ¿quería decir que no era un ángel? Quizá las alas eran falsas, algo sujeto al cuerpo y movido por algún aparato. La culpa era suya por fijarse en lo que no debía. Puede que viniese del Aéreo Club o puede que se hubiese escapado de un circo. Pero seguía pareciéndole un ángel, un ángel informal que bostezaba y se desperezaba, estirando y sacudiendo las alas como si hubiese adivinado su pensamiento y quisiera demostrar que las alas eran suyas y bien suyas, como todo el resto de su cuerpo, que ahora volvía a estar a la vista.

—¿Eres un ángel?

—Pues claro. ¿No me ves? ¿Qué voy a ser con esta facha?

Lola ladeó la cabeza para mirarlo. Un gesto inquisitivo heredado de su padre, pero que en ella tiene un aire infantil.

—Podrías venir de un circo.

El ángel asintió con la cabeza y la miró con más interés que hasta entonces.

—Es la primera cosa inteligente que te oigo decir. Ya estaba pensando que había venido a dar con una mística o con una boba.

Hizo una pausa y continuó.

—No te molestes, pero es que nunca me habían dicho lo de «Ego non sum digna». Los tíos suelen salir corriendo a buscar la escopeta de caza, como si hubieran topado con un jabalí. Y las mujeres se desmayan o se ponen a dar gritos y no hay manera de explicarles nada… Lo tuyo ha sido atípico, la verdad. Y lo del circo es una buena idea. Ya lo había pensado, pero necesito un manager. Alguien que me proteja, que me represente y ofrezca mis servicios, ¿comprendes? No puedo presentarme yo mismo, sería muy peligroso.

—Eres un ángel muy raro —dijo Lola.

El ángel hizo un gesto de resignación.

—Si fuese como todos no estaría ahora aquí, desde luego. Y no es que esto sea una maravilla, pero es menos aburrido. Lo de cantar alabanzas todo el rato no estaba hecho para mí.

Lola volvió a cruzar los brazos sobre el pecho.

—¡Entonces eres un ángel rebelde! ¿Eres?…

—No empecemos con lugares comunes —la interrumpió el ángel—. Me ponen nervioso. Mira:

Se dio una vuelta despacio por delante de Lola con las alas levantadas para que pudiera observar todo su cuerpo.

—Ni cuernos, ni rabo peludo, ni zarandajas de esas. Nada de «el rey de las tinieblas». Soy un simple parado.

—¿Parado?

—Allí es igual que aquí: cuando no cumples todos los caprichos del jefecillo de turno, te despiden. El Mandamás ni se entera de lo que ha pasado. Y si consigues llegar a Su presencia para protestar, que casi nunca lo consigues, entonces te dice que tendrá en cuenta tus observaciones. Pero en todo caso se respetan las jerarquías y te vas a la calle, es decir, al Mundo.

Lola retiró el catalejo de la silla y se sentó.

—¿El Mandamás es Dios?

El ángel se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

—¿Supones? ¿Es que no lo has visto?

—¿Lo has visto tú, acaso? Nadie lo ha visto nunca. Se supone que existe porque alguien ha tenido que montar todo este tinglado. Pero reconozcamos que para ser omnipotente e infinitamente sabio le ha salido un tanto chapuza. Y para ser el principio del Bien hace unas putadas que para sí las quisiera Satanás. Y si no, fíjate en mí. Bueno está que me expulsen del Más Allá por incordiante, pero ¿a qué viene lo de mandarme para acá con este engorro?

El ángel agitó las alas para subrayar sus palabras.

—Sin ellas hubiera vivido tan ricamente como modelo o como galán de cine. O como gigoló de millonaria, en caso de necesidad. Y así, ya ves, en los bosques hasta que los incendios me han hecho la vida imposible. Y después durmiendo al raso en islas deshabitadas y comiendo mejillones crudos… Y ahora condenado a buscar un manager que me tutele para ver si encarrilo mi vida.

Lola asintió moviendo la cabeza. Empezaba a comprender y a tranquilizarse. Para empezar no había mensaje que transmitir y eso era estupendo. Al Páter ni siquiera haría falta contarle nada. Se trataba sólo de hacerle un favor a alguien que era como un minusválido, pero al revés. Le sobraban las alas, igual que a otros les falta un sentido o un trozo del cuerpo. Ella conocía a varios cirujanos prestigiosos, uno de ellos de cirugía plástica, y también al director del Instituto Marítimo, que se pasaba la vida aclimatando bichos raros. Malo sería que entre todos no pudiesen remediar la situación del ángel. Sin las alas y con aquellas buenas prendas que lucía con total naturalidad, haría carrera enseguida tanto en las pasarelas como en el cine, aparte de otras habilidades a las que había aludido.

—Lo más sencillo sería operarte. Ahora hacen verdaderas virguerías en cirugía estética; no te queda ni cicatriz. Julia, una amiga mía, se ha puesto unos pechos y se ha quitado unos michelines que no veas; está que no se reconoce.

El ángel se removió inquieto.

—Las alas preferiría no tocarlas por el momento.

—¿Pero no decías?…

El ángel ahuecó las plumas y suspiró.

—Lo sé, lo sé. Soy contradictorio e inconsecuente y un poco veleta. Por eso me han expulsado de Allá. Pero, créeme, a veces resultan muy útiles. En más de una ocasión he tenido que salir volando, y nunca mejor dicho. A ti te costará entenderlo porque se nota que eres del tipo percebe, quiero decir de esos seres que viven arraigados en su roca, en su ciudad, en su casa, en su familia. Pero yo me paso la vida yendo de un lado a otro; soy inquieto y curioso, me canso de estar siempre haciendo lo mismo y en el mismo sitio… Por eso me han echado de Allá, ¿sabes? Allá les gusta la gente como tú.

—¿Qué sabrás tú de mí? —dijo Lola, un poco picada por lo de percebe—. Acabas de llegar y no me conoces en absoluto.

El ángel sonrió, conciliador. Una sonrisa encantadora cuyo efecto debía de tener muy comprobado.

—Te he estado observando desde la isla. No creas que he llegado aquí por casualidad. Estoy en la isla desde el verano. No quieras ver qué dificultad con tanto velero y tanta canoa. Menos mal que el acantilado es duro y que hay zonas sólo accesibles a los pájaros. Te he visto nadar todos los días hasta allí y al comienzo pensé que no eras de este mundo. Aún no estoy seguro. Puede que seas un ser del mar.

—Sí, un percebe, ya lo has dicho antes.

—Una sirena, si prefieres. Quizá no tú, pero algún antepasado. Algunos lo ocultan, pero otros no llegan a saberlo nunca, pierden la memoria, ¿sabes?, y creen que son de este mundo. Es un favor que les hacen los de Allá para que sufran menos, dicen, pero yo creo que es otra forma de hacer la puñeta. Si te sientes raro y sabes la causa, lo sobrellevas mucho mejor que esos pobres que no saben por qué se sienten así y se pasan la vida contándole historias al psicoanalista.

—Yo no voy al psicoanalista, ni me siento rara. Me gusta nadar en mar abierto, eso es todo. Lo he hecho desde niña. En la pandilla me llamaban Tiburón.

El ángel se frotó los brazos en ademán friolero y se cubrió de nuevo el cuerpo con las alas. Echó hacia atrás y ahuecó con la mano la melena rubia para despejar el cuello, que emergía hermoso y fuerte entre el manto de plumas. Estaba claro que no se cubría por pudor sino por razones de comodidad, y que era muy coqueto.

—¿Y qué te parece lo de ser mi manager?

Lola hizo un gesto dubitativo.

—No conozco ningún director de circo. En Brétema no hay.

El ángel señaló a Lola con un dedo acusador.

—¿Ves lo que quiero decir cuando hablo de los percebes? Si no hay un circo en tu entorno ni siquiera te planteas la posibilidad de buscarlo.

Lola pensó que el ángel se tenía merecido por impertinente que lo echaran del Más Allá. Y también pensó que era el momento de decirle que se fuera a buscar a otra, para manager o lo que se terciara. Aquel individuo iba a complicarle la vida, se veía venir. Era exigente y egoísta como un niño pequeño. ¡Y tan guapo!

El ángel hizo un gesto de resignación.

—¿Al menos puedo quedarme en tu casa mientras no vuelvan tus hijos y la criada? Sé que están de vacaciones, y que estás sola. No te sorprendas, no tengo poderes adivinatorios. Ya te he dicho que te he estado observando durante todo el verano. Esta casa reúne unas condiciones excepcionales para mí. Y tú me pareces muy atractiva: amable, guapa y nada tonta. ¿Puedo quedarme? Estoy harto de viejas exigentes, o de dormir en cuevas y comer mejillones.

Lola se acordó de pronto del lenguado vivo que su hermano Javi había llevado a casa cuando eran niños. Lo tuvieron un mes entero en la bañera, en agua de mar, hasta que su padre lo descubrió y los conminó a echarlo al mar o a la sartén. Lo echaron al mar y durante años no comieron lenguado por temor a que fuese el suyo. Y se acordó también de la abubilla que apareció un día en el jardín, tan graciosa con su penacho de plumas tiesas en la cabeza, y que les llenó la casa de mierda y de un hedor que perduró mucho tiempo después de que el pájaro hubiera desaparecido. Y sobre todo se acordó de la golondrina herida a la que cuidó amorosamente durante todo un verano hasta que pudo volar y a la que los niños esperaron en vano muchos veranos, porque era cosa sabida, lo decían los viejos, que las golondrinas siempre vuelven, pero aquélla, la suya, no volvió.

El ángel la miró a los ojos, esperando, y esbozó su sonrisa de probada eficacia, y entonces Lola dejó de pensar. Suspiró y le señaló al ángel la puerta de la terraza:

—Pasa. Se está haciendo de noche.