VIII. Lucila de cuatro a seis

¡Qué noche tan larga!… A Elvira no le han gustado los cuentos. Ha sido otro error dárselos esta noche. Está nerviosa y preocupada, aunque no quiera admitirlo; eso debe de haber influido para que le parezcan tan mal…

En cuanto a que Ena esté con otro hombre, yo también lo había pensado, aunque no encaja en su carácter. Tampoco nos encajaba la historia del ángel. Y, si echamos la vista atrás, siempre creímos que se casaría con Kostka; nunca entendimos por qué se casó con Luis ni por qué después le ha ido mal con él. O sea, que en las cosas importantes de su vida no hemos acertado nunca. Dicho de otro modo: no la entendemos. Así que no se puede descartar ninguna posibilidad, excepto la del suicidio. Su padre se suicidó, pero en él sí encajaba, y sobre todo hacerlo de aquella forma. Iba por la vida de protagonista y no podía resignarse a vivir atado a una silla de ruedas y a no conquistar a cuanta mujer se le cruzase. Pero Ena, por creencias religiosas y por haber sufrido el suicidio de su padre, creo que nunca haría algo así. Eso parece lo único seguro.

Lo que sí puede hacer es lanzarse mar adentro con marejada sin darse cuenta siquiera del riesgo que está corriendo. Lleva toda la vida nadando a su aire y no se hace cargo de que no tiene las fuerzas ni la resistencia de antes.

Y en cuanto a irse con el ángel, si en efecto era el ángel el tripulante del velero, de eso no tengo la menor duda. El ángel es ya parte de nuestras vidas. Si un extranjero rubio aparece por aquí preguntando por una señora a quien sus amigos llaman Tiburón lo acogeríamos como a un amigo, porque, por muy absurdo que parezca, y aunque la razón te diga que tal individuo es un perfecto desconocido, nosotras sentimos que pertenece a nuestro mundo. Lo conocemos y hablamos de él desde hace quince años; es ya uno de la panda. ¡Cómo no va a irse Ena con él! También nos iríamos Elvira o yo. Nos pondríamos de charla tan contentas, sólo de charla, porque, como dice Elvira, hay que respetar la fruta del cercado ajeno y también la prioridad en el ojeo de la pieza… aunque de vez en cuando se robe una manzana o se le ponga una zancadilla a quien la vio primero.

¿Y él? ¿Cómo reaccionaría el ángel ante dos mujeres desconocidas que lo tratan como si fuesen viejas amigas? Se quedaría atónito, seguro, nos miraría como a dos locas.

Cualquier día vamos al Náutico y nos encontramos al camarero intentando explicarse en inglés con un tipo rubio que pregunta por una señora que vive en una casa en lo alto del acantilado. Y el camarero le dice: «Mire, aquellas señoras conocen a la dueña». Nosotras nos acercamos: ¡Qué casualidad, chico! Somos amigas de Tiburón, sí, la señora que te tiraste en Valdemar. El mundo es un pañuelo, ¿verdad?, qué bien verte por fin en persona, y lo contenta que se va a poner Ena. Ena, Tiburón, sí, sí, la misma que te encontraste nadando entre la isla y el cabo y te la beneficiaste en un santiamén. Somos íntimas y lo sabemos todo, todito, así que no tengas reparo y siéntate con nosotras a tomar una copa y nos cuentas qué has hecho en estos quince años. A Ena la avisaremos enseguida. ¡Qué sorpresa se va a llevar! Se te ve estupendo, un poco peor de lo que imaginábamos, porque ya se sabe, los sueños, sueños son, pero para tener cincuenta y tantos… ¿No tienes aún cincuenta?, pues mira eso no se nos había ocurrido, que fueses más joven que Ena, claro, con razón se te ve tan bien, aunque, la verdad, para cuarenta y cinco tienes demasiadas canas y la piel un tanto arrugada, debe de ser del aire y del sol, con esto del agujero de ozono es malísimo. Pero no te preocupes, en todo caso estás estupendo, así por lo que puede juzgarse a simple vista, que ya sabemos que lo que no se ve es una maravilla… De nada, tranquilo, somos como hermanas de Tiburón, ¡qué digo!, más que hermanas, nos lo contamos todo, así que no sabes qué alegría nos has dado. Nada más verte hemos pensado «ése tiene que ser el ángel», por la facha, eres igualito a lo que imaginábamos, Engel… ¿No era así como te llamaba tu madre? Ya ves que lo sabemos todo, así que relájate y considéranos como de la familia. ¿Quieres cerveza o vino? No bebes, bueno, pues ya nos irás poniendo al corriente, porque esos detalles son los que nos faltan, te haces cargo, ¿verdad? Tenemos tantas cosas trascendentes de las que hablar que en esas pequeñeces no nos hemos parado a pensar…

Sigo sin creerme que el ángel haya vuelto. Pero sólo hay tres opciones. Y, prescindiendo de que Ena puede haberse ahogado, sólo quedan dos: o el ángel ha vuelto o está con otro. Y si no me creo que el ángel ha vuelto, hay que pensar que está con otro.

Argumentos a favor de esta opción. Primero: El ángel es intercambiable. Quiero decir que con el paso de los años el ángel fue dejando de ser un hombre concreto para convertirse en algo abstracto, en una manera diferente de vivir. En realidad se puede decir que lo fue desde el primer momento. Ena siempre vio aquel encuentro como un episodio aislado en su vida, ordenada y ajustada a las normas de la burguesía más tradicional; algo puntual y sin continuidad posible.

Podía haber dejado algún cabo del que tirar: un número de teléfono, una dirección, un nombre completo al menos. Pero no; se separaron sin que para Ena cupiese duda de que aquello no tenía ningún futuro. Y, sin embargo, lo que podía haber sido una simple aventura se convirtió en el símbolo de todo lo que deseaba y no tenía. Lo vio como una especie de revelación, como el rayo que derribó a Saulo camino de Damasco. En una vida tranquila y previsible, de pronto un día, una tarde de verano, irrumpe lo maravilloso en la forma de un trotamundos noruego. Ena descubre el placer del sexo y a través de él el amor. Y a través del amor una forma de vida diferente. Elvira lo dijo de forma muy gráfica: hasta que apareció el ángel Ena había vivido como los percebes, amarrada a la roca en la que había nacido, una roca muy confortable, con una casa maravillosa, pero a fin de cuentas una roca. Y con el ángel descubrió el placer de ser un pez, de moverse con libertad.

Pensamos entonces, y quizá fue un error, que Ena se había enamorado de un hombre específico, con unas determinadas características físicas y psicológicas. Pero es posible que se enamorase sobre todo de una forma de vivir, de aquella falta de ataduras y compromisos sociales, de su cercanía a la naturaleza y de su independencia.

A la muerte de su padre el mundo de Ena se derrumbó. Todo lo que creía firme y sólido se vino abajo: la familia unida y feliz resultó una pantomima, que sólo se tenía en pie porque su madre aguantaba sin rechistar las infidelidades continuas. El suicidio demostró que al padre la familia le importaba un bledo: cuando no pudo hacer lo que quería y lo que le gustaba, se mató, sin preocuparse de lo que iba a ser de ellos. Y a Ena le cambió la vida. Después del padre se murió la madre, a quien tampoco parecía importarle la familia sino su marido. Y cada hermano tiró por su lado. Sólo Ena se empeñó en convertir en verdadero aquel ideal falso de su infancia.

Podía haberlo intentado con Kostka, pero se cruzó Luis y todo se fue al infierno. Se comprende, porque Luis era de un guapo que tiraba de espaldas y Ena demasiado inocente, demasiado inexperta. Se dejó ir y cuando quiso reaccionar era demasiado tarde. Dice que lo único que sintió fue dolor, y es lógico, porque era virgen y, a juzgar por lo que Kostka cuenta, no tenía ninguna experiencia. Dejó de menstruar y le entró pánico. Se casaron en dos meses y, en cuanto se casó, a Ena le volvió la regla. A Javi lo tuvo a los diez meses. Y después uno por año, o dos cuando los gemelos, y así hasta cinco. De cómo le iba en la cama no hablaba. Hasta que apareció el ángel no supimos que a Ena le iba mal con Luis, y creíamos que a la postre había reproducido la familia de su padre: un marido infiel, una esposa colgada de la verga del marido y unos hijos felices de ver a sus padres tan unidos.

Desde su encuentro con el ángel, Ena no deja de pensar en él, o quizá sería mejor decir que no deja de pensar en lo sucedido. Sigue haciendo la misma vida de siempre: atender a los hijos, cumplir con sus deberes sociales y acostarse con Luis cuando a él le apetece, que es cada vez menos, porque Luis se busca enseguida otras mujeres que estiman más sus buenas prendas y su buen hacer. Ena, por su parte, cuando se acuesta con Luis piensa en el ángel, de modo que también ella, a su manera, le es infiel, no ha dejado de serle infiel desde aquella tarde de Valdemar. Por eso se confiesa, y el Páter, que cuando no está cabreado o le tocan a Santa Teresa se las da de avanzado, le dice que las fantasías son lícitas dentro del matrimonio y que no se preocupe más del asunto. O sea, que o Ena entendió mal o según el Páter puedes pensar en quien quieras mientras te acuestas con tu legítimo… Yo siempre había pensado que la gente hace el amor a oscuras o cierran los ojos no por vergüenza o para concentrarse sino porque no quieren ver a quien abrazan, porque prefieren imaginar otro cuerpo y otra cara y lograr así una excitación que no conseguirían viendo a su pareja. Nunca hubiera imaginado que el Páter lo aprobase, pero, en fin, lo importante no es lo que a mí me parezca ni lo que piense el Páter, que cualquier día se nos sale de cura, sino que Ena ni por esas consigue que le vaya bien en la cama con Luis. Era un procedimiento condenado al fracaso porque, la verdad, no es fácil pensar en otro mientras se te echa encima un tío tan marchoso y tan acostumbrado a ir de rey del mambo. Además, mientras hace el amor dice cosas que deben interferir de modo chocante con las fantasías angélicas de Ena.

En este asunto de Luis me temo que no soy objetiva. Volvamos al noruego. Pasan los años y los chicos se van yendo de casa, para casarse o por razones de trabajo. Y cuando la pequeña se va a vivir por su cuenta, Ena se descuelga con que quiere separarse. Que Luis tuviese un lío no podía ser el motivo. Los tuvo desde el primer año de casados. Ena lo sabía, entre otras cosas porque Elvira se encargaba de enterarla de ello; pero siempre actuó como si no lo supiese, hasta que Lenita se fue. Entonces sacó a relucir todas las infidelidades, con pruebas irrefutables, incluidos varios reportajes fotográficos hechos por el Fernández, que Ena tuvo la cachaza de guardar durante años sin decir a nadie, ni a nosotras, una palabra. Y cuando ya todos los chicos estaban viviendo por su cuenta, pidió la separación. Se la ha llevado María Novoa, como un favor especial porque desde que fue ministra no se para en esas menudencias. A Luis podía haberlo dejado con una mano delante y otra detrás, pero Ena no se ensañó. Se ha quedado con lo suficiente para mantener lo que más le importa, que es la casa del acantilado.

¿Por qué se separó? La respuesta que ella dio fue que los chicos ya no necesitaban a su padre en casa y que Luis podía hacer sin tapujos lo que venía haciendo desde su matrimonio. En cuanto a ella, se daba por sobrentendido que tampoco lo necesitaba y que sólo sus obligaciones maternales la habían mantenido unida a un hombre hacia el que no manifiesta ninguna aversión, pero con quien de ninguna manera quiere seguir conviviendo. Y de ahí no ha habido manera de moverla.

Luis no tenía argumentos válidos en contra. Su negativa inicial a aceptar la separación parecía obedecer sobre todo a la incomodidad de prescindir de alguien que se ocupaba de resolver los problemas de la casa y sus compromisos sociales. Pero lo cierto es que a Luis se le vino el mundo encima. Está acostumbrado a ser él quien decide, y que de repente su santa lo deje a los treinta años de matrimonio, tras un amago de infarto y a punto de cumplir los sesenta, lo dejó hundido en la miseria. Estaba saliendo con una chica de la edad de su hija pequeña, pero aun así de golpe se ha sentido viejo y necesitado de comprensión y apoyo. Para qué dar ahora esta campanada, decía, y en eso no le faltaba razón, porque no estaba haciendo nada que no hubiera hecho cien veces antes. Hablaba poniéndose una mano en el pecho y con cara de sufrimiento como si estuviera a punto de darle otra vez el infarto, así que Elvira se lanzó a defenderlo ante Ena con unos argumentos un tanto pintorescos: que los tíos guaperas tienen más tentaciones que los feos y que Luis había sido siempre un tío guapísimo, y rico, y espléndido, que la había complacido en todo y que vaya una cosa por la otra. A punto estuvo de decirle que si no se habían entendido en la cama era por su culpa, porque le constaba que Luis era estupendo. Está tan deseosa de soltárselo que acabará haciéndolo un día u otro.

Yo le dije a Ena lo mismo que digo cuando es el hombre el que se va: que si quería dejarlo tenía que haberlo hecho antes, cuando el otro es joven y puede rehacer su vida. Después de tantos años ya sólo nos queda a todos cargar con las consecuencias de nuestros errores. Hay una larga etapa en la vida en la que con buena voluntad se pueden enmendar muchas cosas, pero llega un momento en el que te faltan ánimos para empezar de nuevo, para lanzarte a andar por un camino que dejaste atrás y que no sabes si vas a poder recorrer.

Creo que entendió por dónde iban los tiros, pero lo dejó pasar. No nos hizo caso ni a Elvira ni a mí. Desdramatizó por completo el asunto y dijo que lo único que Luis necesitaba era una buena muchacha y una cocinera y que ella le podía ayudar a conseguirlas. Que mujeres ya se las agenciaba él solito. Y no hubo más que hablar. Planteó la separación de una forma que parecía que le estaba haciendo un favor a Luis y convenciéndolo de las ventajas de la nueva situación: se evitaría engaños y disimulos, podría hacer su santa voluntad sin cortapisas y, si lo que quería era casarse, podían plantearse incluso la anulación.

Nunca habló de casarse ella o de las ventajas que su libertad iba a proporcionarle. Cuando Elvira o yo le preguntábamos si esperaba que volviese el ángel, se reía y decía: «No, pero quién sabe». Nunca dijo que lo esperaba, pero de forma maquinal se ha pasado la vida observando todos los veleros que se ponían al alcance de su vista. Un día comentó que, aunque el noruego hubiese cambiado de barco, podría reconocerlo por la forma de navegar. Algunas veces la he visto aguzar la vista y estirar el cuello, como hacía cuando creía ver el velero de su padre. Así que lo esperaba… Pero quizá, y a esto quería llegar, no era al ángel a quien esperaba sino a cualquiera que la hiciese disfrutar de lo que disfrutó con él. Y se puso en la situación social adecuada para que, si ese alguien aparecía, no hubiese obstáculos que le impidiesen estar o irse con él.

De modo que las cosas pudieron ocurrir más o menos de este modo:

Ena está nadando pacíficamente a lo largo de la playa, aburridísima, porque lo que le gusta es meterse mar adentro. Y en esto ve un velero. Un velero noruego y un hombre rubio en la cubierta. No se lo piensa dos veces: se pone a nadar hacia él, cagando leches, como dijo Xío. El del velero también la ve: no hacen otra cosa que mirar. Todo el rato mirando alrededor en un espacio inmenso en el que una medusa, una tortuga marina o el vuelo de un pájaro se convierten en un acontecimiento que se sigue con apasionado interés. Así que ver a alguien nadando en medio del océano sin barco de ningún tipo a su alcance es todo un espectáculo. Y si el tripulante va solo y es hombre y quien nada parece que es una mujer, pues ya está garantizada la aventura. El velero noruego, igual que sucedió con el del ángel, se acerca a ver qué sucede. Y Ena, que se ha dado la gran carrera para ponerse a su alcance, y que ya no anda por los treinta sino por los cincuenta, acepta encantada el ofrecimiento de subir al barco y descansar un rato. El tripulante es noruego, está solo y habla inglés, pero eso para Ena no es ni ha sido nunca un problema, así que no ha lugar a malentendidos ni a fantasías sin fundamento, sino que puede explicarle con toda claridad y soltura que no se está entrenando para ninguna competición, que ella es así por naturaleza, anfibia, como si dijésemos, y que la puede dejar a la altura de su casa. Y aprovecha la ocasión para enseñarle la casa del acantilado con sus escaleras en la roca y la pequeña cala, que siempre causa muy buena impresión, no vaya a creerse el vikingo que se las está viendo con cualquier desharrapada; así que el tipo larga la vela otra vez y endereza hacia la casa.

El tripulante no es el ángel, pero es rubio y de ojos azules, o quizá grises o verdes, y la mira ya con más simpatía que extrañeza. Es un navegante solitario y el barco es bonito, y se ve cuidado y vivido. Ena ha pensado muchas veces a lo largo de quince años que tiene que haber muchos hombres como el ángel, hombres rubios de piel dorada y ojos claros, como a ella le gustan, y que sonríen de esa forma entre tímida y coqueta, nada agresiva, como quien espera que sea la mujer quien tome la iniciativa, mientras se muerde el labio de abajo, igual que hace ella cuando no sabe qué decir. Y por eso es Ena la que dice:

—¿Viene de Valdemar?

Sabiendo que no puede ser, porque Valdemar está doblando el cabo, en la otra dirección. El noruego pregunta:

—¿Valdemar?

Y Ena le explica que Valdemar tiene unas rocas que parecen catedrales góticas, que la arena es de un blanco que deslumbra a la luz del sol o de la luna y que el agua es la más transparente y la más limpia de toda la costa. El noruego pregunta si está lejos, y Ena recuerda que muchas veces se ha preguntado si lo que pasó en Valdemar no habría podido pasar en otra parte y con otro hombre; no un hombre como Kostka, tan encantador y tan listo, pero tan poca cosa, tan gafillas siempre; ni como Luis, tan moreno, tan peludo y tan dominante; ni como Xío, que es un niño grande, forzudo y un poco tonto, y que, por cierto, se está acercando con la Zodiac y si ella no se espabila le va a hacer perder la oportunidad de comprobar si aquello fue realmente un milagro, algo excepcional, o si se trata sólo de encontrar a un hombre como a ella le gustan, rubios de piel morena, ojiclaros, guapos y tímidos. Así que enseña todos sus dientes en la más deslumbrante de sus sonrisas de Tiburón y le dice al noruego que la mira ya encandilado:

—Valdemar está ahí mismo. Con este viento y largando trapo ni una hora.

Sí, podría ser. Elvira tiene razón: El que hace un cesto hace ciento, y más increíble fue la primera vez… Pero ¿y si no era Ena la mujer que se subió al velero? El único testigo es Xío, y Xío no sabe con seguridad qué es lo que ha visto… ¡Dios mío, qué noche tan interminable!