Año 2593 a. C.
En verdad iba a ser una construcción magnífica. Estaba orgulloso. Si las instrucciones de Rahotep eran ciertas, Keops sería un dios, aún sin merecerlo.
Ya habíamos terminado el templo interior, el conjunto que albergaría todas las estancias que el caprichoso rey quiso, y que tanto retardaron el conjunto.
Los canales entre la piedra, que llevarían el alma del difunto hacia las estrellas, estaban limpios y pulidos. No podía saber hasta qué punto eran rectos, pero confiaba en que servirían a su propósito. Tales piedras fueron ensambladas a la perfección para que el conducto destinado al viaje del Ka fuese uniforme, recto y liso. Se medían y construían especialmente, y para ensamblarlas se seguía el procedimiento habitual, salvo la calibración del resultado final. Si la diferencia era mínima, se limaban los bordes del conducto con una vara metálica, hasta hacerlos coincidir. Luego se limpiaban con agua, que se recogía en la cámara correspondiente, midiendo así si se filtraba por las juntas. Debía llegar a la cámara la misma cantidad de agua vertida por el conducto. Tan perfecta debía ser la unión.
Toda precaución era poca, y se habían ideado muchas formas de evitar que la morada fuera profanada. Una enorme galería estaba destinada a almacenar tres inmensos bloques de granito, que obstruirían el corredor tras el funeral del faraón, aunque se desechó esta idea, construyendo la cámara superior y la antecámara con su propio sistema de bloqueo, que ofrecía suficiente seguridad a la cámara superior.
Las cámaras de descarga se calcularon hasta el último detalle para evitar problemas de absorción de empujes indeseados, como en la pirámide de Huni.
solo faltaba pues revestir el interior y el exterior, rellenarlos con material de desecho allí donde las hiladas de piedras se juntasen, y continuar levantando hiladas de la pirámide hasta terminarla.
Por suerte, el retraso con los bloqueos había servido a los canteros y talladores para trabajar con un poco más de tranquilidad, con lo que prácticamente tenían los bloques listos hasta casi las últimas hiladas, de modo que no se tardarían muchos más años a ese ritmo.
Al principio me había preocupado mucho, pues la ciudad de los constructores no respiraba la misma alegría que conoció en la pirámide roja. Los métodos de control de los obreros no eran los mismos, por mucho que impusiera disciplina.
Keops enviaba su propia policía, y el que aminoraba el ritmo o no empujaba lo suficiente, era azotado. Las raciones eran menos abundantes que en tiempos de Snefru y no existía el mismo entusiasmo que atrajo a tanta mano de obra en su día. Ahora eran obligados como servicio al faraón. Pagados y alimentados, pero obligados como parte de su deber religioso, del mismo modo que en muchos lugares la formación militar era obligatoria, y sus protestas calladas a golpes de látigo y bastón, cuando no algo peor.
Apenas me habían dejado ver a Kauab, y no tenía noticia alguna de Henutsen.
Se decía que le había dado ya tres hijos al faraón, y que este la tenía en muy alta estima, hasta el punto de apartar a su primera esposa, Merittefes, que tanto placer había dado al viejo Snefru, por lo que se decía que Hen debía ser especialmente buena en la cama. Este comentario me mortificaba especialmente, e incluso llegué a pelearme alguna vez al escucharlo de voz de algún obrero lenguaraz.
Había continuado la construcción a pesar de que Keops había incumplido su parte del trato. No había sabido qué hacer, así que dejé que la rutina del trabajo fuese la única conciencia real en mi vida, pues nada más me importaba ya.
Me gustaba mantener la mente ocupada y pensar que así protegía a Hen y a su hijo. Mi hijo…
Y no podía negarlo: era un constructor. No podía hacer nada más. No sabía hacer nada más. Aquella pirámide era lo más importante en mi vida. Me daba igual el fin que persiguiese. No era ya asunto mío.
El dolor que sentía era un rescoldo, unas brasas que quemaban si las agitaba, pero que no hacían daño si las dejaba reposar. Incluso podía ya poner la mano encima de las heridas causadas por el látigo.
Escuché un pequeño revuelo y Kanefer entró por sorpresa, sujetándose el brazo herido, manchado de sangre.
—¿Qué ocurre?
Tras él entró Harati. El semblante tan serio como le conocía ya hacía muchos años, cuando nuestra amistad se había corrompido.
Yo me quedé mirándole sin saber qué hacer, mudo de la sorpresa. Se limitó a sonreírme levemente.
Sin hablar.
Si no fuera por su sonrisa, hubiera pensado que venía a vengarse de mí, y me sentí profundamente avergonzado por la manera en que le había tratado, apelando a una deuda que jamás había existido. Bajé la cabeza.
Tuvo que ser Kanefer quien rompiera el silencio.
—Keops se ha ido.
Me encogí de hombros. Podía irse al infierno.
—¿Y qué?
—Te hemos traído a Henutsen.
La impresión fue tan fuerte que mi mente se quedó en blanco, como un desierto yermo. Pasé unos segundos totalmente desorientado. Parecía que me hablasen de cosas que tuvieron lugar en otra vida y me costase recordar.
Sentí que me sostenían, y durante unos segundos todo dio vueltas a mi alrededor. Me encontré sentado en el suelo, asistido por el gran visir y el amigo perdido.
—¿Que habéis traído a…?
—Sí.
No podía ser cierto.
—Espero que no sea una broma. No lo…
—No lo es. Es cierto.
—¿Dónde?
—Está fuera, esperándote.
Mi mente pareció buscar algo a lo que agarrarse, pues tenía miedo de repente. Un miedo horrible a abrir la puerta y enfrentarme a la felicidad y perderla de nuevo.
—¿Y la pirámide?
Los dos se miraron. Debían preguntarse si estaba loco.
—Que la termine Hemiunu.
—Sí. Sabe hacerlo. Tiene escribas que le informan…
—¡Mehi!
Parecí despertar de algún sueño. Estaba en trance.
—Sí.
Me miraron. Volvieron a mirarse entre ellos. Yo reaccioné. Recordé lo que les había traído aquí.
—Debo ir fuera. Me espera.
—Sí.
—Sí.
Pero no podía moverme. Harati me sacudió.
—¡Vete de una vez!
Busqué las fuerzas que movieran mis piernas. Me sentía viejo, y lo era.
Tenía casi cincuenta años, y aunque me conservaba muy bien y no llevaba a cabo trabajos pesados, el alma a veces pesa en vida tanto como tras ella.
Pero apenas podía moverme.
Crucé el umbral. Al fondo había una silueta envuelta en lo que parecía una capa gris. En tiempos la hubiera visto desde muy lejos, pero ahora mi vista no era tan buena.
Caminé lentamente mientras fui divisando más claramente su silueta, las formas de su cuerpo… Su pelo… Su cara…
Y su sonrisa tímida.
Sus ojos bañados en lágrimas.
No pude controlarme más. Eché a correr como un niño, con el corazón luchando por escapar de mi pecho y mis pulmones castigándome por un esfuerzo tan repentino.
Tuve que pararme a unos codos de ella, pues me iba a dar un ataque.
Luché por recuperar la respiración jadeante que no podía controlar, amenazando con reventarme como a un caballo en la batalla.
Levanté mi cuerpo de la postura doblada que mis pulmones me habían obligado adoptar.
Y allí estaba. No era un espejismo. No era un sueño.
El tiempo retrocedió muchos, muchos años. Vi a una niña con sus ropas bastas y raídas del templo de Isis.
Sonreía como una chiquilla feliz.
Corrió hacia mí y me abrazó, besándome mil veces.
—Ven. Tu hijo también quiere abrazarte como padre.