Lola se queda flotando y ladea la cabeza para mirar al hombre del velero. Su padre también torcía así la cabeza y entrecerraba los ojos, un gesto inquisitivo e irónico que en Lola, por el contrario, resulta ingenuo y un poco infantil: no sabe qué hacer. No está cansada, pero volver a casa sin descansar en la isla va a ser muy pesado. Y a la isla, con marea alta y viento, tampoco es prudente acercarse. No entiende ni torta de lo que le dice el inglés, pero seguro que le está ofreciendo ayuda. Le fastidia un poco que crea que está en peligro, o mejor dicho, que lo crea Juan cuando se lo cuente. Ayuda, lo que se dice ayuda, no le hace falta, pero lo más sensato es subirse al velero.
—Vale. Voy a subir.
El inglés, o quizá no sea inglés porque no tiene aspecto de inglés, le da la mano y la levanta casi en vilo. Enseguida le ofrece una toalla seca que huele a sol. Lola se quita las gafas y el gorro y sonríe. Su pelo es lacio y de un negro azulado, y los dientes, muy blancos y un poco salientes, resaltan sobre la piel de un moreno cetrino. El hombre, rubio y de ojos azules, la mira de un modo que Lola no sabe si es asombro o admiración. Lola se peina la melena con los dedos y pregunta:
—Parlez vous français?
No, claro que no habla francés, nadie habla francés, quién va a pasarse cinco años interno en un colegio francés para hablar algo que nadie habla fuera de Francia o de las embajadas. Y ponte a estas alturas a estudiar inglés, con cinco niños y la casa y Juan que siempre está invitando gente. A ver ahora cómo le explica, porque seguro que es inglés:
—English?
El rubio sonríe encantado y suelta una parrafada.
—No, no, yo no hablo english. Pregunto si usted es english, o sea, si…
Lola mira la bandera.
—¿Noruega?
El hombre sigue la dirección de su mirada. Lola señala la bandera y le señala a él. El hombre sonríe de nuevo.
—Yes: norwegian.
Lola asiente con la cabeza. Debe de decirse así en noruego.
—Yo, española.
Lo dice y enrojece. El noruego va a pensar que es tonta, ¿de dónde iba a ser? Aunque puede que crea que es mulata, por el color de la piel y por los labios, no muy gruesos, pero que sobresalen más de lo normal, empujados por los dientes cuando tiene la boca cerrada. Desde pequeña sus hermanos y los amigos de la pandilla le han tomado el pelo con los «morritos». El hombre parece haberse dado cuenta de sus dificultades con el idioma y ahora dice sólo palabras sueltas mientras la señala:
—Training? Competition?
No, no se trata de ninguna competición. Nada todos los días desde su casa a la isla porque le gusta. Y usa bañadores de ese tipo porque para nadar son más cómodos, aunque Julia dice que espachurran los pechos, y Juan que le marcan los pezones de un modo escandaloso; por eso se los pone solo para nadar y por eso no se quita la toalla de los hombros.
—No competition. Mira allí…
Lola le señala el promontorio del cabo donde está su casa y se señala a sí misma. Hace gestos de bajar una escalera, una zambullida y nadar, nadar, nadar, hasta la isla. Allí tumbarse, cara al sol con los ojos cerrados, otra zambullida, nadar, nadar, nadar, hasta el cabo, trepar por la escalera y entrar en la casa: gesto de peinarse, vestirse, comer, dormir.
—Mi casa. ¿Entiendes?
El noruego señala a Lola, la casa, la isla y hace gestos de nadar de uno a otro lado. Después la mira sonriente y lanza un silbido admirativo. Lola sonríe también, satisfecha por haberse hecho entender y porque le gusta la gente que comprende su afición favorita. Aunque no lo confiesa abiertamente, para ella las personas se clasifican en dos categorías: la de quienes consideran una locura esa afición suya a nadar por mar abierto; y la de quienes comprenden su gusto aunque no lo compartan. Sus amigos pertenecen todos al segundo grupo y el noruego no cabe duda de que es de ésos. Lola se señala de nuevo:
—Tiburón. En la panda me llamaban Tiburón.
El noruego vacila y después se señala a sí mismo.
—Henrich.
Lola le alarga la mano:
—Lola.
—¿Lola?
—Sí. Tú, Henrich. Yo, Lola.
—¿Lola? ¿Tibburgón?
—No, no. Sólo Lola. Tiburón es un mote… Vas a verlo.
Se pone el gorro y las gafas y salta al agua. Nada en pequeños círculos, exagerando el ángulo del brazo para hacerlo más evidente. Se acerca de nuevo al velero y el noruego la iza entre risas, mientras lanza dentelladas al aire.
—Shark!
—Eso. En español, Tiburón.
Lola se encuentra a gusto. Lástima que no hable francés porque le gustaría decirle que tiene un barco precioso, de los que su padre llamaba «muy marineros», y se nota vivido. Echa una ojeada alrededor y da una palmada en la borda, como quien palmea un caballo:
—Bonito barco.
El noruego sonríe y asiente.
—I like too.
—Eso. I like. Precioso.
Se ríen, y Lola se acuerda de Julia cuando dice que si dos personas se ríen mucho juntas es que funciona la química, o sea, que se gustan. Lola piensa que el noruego es muy guapo y que es fácil entenderse con él. Y parece deseoso de conversación, por eso se anima a decir algo de lo poco que sabe en inglés y que jamás diría si Juan o cualquiera de los amigos pudiera oírla:
—From Noruega?
El asiente y Lola mira el barco y silba con admiración para devolverle el cumplido. El noruego levanta una mano en señal de espera y baja a los camarotes. Vuelve con cartas marinas y mapas y le señala una ruta: Noruega, costas del mar del Norte, Canal de la Mancha, Burdeos, San Sebastián, Gijón, costa Norte de Galicia. El dedo se para y señala un punto en el mar:
—Lola. Ti-bu-rón.
Se ríen otra vez. Lola señala con el dedo la costa de Portugal, mira al hombre y después vuelve hacia atrás, rehaciendo la trayectoria. El niega con la cabeza:
—Nei.
Ahora es el dedo del hombre el que baja desde Portugal a Marruecos y sigue por la costa occidental africana, golfo de Guinea, siempre hacia el Sur, despacio, como recreándose de antemano en el viaje. Lola lo mira y él levanta también los ojos del mapa para mirarla. Lola piensa que es estúpido hablar de peligro. Su padre soñaba con «los rugientes cuarenta», donde las olas pueden pasar por encima del velero. Lola se adelanta y señala el cabo de Buena Esperanza y la línea del paralelo cuarenta. Dice bajo, casi para sí misma:
—Los rugientes cuarenta.
—The roaring forties.
Su padre lo decía así también y los ojos le brillaban al hablar de las aguas encrespadas y los vientos que azotaban la punta sur del continente. Lola quiere contárselo al noruego y hace señas de escribir. El baja de nuevo a los camarotes y vuelve con un cuaderno y dos bolígrafos. Lola dibuja la figura de un hombre y una mujer y varias figurillas en medio. Le pone faldas a una, la señala y después la figura del hombre:
—Lola. Yo. Mi padre. Father.
El noruego espera.
—Mi padre like mucho forties.
El noruego asiente con la cabeza al tiempo de responder.
—I like too very much.
Lola vuelve a señalar a su padre, estira el cuerpo con rigidez junta las manos y las cruza sobre el pecho.
—Murió. Hace muchos años. Cuando yo tenía veinte.
El noruego señala el mapa, por la zona del paralelo cuarenta y repite el gesto de Lola de cruzar las manos sobre el pecho.
—Dead? Here?
Lola niega con la cabeza y señala hacia la isla. Siente deseos de contarle que su padre hizo algo que no debía haber hecho, y que ella en el fondo del corazón sigue reprochándoselo. Si hubiera sido un accidente, si hubiera sido en aquellos rugientes cuarenta con los que soñaba lo habría podido entender, pero lo otro no. El noruego parece darse cuenta de su pena porque dice algo que suena a condolencia. Después dibuja en el cuaderno una figura grande de mujer y una pequeña de un niño, se señala a sí mismo y al niño, y después a la mujer y al cielo. Se quedan un rato en silencio. Lola piensa qué raro es que quiera contarle a un desconocido cosas de las que no ha hablado nunca con nadie: ese resentimiento por lo que su padre hizo y esa sensación de inseguridad, de que todo en la vida es frágil y efímero, incluso lo que parece más firme y más fuerte y más duradero… Pero es demasiado complicado, respira hondo y vuelve a señalar en el mapa la ruta de los sueños de su padre: a través del Mediterráneo hasta el canal de Suez, recorrer el mar Rojo para rodear la península de Arabia y entrar en el golfo Pérsico y desde allí remontando el curso del Éufrates llegar al Paraíso Terrenal, entre el Tigris y el Éufrates, allí irían todos, los chicos y la mamá, conducidos por el padre al mismísimo Paraíso del que habla la Biblia.
—Mi padre like —dice Lola.
El noruego mueve la cabeza. Él no parece tener tan clara su ruta. Duda un momento y después el dedo traza desde el cabo de Buena Esperanza una amplia curva a través del Indico. Mira a Lola esperando su reacción. Lola da enérgicas cabezadas. ¡Claro que lo entiende! Aquél era otro de los sueños de su padre: uno los rugientes cuarenta, otro el Paraíso y el tercero la vuelta al mundo en solitario: cruzar los tres océanos. Los navegantes portugueses lo hicieron cinco siglos atrás, decía, y entonces no había veleros como los de ahora que, sabiendo navegar, son insumergibles, como un tentetieso: si vienen mal dadas, arrías velas, te atas a la cama y a esperar que pase el temporal. De los peligros, de los accidentes, de los muertos no hablaba, pero sí de navegantes solitarios que habían desaparecido en el mar, de Joshua Slocum, de Alain Colas, de quien ni siquiera se encontró el barco; de Donald Crowhurst, que inexplicablemente se equivocó de rumbo y cuyo catamarán apareció abandonado cerca de las Azores… Quizá el noruego tiene también una familia a la que contarle sus sueños. Lola señala su alianza y mira interrogativamente hacia el hombre. El niega con la cabeza. Vacila un instante y después hace el gesto de arrancarse un anillo y arrojarlo lejos.
—¿Y niños? ¿Tienes hijos?
Lola simula acunar a un bebé. El niega de nuevo y a su vez señala a Lola, que levanta la mano con los cinco dedos bien abiertos:
—Cinco.
El noruego pregunta en tono incrédulo:
—Five?
—Sí, five, y dos son gemelos.
Lola señala con la mano distintas alturas desde el suelo: Lenita apenas un metro, los gemelos —dos dedos unidos—, Javi por su hombro y Chema cinco centímetros por encima de su cabeza.
El noruego aprovecha la ocasión para recorrer con los ojos la figura delgada de aspecto casi adolescente de Lola: el vientre plano, la cintura estrecha, los pechos altos y firmes, ceñidos por la tela tensa del bañador y a medias cubiertos por la toalla. Sin dejar de mirarla dice algo que a Lola le suena como «increíble» y que la hace enrojecer. Se pasa involuntariamente la mano por la tripa. Allí están las finas estrías que dejó el embarazo de los gemelos, por eso no se pone nunca el biquini en la playa. Sólo a veces en la calita de su casa, cuando está sola. El noruego sigue mirándola y Lola piensa que quizá debería irse ya, y va a decírselo cuando él se vuelve rápido hacia las cartas marinas y pregunta:
—Where is Valdemar?
Valdemar, le explica Lola con gran entusiasmo, es la bahía más hermosa de toda la costa, el agua más transparente, la arena más blanca y las rocas más majestuosas. Y está a menos de una hora. El noruego le señala el timón y junta las manos en gesto de súplica. Lola duda un momento. Mira hacia la casa. A las nueve es ella quien da la cena a los niños, y antes tiene que ducharse y vestirse. Tiene tiempo de sobra para ir y volver, pero quizá…
El noruego espera su decisión en silencio, mirándola expectante. A Lola le recuerda a un niño tímido y bien educado que no se atreve a pedir más pastel de chocolate. Se reconoce en el gesto de morderse ligeramente los labios. Ella también lo hace. Señala el reloj de su muñeca y ocho dedos:
—De acuerdo, pero a las ocho aquí.
La cara del noruego resplandece con la sonrisa y Lola no se sorprende de su gesto cordial de apretarle los hombros con entusiasmo. Ha debido de notar la humedad de la toalla porque le trae una camisa, un jersey grueso y unas bermudas. Lola se cambia en un camarote, que le llama la atención por lo ordenado. Con la ropa seca, el calor, inhabitual en una tarde de finales de agosto, se hace más patente. Se anuda el jersey a la cintura y le hace gestos de sofoco, mientras mira el cielo despejado en busca de alguna nube que pueda presagiar tormenta. El hombre mira también, pero no parece que vaya a haber problemas. Lola señala hacia el oeste:
—Valdemar.
—Okey, captain. Valdemar.
En las cosas concretas es facilísimo entenderse: a los dos les gusta el pan integral y los dos están de acuerdo en que son unos puercos los que tiran la basura al mar. Muchos delfines mueren porque se tragan los plásticos, y los peces pequeños, los que se pescan al curricán mientras se navega, no se pueden comer porque tienen la tripa llena del petróleo que sueltan los barcos. Lola, a base de gestos y garabatos rápidamente trazados, consigue explicarle sus dificultades de siempre con la botavara, agravadas por la forma de navegar de su padre, y también la vez que tuvo que sustituir a su hermano en la regata de agosto, a última hora, porque se rompió un tobillo y hubo que escayolarlo, y su padre se empeñó en que ella podía hacerlo, una semana terrible, le salieron ampollas en las manos, pero al final ganaron: una emoción inolvidable. Y el noruego le explica las dificultades del navegante solitario y el placer del silencio y la soledad, el mar, el cielo, y uno tan pequeño, una figurilla insignificante en medio de la hoja de papel, en medio de la inmensidad del océano, pero al mismo tiempo una parte de toda aquella inmensidad, Lola lo entendía muy bien, y también los pensamientos tristes cuando el sol cae y el mar está en calma y vienen los recuerdos, el dedo que traza círculos sobre la frente, el hondo suspiro, el leve encogimiento de hombros. Lola asiente y le cuenta que ella no podrá olvidarse nunca de su padre, de lo feliz que fue en su infancia y en su adolescencia, de lo felices que eran todos en casa, con los hermanos mayores y el padre y la madre, todos rodeando la mesa con la tortilla o la paella enormes, las caras sonrientes, el padre repartiendo los trozos y queriéndose tanto, y de cómo todo se estropeó de repente, todo tachado con grandes cruces, todo desaparecido, incluso los recuerdos felices, porque nada era en realidad lo que parecía, y lo que vuelve una y otra vez es la sensación de inseguridad y el resentimiento y el recuerdo doloroso, el dedo, que traza pequeños círculos como un barreno en su frente y en su corazón. Henrich le muestra en el cuaderno el dibujo de su madre y de sí mismo siendo niño. Al lado pone otra figurilla con alas y une la imagen del niño y la figura alada con un signo de igualdad. De la boca de la madre sale una nubecita como en los tebeos y en ella escribe: «Engel». Lola lo mira interrogativa. El señala la figura de su madre y después se señala a sí mismo. Lola lo mira mientras va diciendo despacio:
—Engel tiene que ser «ángel». Tiene alas y tu madre dice… ¡Te llamaba «ángel»! ¡Tu mother te llamaba Ángel!
Por la forma de mirarla Lola se da cuenta de que él le ha hecho una confidencia importante. Y quiere saber más. Dibuja un hombre junto a la figura de la madre y Henrich la tacha con dos trazos fuertes, con rabia. Lola señala su alianza y la mano de él. ¿Qué fue de su mujer?, ¿la recuerda?, ¿la echa de menos? Lola se pone las manos en el corazón y los ojos en blanco.
Él sonríe, negando con la cabeza.
No tiene madre ni padre ni mujer ni tampoco niños. Quizá tampoco casa. Sólo el barco.
Lola señala el velero en un gesto amplio.
—House.
—Yes. It is my house.
Lola recorre de nuevo el velero con la vista. No quiere que parezca un cumplido formal.
—Es un buen barco. Precioso. Good.
Lástima no saber decir «muy marinero», el barco en el que uno confía en los momentos de peligro. Un verdadero hogar. Pero parece que él la entiende porque hace el gesto de ofrecerlo. Después señala la alianza de Lola:
—Happy?
Lola acaba de hablar de felicidad cuando su padre vivía. Se casó con Juan poco después de la tragedia, porque en cierto modo Juan se parecía a su padre y pensó que podía algún día repetir aquella felicidad. Veinte años de matrimonio y tantas aventuras de Juan, de las que ella prefiere no enterarse, que no se las cuenten. ¿Como su madre? Quizá, eso parece. Nunca ha podido hablar con su madre de eso. No. No ha sido feliz. Tampoco desgraciada. A todas sus amigas les gusta Juan, alguna incluso se ha acostado con él. No le importa demasiado, pero no quiere hablar de ello, igual que su madre. Así que feliz, no. Hace un leve encogimiento de los hombros:
—¡Pchs!
Es fácil entenderse con el noruego. Los dos están de acuerdo en que la belleza de Valdemar es sobrecogedora y que bañarse allí es una especie de comunión con la naturaleza. Llegan en pleamar y no hay nadie en la pequeña cala donde desemboca el río. Fondean con doble ancla y se bañan juntos. Al subir al velero, Henrich la sujeta por la cintura más tiempo del necesario para que no resbale en la madera húmeda. También se demora secándole la espalda y su mano recorre en una caricia el pelo negro.
—Tenemos que regresar —dice Lola antes de que él la bese.
Después no dice nada. Se deja llevar hacia la popa donde él extiende en el suelo las toallas.
El sol está ya muy bajo cuando Lola se incorpora y mira su reloj:
—Tengo que irme. Tendría que estar ya en casa.
Siente frío al ponerse el bañador aún húmedo y se arrebuja en la camisa y el jersey de lana. Salen de Valdemar a las ocho, con una hora de retraso sobre el tiempo previsto. Lola va sentada en la popa con las piernas encogidas, rodeadas con sus brazos, y la mirada fija en el mar. Henrich, al timón, la mira continuamente. Dos veces ha alargado la mano en un ademán de caricia y dos veces la ha retirado sin llegar a consumarla. Por fin la posa con cuidado sobre las rodillas dobladas, esperando la reacción de ella. Lola lo mira y él la acaricia mientras habla. Lola no entiende lo que él dice, pero le parece que habla con sinceridad y que está preocupado por ella, por su silencio, por su actitud. Ella no sabe qué decir. Se siente desbordada por lo sucedido. Nunca ha sentido nada igual y no sabe si es bueno o malo. Aquello es un adulterio, no cabe duda, pero ha sido maravilloso y lo que tenga de malo, de pecado, no es culpa de él. Él es un hombre libre y para los hombres, ya se sabe, esas cosas no tienen importancia. Tenía que haber sido ella la que dijese no, aunque también él ha hecho mal en empezar, al fin es su barco, su casa, y en cierto modo ha faltado a las leyes de la hospitalidad cogiéndola por sorpresa. Pero Lola sabe que, si ella no se hubiese dejado llevar, él no hubiese seguido. Está demasiado trastornada para pensar, para calibrar lo que ha sucedido. Es estúpido hacerse ahora la ofendida después de todo lo que ha pasado antes. Para él ha sido algo normal, seguramente habrá hecho el amor con muchas mujeres, con muchas suecas o noruegas, por aquellas tierras debe de ser un episodio intrascendente, pero ella sólo se ha acostado con Juan, nunca ha tenido una aventura, y nunca ha sentido tanto placer. Está asustada, no de él, de sí misma y de las consecuencias que aquello pueda tener. Se alegra al ver su casa en lo alto del acantilado y se la señala con el brazo extendido. Él coge su mano y la estrecha contra su pecho. Mira a la casa negando con la cabeza y le señala el barco y a sí mismo. Lola retira la mano con suavidad; desde la costa con un buen catalejo pueden verlos. Sonríe por lo que él le ha dicho. Sería divertido navegar todo el día, alrededor del mundo, y aprender de nuevo el nombre de las cosas. Igual que nacer otra vez, una vida completamente distinta. Señala la casa y levanta la mano con los dedos separados.
—Recuerda: cinco hijos. Five.
El hace el gesto de que todos al velero. Lola se echa a reír. Él no deja de mirarla y Lola empieza a hacer preparativos para abandonar el barco. La marea está aún alta, pero ya se ve una pequeña franja de arena al pie del acantilado, junto a las escaleras excavadas en la roca que llegan hasta su casa. No es necesario que se acerque, ella puede nadar hasta allí, todavía hay bastante luz y ningún peligro, y en cualquier momento cualquiera de los chicos mayores puede asomarse a la terraza y mirar con el catalejo del abuelo, el mismo que ella usa para comunicarse con Toño, el socorrista. Es mejor que él se vaya cuanto antes, pero Henrich ha arriado la vela y enciende el motor para llevarla lo más cerca posible. Ya con el gorro y las gafas puestas, Lola extiende la mano:
—Adiós, Engel.
Él la estrecha fuerte entre las suyas.
—I love you, Tiburón.
Lola se tira de cabeza y nada hasta la orilla. Allí se vuelve y levanta la mano. Él está de pie en la popa y la levanta también. Mientras sube las escaleras oye durante unos instantes el ruido del motor alejándose y después sólo el chapoteo del agua. Desde lo alto del acantilado lo ve alejarse con la vela desplegada; no enfila hacia el puerto sino hacia el lado opuesto. Se marcha, se va camino de sabe Dios dónde. Lola levanta el brazo en señal de adiós y desde el timón él responde con el mismo gesto. Lola se da la vuelta y corre hacia la casa sin volver la cabeza.