IV. Kostka a las doce

No estoy borracho ni cabreado. Estoy triste, que es distinto; no te creas siempre tan lista ni tan perspicaz. Yo también pensé en un primer momento que podía haberse ahogado, siempre se teme lo peor, y lo peor es que la mujer que Xío vio subir al velero no fuese Ena. Pero he hablado con Xío, mejor dicho, he interrogado a ese pobre chico, y está seguro de que era Ena. Y yo lo creo, porque lleva años viéndola todas las tardes, bañándose con ella, y porque si no está enamorado no debe de andar muy lejos, así que no va a confundir a Ena con una noruega que se da un baño al lado de su velero…

Se ha largado sin explicaciones, sin decir ni adiós, eso es lo que ha pasado. Es imposible que desde el velero no viesen al socorrista. El tipo hizo la maniobra de aproximación, Xío lo vio perfectamente: arrió las velas y se acercó a motor a recogerla. Antes de hacer todo eso, lo lógico es mirar si hay alguien más por allí, ¿no?, y si hay una lancha de la Cruz Roja te evitas la maniobra, que siempre es más arriesgada desde un velero que desde una Zodiac, ¿tengo razón o no? Aunque yo no navegue, llevo toda la vida aguantando las historias náuticas de esos cretinos del Club, y todo se pega, estupidez incluida. Pero pongamos que al tipo le gusta intervenir, que eso es muy propio de esa clase de gente: la solidaridad, la generosidad en el mar y todas esas zarandajas, e incluso pongamos que prefiere llegar antes que el socorrista, porque en el fondo son competitivos y les encanta ponerse metas: más rápido, más lejos, más abajo o más arriba, más lo que sea que los demás. Pues bien: va, llega y vence. La más elemental cortesía obliga a esperar al otro implicado, al pringado de la Zodiac que iba en bañador y calado hasta los huesos. Pero no lo espera, recoge a la chica, vira, acelera, suelta las velas y se larga. ¿Por qué? Porque no quieren dar explicaciones.

Lo del secuestro sólo podía ocurrírsele a Luis, que tiene ideas de bombero y que como todos los maridos no se entera de lo que pasa hasta que los cuernos se le enredan en los cables de la luz. ¿Quién y para qué la iba a raptar? No es un personaje público, ni tiene dinero como para eso. Y pensar en trata de blancas es absurdo: un pirata que cruza por casualidad y que rapta a una señora de cincuenta años, que, para más inri, con su gorro rojo y sus gafas de bucear parece un marciano. A mí los sentimientos no me ciegan ni me impiden ver la realidad, y la realidad es que Ena se ha largado con ese individuo por su propia voluntad. A Luis le seguí la corriente porque era la única forma de salir tras ella, y lo hubiéramos hecho si tú no hubieras intervenido contándole lo del noruego de los cojones. Eso lo echó para atrás. Y yo no me atreví a hacerlo solo. Bonito papel, ¿verdad? Te imaginas la escena:

—¿Usted en calidad de qué hace la denuncia? —pregunta el oficial de guardia.

—Pues verá, yo soy el ex novio desdeñado, el estúpido amigo del alma de toda la vida.

—Lo siento, pero tiene que ser alguien de la familia: el padre, el marido, los hijos.

—Tenga en cuenta que es un asunto muy serio.

—¿Cree usted que la han secuestrado?

—No, no lo creo. Pero se la está follando un noruego y eso es un atentado contra el honor nacional. Yo llevo veinticinco años intentándolo sin ningún resultado y no está bien que ahora llegue un extranjero y se la lleve por la cara…

En fin, si yo tuviese una motora me habría lanzado a buscarla. Creo que has colaborado decisivamente a que Ena cometa el segundo gran error de su vida…

El primero fue casarse con Luis, naturalmente, o, si prefieres que lo diga de otro modo, fue dejarme a mí. Y el segundo es creer que con ese tipo al que sólo ha visto una tarde va a ser más feliz que con Luis. La conozco mucho mejor de lo que crees. Ena a veces se empecina en el error. Se casó a sabiendas de que se equivocaba. No estaba enamorada. ¿Sabes la explicación que me dio? Que yo era muy joven y que ella necesitaba alguien que le diese seguridad y con quien pudiese formar un hogar como el que su padre había destrozado. Pamplinas. Luis la deslumbró en el primer momento, era mayor que nosotros, tenía un buen trabajo y tenía experiencia, o al menos de eso presumía. Y Ena estaba traumatizada por el suicidio de su padre y por todas las cosas que fue descubriendo desde que él faltó. Necesitaba seguridad, eso es cierto, y creyó que Luis era la persona adecuada para dársela y no un jovenzuelo de veintidós años lleno de fantasías y de idealismos de toda clase. Pero cuando se casó con él, Ena ya sabía cómo era Luis, y sin embargo se empeñó en casarse de prisa y corriendo. Yo le pedí que no lo hiciera. Se lo pedí llorando quince días antes de la boda, que no se precipitase, que lo pensase durante algún tiempo. Llevábamos dos años de novios y ellos se casaron en dos meses, así que alguna razón tenía para pedírselo. Y no me dijo: Lo quiero. O: Estoy enamorada. Me dijo: Han pasado cosas que no tienen vuelta…

Todo puede arreglarse menos la muerte y yo estaba dispuesto a aguantar lo que fuese. No me importaba que se hubiese acostado con Luis, con tal de no perderla. Y, si estaba embarazada, yo hubiese jurado ante los evangelios que yo era el padre de lo que viniese. No sé lo que pasó, nunca ha querido volver a hablar de aquello, pero seguro que tuvo que ser algo así. Y que Luis se aprovechó en un primer momento de la inocencia de Ena, aunque después estuviese dispuesto a casarse para repararlo. Fue un error, y lo acertado hubiera sido hablar, y arreglarlo, porque yo hubiera hecho cualquier cosa, lo que Ena quisiera. Pero ella prefirió a Luis, quizá empujada por las circunstancias, quizá asustada y necesitada de alguien con más experiencia y sentido práctico que yo, o quizá simplemente porque Luis le gustaba más y se dejó seducir y después no quiso afrontar el escándalo que supondría una ruptura. Eso en definitiva fue lo que me dijo cuando yo insistí e insistí en que se tomase su tiempo antes de casarse. La razón definitiva fue social: Ahora es demasiado tarde para romper el compromiso, me dijo. Y así le fue. Luis se la pegó dos mil veces. Lo único que consiguió fue cinco hijos en seis años y vivir pendiente de ellos y al final quedarse sola en su casa del acantilado…

Sí, me alegro, y lo digo porque no soy hipócrita como vosotras. Me alegro de que no haya sido feliz, de que le haya salido mal y de que esta historia del noruego le salga mal también, porque le va a salir mal, eso es seguro. Ya ha empezado mal: Ena lo que más teme es el escándalo, lo que más la inquieta. Se ha pasado la vida intentando evitarlo, fingiendo que no se enteraba de las aventuras de Luis, dando la imagen de un matrimonio sin fisuras y de una familia unida y feliz, igualita a la de su padre. En las infidelidades sí lo era, desde luego. Y ahora ha salido a la luz lo que tan oculto teníais, y no es Luis sino ella quien está en boca de todo el mundo…

Así es: me siento engañado y traicionado, y no sólo por ella. Me enteré por Elvira, como siempre, porque ésa al final acaba largando, aunque, en esta ocasión, tarde, mal y a rastras. Nunca me dijisteis que aquello tuviera más importancia que una aventura aislada. Y ahora Elvira me dice que Ena nunca dejó de pensar en él y que hubiera querido hablar conmigo, conocer mi opinión sobre el asunto, ¡no te jode!, la opinión del amigo del alma. Para descargar la conciencia ya tenía al Páter y para recrearse en los detalles os tenía a vosotras. Pero el Páter no le prestó la atención que merecía su gran aventura espiritual; le mandó rezar una ristra de padrenuestros por lo que pasó en el barco y que se olvide, que deje de darle vueltas al asunto del noruego. Y con vosotras tenía agotado el tema. Así que necesitaba una opinión nueva, preferentemente masculina, y, como no era cosa de contárselo al marido, le apetece comentárselo al amigo de toda la vida. No llegó a hacerlo, porque era para reírse: hablarme a mí de amores fulminantes, ella que se pasó años diciéndome que no estaba segura de lo que sentía por mí…

Nunca llegamos a hablar del noruego. Sabía que yo lo sabía porque Elvira le dijo que me lo había contado. Otra que tal baila: me lo cuenta para que yo me «desenganche» de Ena, para que me persuada de que con Luis o sin Luis no tengo ninguna esperanza porque Ena está enamorada de un tipo que folla como los ángeles. ¡Pandilla de hipócritas! Os dedicasteis a hablar del asunto durante años y a mí ni una palabra…

¡Hablo como quiero y con más razón que un santo! ¡Que estás llena de prejuicios y de resentimiento, a ver si te enteras de una puñetera vez! Lo mío por Ena era amor propio, vanidad herida, ¡claro!, sólo las mujeres os enamoráis de verdad, sólo vosotras tenéis sentimientos profundos capaces de resistir el paso del tiempo y los desengaños. ¡A mí me lo vas a contar! ¡Como si yo hubiese ido alguna vez de triunfador con las tías! Yo era el gafitas listo, y ocurrente, con el que os reíais tanto, al que se llamaba para acompañaros al Casino o a donde os apetecía, pero que no se comía una rosca. Y cuando Ena me dejó por ese guaperas medio bobo de Luis creí que se me hundía el mundo. Estaba enamorado hasta los tuétanos, era la mujer de mi vida, lo sigue siendo, a ver si te enteras de una puta vez…

¡No quiero café! No estoy borracho, ni cabreado. Y debería estarlo, cabreado y borracho perdido, y contarle mis penas a una puta como Dios manda, como hacen los tíos machos, y no a una puta feminista… ¡Calla!, y no me contradigas y no me sueltes discursos que no está el horno para bollos. Tú no eres una puta, qué más quisieras, una puta arrastrada y sentimental, que busca de puerto en puerto al marinero rubio como la cerveza, tatuado con el nombre de otra mujer, tararará-tararará, ya te gustaría serlo, pero no eres más que una puta feminista, o sea, no una puta sino una feminista que hace putadas, una feminista hipócrita y solapada, porque a las feministas bravas se las ve venir, y tú das el pego, tan amiga de tus amigos, sí, sí, muy amiga, mientras los amigos no entran en conflicto con las amigas, que si alguno saca los pies del cesto, ¡zas!, se acabó lo que se daba. Todavía te tengo que ver yo a ti ponerte de parte de un tío…

No quiero café, ¡joder! No estoy borracho, estoy lúcido y desinhibido, que es distinto. Me pasa como a mi abuelo, tan correcto siempre, que se pasó la vida aguantando a la abuela, sus manías, sus prejuicios, sus gastos desorbitados, sus regímenes vegetarianos, y al final, ya en su vejez y enfermo, se dedicó a decir lo que pensaba, y cuando la abuela empezaba con sus monsergas le tiraba una zapatilla y le gritaba: «¡Déjame en paz de una vez! ¡Eres inaguantable! ¡Siempre has sido inaguantable!». Y la abuela se condolía: «¡Pobrecito! Tiene demencia senil. Él, que siempre ha sido tan complaciente, fíjate qué agresivo y qué grosero se ha vuelto». Pues a mí me pasa lo mismo: cuando digo lo que pienso me dices que estoy borracho. Pero es la pura verdad: debería estar cabreado, porque Ena se ha ido con ese noruego de los cojones al que llamáis el ángel. Debería estar cabreado, pero sólo estoy triste, tan triste como a los veintidós años cuando me plantó para casarse con Luis. Me gustaría llorar, ¿sabes?, llorar a lágrima viva abrazado a ti, a mi amiga de toda la vida, porque soy un jodido varón postmoderno, que ha hecho la revolución del 68 y ha apoyado las reivindicaciones feministas. Y soy sensible y débil, y me habéis hecho creer que las mujeres estimáis la sensibilidad y la comprensión; un verdadero cretino, porque las tías acabáis siempre en la cama del más macho de la pandilla aunque encontréis divertido al gafitas flacucho y os riáis tanto con él…

Ya sé que puedo llorar sobre tu hombro, ¡qué más quisieras tú para quitarte la mala conciencia! Y yo, para desahogarme… Pero no puedo. Me gustaría ser un machista consecuente, un machista congruente, un machista convencido, de una pieza, como Luis y como el padre de Ena, y no un jodido varón progre, lleno de contradicciones y sentimientos de culpabilidad. Y me gustaría llorar hasta reventar, pero los hombres no lloran, me he pasado la infancia oyéndolo, y tú en el fondo lo piensas también, aunque te enamores de estudiantes neuróticos y de poetas amariconados. ¡Pobrecita!, tú también estás llena de contradicciones y al final acabarás buscando protección y seguridad, si es que te da tiempo a enderezar el rumbo, como dirían nuestros amigos del Náutico, porque se nos está pasando el momento, amiga mía, y nos vamos a quedar más solos que la una, por chorras y por cretinos, sobre todo yo, porque tú siempre podrás irte a un falansterio femenino y viajar y hacer reuniones y dar conferencias sobre la opresión secular de las mujeres y la tiranía no menos secular de los machos despóticos, de los machos ibéricos, de los machos cabríos, de los machos cabrones y demás especies de machos. ¡Pero anda que yo!…

Sí, sí, tu vieja teoría. Andas un poco atrasada de noticias. ¿Dónde has visto tú ese mirlo blanco en estos tiempos? Las de veinte se van con los maduros si son adinerados y famosos, y, aun así, al cabo de algún tiempo se la pegan y acaban dejándolos con una patada en los cojones: ahí te quedas, viejo, que a mí también me gustan duros y tersos. Y siempre fue así, ya lo decía Moratín: el sí de las niñas, fíate del sí de las niñas, o del no, qué más da, fíate y te la juegan, seguro. Las niñas, y las menos niñas, las maduras y las pochas, nos la pegáis siempre, y, a los que vamos de modernos, con nuestro consentimiento y sin comernos una miserable rosca. Porque yo con Ena no me he comido ni una rosca. Dos años de novio y veinticinco de acompañante inmune al desaliento, y todo casto y puro como los ángeles, ni un beso en la boca, ¡y no me importaba!, lo más grave es que no me importaba, me bastaba con estar juntos y cogerle las manos y hacerla reír. Y por las noches me acariciaba la cicatriz de sus dientes en mi hombro y me corría solito. Todavía ahora me la toco alguna vez, una pequeña huella redonda que yo percibo al tacto y que sigue despertando curiosidad…

No lo dije porque era un secreto entre ella y yo, un secreto inocente como todo lo que hubo entre nosotros. Y porque resultaba fardón, también por eso, todas mirando la huella de los dientes y haciendo conjeturas, quién había sido la leona, decía Elvira, si te coge la yugular mueres en el acto y te vas al infierno como el chico de los ejercicios espirituales, Ignacio Echeverría, el joven de buena familia de Bilbao. Y Nolecho, ¿te acuerdas de él?, decía que tenía que ser una viuda, que sólo las viudas tienen tantas ganas atrasadas. Parecía un mordisco salvaje, y en cierto modo lo era. Me clavó los dientes a través del jersey y de la camisa, los hincó en la carne con la desesperación de no poder hacer nada por su padre. Nada más que asistir a su suicidio, a aquella especie de funeral vikingo que organizó para matarse. No la dejaron subir a la lancha de rescate, sólo a su hermano Nacho, y fui yo quien la sujeté. Se hubiera echado al agua, seguro, por eso no la dejaron subir. Decía: «Yo nado mejor que Nacho y aguanto más tiempo buceando». Hubiera buceado hasta matarse ella también. Yo la abracé para que no saltara a la barca, para que no se echara al agua persiguiéndolos. La abracé muy fuerte y dejé que clavara sus dientes en mi hombro mientras le acariciaba la cabeza, hasta que rompió a llorar y se fue calmando. Ninguno os disteis cuenta. Sólo teníais ojos para el espectáculo del barco, hundiéndose con las velas desplegadas. Así que todo fue de lo más casto y puro, como los ángeles de verdad y no como ese puto ángel noruego que se la tiró sin contemplaciones, deprisa y corriendo, igual que Luis, y resulta que eso es lo que le gusta, en la cubierta de un barco o en una cueva, y cuanto más bestias mejor, para qué coño me he pasado yo la vida consolándola, haciéndola reír, dándole conversación; para qué me he pasado la vida esperando, como un idiota…

No estoy ofendido en mi amor propio. ¡Ojalá lo estuviera! Sólo estoy triste. Me digo a mí mismo que he hecho el primo durante todos estos años, quiero cabrearme y sentirme estafado y engañado, pero se me cruza la idea de que quizá no está con ese tipo, de que Xío se ha confundido y no era ella, ¿comprendes?, y no puedo cabrearme. Porque si no está con el noruego es que se la ha llevado el mar, y entonces lo único que quiero es que vuelva, no quiero pensar que está muerta, no puedo, no quiero. No puedo… Anda, dame de una vez esa jodida taza de café, o mejor una manzanilla, o mejor aún las dos cosas. Creo que voy a vomitar.