IX. El ángel sirena

Hoy la puta se nos ha disfrazado de Greta Garbo. Mira qué gafas y qué sombrero.

Lola espera a que la mujer haya pasado para darse la vuelta y ponerse boca arriba. Quiere evitar el saludo, pero los ojos se le van involuntariamente y se encuentran con los de ella, que se ha quitado las gafas negras y esboza una ligera sonrisa a la que Lola corresponde con un leve gesto de la cabeza. Julia, tumbada boca abajo, habla entre dientes pero en un volumen de voz que a Lola le parece atronador.

—Piensa que eres mi tía, por eso a mí no me saluda.

Lola vuelve hacia Julia la mirada con aire de no haber entendido nada. Julia es un año mayor y nunca ha parecido más joven, incluso a veces se molesta de que le echen muchos más años que a ella.

—¿Tu tía?

—Sí, mi tía: mi pareja, hija, que a veces pareces boba. Cree que somos tortilleras, como ella.

—Pero ¿no decías que era puta?

—Puta y lesbiana. ¿O tú qué te crees?, ¿que a las putas les gustan los tíos? No sé para qué te cuento nada porque no te enteras.

Lola no entiende por qué a Julia le cae mal esa mujer. Quizá sea por el árbol. Julia se empeña en que estarían mucho más a gusto a la sombra del sauce, justo en el sitio que la mujer ocupa, acapara, dice Julia, sólo con que no se desparramara de aquel modo, con una toalla que más parece sábana y dos bolsas y una hamaca de tijera y no se sabe cuántos chirimbolos más, habrían podido ponerse también ellas. Lola no entiende para qué van al solárium si lo que Julia quiere es ponerse a la sombra.

—Para no abrasarme como San Lorenzo, hija, que una cosa es quitarse estas marcas ridículas del biquini y otra que se me caiga la piel de las tetas y del culo, sólo me faltaba, éramos pocas y parió la abuela. A ti, con esa piel de elefante africano, te da lo mismo, pero yo he de cuidarme.

Piensa Julia que es una flagrante falta de educación por parte de la mujer, que ya está morena y sin marcas de ningún tipo, el acaparar la única sombra donde una puede tumbarse para que la luz y el aire vayan curtiendo aquellas zonas suyas tan blancas y delicadas. Tal desfachatez, unida a la desvergüenza con que se expone al sol y la consecuente uniformidad de su moreno son pruebas inequívocas de su condición de puta.

—¿A quién has visto tú tomar el sol de ese modo?

Se tumba de espaldas con las piernas flexionadas sobre el pecho y con una almohadilla en las nalgas. Cierra los ojos y se está un buen rato así, con una cara de placidez que es lo que más llama la atención a Lola. En realidad es lo mismo que Julia y ella hacen en el gimnasio, una posición de relax, pero sin ropa y al aire libre, mucho mejor. Al fin y al cabo allí sólo hay mujeres y debe de ser agradable sentir el calor del sol entre las piernas. Se nota que disfruta, que lo hace por gusto y no por necesidad, igual que nadar. Lola se dio cuenta tan pronto como la vio en el agua, y fue allí donde cruzaron una primera sonrisa, como el saludo de dos navegantes solitarios, de dos personas que reconocen una afinidad no muy común. Pero Julia decía que sólo las putas, por razones de su oficio, porque el cuerpo es su instrumento de trabajo y cuanto más atractivo más rentable, se espatarraban de aquel modo. O las que tenían una úlcera vaginal o anal. Y estaba claro que aquélla no tenía ninguna úlcera. Julia veía a muchas mujeres en la consulta de ginecología y aseguraba que sólo las putas, las putas caras, tenían aquel coño tan cuidado y tan moreno…

Tan bonito, piensa Lola. Lo mira cada día al salir del agua. La primera vez había sido por azar. Se había apoyado en el borde de la piscina para subir a pulso y sus ojos tropezaron con las nalgas redondas y los muslos alzados, y en medio la abertura rosada, rodeada de un vello castaño claro, casi rubio, que apenas se distinguía del color de la piel. Se había dejado caer otra vez al agua, turbada, y había hecho un largo para recuperar la tranquilidad. A partir de entonces, lo mira ya voluntariamente: las piernas largas y finas, de rodillas redondas, la cadena de oro en el tobillo, y aquella zona enmarcada por los muslos firmes y las nalgas rotundas, aquel sexo que no está depilado como dice Julia que lo tienen las putas sino levemente cubierto, como protegido, por un vello de apariencia suave que deja entrever la carne más profunda. Y más abajo, la otra hendidura donde la piel se frunce suavemente sin perder el color moreno ni el aspecto terso y limpio. Y tampoco allí está depilada: un vello aún más leve que el del sexo y más rubio rodea el pequeño círculo y lo subraya.

Ocultos los ojos por las gafas de piscina, Lola mira a la mujer cada día durante unos segundos al salir del agua. La mujer no se mueve, ni hace el menor gesto, pero Lola tiene la impresión de que sabe que la mira, y que no la molesta que lo haga, incluso diría que está esperando a que ella salga del agua para cambiar la postura o levantarse. Julia dice que está exhibiendo la mercancía, que esas mujeres tienen siempre el anzuelo echado por si acaso hubiera clientela a la vista, nunca bajan la guardia, y que además lo hace por ostentación para chinchar a las demás, igual que lo de acaparar la sombra. Son comportamientos de puta, dice. Lola piensa que debe de ser una puta muy cara, de las que dice Julia que cobran cien mil por noche, y que los hombres lo pagarán con gusto por tocar aquella piel tan suave, y aquel coño y aquel culo tan bonitos. Y también las mujeres, si es cierto que es lesbiana… O quizá no sea puta ni lesbiana. Julia, entre el divorcio y las clases de psicología, está disparatada. Tanto criticarla, para acabar haciendo lo mismo, pero en peor. La llama la puta sin ningún fundamento. Y quizá no lo sea, y, si lo es, sabe Dios qué la habrá llevado a serlo. La comodidad, dice Julia; es más fácil abrirse de piernas que currar ocho horas como mínimo. No es cristiano hablar y pensar mal del prójimo, y menos sin ningún motivo. Y lo de lesbiana acaba de inventárselo, seguro.

—¿Por qué dices que es lesbiana y que no me entero de lo que me cuentas? Lo único que me has contado es que tiene un restaurante. Y que es amiga del dueño de la piscina.

Eso explica que a la sombra del sauce haya siempre extendida una toalla desde primera hora, aunque la mujer llegue al final de la mañana. No puede madrugar porque trabaja de noche, dice con intención Julia. Le ha preguntado a la chica del bar y la chica le ha dicho que son órdenes de la encargada, que le ha mandado que ponga allí aquella toalla antes de abrir, porque una amiga del dueño va todos los días, y toma un ratito el sol y después se queda a la sombra leyendo, revistas del corazón de las más tiradas, dice Julia, que también las lee. A mediodía toma algo en el bar y al irse, hacia las cinco, deja allí sus bártulos, y así cada día, abonada al sauce a perpetuidad. Y la chica también le ha contado que tiene un restaurante muy chulo en la zona nueva de la Tolda, y que se puede ir a tomar una copa si no quieres cenar, o sea, un bar de alterne, dice Julia, y por eso es amiga del dueño, porque son del mismo negocio, como quien dice, o vaya usted a saber, el caso es que son amigos, dice la chica del bar que le ha dicho la encargada, y, en cuanto a lo de la toalla, ella no puede hacer más que lo que le mandan; si Julia quiere sombra puede ponerse bajo el toldo del bar.

—Eso es todo lo que me has contado, y ahora sales con que es lesbiana.

Julia se incorpora y se apoya en los codos.

—No me digas que no te has fijado en cómo te mira… No, claro, tú nunca te fijas en eso. Ni en Jacobo ni en Alfredo, que tenía una fijación con las estrías de tu espalda, el muy cerdo. Se ponía cachondo mirándotelas. Decía que parecían cicatrices de latigazos.

—Pero él sabía que eran del crecimiento. A otras les salen en la tripa durante el embarazo.

—¡Ya lo sé! Y él lo sabía también cuando te lo preguntó. Se lo había explicado yo veinte veces, pero él prefería pensar que Juan te zurraba con el cinto, y babeaba mirándote. Y nunca te enteraste. Aquel día te lo preguntó sólo para tener el pretexto de pasar los dedos por encima, estoy segura. «¿De qué son estas marcas, Lola?», como si no estuviera al cabo de la calle. Y tú como boba: «A los doce años di un estirón muy rápido y se me rompió la piel de la cintura». Sin enterarte, como siempre. Por cierto, con el sol se te notan más, ahora pareces una negra a la que hubieran azotado; si te ve se empalma en el acto.

—Julia, por favor, deja de hablar de esas cosas.

—¡Pero si no me importa! Estoy muy tranquila. Sólo me indigno conmigo misma por haber aguantado diez años a un tío plasta, que sólo se animaba con los vídeos sado y con tus estrías… Y tú deberías ponerte una crema protectora; con el sol se te notan más, de veras.

—Es que el sol es malísimo para la piel. No sé qué hemos venido a hacer al solárium.

—Pues mira, yo he venido a ponerme a tono. Estoy de nuevo en el mercado de la oferta y la demanda y la competencia es durísima: el mundo está lleno de jovencitas dispuestas a cargar con cincuentones a cambio de que las mantengan. A ti la cosa no te preocupa, porque tienes a Jacobo, que no es Robert Redford pero es divertido, y para un pasar vale, pero yo me tengo que currar cada ligue. Y nada de cultivar el espíritu, lo que hay que cultivar es el cuerpo, o te quedas para escuchar confidencias. Te aseguro que al próximo lo voy a cautivar con la belleza de mi pubis, rubio natural. Pero antes tengo que quitarme estas blancuras de monja, que no se llevan nada. Y si no, fíjate en la puta…

Lola la interrumpe con un susurro:

—¡Baja la voz, por favor!

Julia se da la vuelta y se acerca un poco más a Lola.

—Créeme: aunque se ponga las gafas de Greta, a mí no me la pega. Se te come con los ojos. Sobre todo cuando te pones boca arriba y se te ven las tetas y ese felpudo tuyo tan lustroso. Por eso a mí no me saluda, porque piensa que soy la competencia. Mira, voy a ponerte crema en las estrías y que se joda de envidia.

—¡No quiero crema!… No me apetece darme la vuelta.

—¡Ay, hija, cuánto remilgo! Pues me la pongo yo. Desde hace meses soy la única carne humana que puedo tocar y necesito acariciar a alguien. Pensándolo bien, voy a empezar a sonreírle a ésa. A lo mejor también le gusto. Y nunca se sabe, quizá debería probar.

—Me voy al agua.

—Eso, vete al agua. No sé para qué te pido que me acompañes. Igual sería venir sola. No se puede hablar de nada y en cuanto lo intento, ¡hala!, a hacer largos a la piscina. No sé cómo no se te caen las tetas de tanto tenerlas a remojo.

A Lola no le gusta que Julia diga que la otra la mira. Y tampoco le gusta la forma en que coloca las piernas sobre la silla para tomar el sol, como si fueran a hacerle una revisión ginecológica. Le parece impúdico y desagradable, sin comparación posible con la belleza y la gracia de la otra. Julia está demasiado gorda, tiene demasiada carne allí abajo, un montón de carne blanca con cuatro pelos rubios y lacios de los que Julia se siente orgullosa y que fueron la envidia de Lola en su adolescencia, cuando a ella empezó a llenársele el pubis de pelos rizados, brillantes y negros como el carbón, que acabaron formando el extenso triángulo de vello espeso que Julia llama el felpudo. Aquel montón de pelos no había hecho más que crearle problemas desde entonces. Se adivinaba bajo la tela del bañador por más que su madre se los comprase reforzados. Y no se atrevía a afeitárselo por si el vello se hacía más duro y se ponía a crecer como el pelo de la cabeza. Aquélla había sido una de las pesadillas de su adolescencia: el vello púbico crecía y crecía y se convertía en una barba larga y poblada como la del grabado del Colegio que representaba al Cid, «el de la barba florida». Se despertaba angustiada y se tocaba la entrepierna para comprobar que seguía igual, una mata de pelo suave y corto, que se rizaba sobre sí mismo y mantenía siempre el mismo largo, afortunadamente. Parecía un conejito, Juan tenía razón, un conejo dócil que se dejaba atrapar con facilidad. Aquella tarde en el desván del pazo había sentido la mano de Juan agarrándolo y no había gritado ni lo había rechazado, se había quedado inmóvil y callada mientras él farfullaba una y otra vez: me vuelven loco tus tetas, me vuelve loco tu conejito, y tus tetas y tu conejito, me vuelves loco… Lola nunca entendió aquella fascinación. Todavía se mira a veces en el espejo y sigue encontrándolo demasiado negro y demasiado grande, pero a veces también recuerda el rostro de Juan hundido en la negrura de su pubis y piensa que quizá aquella mata de pelo, que Julia llama desde siempre el felpudo, puede ser hermosa.

Entre brazada y brazada, Lola ve cómo la mujer se levanta para bañarse. Antes pasará por la ducha, y el agua, al rebotar sobre su cabeza, formará en torno a ella una urna transparente. Es muy hermosa, o, más que hermosa, bonita, como un bibelot delicado y caro. Quizá Julia tenga razón y sea puta y venda su belleza, o la entregue a quien se le antoje porque las putas también tienen sus caprichos, dice Julia. O quizá sólo es la amante de un hombre rico y casado. Quién sabe. Antes todo el mundo se conocía, sabía quién era cada uno, pero ahora la ciudad ha crecido demasiado, por todas partes surgen hoteles, restaurantes, bares, o complejos deportivos como éste, con un solárium con piscina para tomar el sol desnuda, y salones de belleza. El propietario es el mismo que ha urbanizado el acantilado y que quiso comprarle la casa. Por suerte el mar cubre en cada marea la pequeña cala y la hace inútil como playa; si no fuese así, es posible que hubieran acabado por quedarse con todo. Jacobo se lo había advertido: son como gangsters y si se empeñan te quitarán el terreno por las buenas o por las malas, te harán la vida imposible. Y le contó una película de una chica que tenía una casa en el acantilado con escalones a la playa como la suya, y cómo le habían puesto aceite en los peldaños para que la chica resbalase y se partiese la crisma. Pero en su cala no había playa ni posibilidades de hacerla, una suerte. Había sido Juan quien trató con ellos, y les vendió a buen precio un trozo de la finca. Y después, bastante tiempo después, cuando ya todo estaba urbanizado, apareció aquel hombre: quería la casa para él. Se había enterado de la separación y venía a hacerle una oferta. Le gustaba la casa, y había pensado que… Lola le dijo que a ella también le gustaba y que había sido de sus abuelos. Y el hombre dijo que se notaba y que la comprendía y que si alguna vez pensaba venderla… Y le dio una tarjeta en la que no ponía fincas rústicas y urbanas ni arquitecto urbanista como las de los otros con quienes Juan había tratado. Había sólo un nombre y él añadió un teléfono a mano. Y resulta que aquel hombre era el mismo del complejo deportivo y de los salones de belleza, y de los dos hoteles nuevos del paseo marítimo, el amigo de la mujer del sauce, un gran empresario, decían, que no hacía vida social, ni tenía yate en el Náutico, ni se sabía con certeza dónde vivía; la familia al parecer la tenía en Madrid, y a su madre y una tía en Brétema, donde había restaurado un pazo. Un tipo raro, un patán forrado de millones, decía Julia, quizá un narco-traficante, sugirió Jacobo, por suerte no había playa en el acantilado porque si no, igual se empeñaba en conseguir la casa, ves como todo encaja, decía Julia, por eso la puta no habla con nadie ni saluda, porque sabe que nadie la va a admitir entre sus amistades, nadie quiere tratos con una puta, por muy rico que sea su amiguito, y él le pone un restaurante para que pueda ganarse la vida cuando se le arruguen las carnes, porque ésa ya no es joven, está bien conservada pero los cuarenta no los cumple, Julia exagera, pero es cierto que ya no es muy joven, no es una de esas jovencitas que tanto irritan a Julia, y se la ve preciosa bajo su urna de agua, tan a gusto en su piel, se le nota en cómo deja que el agua resbale por su cuerpo y en cómo se la sacude como un cachorro satisfecho antes de entrar de cabeza, con un salto perfecto, en la piscina.

Lola y la mujer se cruzan bajo el agua y sonríen. Desde el borde de la piscina Julia grita. Lola se acerca y saca la cabeza para atenderla.

—Me estoy poniendo roja; me voy. No me apetece pasar la mañana debajo del toldo del bar. ¿Vienes conmigo o te quedas con la puta?

Lola piensa que no vale la pena contrariar a Julia, que está pasando un mal momento.

—Salgo enseguida.

—Te espero en el vestuario. Me arde la piel.

La mujer nada en la calle central, a braza, sacando la cabeza y los hombros a cada brazada. El pelo rubio flota en torno a ella y cae por su espalda cuando levanta el torso. Lola piensa que las sirenas deben de nadar así. Lo ha pensado desde el primer momento en que la vio en el agua. Se pone a su altura y nada a su mismo ritmo por la calle contigua. Se sonríen de nuevo bajo el agua. El día siguiente es martes y los martes Julia no sale, se pasa todo el día trabajando en la consulta de ginecología. Lola nada más rápido y se adelanta. Sabe que, antes de iniciar un nuevo largo, la otra descansará unos segundos con las manos apoyadas en el borde de la piscina, el rostro erguido y los ojos cerrados para recibir la caricia del sol. Y sabe que tiene que ser ella la que dé el primer paso.

Lola espera a que llegue. Comprueba que Julia se aleja con sus cosas camino del vestuario y, antes de tomar impulso para salir del agua, dice con decisión:

—Hasta mañana.

La sirena abre los ojos y vuelve hacia ella la cabeza. Después mira alrededor como buscando a alguien. Todavía se ve a Julia, de espaldas, a punto de entrar en el vestuario. Mira de nuevo a Lola, que le sonríe ya de pie al borde de la piscina, y sonríe también, cómplice:

—Hasta mañana.