MEHI

Año 2590 a. C.

No era mi papel educarle como se educa a un hijo. Había recibido una formación mejor que la mía. Dicen que la letra por la espalda entra, pero yo le malcriaba. No podía evitarlo. solo quería enseñarle a que fuera una buena persona, aunque no tan ingenuo como su madre y yo.

Aunque era bastante juicioso. Supongo que lo heredó de Henutsen.

Cuando podía, y con la excusa de su instrucción, me lo llevaba a mi taller y le enseñaba las piedras: las clases, cuáles son más blandas, porosas, cuáles más duras. Por dónde se abrirían si les aplicáramos cuñas. Qué tamaño era el ideal para cortar, dependiendo de su finalidad.

Me preguntaba si algún día le contaría el secreto. Si se criaba con la capacidad de madurar, de aceptar que nunca será más bello que en este mismo instante, que la muerte recorta el tiempo que nos queda al mismo ritmo que nos comemos una fruta madura, y que precisamente porque no somos eternos somos felices, quizás algún día se lo diría. No le haría ningún favor, pero sí le daría sabiduría. Porque ahora se sentía mejor sabiéndolo. Más rico y más feliz, por cuanto más mortal.

Le explicaba el gran hombre que había sido su abuelo Snefru. No podía explicarle que la morada de eternidad de su abuelo fue construida por amor a él, y la de su medio padre, aunque pagada con sueldos no tan buenos, con el acicate del temor al poder del faraón que era también un dios viviente. No le podía explicar que Keops despilfarraba los tremendos recursos generados por el genio de su abuelo, cuando su pirámide roja sería mucho más digna que aquellas tres grandes moles que se construirían en Guiza, que casi rascarían la ciudad de los espíritus en la constelación de Sah.

No podía explicarle que él no moraría bajo esas pirámides mientras esperaba que su Ka volviera a recobrar su cuerpo, y que tal vez tres hombres que no lo merecían llegarían a ser dioses. Ellos dormirían el sueño de los justos, abrazados por la cálida madre tierra, Geb, como tantos hombres y mujeres antes que ellos.

Ni le explicaría que el clero había caído en la corrupción, viviendo de los favores económicos de la familia real y de los nobles, caídos con Snefru, y aunque ni infinitamente en el nivel original, levantados de nuevo por su padre.

Él ignoraría todo esto, aunque cuando fuese mayor sabría que su abuelo fue el faraón más inteligente y el más querido por su pueblo, y Keops, sin lugar a dudas, el más temido, y secretamente odiado.

A mí me daba igual mientras pudiera abrazarle y hablarle sobre construcciones.

No quedaban muchos años para terminar la pirámide y me quedaba un dolorcillo en el alma de saber que me resultaría difícil verla de nuevo concluida, y con la firma del mezquino Hemiunu además.

Y, sobre todo, me hubiera encantado ver aquella increíble esfinge con la cara de mi amigo y cuñado Kanefer.

Pero no volveríamos. Kemet había cumplido su palabra. Keops nos buscó, pero no tenía ninguna pista, ni pudo relacionar nuestra falta con Nubia, a pesar de que envió una expedición de castigo, pero sin fuerzas, pues no podía provocar una guerra. Pero nos ocultaron bien. Kemet se hizo cargo de su pueblo. Hizo pública la vergüenza que arrastraba, que más tarde le dio prudencia, sabiduría y bondad.

Todos pensábamos que sospecharía de su hermano Kanefer, pero sin pruebas dependía demasiado de él para el gobierno del país.

—¡Padre!

En aquel momento llegó Harati con mi hijo de la mano. Habían estado jugando entre las piedras del templo que estaba construyendo en la ciudad de Buhen, a la altura de la segunda catarata, y el pobre apenas tenía resuello.

Habíamos viajado hasta allí para construir por expreso deseo de Kemet.

—¡Padre! Están comenzando a llevar piedras. ¡Vamos a ver cómo transportan los bloques en la plataforma!

Me encogí de hombros. Era demasiado viejo para eso.

—¡Vamos!