Año 2590 a. C.
Honró la memoria de Gul cuanto pudo. Repitió su nombre y ofrendó en su honor, según las viejas y las nuevas creencias.
Había vivido tanto tiempo con la vergüenza, que esta condicionó toda su existencia.
Si en cualquier ejército la fidelidad es obligación, entre los nubios el vínculo era más estrecho si cabe. Y a eso había que añadir la especial relación con su general. Habían sido más que hermanos. Su mentor… su segundo padre.
Y le había traicionado por una fuerza tan deplorable como el sexo. Contó a aquella arpía muchos de los planes de Gul y del Rey, le mostró los túneles… A punto estuvo de morir de vergüenza cuando el viejo Snefru fue atacado en su visita a su pirámide; sabía positivamente que él era el culpable.
Y le abandonó.
Por mucho que fuese él quien se lo ordenara sin equívoco, era algo que trascendía los límites de la disciplina militar, y por lo tanto, no debía haberle hecho caso. Pero lo hizo, y ahora vivía con la pena y la vergüenza.
Cuando Gul murió, se abandonó, hasta que recordó que tenía a hombres bajo su mando. Y debía vengar a muchos otros que cayeron con su general.
Lo primero que hizo fue reconocer su felonía ante sus hombres y esperar su castigo. Les habló con palabras sinceras. Les rogó que le mantuvieran vivo, pues había contraído una deuda con Gul y con aquellos con los que este, a su vez, se había comprometido. Una vez cumplida la deuda, él mismo se entregaría a la justicia o se daría muerte por su propia mano.
Curiosamente, y tras una larga deliberación, los hombres le siguieron. Le dijeron que accedían a su petición por saldar las deudas, por ayudar a los nubios a salir de Egipto y volver a su país, porque aún confiaban en sus dotes como general, segundo de Gul, porque ya habría tiempo de hacer justicia… Y porque no había ni uno de ellos que no hubiese dejado de caer en el mismo pecado.
Escondió a los hombres, compró confianzas, mandó a muchos a Nubia para forjar la vuelta de los demás y crear un nuevo orden político en el que los veteranos tuvieran el protagonismo que merecían. Todos volvieron a sus pueblos y solo tomaron el oficio de espías en Egipto bajo servicio voluntario.
Menos él. Fue el único que se quedó por entero. No se permitiría volver hasta que tuviera la conciencia, si no tranquila, pues Gul nunca le perdonaría, sí aliviada en cuanto a los terceros. Así, celebró el momento en que Kanefer por fin se decidió a ayudar a Henutsen, como sospechaba. Lo había preparado todo para ser él mismo quien lo hiciera, ahora que el faraón estaba fuera, pero fue mejor así, pues expuso menos a sus hombres y pudo dedicarse a controlar mejor a Merittefes. Sabía que intentaría cobrarse venganza. Eran muy parecidos. Ambos podían convertir una idea en obsesión durante años. En el caso de ella, la venganza. En el suyo, la justicia.
Así que siguieron a distancia la comitiva con los prófugos. Pero incluso a ellos les sorprendió la celeridad del ataque de los hombres de Merittefes. Temió que el mismo Memu les comandase, pues era un adversario digno de respeto.
Pero estaban bien apostados en barcos cercanos a ambos lados, y aunque corrieron el riesgo de herir o incluso matar a alguno de los que debían proteger, sus arqueros eran certeros, y él mismo disparó la flecha que acabó con la vida de la gata cuando estaba a punto de matar a la reina.
Cuando vio la flecha asomar por su garganta, sintió un jadeo. Algo clavándose a su vez dentro de él y matando una parte de sí mismo.
No había conocido mujer como aquella. Le había regalado su cuerpo y una enfermedad, pero a través de sus silenciosas y exhaustivas sesiones sexuales sin palabras, le había entregado algo más.
Tal vez la llave de la felicidad.
Lamentó el hecho de que si la hubiera conocido en otras circunstancias hubiera podido ser la mujer de su vida, y en cierto modo lo fue, pues ninguna otra marcó su existencia como ella. Pero le tocó ser escogida en contra de su voluntad como concubina del faraón en su expedición a Nubia, exactamente como a él mismo. Y ambos sobrevivieron como pudieron.
No solo había fallado a Gul. Quizás si hubiese permanecido junto a ella la habría salvado de su propia codicia, pues sabía que, del mismo modo, él le había entregado algo que no compartiría con nadie más. Algo extraño que solo se vive una vez. Una difícil y extraña unión. Cómo explicar que los dos habían conectado sus almas y visto en el otro con tal profundidad, que sabía sin duda que podría haber cambiado el curso de los hechos si se hubiera arriesgado a mantener aquella relación…
Incluso a pesar de la enfermedad.
Así pues, era responsable de su propia desdicha y de la de ella, junto a todos los desmanes que originó.
No lo supo de modo cierto hasta que no acabó con su vida.
Y algo murió en él.
No obstante, resultó muy grato reencontrar a dos viejos amantes con la misma intensidad prohibida. Algo había hecho bien. No pudo evitar salir del barco y asistir al encuentro a pesar del color de su piel, que cubrió con varias capas de tela.
Simplemente quería observarles.
Ver cómo se habían mirado sin hablar durante horas, sentados uno frente al otro, examinando cada rasgo, cada arruga, recuperando el tiempo.
Y la relación de Mehi con Harati. Aquel personaje tan complejo y misterioso, que se fue sin apenas dar cuenta.
Se llevó el cadáver de Merittefes. Dijo que también tenía una deuda con Memu.
Al llegar a Nubia, se sinceró con sus hombres y se puso en sus manos.
Pero para su sorpresa, no solo le absolvieron de su crimen, sino que le pusieron al frente del gobierno del país. Aunque él nunca se perdonó a sí mismo.
La compañía del inteligente Mehi le sirvió para dar un sentido a su vida, pues se dedicó en cuerpo y alma a su nueva tarea, sin pensar en el pasado.
Con el tiempo, se convirtió en su amigo. Le regaló un pequeño palacio. No tan lujoso, pero sí más encantador que los de Menfis. Fue Harati el que lo proyectó. Allí les visitaba.
Una vez, en uno de los paseos que solían dar junto al Nilo, Mehi le miró con curiosidad.
—¿Nunca se te ha pasado por la cabeza?
—¿El qué?
—El secreto de la divinidad.
—Nunca me atrevería a preguntarte si en verdad lo tenías, como se decía.
Nuestra amistad es más valiosa que eso, y no creo que lo dieras a nadie más sin merecerlo.
—Tal vez un día llegues a merecer el secreto, y a ser un dios, como se honra a Gul.
—Gul sin duda lo merece. Yo jamás sería digno.
—Te maltratas demasiado. Tu vida ha cambiado. Eres un hombre nuevo con una nueva existencia. Y, sin embargo, te empeñas en reprocharte algo de una vida pasada.
—Eso no tiene que ver con el secreto.
—Lo sé. Pero creo que es justo que lo sepas. solo debes responder a una pregunta. ¿Cuándo crees que un hombre es feliz y maduro?
—Podría responderte a eso. Podría hablar de un hombre. De todos los hombres. Encontraría la respuesta. Pero no si te hablo de mí. Yo jamás seré feliz.
Eso salda cualquier discusión ulterior. No quiero ser un dios.
—Pues salda de igual modo tu rencor. Con él, jamás serás un buen rey si lo alimentas de la felicidad de los demás, pero si lo entierras bien hondo y eres capaz de ser mínimamente feliz, tu pueblo lo será contigo. No tiene que ver, como dices, con el hecho de ser o no un dios, pero te ayudará a ser feliz si lo tomas como una responsabilidad hacia tu pueblo. Tal vez como una orden personal de Gul. Es una pena que Uni haya muerto. Si en verdad podía invocar a los espíritus, hubiera zanjado esto hacía ya tiempo.
Kemet sonrió la broma de su amigo.
—No lo había pensado de ese modo, aunque parece que tergiverses la cuestión para intentar hacerme perdonar.
—De ningún modo. Todos te han perdonado. Y tú has hecho por tu pueblo tanto como hizo el mismo Gul, o más, pues este nunca pudo hacer nada desde aquí. Ya es hora de que pienses en ti.
—Lo haré.
—Recuerda: cuanto más feliz seas, más feliz será tu reino. No tergiverso nada. Piensa en el pueblo de Gul, en el de Keops y el de Snefru.
—Tienes razón.
Se abrazaron. Caminaron durante un rato sin hablar. Kemet guardó silencio, y su amigo le dejó solo con sus pensamientos.
Al fin, encontró que quizás sí era posible que Gul le perdonara después de todo. Miró a su amigo.
—Puede que no llegues a ser tan famoso como Hemiunu, ni como Imhotep, pero sin duda eres más sabio que ellos. Si alguien mereciera la divinidad, serías tú.
Mehi miró hacia la casa que él le había regalado.
—Ya la tengo, amigo mío. Ya la tengo. No quiero más.
Kemet rio entre dientes.
—No obstante, y aunque no quiera el secreto, sí hay algo que podrías hacer por mí, amén de construir templos y casas.
El constructor le miró con interés.
—Dime.
—He llegado a la conclusión de que el tamaño de las pirámides es proporcional al orgullo desmedido de sus gobernantes.
Mehi sonrió la ocurrencia.
—No lo había pensado, pero es totalmente cierto.
—Así que podríamos ponernos en paz con los dioses en el momento de nuestra entrada a la luz, y de acuerdo con el tamaño razonable de nuestro Ba.
—No te comprendo.
—Construiremos pequeñas pirámides que nos preserven, de acuerdo con la concepción perfecta de la eternidad, aunque, en ningún caso, para alcanzar divinidad alguna. Pirámides que no supongan un empobrecimiento de nuestros recursos, y que puedan levantarse con medios asumibles.
—Me gusta la idea. Es digna de un gran rey.
—Y de su sabio entre los sabios. Tú no la mereces menos.